Congo

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Día 5. Moruti » 2. Kigani

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Una vez que se sobrepuso del impacto inicial de la caída, Elliot empezó a disfrutar de la caminata a través de la selva Barawana. Los monos parloteaban en los árboles y los pájaros gritaban en el aire fresco. Los porteadores Kikuyu iban detrás en fila india fumando cigarrillos y haciendo bromas entre ellos en una lengua exótica. Elliot encontró agradables todas las emociones: sensación de libertad al estar lejos de una civilización estúpida, de aventura, por los acontecimientos inesperados que podrían ocurrir en cualquier momento, y finalmente la sensación de misterio, por la búsqueda de un pasado intenso mientras el peligro omnipresente mantenía todo en un pico de excitación. Con este ánimo exacerbado escuchaba el sonido de los animales a su alrededor, contemplaba el juego de las sombras y el sol, sentía el suelo elástico bajo sus botas, y veía a Karen Ross, que de pronto, inesperadamente, le parecía hermosa y grácil.

Karen Ross no se volvió para mirarlo.

Mientras caminaba, tocaba los botones de una de sus cajas electrónicas tratando de establecer una señal. Una segunda caja electrónica colgaba de su hombro. Como no se volvía para mirarlo, tuvo tiempo de notar la mancha oscura de sudor en el hombro de ella, y otra en la espalda. Tenía mojado el pelo rubio oscuro, pegado en forma poco atractiva a la nuca. Notó también que tenía los pantalones arrugados y sucios por la caída. Ella no se volvió para mirarlo.

—Disfrute de la selva —le recomendó Munro—. Ésta es la última vez que se sentirá fresco y seco en mucho tiempo.

Elliot convino en que la selva era agradable.

—Sí, muy agradable —asintió Munro, con una extraña expresión en el rostro.

La selva Barawana no era virgen. De vez en cuando pasaban terrenos abiertos y veían otras señales de presencia humana, aunque en ningún momento vieron labradores. Cuando Elliot mencionó este hecho, Munro sacudió la cabeza. Mientras iban adentrándose en la selva, Munro se iba volviendo ensimismado y se negaba a hablar. Sin embargo, demostraba interés en la fauna, y con frecuencia se detenía para escuchar atentamente el canto de un pájaro antes de indicar que la expedición prosiguiera su marcha.

Durante estas pausas, Elliot miraba hacia atrás, contemplando la fila de porteadores con bultos en perfecto equilibrio sobre la cabeza, y se sentía muy cerca de Livingstone, Stanley y demás exploradores que hacía un siglo se habían aventurado a cruzar África. En este aspecto, sus románticas asociaciones eran correctas. La vida y la naturaleza de África Central habían variado poco desde que Stanley explorara el Congo en la década de 1879. La exploración seria seguía llevándose a cabo a pie; todavía se necesitaban porteadores y los gastos eran tan intimidantes como los peligros.

Para el mediodía, las botas de Elliot le hacían doler los pies, y se sentía terriblemente cansado. Al parecer los porteadores también lo estaban, porque se habían callado, ya no fumaban cigarrillos ni gastaban bromas. La expedición avanzaba en silencio. Elliot preguntó a Munro si se detendrían a almorzar.

—No —dijo Munro.

—Bien —dijo Karen Ross, mirando el reloj.

Poco después de la una de la tarde oyeron ruido de helicópteros. La reacción de Munro y de los porteadores fue inmediata: corrieron a refugiarse bajo unos árboles grandes y esperaron, mirando hacia arriba. Momentos después, pasaron sobre ellos dos grandes helicópteros verdes. Elliot leyó claramente las iniciales FAZ.

Munro miró de soslayo mientras se alejaban. Eran Hueys de fabricación estadounidense. No logró ver el armamento.

—Son del ejército —dijo—. Están buscando Kiganis.

Una hora después llegaron a un claro donde se cultivaba mandioca. En el centro había una casa rudimentaria; de la chimenea salía humo, y había ropa tendida a secar en una soga, agitándose en la brisa. No vieron habitantes.

La expedición había evitado cruzar los claros anteriores, pero esta vez Munro levantó la mano en señal de que se detuvieran. Los porteadores dejaron caer sus bultos y se sentaron en la hierba, sin hablar.

La atmósfera era tensa, aunque Elliot ignoraba el motivo. Munro se puso en cuclillas junto a Kahega en el borde del claro, observando la casa y los campos. Después de veinte minutos, cuando todavía no había señales de movimiento, Ross, que estaba agachada al lado de Munro, se impacientó.

—No veo por qué estamos…

Munro le tapó la boca con la mano. Señaló el claro, y formó una palabra con los labios: «Kigani».

Los ojos de Ross parecieron salirse de las órbitas. Munro retiró la mano.

Todos miraban la casa fijamente. Seguía sin haber indicios de vida. Ross hizo un movimiento circular con el brazo, sugiriendo que rodearan el claro y prosiguieran la marcha. Munro sacudió la cabeza y señaló el suelo, indicando que se sentara. Munro miró interrogativamente a Elliot, señalando a Amy, que merodeaba entre la alta hierba, hacia un lado. Parecía preocupado ante la posibilidad de que hiciera ruido. Elliot hizo señas a Amy para que se estuviese quieta, pero no era necesario. Amy había percibido la tensión general, y de vez en cuando lanzaba miradas cautelosas hacia la casa.

Transcurrieron varios minutos sin que nada ocurriese. Se oía el canto de las cigarras bajo el cálido sol del mediodía. Esperaron sin apartar la vista de la ropa que flotaba en la brisa.

Luego, la tenue voluta de humo que surgía de la chimenea, dejó de hacerlo.

Munro y Kahega intercambiaron miradas. Kahega volvió silenciosamente adonde estaban los porteadores, se sentó, abrió un bulto y sacó un fusil. Cubrió el seguro con la mano, sofocando el ruido metálico al soltarlo. El claro estaba increíblemente silencioso. Kahega retomó su lugar junto a Munro y le entregó el arma. Munro comprobó el seguro y luego la depositó en el suelo. Esperaron varios minutos más. Elliot miró a Ross, pero ella no le devolvió la mirada.

Se oyó un suave crujido en la casa, y se abrió la puerta. Munro levantó el fusil.

No salió nadie. Todos miraban fijamente la puerta abierta, aguardando. Hasta que finalmente los Kiganis surgieron a la luz del sol.

Elliot contó doce hombres musculosos armados con arcos y flechas y con largas

pangas en las manos. Tenían las piernas y el pecho rayado de blanco, y las caras totalmente blancas, lo que les daba una apariencia amenazadora, de calaveras. Mientras avanzaban por la plantación de mandioca, sólo alcanzaban a verse las cabezas blancas, que escudriñaban los alrededores.

Incluso después de que se hubieron marchado, Munro permaneció observando el claro silencioso por espacio de otros diez minutos. Finalmente se puso de pie, y suspiró. Cuando habló, su voz pareció increíblemente fuerte.

—Eran Kiganis —dijo.

—¿Qué estaban haciendo? —preguntó Ross.

—Estaban comiendo —dijo Munro—. Mataron a la familia de esa casa, y luego se la comieron. La mayoría de los agricultores se han marchado, porque los Kiganis están al acecho.

Indicó a Kahega que ordenara a sus hombres que reemprendiesen la marcha, y partieron bordeando el claro. Elliot no dejaba de mirar la casa, pensando qué vería si entrara. Las palabras de Munro habían sonado tan casuales:

«Mataron a la familia… y luego se la comieron».

—Supongo —dijo Ross, mirando sobre el hombro— que podemos considerarnos afortunados. Probablemente seamos los últimos en el mundo en ver cosas como éstas.

—Lo dudo —dijo Munro sacudiendo la cabeza—. Las viejas costumbres no mueren fácilmente.

Durante la guerra civil congoleña de los años sesenta, noticias de canibalismo generalizado y otras atrocidades escandalizaron el mundo occidental, pero en realidad el canibalismo siempre había sido practicado abiertamente en África Central.

En 1897, Sidney Hinde escribió que «casi todas las tribus de la cuenca del Congo son, o han sido, caníbales, y entre ellos la práctica tiende a aumentar». Hinde se impresionó por la naturaleza no disimulada del canibalismo congoleño: «Los capitanes de los barcos me han asegurado que cuando tratan de comprar cabras a los nativos, les piden esclavos a cambio; los nativos suben a bordo a menudo con colmillos de marfil con la intención de comprar un esclavo, quejándose de que la

carne escasea en su vecindario».

En el Congo, el canibalismo no se relacionaba con el ritual ni con la religión o la guerra: era, simplemente, una preferencia dietética. El reverendo Holman Bentley, que pasó veinte años en la región, citaba a menudo a un nativo que había dicho: «Vosotros los blancos consideráis que la carne de cerdo es la más sabrosa, pero no puede compararse con la carne humana». Bentley sentía que los nativos no podían comprender por qué se objetaba esa práctica. «Vosotros coméis aves y cabras, y nosotros comemos personas: ¿por qué no? ¿Qué diferencia hay?».

Esta actitud franca dejaba alelados a los observadores y llevó a extrañas costumbres. En 1910, Herbert Ward escribió acerca de unos mercados donde los esclavos eran vendidos por trozos mientras todavía estaban con vida: «Aunque parezca increíble, los cautivos son llevados de lugar en lugar para que los compradores puedan tener la oportunidad de indicar, haciendo marcas externas sobre el cuerpo, la porción que desean adquirir. Las marcas distintivas se hacen generalmente mediante arcilla coloreada o hierba atada de una manera peculiar. El sorprendente estoicismo de las víctimas, que de esta forma presencian las ofertas y regateos por sus pedazos y extremidades, sólo es igualado por la insensibilidad en medio de la cual avanzan al encuentro de su destino».

Estos informes no pueden dejarse de lado con el argumento de que son productos de la histeria de finales de la era victoriana, pues todos los observadores hallaron a los caníbales simpáticos y agradables. Ward escribió que «los caníbales no son maquinadores, ni tampoco viles. En oposición directa a toda conjetura lógica, son excelentes personas». Bentley los describe como «alegres y valerosos, de conversación muy amigable y muy demostrativos de sus afectos».

Bajo la administración colonial belga, el canibalismo se hizo menos común —hacia la década de 1950, incluso llegaron a encontrarse algunas tumbas— pero nadie pensaba seriamente que hubiera sido erradicado. En 1956, H. C. Hengert escribió: «El canibalismo en África no ha desaparecido en absoluto. Yo mismo viví en una aldea de caníbales durante un tiempo, y encontré algunos huesos [humanos]. Los nativos… eran gente muy agradable. Se trataba tan sólo de una antigua costumbre, que no muere con facilidad».

Munro consideraba que la rebelión Kigani de 1979 era una insurrección política. La tribu se rebelaba contra la exigencia del gobierno de Zaire de que los Kiganis dejaran de ser cazadores para convertirse en agricultores, como si fuera algo sencillo. Los Kiganis eran un pueblo pobre y atrasado; sus conocimientos de higiene eran rudimentarios; su dieta alimentaria carecía de proteínas y vitaminas, y eran presa fácil de la malaria, la anquilostomiasis, la esquistosomiasis y la enfermedad del sueño. Uno de cada cuatro niños moría al nacer, y pocos Kiganis adultos vivían más de veinticinco años. Las vicisitudes de su vida requerían explicación, que era provista por los Angawas, o hechiceros. Los Kiganis creían que la mayor parte de las muertes se debían a causas sobrenaturales: o bien la víctima estaba bajo un hechizo, había roto algún tabú, o su muerte era causada por los espíritus vengativos de los muertos. La caza también tenía un aspecto sobrenatural: los animales estaban fuertemente influidos por el mundo de los espíritus. En realidad, los Kiganis consideraban más real al mundo sobrenatural que al cotidiano, que veía como «un sueño», e intentaban controlar lo sobrenatural mediante brebajes y conjuros mágicos, hechos por los Angawas. También llevaban a cabo alteraciones mágicas del cuerpo, como, por ejemplo, pintarse la cara y las manos de blanco, para ser más poderosos en la guerra. Los Kiganis creían que la magia también residía en los cuerpos de sus enemigos, y por eso, para vencer los hechizos de otros Angawas, comían el cuerpo de sus adversarios. De esa manera, el poder mágico de sus enemigos pasaba a ellos, frustrando a los brujos contrarios.

Estas creencias eran muy antiguas. Desde hacía mucho tiempo, los Kiganis se regían por la reacción a la amenaza, que consistía en comer a otros seres humanos. En 1890, se alborotaron en el norte luego de las primeras visitas de extranjeros provistos con armas de fuego, que habían espantado a los animales de caza. Durante la guerra civil de 1961, el hambre los llevó a atacar y comer a miembros de otras tribus.

—¿Y ahora por qué comen a la gente? —preguntó Elliot a Munro.

—Quieren su derecho de caza —respondió Munro—. A pesar de los burócratas de Kinshasa.

Temprano esa tarde la expedición escaló una colina desde la cual pudieron contemplar los valles que se extendían al sur. A lo lejos vieron grandes columnas de humo y llamas: eran explosiones de misiles arrojados desde el aire. Sobre ellas se veían los helicópteros, revoloteando como buitres sobre la matanza.

—Ésas son aldeas Kiganis —dijo Munro, mirando hacia atrás y sacudiendo la cabeza—. No podrán salvarse, sobre todo porque los hombres de los helicópteros y las tropas en tierra pertenecen a la tribu Abawe, enemiga tradicional de los Kiganis.

En el mundo del siglo XX no había lugar para creencias canibalistas; en realidad, el gobierno de Kinshasa, a más de tres mil kilómetros de distancia, había decidido librar al país de «la vergüenza de los caníbales». En junio, el gobierno de Zaire despachó cinco mil hombres armados, seis helicópteros UH-2 de fabricación estadounidense cargados de misiles y diez camiones blindados con soldados a fin de sofocar la rebelión Kigani. El jefe militar a cargo, el general Ngo Muguru, no se engañaba con respecto a sus órdenes. Muguru sabía que Kinshasa quería que eliminara a los Kiganis como tribu. Y eso era exactamente lo que se proponía hacer.

Durante el resto del día, oyeron explosiones distantes de morteros y misiles. Era imposible dejar de contrastar lo moderno de este equipo con las flechas y arcos de los Kiganis que habían visto. Ross dijo que era triste, pero Munro acotó que era inevitable.

—El propósito de la vida —dijo Munro— es mantenerse vivo. Observen cualquier animal en la naturaleza: todo lo que hace es seguir sobreviviendo. No le importan las creencias ni la filosofía. Cuando el comportamiento de algún animal lo pone fuera de contacto con las realidades de su existencia, se extingue. Los Kiganis no han visto que los tiempos han cambiado y que sus creencias no sirven. Y por eso se extinguirán.

—Tal vez haya una verdad superior al mero hecho de mantenerse vivo —replicó Ross.

—No la hay —dijo Munro.

Vieron algunos grupos más de Kiganis, generalmente a una distancia de varios kilómetros. Al final del día, después de cruzar el tambaleante puente de madera sobre la garganta Moruti, Munro anunció que estaban más allá del territorio Kigani y, al menos por el momento, a salvo.

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