Congo

Congo


Día 3. Tánger » 6. Munro

Página 24 de 80

6

M

u

n

r

o

El nombre del «capitán» Charles Munro no figuraba en la lista de guías de expedición empleados por los grupos corrientes. Había varias razones para ello, la principal de las cuales era su reputación, francamente deshonrosa.

Munro se había criado en la salvaje provincia de la frontera norte de Kenia. Era hijo ilegítimo de un granjero escocés y de su bella sirvienta india. El padre de Munro tuvo la mala suerte de ser asesinado por guerrilleros Mau-Mau en 1956[5]. Poco después, la madre de Munro murió de tuberculosis, y Munro se dirigió a Nairobi donde, a fines de la década de 1950, trabajó como cazador blanco, guiando a grupos de turistas a la sabana. Fue en ese tiempo que Munro empezó a hacerse llamar «capitán», aunque nunca había estado en el ejército.

Aparentemente, el capitán Munro no encontró agradable divertir a los turistas. Hacia 1960, traficaba armas desde Uganda al nuevo país independiente del Congo. Después de que Moise Tshombe partiera rumbo al exilio, en 1963, las actividades de Munro se convirtieron en un estorbo político, hasta que finalmente se lo obligó a desaparecer de África Oriental a fines de 1963.

Volvió a aparecer en 1964, como uno de los mercenarios blancos del general Mobutu en el Congo, bajo el liderazgo del coronel Hoare, apodado Mike el Loco. Hoare describió a Munro como un hombre duro, letal, que conocía la jungla y era altamente eficaz, «cuando podíamos apartarlo de las mujeres».

Después de la captura de Stanleyville en la

Operación Dragón Rouge, el nombre de Munro empezó a ser asociado con atrocidades mercenarias cometidas en una aldea llamada Avakabi. Munro volvió a desaparecer por varios años.

En 1968, reapareció en Tánger, donde vivía espléndidamente y era una especie de personaje local. La fuente de los ingresos de Munro, francamente sustanciales, era desconocida, pero se decía que en 1979 había provisto a los rebeldes comunistas sudaneses de armas ligeras provenientes de Alemania Oriental; que en 1974–1975 había ayudado a los etíopes realistas en su rebelión, y a los paracaidistas franceses que descendieron en la provincia de Shaba, del Zaire, en 1978.

Las variadas actividades de Munro lo convirtieron en un caso especial en la década de 1970; si bien era

persona non grata en una media docena de estados africanos, viajaba libremente por todo el continente, usando distintos pasaportes. Era un truco transparente: todos los oficiales de frontera lo reconocían a simple vista, pero tenían tanto miedo de dejarlo entrar en su país, como de negarle la entrada.

Las compañías mineras y exploradoras extranjeras, sensibles a la opinión local, eran reacias a contratar a Munro como guía de expedición de sus grupos. Además, Munro era el más costoso de los guías. Sin embargo, tenía la reputación de llevar a feliz término las empresas más difíciles. Bajo un nombre supuesto, había llevado a dos grupos alemanes interesados en estaño al Camerún en 1974, y a una expedición previa del STRT a Angola durante el punto culminante del conflicto armado en 1977. Dejó a otro grupo de STRT que se dirigía a Zambia al año siguiente, cuando Houston se negó a pagarle lo que pedía. Houston canceló la expedición.

En resumen, Munro era considerado el hombre idóneo para ese tipo de tareas peligrosas. Ésa era la razón por la que el avión de STRT se detendría en Tánger.

En el aeropuerto de Tánger, el jet de carga de STRT y su contenido quedaron en depósito aduanero, pero todo el personal, a excepción de Amy, pasó por la aduana, llevando sus efectos personales. Tensen y Levine fueron separados para ser registrados; se descubrieron rastros de heroína en su equipaje de mano.

Este extraño hecho tuvo lugar a causa de una serie de notables coincidencias. En 1977, los oficiales de aduana de los Estados Unidos comenzaron a emplear dispositivos de retrodispersón de neutrones, al igual que detectores de vapores químicos. Ambos eran aparatos electrónicos manuales fabricados bajo contrato por Electrónica Hakamichi, en Tokio. En 1978, se suscitaron dudas acerca de la precisión de estos aparatos. Hakamichi sugirió que se los probara en otros puertos de entrada de todo el mundo, entre ellos Singapur, Bangkok, Delhi, Múnich y Tánger.

Es decir, que Electrónica Hakamichi conocía la capacidad de los detectores del aeropuerto de Tánger, y sabía también que una variedad de sustancias, entre ellas semillas de amapola y nabo rallado, podrían producir un registro positivo falso en los detectores del aeropuerto. Y esta «red de registro positivo falso» tardaba cuarenta y ocho horas en ser aclarada. (Más tarde se supo que los maletines de ambos hombres tenían restos de nabo).

Tanto Irving como Jensen negaron enfáticamente cualquier tipo de relación con sustancias ilegales, y apelaron a la oficina consular del lugar. El caso no se resolvería hasta después de varios días. Ross telefoneó a Travis en Houston, quien llegó a la conclusión de que se trataba de una treta. No había más remedio que seguir adelante, y continuar con la expedición como pudieran.

—Creen que esto nos detendrá —dijo Travis—, pero no será así.

—¿Quién se ocupará de la geología? —preguntó Ross.

—Usted —contestó Travis.

—¿Y de la electrónica?

—Usted es el genio —dijo Travis—. Asegúrese de conseguir a Munro. Él es la clave de todo.

La canción del almuecín flotó encima de la aglomeración de casas de la alcazaba de Tánger, llamando a los fieles a la plegaria vespertina. En otros tiempos, el almuecín en persona aparecía en los minaretes de la mezquita, pero ahora había un disco y altavoces: una llamada mecanizada al ritual musulmán de la zalema.

Karen Ross estaba sentada en la terraza de la casa del capitán Munro, que daba a la alcazaba, aguardando la audiencia que le habían dado. A su lado, Peter Elliot, en una silla, roncaba ruidosamente, exhausto por el largo viaje.

Hacía casi tres horas que esperaban, y ella estaba preocupada. La casa de Munro, abierta a la calle, era de estilo morisco. Del interior provenían voces, débilmente traídas por la brisa, que hablaban algún idioma oriental.

Una de las gráciles sirvientas marroquíes que Munro parecía tener en gran cantidad apareció en la terraza trayendo un teléfono. Hizo una reverencia formal. Karen notó que la muchacha tenía ojos violetas; era exquisitamente bella, y no tendría más de dieciséis años. Con un inglés muy cuidadoso, dijo:

—Éste es su teléfono para comunicarse con Houston. Ahora comenzará la puja.

Karen tocó ligeramente a Peter, que se despertó medio mareado.

—Ahora empezará la puja —dijo.

Peter Elliot se sorprendió al ver la casa en que vivía Munro. Había esperado un severo edificio militar, y quedó alelado al ver los delicados arcos moriscos y las suaves fuentes gorgoteantes en las que se reflejaba la luz del sol.

Luego vio a los japoneses y a los alemanes en la otra habitación, que miraban fijamente a él y a Karen Ross. Las miradas eran abiertamente hostiles, pero Ross se puso de pie y, diciendo que la excusara un momento, se dirigió a abrazar calurosamente a un alemán rubio. Se besaron y charlaron animadamente. Parecían amigos íntimos.

A Elliot no le gustó cómo se desarrollaban los acontecimientos, pero se sintió mejor al advertir que los japoneses —vestidos con idénticos trajes negros— sentían lo mismo que él. Al notarlo, Elliot sonrió con benignidad, para transmitir un sentimiento de aprobación a la reunión.

Cuando Ross volvió, le preguntó:

—¿Quién era ése?

—Se llama Richter —contestó ella—. Es el topólogo más brillante de Europa Occidental. Su especialidad es extrapolación del espacio-n. Su trabajo es excelente. —Sonrió—. Casi tan excelente como el mío.

—Pero ¿trabaja para el consorcio?

—Naturalmente. Es alemán.

—¿Y usted le habla?

—Me sentí encantada de poder hacerlo —dijo ella—. Karl tiene una limitación fatal. Sólo puede ocuparse de datos preexistentes. Toma lo que le dan y hace maravillas con eso en el espacio-n. Pero es incapaz de imaginar algo nuevo. Yo tuve un profesor en el Instituto Tecnológico que era exactamente igual. Limitado a los hechos, un rehén de la realidad. —Sacudió la cabeza.

—¿Le ha preguntado por Amy?

—Por supuesto.

—Y usted, ¿qué le dijo?

—Que estaba enferma, y que tal vez moriría.

—¿Se lo creyó?

—Ya lo veremos. Allí está Munro.

El capitán Munro apareció en la habitación contigua. Llevaba uniforme color caqui, y fumaba un cigarro. Era un hombre alto, recio, de bigote y dulces ojos oscuros atentos a todo cuanto ocurría. Se puso a hablar con los japoneses y los alemanes, que evidentemente no se mostraban felices con lo que les decía. Momentos después, Munro entró en el cuarto en que estaban Ross y Elliot.

—De modo que va al Congo, doctora Ross —dijo con una amplia sonrisa.

—Así es, capitán Munro —respondió ella.

Munro sonrió.

—Al parecer, todo el mundo va allí.

Siguió un rápido intercambio de palabras que Elliot halló incomprensible. Karen Ross dijo:

—Cincuenta mil dólares en francos suizos contra 0,2 de las ganancias de la extracción del primer año, ajustadas.

Munro sacudió la cabeza.

—Cien mil en francos suizos y 0,6 de las ganancias del primer año sobre todos los depósitos con descuento total del punto de origen.

—¿Punto de origen? ¿En el medio del maldito Congo? Pediría tres años del punto de origen. ¿Y si los clausuran?

—Si se quiere un pedazo, se arriesga. Mobutu es inteligente.

—Mobutu no controla nada, y yo sigo viviendo por no arriesgarme —dijo Munro—. Cien contra 0,4 del primer año sobre los primarios, con sólo el descuento de la carga principal. De lo contrario, su proposición, pero tomando 0,3.

—Si a usted no le gusta arriesgar, le ofrezco una suma fija de doscientos.

Munro negó con la cabeza.

—En Kinshasa pagaron más de eso por los derechos de exploración de minerales.

—En Kinshasa inflan los precios de todo, incluyendo los de los derechos de explotación de minerales. Y el límite actual de exploración es inferior a mil.

—Si usted lo dice. —Sonrió, y se dirigió a la otra habitación, donde los alemanes y los japoneses aguardaban su regreso.

Ross dijo rápidamente:

—Ellos no deben enterarse.

—Oh, estoy seguro de que ya lo saben —dijo Munro, y se marchó.

—Hijo de puta —susurró Karen, a espaldas de él. Luego se puso a hablar por teléfono, en voz muy baja—: No, nunca aceptará eso… No, no, no quiere… Ellos lo necesitan desesperadamente…

—Está pidiendo demasiado por sus servicios —dijo Elliot.

—Es el mejor —dijo Ross, y continuó susurrando en el teléfono. En el cuarto contiguo, Munro sacudía tristemente la cabeza, desechando un ofrecimiento. Elliot vio que Richter estaba muy colorado.

Munro regresó.

—¿Cuánto proyectan sacar?

—Menos de mil.

—Eso dicen ustedes. Saben que hay mucho mineral.

—No, no lo sabemos.

—Entonces hacen una tontería en gastar tanto dinero para ir al Congo —dijo Munro—. ¿No le parece?

Karen Ross no contestó. Se puso a mirar el trabajado cielo raso de la habitación.

—En estos días Virunga no es precisamente un edén —prosiguió Munro—. Los Kigani están alborotados y furiosos, y son caníbales. Los pigmeos han dejado de ser amistosos. Es probable que terminen con una flecha clavada en la espalda. Los volcanes amenazan continuamente con una erupción. Hay moscas tse-tse. Agua mala. Oficiales corrompidos. No es un lugar adonde ir sin tener una buena razón. Tal vez sea mejor que pospongan el viaje hasta que todo se tranquilice.

Eso era exactamente lo que pensaba Peter Elliot, y lo dijo.

—Hombre sensato —observó Munro, con una amplia sonrisa que molestó a Karen Ross.

—Evidentemente —dijo ella—, nunca nos pondremos de acuerdo.

—Así parece —replicó Munro.

Elliot entendió que las negociaciones se interrumpían. Se puso de pie para estrechar la mano de Munro y retirarse, pero antes de poder hacerlo, Munro se dirigió a la otra habitación a conferenciar con los alemanes y los japoneses.

—Las cosas están mejorando —dijo Ross.

—¿Por qué? —preguntó Elliot—. ¿Porque él cree que la ha vencido?

—No. Porque cree que nosotros sabemos más acerca del lugar en cuestión, de modo que es muy probable que demos con un yacimiento, y le paguemos más.

En la habitación contigua, los japoneses y los alemanes se pusieron abruptamente de pie y se dirigieron a la puerta principal. Allí, Munro estrechó la mano de los alemanes, e hizo complicadas reverencias a los japoneses.

—Supongo que tiene razón —dijo Elliot a Ross—. Los está despachando.

Pero Ross tenía el entrecejo fruncido, y una expresión adusta.

—No pueden hacer esto —dijo—. No pueden irse así.

Elliot volvía a estar confundido.

—Yo creía que usted quería que se fueran.

—Maldición —dijo Ross—. Nos han fastidiado.

Susurró algo a Houston por teléfono.

Elliot no entendía nada. Su confusión no desapareció cuando Munro cerró con llave la puerta al irse el último de sus visitantes, luego se acercó a donde estaban Elliot y Karen y les dijo que la comida estaba servida.

Comieron al estilo marroquí, sentados en el suelo y cogiendo la comida con los dedos. El primer plato era un pastel de paloma, y fue seguido por una especie de guisado.

—¿De modo que no despachó a los japoneses? —preguntó Ross—. ¿Les dijo que no?

—Oh, no —dijo Munro—. Eso sería descortés. Les dije que lo pensaré. Y lo haré.

—Entonces, ¿por qué se fueron?

Munro se encogió de hombros.

—No he tenido nada que ver, se lo aseguro. Creo que oyeron algo por teléfono que les hizo modificar el plan. Karen Ross echó un vistazo a su reloj.

—El guisado es exquisito —dijo. Se estaba esforzando por ser agradable.

—Me alegro de que le guste. Es

tajin. Carne de camello.

Karen Ross tosió. Peter Elliot notó que su propio apetito había disminuido. Munro se volvió hacia él.

—¿De modo que usted tiene el gorila, profesor Elliot?

—¿Cómo se ha enterado?

—Me lo dijeron los japoneses; están fascinados con el animal. No me imagino por qué, pero los vuelve locos. Un hombre joven con un gorila, y una mujer joven en busca de…

—Diamantes de tipo industrial —dijo Karen Ross.

—Ah, diamantes de tipo industrial. —Se volvió hacia Elliot—. Me gusta la sinceridad. Los diamantes me parecen fascinantes. —Su modo de hablar sugería que no se le había dicho nada de importancia.

—De modo, Munro, que usted nos guiará —dijo Ross.

—El mundo está lleno de diamantes de tipo industrial —dijo Munro—. Se encuentran en África, India, Rusia, Brasil, Canadá, incluso en los Estados Unidos, en Arkansas, Nueva York, Kentucky, donde uno busque. Pero ustedes van al Congo.

La pregunta obvia flotaba en el aire.

—Buscamos diamantes azules, del tipo IIb, cubiertos de boro —dijo Karen Ross—. Tienen importantes propiedades semiconductoras para aplicaciones microelectrónicas.

Munro se acarició el bigote.

—Diamantes azules —dijo, asintiendo—. Tiene sentido.

—Por supuesto que tiene sentido —dijo Ross.

—¿No pueden fabricarlos artificialmente? —preguntó Munro.

—No. Se ha intentado. Hay un proceso comercial, pero no es confiable. Los estadounidenses tenían uno, los japoneses también. Todos lo abandonaron.

—De modo que tienen que buscar una fuente natural.

—Así es. Quiero conseguirla cuanto antes —dijo Ross con voz monocorde, mirándolo fijamente.

—Supongo que así debe ser —dijo Munro—. No hay nada más que negocios para nuestra doctora Ross, ¿eh? —Cruzó la habitación y, apoyándose en una de las arcadas, miró hacia la oscuridad de la noche de Tánger—. No me sorprende en absoluto —dijo—. En realidad…

A la primera ráfaga de fuego de ametralladora, Munro corrió a refugiarse. El cristal de la mesa se hizo añicos, una de las muchachas chilló, y Elliot y Ross se arrojaron al suelo de mármol, mientras las balas zumbaban a su alrededor, rompiendo el yeso del techo y cubriéndolos de polvillo. Las ráfagas duraron unos treinta segundos, y fueron seguidas por un completo silencio.

Cuando terminaron, se pusieron de pie, vacilantes, mirándose mutuamente.

—El consorcio juega en serio —dijo Munro con una sonrisa—. Así me gusta la gente.

Ross se sacudió el polvo del yeso de la ropa. Se volvió hacia Munro.

—Contra los primeros doscientos, 5,2, y sin deducciones, en francos suizos, ajustable.

—Soy suyo por 5,7.

—De acuerdo.

Munro le dio la mano, luego anunció que necesitaría unos segundos para hacer las maletas, antes de partir rumbo a Nairobi.

—¿Eso es todo? —preguntó Ross. De repente parecía preocupada, y miró el reloj.

—¿Qué problema tiene? —preguntó Munro.

—Fusiles checos AK-47 —dijo ella—. En el depósito.

Munro no demostró sorpresa.

—Será mejor que los llevemos —dijo—. El consorcio indudablemente cuenta con algo parecido, y tenemos mucho que hacer en las próximas horas…

Mientras hablaba, oyeron las sirenas de la Policía que se acercaban. Munro dijo:

—Saldremos por la escalera de atrás.

Una hora después estaban volando hacia Nairobi.

Ir a la siguiente página

Report Page