Congo

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Día 6. Liko » 3. Ragora

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3Ragora

Dos horas más tarde, volvieron a reunirse con Kahega y sus hombres, conducidos por un guía pigmeo a través de la selva al sur de Gabutu. Todos estaban hoscos e incomunicativos, y padecían disentería.

Los pigmeos habían insistido en que se quedaran a comer, y Munro pensó que no tenían otra alternativa que aceptar la invitación. La comida consistía principalmente en patatas silvestres llamadas kitsombe, con aspecto de espárrago arrugado; cebollas de la selva, llamadas otsa; y modoke, hojas de mandioca silvestre, además de varias clases de setas. También había pequeñas cantidades de carne de tortuga, agria y dura, y algunos gusanos, orugas, langostas, ranas y caracoles.

En realidad, la dieta contenía el doble de proteínas que la carne de vaca, pero no caía bien a estómagos desacostumbrados a ella. Por otra parte, la noticia que se discutía alrededor de la fogata no era apropiada para levantar el espíritu.

Según los pigmeos, los hombres del general Muguru habían establecido un campamento de provisiones en el acantilado Makran, adonde se dirigía Munro. Parecía prudente evitar las tropas. Munro explicó que no había palabra en swahili para expresar caballerosidad o espíritu deportivo, y lo mismo podía decirse del dialecto congoleño, el lingala.

—En esta parte del mundo, se trata de matar o morir. Es mejor que no nos acerquemos.

La única otra ruta posible los llevaba hacia el oeste, en dirección al río Ragora. Munro frunció el entrecejo mientras examinaba el mapa, y Ross adoptó una expresión compungida frente a su pantalla.

—¿Qué tiene de malo el río Ragora? —preguntó Elliot.

—Tal vez nada —contestó Munro—. Depende de si ha llovido mucho recientemente.

—Llevamos doce horas de atraso —dijo Ross consultando su reloj—. Lo único que podemos hacer es proseguir viaje por el río cuando anochezca.

—Yo haría eso, de todos modos —dijo Munro.

Ross nunca había oído que el guía de una expedición llevara a su grupo por la selva al caer la noche.

—¿Usted haría eso? ¿Por qué?

—Porque los obstáculos del río inferior serán menores a esa hora —respondió Munro.

—¿Qué obstáculos?

—Ya los verá cuando lleguemos a ellos —dijo Munro.

Cuando faltaba algo más de un kilómetro para llegar al Ragora, oyeron el rugido lejano del agua. Amy se puso ansiosa inmediatamente, y comenzó a hacer gestos expresando «¿Qué agua?», una y otra vez. Elliot trató de tranquilizarla, pero no se sentía inclinado a hacerlo. Amy tendría que aceptar el río, a pesar de sus temores.

Pero cuando llegaron al Ragora advirtieron que el ruido provenía de unas cataratas corriente arriba. Frente a donde estaban, el río tenía quince metros de ancho y un color barroso.

—No tiene mal aspecto —dijo Elliot.

—Así es —dijo Munro, pero conocía el Congo. El cuarto río más largo del mundo (después del Nilo, el Amazonas y el Yangtsé) era único en muchos sentidos. Se retorcía como una serpiente a través del rostro de África, cruzando dos veces el ecuador, la primera en dirección norte, hacia Kisangani, y la segunda en dirección sur, en Mbandaka. Este hecho era tan notable que apenas cien años atrás los geógrafos no podían creer que fuera cierto. Debido a que el Congo fluye tanto al norte como al sur del ecuador, siempre hay una estación lluviosa en alguna parte de su curso; el río no está sujeto a las fluctuaciones estacionales que caracterizan a otras corrientes de agua, como el Nilo. El Congo vierte cuarenta y dos mil centímetros cúbicos de agua por segundo en el Atlántico, caudal que es mayor que el de cualquier otro río, excepto el Amazonas.

Pero este curso tortuoso hace también que el Congo sea el menos navegable de todos los grandes ríos. El primer inconveniente serio para su navegabilidad son los rápidos del lago Stanley, a unos quinientos kilómetros del Atlántico. Tres mil kilómetros tierra adentro, en Kisangani, donde el río aún tiene un kilómetro y medio de ancho, la catarata Wagenis bloquea toda navegación. Y mientras uno se desplaza río arriba a lo largo del abanico de afluentes, los inconvenientes aumentan, pues arriba de Kisangani los tributarios descienden rápidamente de sus fuentes hacia la jungla baja, las altas sabanas australes y las montañas nevadas de Ruwenzori, de casi cinco mil metros de altura, al este.

Los afluentes forman una serie de gargantas, la más impresionante de las cuales es la llamada Puertas del Infierno, en Kongalo. Aquí el plácido río Luabala se estrecha para atravesar una garganta de ochocientos metros de profundidad y cien de ancho.

El Ragora es un afluente menor del Luabala, al que se une cerca del Kisangani. Las tribus a lo largo de este río se refieren a él llamándolo baratawani, «camino engañoso», pues el Ragora es notoriamente cambiante. Su principal característica es la garganta del Ragora, de piedra caliza, con setenta metros de profundidad y, en ciertos lugares, sólo tres de ancho. El Ragora puede ser un agradable espectáculo o una pesadilla de hirviente agua blanca, según la lluvia que haya caído recientemente.

En Abutu, estaban todavía a diez kilómetros, corriente arriba, de la garganta, y el aspecto del río nada decía de las condiciones de aquélla. Munro sabía todo esto, pero no consideró necesario explicárselo a Elliot, ya que por el momento éste estaba totalmente ocupado con Amy.

Amy observó con creciente nerviosismo mientras los hombres de Kahega inflaban las dos lanchas Zodiac. Tiró de la manga de Elliot.

«¿Qué globos?», exigió saber.

—Son lanchas, Amy —dijo Elliot, aunque sintió que ella ya se había percatado, y usaba un eufemismo. «Lancha» era una palabra que había aprendido con dificultad, pues le disgustaba el agua y no tenía interés en nada diseñado para navegar.

«¿Por qué lancha?», preguntó.

—Subiremos en lancha ahora —le explicó Elliot.

Los hombres de Kahega estaban empujando las embarcaciones hasta la orilla del río; luego cargaron el equipo, que sujetaron a los montantes de goma de las regalas.

«¿Quién sube?», preguntó Amy.

—Todos nosotros —respondió Elliot.

Amy observó un rato más. Lamentablemente, todos estaban nerviosos. Munro daba órdenes a gritos, los hombres trabajaban apresuradamente. Como a menudo había demostrado, Amy era sensible al estado de ánimo de quienes la rodeaban. Elliot siempre se acordaba de cómo Amy había insistido en que algo le pasaba a Sarah Johnson hasta que por fin, después de varios días, Sarah dijo por fin que se había separado de su marido. Ahora Elliot estaba seguro de que Amy percibía sus aprensiones.

«¿Cruzar agua en lancha?», preguntó.

—No, Amy —dijo Elliot—. Cruzar, no. Subiremos a la lancha.

«No», indicó Amy, poniendo la espalda tensa y enervando los hombros.

—Amy —dijo él—, no podemos dejarte aquí.

Ella tenía una solución para eso:

«Otra gente ir. Peter quedar con Amy».

—Lo siento, Amy —dijo él—. Tengo que ir. Tú tienes que ir.

«No», expresó ella. «Amy no ir».

—Sí, Amy. —Se dirigió a su mochila, sacó una jeringuilla y un frasco de Thoralen.

Con el cuerpo tenso y muy enfadada, Amy se golpeó debajo de la barbilla con el puño cerrado.

—Cuida tus palabras, Amy —le advirtió él.

Ross se acercó con salvavidas anaranjados: uno para él, el otro para Amy.

—¿Ocurre algo?

—Está diciendo malas palabras —dijo Elliot—. Será mejor que nos deje solos.

Ross echó un vistazo a Amy, advirtió que su cuerpo estaba rígido, y partió de inmediato.

Amy invocó con señas el nombre de Peter, luego volvió a pegarse debajo de la barbilla. En los informes eruditos esto se traducía como «malas palabras», aunque por lo general los gorilas lo utilizaban cuando querían ir al baño. Los investigadores de primates no se hacían ninguna ilusión con respecto a lo que querían decir los animales. Amy estaba expresando «Peter mierda».

Casi todos los gorilas que conocían el lenguaje de signos usaban malas palabras. Algunas veces elegían un término al azar, como «nuez», «pájaro» o «lavar». Pero por lo menos ocho primates en distintos laboratorios independientemente utilizaron el puño cerrado para significar desagrado extremo. La única razón por la que no se había escrito nada referido a esta notable coincidencia era porque ningún investigador quería tratar de explicarla. Parecía probar que, al igual que las personas, los gorilas encontraban que las excreciones corporales eran términos adecuados para expresar denigración y enfado.

«Peter mierda», volvió a decir Amy.

—Amy… —dijo Elliot, y puso una dosis doble de Thoralen en la jeringuilla.

«Peter mierda lancha mierda gente mierda».

—Amy, ya basta. —Elliot puso el cuerpo tenso y encorvado, imitando la postura de un gorila enfadado. A menudo eso hacía que ella se retractara, pero esta vez no surtió efecto.

«Peter no querer Amy». Se puso hosca, le dio la espalda, y dejó de hacer señas.

—No seas ridícula —dijo Elliot, acercándose a ella con la jeringuilla preparada—. Peter quiere mucho a Amy.

Ella se alejó. No dejaba que él se acercase. Finalmente, Elliot se vio obligado a cargar la pistola CO2 y arrojarle un dardo al pecho. En todos los años que llevaban juntos sólo había hecho esto dos o tres veces. Ella se sacó el dardo con expresión de tristeza.

«Peter no querer Amy».

—Lo siento —dijo Peter Elliot, y corrió a agarrarla pues ya había puesto los ojos en blanco. Se desplomó en sus brazos.

Amy estaba de espaldas en la segunda lancha, a los pies de Elliot, respirando despacio. Delante, en la otra lancha, Elliot vio a Munro, de pie, guiando a las Zodiac, que avanzaban silenciosamente corriente abajo.

Munro había dividido la expedición en dos lanchas con seis tripulantes cada una. Munro iba en la primera; Elliot, Ross y Amy, en la segunda, bajo las órdenes de Kahega. Según dijo Munro, la segunda lancha «podría sacar provecho de nuestras desventuras».

Durante las dos primeras horas en el Ragora, no hubo desventuras. Resultaba una experiencia extraordinariamente dulce ir sentado en la parte delantera de la embarcación, observando la jungla a ambos lados del río, que parecía deslizarse en medio de un silencio eterno e hipnótico. Era idílico, y hacía mucho calor. Ross metió la mano en el agua barrosa, hasta que Kahega le dijo que dejara de hacerlo.

—Donde hay agua, siempre hay mambo —dijo.

Kahega señaló las orillas lodosas, donde había cocodrilos tomando el sol, indiferentes a la proximidad de aquellos seres humanos. Ocasionalmente, alguno de los reptiles se movía, pero en general parecían adormecidos, y no prestaban atención a las lanchas.

Elliot se sentía secretamente decepcionado. Cuando niño había visto muchas películas de la jungla en las que los cocodrilos se deslizaban amenazadoramente en el agua apenas veían un bote.

—¿No van a molestarnos? —preguntó.

—Demasiado calor —dijo Kahega—. Mambo adormilados, excepto cuando está fresco; entonces comen por la mañana y por la noche. Ahora, no. Durante el día, los Kikuyus decimos que los mambo se han alistado en el ejército: uno-dos-tres-cuatro. —Rio.

Se necesitaron varias explicaciones hasta que comprendieron que los miembros de la tribu de Kahega habían notado que durante el día los cocodrilos hacían ejercicios gimnásticos, levantando sus pesados cuerpos del suelo sobre las patas rechonchas con un movimiento que hacía recordar la gimnasia propia del ejército.

—¿Por qué Munro está tan preocupado? —preguntó Elliot a Kahega—. ¿Por los cocodrilos?

—No.

—Entonces, ¿por qué?

Después de la garganta —contestó Kahega.

Ahora el Ragora trazaba una curva, y oyeron el rugido creciente del agua. Elliot sintió que la lancha cobraba velocidad y que en el agua se formaban olas.

—¡Sosténganse fuerte, doctores! —gritó Kahega.

Ya estaban en la garganta.

Después, Elliot sólo recordaba impresiones fragmentadas y caleidoscópicas: el agua barrosa, agitada y blanca bajo los rayos del sol; las vueltas caprichosas de su lancha, y la forma en que la de Munro parecía remolinear y ponerse de punta, aunque milagrosamente seguía sin hundirse.

Avanzaban tan rápidamente que era difícil centrar la vista en el fugaz borrón de las paredes peñascosas del cañón, de roca desnuda a excepción de la rala y verde maleza que aquí y allá se adhería a ella, o el agua turbia, escandalosamente fría, que los golpeaba violentamente en el aire cálido y húmedo, empapándolos una y otra vez, o el oleaje altísimo que bullía alrededor de las piedras negras y protuberantes, como cabezas calvas de ahogados.

Todo sucedía demasiado deprisa.

Adelante, la lancha de Munro a menudo se perdía durante algunos minutos, oculta tras olas gigantescas de agua turbia que saltaba y rugía haciendo eco contra las paredes de piedra.

En las profundidades de la garganta, donde el sol de la tarde no llegaba a la estrecha franja de agua oscura, las lanchas avanzaban en medio de un infierno torrentoso y bullente, tambaleándose contra los muros de piedra, arremolinándose, mientras los hombres de Kahega gritaban y maldecían y se protegían de las paredes rocosas con los remos.

Amy yacía de espaldas, atada a un costado de la embarcación, y Elliot tenía miedo de que pudiera ahogarse por las olas de agua turbia que se estrellaban contra la borda. A Ross tampoco le iba muy bien; no dejaba de repetir «Oh, Dios mío, oh, Dios, mío», una y otra vez, en voz baja y monótona, mientras el agua se estrellaba contra ellos en oleadas sucesivas, calándolos hasta los huesos.

La naturaleza los azotó con otras indignidades. Incluso en el corazón demoledor de la garganta, nubes negras de mosquitos suspendidas en el aire los picaron una y otra vez. Parecía imposible que hubiera mosquitos en medio del rugiente caos de la garganta del Ragora, pero allí estaban. Las lanchas se movían furiosamente entre las enhiestas olas, y en la creciente oscuridad los viajeros achicaban el agua y mataban mosquitos con la misma intensidad.

Y luego, de repente, el río se ensanchó, el agua turbia se serenó, y las paredes de la garganta se separaron. El río recobró su tranquilidad. Elliot se desplomó exhausto, recibiendo el sol declinante en la cara y sintiendo cómo el agua se movía bajo la goma inflada de la lancha.

—Lo logramos —dijo.

—Por ahora —dijo Kahega—. Pero los Kikuyus decimos que nadie sale vivo de la vida. ¡No es momento de relajarse, doctores!

—Estoy tentada de creerle —dijo Ross.

Durante una hora se dejaron arrastrar río abajo por la corriente, mientras las paredes rocosas se iban apartando cada vez más, hasta que por fin volvieron a estar rodeados por la selva ecuatorial africana. Parecía que la garganta del Ragora no hubiera existido nunca. El río se veía ancho y perezoso bajo el sol poniente.

Elliot se sacó la camisa mojada y se puso un jersey, pues el aire del atardecer era fresco. Amy roncaba a sus pies, cubierta por una toalla para que no sintiera frío. Ross se ocupaba de su equipo transmisor, para asegurarse de que no había sufrido desperfectos. Cuando terminó, ya el sol se había puesto y empezaba a oscurecer rápidamente. Kahega lanzó una bengala.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Elliot.

Kiboko —dijo Kahega—. No sé cómo se dice la palabra en inglés. ¡Mzee! ¿Nini maana kiboko? —gritó.

Desde su lancha, Munro respondió, volviéndose:

—Hipopótamos.

—Hipopótamos —repitió Kahega.

—¿Son peligrosos? —preguntó Elliot.

—De noche, esperamos que no —respondió Kahega—. Pero yo creo que sí.

El siglo XX ha sido un período de estudio intenso de la vida salvaje, que modificó conceptos mantenidos durante muchos años acerca de los animales. Ahora se sabe que los simpáticos ciervos, de ojos mansos, viven en una sociedad despiadada y desagradable, mientras que el supuestamente maligno lobo se consagra a su familia y prole de manera ejemplar. Y el león africano —orgulloso rey de los animales— ha sido relegado a la condición de bestia furtiva que se alimenta de carroña, en tanto que la aborrecida hiena ha asumido nueva dignidad. Durante décadas los observadores habían visto, al amanecer, leones comiendo un animal muerto, mientras las hienas basureras rondaban al acecho de su oportunidad. Sólo después de que los científicos empezaran a seguir a los animales durante la noche se formó una nueva interpretación: las hienas eran las que hacían la matanza, mientras que los leones, oportunistas y holgazanes, eran los que las desplazaban: de allí la tradicional escena del alba. Esto coincidió con el descubrimiento de que los leones son caprichosos y viles en muchos sentidos, mientras que las hienas tienen una estructura social finamente desarrollada. Éste es un ejemplo más del antiguo prejuicio de los hombres hacia el mundo natural de los animales.

El hipopótamo sigue siendo un animal poco comprendido. El «caballo de río» de Herodoto es el animal africano más grande después del elefante, pero su hábito de permanecer en el agua asomando apenas los ojos y la nariz ha hecho de él un animal de difícil estudio. Los hipopótamos están organizados alrededor de un macho. Un macho maduro tiene un harén de varias hembras y su prole, formando un grupo de ocho a catorce especímenes en total.

A pesar de su aspecto un tanto gracioso, los hipopótamos son capaces de una violencia inusual. El hipopótamo macho es una criatura formidable, de cuatro metros y medio de largo y un peso de casi cinco mil kilos. Al atacar se mueve a una velocidad extraordinaria para su tamaño; los costados de sus cuatro colmillos, gruesos y romos, son afilados como navajas. Al atacar, el hipopótamo no muerde sino que literalmente «acuchilla» a su víctima moviendo su cavernosa boca hacia uno y otro lado. A diferencia de otros animales, una pelea entre machos termina con la muerte de uno de ellos como resultado de las heridas recibidas. No hay nada simbólico en una pelea de hipopótamos.

También es un animal peligroso para el hombre. En los ríos, donde se los encuentra en manadas, la mitad de las muertes de los nativos se atribuye a los hipopótamos; el resto a los elefantes y felinos depredadores. El hipopótamo es vegetariano; de noche los animales van a tierra, donde comen enormes cantidades de hierba. Un hipopótamo fuera del agua es especialmente peligroso: si alguien se encuentra con uno en tierra y no tiene tiempo de refugiarse en lo alto de un árbol, lo más probable es que acabe muerto.

El hipopótamo es esencial para la ecología de los ríos africanos. Su materia fecal, producida en cantidades prodigiosas, fertiliza la vegetación acuática, que a su vez permite que vivan los peces y otras criaturas. Sin el hipopótamo, los ríos de África serían estériles; allí donde estos animales han sido ahuyentados, los ríos han muerto.

Pero ésta no es toda la información que se tiene acerca del hipopótamo; se sabe también que es ferozmente territorial. Sin excepción, el macho defiende su río contra cualquier clase de intrusos, sean éstos otros hipopótamos, cocodrilos o lanchas. Y las personas que van en las lanchas.

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