Congo

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Día 13. Mukenko » 1. Diamantes

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Por la mañana, una delgada capa de ceniza negra cubría el campamento; a lo lejos Mukenko despedía grandes cantidades de humo negro. Amy tiró a Elliot de la manga.

«Irse ahora», expresó insistentemente.

—No, Amy —dijo él.

Ninguno de los integrantes de la expedición estaba con ánimos de marcharse; Elliot tampoco. Al levantarse, empezó a pensar en los datos que necesitaba reunir antes de partir de Zinj. Ya no se conformaba con el esqueleto de una de esas criaturas. Al igual que ocurría con los hombres, su singularidad iba más allá de los detalles de estructura física; residía en su comportamiento. Elliot quería vídeos de los gorilas grises, y más grabaciones de su lenguaje. Y Ross estaba más decidida que nunca a encontrar los diamantes. Munro no estaba menos interesado.

«Irse ahora».

—¿Por qué irse ahora?

«Tierra mala. Irse ahora».

Elliot carecía de experiencia en actividad volcánica, pero lo que veía no le impresionaba. El Mukenko estaba más activo que en días anteriores, pero el volcán lanzaba humo y gas desde que habían llegado a Virunga.

—¿Existe algún peligro? —le preguntó a Munro.

—Kahega piensa que sí, pero probablemente busca una excusa para volver a su casa.

Amy corrió con los brazos levantados hasta donde estaba Munro y comenzó a golpear la tierra frente a él. Munro interpretó que la gorila tenía deseos de jugar. Rio y empezó a hacerle cosquillas. Ella le habló, por señas.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Munro—. ¿Qué estás diciendo, pequeña?

Amy gruñó de placer, y siguió con sus signos.

—Dice que debemos irnos ahora mismo —tradujo Elliot.

Munro dejó de hacerle cosquillas.

—¿De verdad? —preguntó secamente—. ¿Qué dice,

exactamente?

Elliot quedó sorprendido ante la seriedad de Munro, aunque Amy aceptó el interés de éste como algo perfectamente correcto. Volvió a hacer señas para Munro, sin quitarle los ojos de encima.

—Dice que la tierra está mala.

—Humm —murmuró Munro—. Interesante. —Miró a Amy, y luego su reloj.

«Hombre con pelo nariz escuchar Amy irse casa ahora», dijo Amy.

—Dice que nos vayamos a casa ya mismo —dijo Elliot.

Munro se encogió de hombros.

—Dígale que entiendo.

Elliot tradujo. Amy se puso triste y no volvió a hacer señas.

—¿Dónde está la señorita Ross? —preguntó Munro.

—Aquí —contestó ella.

—Vamos ya —dijo Munro, y partieron rumbo a la ciudad perdida. Amy hizo señas que los acompañaba, y corrió para su sorpresa para ponerse a la par de ellos.

Ése era su último día en la ciudad, y todos los participantes de la expedición tuvieron una percepción similar: la ciudad, que antes les había parecido tan misteriosa, de alguna manera había perdido el misterio. Esa mañana vieron la ciudad tal cual era: un montón de viejos edificios derruidos en medio de una jungla tórrida, hedionda y desagradable.

Todos la hallaron tediosa, excepto Munro, que parecía preocupado.

Elliot hablaba acerca del lenguaje de los gorilas y de las razones por las que quería grabaciones; se preguntaba si sería posible conservar el cerebro de un gorila para llevarlo consigo. Al parecer, había cierto debate académico acerca de dónde provenía el lenguaje. Antaño la gente pensaba que el lenguaje se había desarrollado a partir de los gritos de los animales, pero luego se supo que los gritos y ladridos estaban controlados por el sistema límbico del cerebro, y que el verdadero lenguaje provenía de otra parte del cerebro llamado zona de Broca… Munro no podía prestarle atención. No hacía más que escuchar el lejano retumbar del Mukenko.

Munro tenía experiencia directa con volcanes. Cuando en 1968 el Mbuti, otro de los volcanes de Virunga, entró en erupción, él estaba en el Congo. Cuando el día anterior oyó las fuertes explosiones, supo que se trataba de esos ruidos carentes de explicación que anuncian la inminencia de un terremoto. Munro supuso que el Mukenko entraría pronto en erupción, y al ver titilar el rayo láser se dio cuenta de que había nueva actividad en las laderas superiores del volcán. Sabía que los volcanes son impredecibles, como atestiguaba esa ciudad en ruinas en la base misma de un volcán activo. Tanto en las laderas superiores de la montaña como a pocos kilómetros al sur de la ciudad, había vestigios de lava reciente, pero Zinj seguía sin ser alcanzada por ésta desde hacía quinientos años. Esto no era demasiado extraño, pues la configuración del Mukenko era tal que las erupciones ocurrían en las laderas del sur. Pero en modo alguno significaba que no corrieran peligro. El hecho de que las erupciones volcánicas fueran impredecibles significaba que podían verse en dificultades en cuestión de minutos. El peligro no se debía a la lava, que raras veces avanzaba más rápido que un hombre caminando. La lava tardaría varias horas en bajar de la cima del Mukenko. Lo más temible de una erupción volcánica es el gas y las cenizas que despide.

Así como la mayoría de las personas que mueren en los incendios es víctima de las inhalaciones de humo, en el caso de las erupciones volcánicas casi todas las muertes son por asfixia debido al polvo y al monóxido de carbono. Los gases volcánicos son más pesados que el aire. Si el Mukenko lanzaba una gran cantidad de gas, la Ciudad Perdida de Zinj, situada en un valle, se llenaría en cuestión de minutos de una atmósfera pesada, envenenada.

Todo dependía de la rapidez con que el Mukenko entrase en erupción. Por eso Munro estaba tan interesado en las reacciones de Amy: es bien sabido que los primates pueden anticipar acontecimientos geológicos tales como terremotos y erupciones. Munro estaba sorprendido de que Elliot no lo supiera y perdiese el tiempo farfullando cosas acerca de congelar el cerebro de un gorila. Y más le sorprendía Ross, que a pesar de sus vastos conocimientos geológicos no consideraba las cenizas de esa mañana como el comienzo de una erupción importante.

Pero Ross sabía que se estaba preparando una erupción mayor. Esa mañana, por rutina, había tratado de establecer contacto con Houston. Se sorprendió al ver que las claves de transmisión entraban en contacto de inmediato. Después de que el criptógrafo registrara las notaciones, empezó a escribir la puesta al día del terreno, pero la pantalla quedó en blanco, y luego apareció en ella:

HOUSTON ANULA / BORRE BANCOS

Ésta era una señal de emergencia; ella nunca la había visto en una expedición de campo. Borró los bancos de memoria y pulsó la tecla de transmisión. Después de una breve demora, apareció en la pantalla:

COMPUTADORA INDICA GRAVE ERUPCIÓN MUKENKO / ACONSEJA PARTIR AHORA / EXPEDICIÓN EN PELIGRO / PARTIR AHORA

Ross echó una ojeada al campamento. Kahega estaba preparando el desayuno; Amy, sentada junto al fuego, comía un plátano asado (había conseguido que Kahega le preparara manjares especiales); Munro y Elliot tomaban café. Excepto por la ceniza negra, era una mañana perfectamente normal. Volvió a mirar la pantalla.

GRAVE ERUPCIÓN MUKENKO / PARTIR AHORA

Ross miró el cono humeante del Mukenko. Al diablo con eso, pensó. Quería los diamantes, y había ido demasiado lejos para abandonar ahora.

La pantalla centelleó:

FAVOR ENVIAR RESPUESTA

Ross desconectó el transmisor.

A medida que avanzaba la mañana sintieron varios temblores de tierra que levantaron nubes de polvo de los derruidos edificios. Los ruidos sordos del Mukenko eran ahora más frecuentes. Ross no les prestaba atención.

—Significa, simplemente, que estamos en zona de elefantes —dijo. Ése era un viejo dicho de los geólogos: «Si buscas elefantes, ve a una zona de elefantes». Por «zona de elefantes» se designaba un área donde era posible encontrar los minerales que se estaba buscando—. Y si una quiere diamantes —agregó Ross, encogiéndose de hombros—, va a los volcanes.

Hacía más de un siglo que se sabía de la relación entre diamantes y volcanes. La mayor parte de las teorías sostenía que los cristales, cristales de carbono puro, se formaban debido al calor y presión intensos del manto superior, a kilómetros de profundidad.

Ahí los diamantes permanecían inaccesibles, excepto en las zonas volcánicas donde los ríos de magma fundida los llevaban a la superficie.

Pero eso no quería decir que sólo donde había un volcán en erupción era posible encontrar diamantes. Casi todas las minas de diamantes están en los sitios de volcanes extinguidos, en conos fosilizados. Virunga, cerca del inestable Valle de la Gran Depresión, había exhibido evidencias de actividad volcánica continua durante más de cincuenta millones de años. Estaban buscando los mismos volcanes fosilizados que habían encontrado los primeros habitantes de Zinj.

Poco antes del mediodía los encontraron al este de la ciudad, a mitad de camino hacia las montañas. Se trataba de una serie de túneles excavados que se continuaban en las laderas del Mukenko.

Elliot se sentía decepcionado. «No sé qué esperaba —dijo luego—, pero sólo se trataba de un túnel color marrón abierto en la tierra, con trocitos de roca parduscos sobresaliendo. No entendía por qué Ross estaba tan excitada». Los trocitos de roca parduscos eran diamantes. Una vez limpios, tenían la transparencia de vidrio sucio.

«Pensaron que me había vuelto loca —dijo Ross—, porque empecé a saltar. Pero ellos no sabían qué era lo que estaban viendo».

En un cono fosilizado común, los diamantes están esparcidos en la matriz de la piedra. La mina promedio rinde sólo treinta y dos quilates por cada cien toneladas de tierra removida. Cuando se mira una mina de diamantes no se ven las piedras, pero en Zinj las minas estaban llenas de piedras sobresalientes. Usando su machete, Munro sacó seiscientos quilates. Y Ross vio seis o siete piedras que sobresalían de la pared, cada una tan grande como la que había sacado Munro. «Sólo con echar una ojeada —dijo más tarde—, vi cuatro o cinco mil quilates. Sin necesidad de cavar, ni separar, ni nada. Al alcance de la mano. Era una mina más rica que la Premier de Sudáfrica. Era

increíble».

Elliot formuló la pregunta en la que Ross ya había pensado.

—Si esta mina es tan rica, ¿por qué fue abandonada?

—Los gorilas se descontrolaron —explicó Munro—. Dieron un golpe militar. —Reía, mientras sacaba diamantes de la piedra.

Ross había pensado en ello y también en lo que había sugerido Elliot acerca de que una plaga había aniquilado a la población.

—En mi opinión —dijo— las minas se agotaron para ellos. Porque como piedras preciosas, estos cristales eran muy pobres: azules, llenos de impurezas.

Los habitantes de Zinj no podían imaginar que quinientos años después esas mismas piedras sin valor serían más escasas y codiciadas que cualquier otro recurso mineral del planeta.

—¿Por qué son tan valiosos estos diamantes azules?

—Cambiarán el mundo —dijo Ross, con voz dulce—. Pondrán fin a la era nuclear.

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