Congo

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Día 7. Mukenko » 1. Kiboko

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1Kiboko

Munro tenía un doble propósito al decidir que siguiesen viaje por la noche. Primero, esperaba ganar un tiempo precioso, pues las proyecciones de la computadora suponían que descansarían todas las noches. Pero avanzar por el río no representaba ningún esfuerzo; la mayoría podía dormir y para el amanecer habrían recorrido ochenta u ochenta y cinco kilómetros.

Pero lo más importante era que Munro esperaba eludir los hipopótamos del Ragora, que podían destruir fácilmente sus endebles lanchas neumáticas. Durante el día, los hipopótamos se encontraban en charcos junto a la orilla del río, y seguramente los machos atacarían cualquier embarcación que pasara. Por la noche, cuando los animales merodeaban en tierra, la expedición podía deslizarse río abajo sin mayores dificultades y evitar por completo una confrontación.

Era un plan inteligente, pero se complicó por una razón inesperada: su progreso en el Ragora resultó demasiado rápido. Eran sólo las nueve de la noche cuando llegaron a las primeras áreas de hipopótamos, demasiado temprano para que los animales estuvieran comiendo. Los hipopótamos atacarían las lanchas, y lo harían en plena oscuridad.

El río formaba una serie de curvas. En cada recodo las aguas eran mansas, y Kahega indicó que ésa era precisamente la clase de agua que gustaba a los hipopótamos. Y señaló la hierba de las orillas, tan corta como si la hubieran igualado con una cortadora de césped.

—Pronto, ahora —dijo Kahega.

Oyeron unos gruñidos bajos. Sonaban como un viejo que trata de aclararse la garganta. Munro se puso tenso. Dejaron atrás otra curva, llevados dulcemente por la corriente. Las dos lanchas estaban separadas por unos diez metros. Munro tenía el fusil preparado.

Volvió a oírse el mismo ruido, pero esta vez a coro.

Kahega metió el remo en el agua. Tocó fondo enseguida. Lo sacó; sólo un metro estaba mojado.

—No es honda —dijo, meneando la cabeza.

—¿Eso es malo? —preguntó Ross.

—Sí, creo que es malo.

Llegaron a la otra curva y Elliot vio una media docena de piedras negras parcialmente sumergidas cerca de la costa, brillando en la oscuridad. De pronto una de las «piedras» emergió del agua poco profunda y Elliot vio entonces el cuerpo de una criatura enorme e incluso alcanzó a observar sus patas rechonchas. El hipopótamo avanzó hacia la lancha de Munro.

Munro disparó una bengala de magnesio mientras el animal cargaba. Bajo la luz blanca, Elliot vio una boca gigantesca y cuatro dientes enormes, brillantes y romos. De pronto el hipopótamo fue rodeado por una nube de gas amarillo pálido. El gas flotó; a todos empezaron a escocerles los ojos.

—Está usando gas lacrimógeno —dijo Ross.

La lancha de Munro siguió adelante. Con un rugido de dolor el hipopótamo se sumergió en el agua y desapareció. En la segunda lancha, todos lagrimeaban, pero seguían prestando atención a la curva que se aproximaba para ver si el hipopótamo aparecía de nuevo. Arriba, la luz de magnesio chisporroteaba y alargaba las sombras que flotaban en el río.

—Quizás haya abandonado —dijo Elliot. El hipopótamo no se veía por ninguna parte. Siguieron avanzando en silencio.

Y de repente la proa de la lancha se elevó, el hipopótamo rugió y Ross lanzó un alarido. Kahega se tambaleó. La lancha golpeó el agua con enorme estrépito, levantando un torrente a ambos lados. Elliot se puso de pie con dificultad para ver cómo estaba Amy y vio la caverna de una enorme boca rosada de la que emanaba un aliento caliente. La boca se cerró sobre un costado de la embarcación produciendo un corte por el que empezó a salir el aire con un silbido.

La boca volvió a abrirse y el hipopótamo gruñó, pero Kahega ya estaba de pie y disparó una hedionda nube de gas. El animal retrocedió y cayó hacia atrás, sacudiendo la lancha e impulsándola hacia delante, río abajo. Todo el lado derecho de la Zodiac se estaba desintegrando rápidamente a medida que el aire se escapaba por las enormes brechas abiertas en la goma. Elliot intentó taparlas con las manos, pero el siseo continuaba igual. Se hundirían en un minuto.

Detrás de ellos, el gran hipopótamo se acercaba velozmente dejando una estela en las aguas someras mientras bramaba furioso.

—¡Quietos, quietos! —gritó Kahega, y volvió a disparar. El hipopótamo desapareció tras una nube de gas, y la lancha llegó a otra curva. Cuando el gas se disipó el animal ya no estaba. La luz de magnesio chisporroteó sobre el agua; luego, volvieron a sumirse en la oscuridad. Elliot agarró a Amy cuando la lancha ya se hundía, y cayeron al agua.

Lograron arrastrar la Zodiac hasta la orilla. Munro se acercó en la otra embarcación, inspeccionó los daños, y anunció que inflaría otra lancha y continuarían el viaje. Ordenó descanso, y todos permanecieron en la orilla del río, ahuyentando los mosquitos.

El descanso se vio interrumpido por el aullido de proyectiles disparados desde tierra y que al estallar iluminaban el cielo sobre sus cabezas. Con cada estallido, la orilla del río se encendía de rojo brillante, proyectando largas sombras, y luego volvía a su negra oscuridad.

—Los hombres de Muguru disparan desde tierra —dijo Munro, buscando sus prismáticos.

—¿Contra qué? —preguntó Elliot, oteando el cielo.

—No tengo ni idea —respondió Munro.

Amy tocó el brazo de Munro y expresó: «Pájaro llegar». Sin embargo, no oyeron ningún ruido de aviones. Nada, excepto los misiles que estallaban en el cielo.

—¿Cree que ella oiría algo? —preguntó Munro a Elliot.

—Tiene un oído muy agudo.

Entonces oyeron el zumbido de un avión que se acercaba desde el sur. De pronto, lo vieron; daba vueltas para eludir las brillantes explosiones rojoamarillentas que estallaban a la luz de la luna y se reflejaba en el cuerpo metálico del fuselaje.

—Esos pobres hijos de puta tratan de ganar tiempo —dijo observando el avión con los prismáticos—. Es un C-130, con insignia de Japón en la cola. Un avión de aprovisionamiento para el campamento base del consorcio, si es que logra llegar.

Mientras observaban, el avión iba zigzagueando en medio de las explosiones.

—La tripulación debe de estar aterrorizada —dijo Munro—. Seguro que no se esperaban esto.

Elliot sintió pena por aquellos hombres. Los imaginó mirando por las ventanillas mientras los misiles estallaban iluminando el interior del avión. ¿Hablarían en japonés? ¿Estarían deseando no haber hecho ese viaje?

Un momento después, el avión se dirigió hacia el norte, desapareciendo de la vista, perseguido por un misil que formó una estela roja; demasiado tarde, pues ya estaba más allá de los árboles de la jungla.

—Tal vez haya logrado pasar —dijo Munro, poniéndose de pie—. Es mejor que sigamos viaje. —Ordenó a Kahega, en swahili, que volvieran al río.

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