Congo

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Día 6. Liko » 2. Los bailarines de Dios

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Era un hombre de piel clara, de alrededor de un metro cincuenta de estatura y pecho redondo como un tonel; iba vestido con un taparrabos y al hombro llevaba un arco y un carcaj con flechas. Examinó a los miembros de la expedición, al parecer tratando de determinar quién era el jefe.

Munro se puso de pie y dijo algo rápidamente en un lenguaje que no era swahili. El pigmeo replicó. Munro le dio uno de los cigarrillos con que había estado matando las sanguijuelas. El pigmeo no quería que se lo encendieran; lo metió en un saquito de cuero junto a su carcaj. Siguió una breve conversación. El pigmeo señaló la jungla varias veces.

—Dice que en su aldea hay un hombre blanco muerto —informó Munro. Cogió su mochila, que contenía su botiquín de primeros auxilios—. Tendré que darme prisa.

—No hay tiempo para eso —dijo Ross—. Además, el hombre ya está muerto.

Munro la miró, frunciendo el entrecejo.

—No está

completamente muerto —replicó Munro—. No está muerto para siempre.

El pigmeo asintió vigorosamente. Munro explicó que los pigmeos clasificaban las enfermedades en varias etapas. Primero una persona tenía calor, luego fiebre, luego estaba enferma, luego muerta, luego completamente muerta, y finalmente muerta para siempre.

De la maleza surgieron otros tres pigmeos. Munro asintió.

—Ya sabía que no estaba solo —dijo—. Estos tipos aborrecen viajar solos. Los otros nos estaban observando; como hubiésemos hecho un movimiento indebido, nos habrían ensartado con sus flechas. Están envenenadas.

Los pigmeos, sin embargo, parecían muy serenos, por lo menos hasta que Amy surgió de entre la maleza haciendo un ruido infernal. Entonces gritaron y aprestaron sus arcos. Amy se aterrorizó y corrió hacia Peter, saltando a sus brazos, abrazándolo y cubriéndolo de barro.

Los pigmeos empezaron a discutir entre ellos, probablemente tratando de decidir qué significaba la presencia de ese gorila. Hicieron varias preguntas a Munro. Finalmente, Elliot puso a Amy en el suelo y preguntó a Munro:

—¿Qué les ha dicho?

—Querían saber si el gorila era suyo, y dije que sí. Querían saber si era una hembra, y dije que sí. Querían saber si usted tenía relaciones con la gorila, y dije que no. Dijeron que eso estaba bien, pero que usted no debía encariñarse demasiado con la gorila, porque de lo contrario sufriría.

—¿Por qué sufriría?

—Dijeron que cuando la gorila crezca, huirá a la selva, destrozándole el corazón o, de lo contrario, lo matará.

Ross seguía oponiéndose a que hicieran un desvío para ir a la aldea pigmea, que quedaba a varios kilómetros, sobre la orilla del río Liko.

—Llevamos mucho retraso respecto a la línea de tiempo —dijo—, y cada vez nos retrasamos más.

Por primera y última vez durante la expedición, Munro perdió la paciencia.

—Oiga lo que voy a decirle, doctora. No nos hallamos en el centro de Houston, sino del maldito Congo, y estar herido aquí no es bueno. Tenemos medicinas. Ese hombre puede necesitarlas. No podemos abandonarlo. Sencillamente no está bien.

—Si vamos a esa aldea —dijo Ross— perderemos otras nueve o diez horas. En este momento todavía tenemos una oportunidad. Si nos demoramos, nuestras esperanzas se habrán esfumado.

Uno de los pigmeos empezó a hablar a Munro rápidamente. Éste asintió varias veces, mirando a Ross. Luego se volvió a los otros.

—Dice que el hombre enfermo tiene algo escrito en el bolsillo de la camisa. Hará el dibujo para nosotros.

Ross consultó su reloj y suspiró.

El pigmeo cogió una ramita y trazó grandes letras en el barro. Las dibujó con cuidado, frunciendo el entrecejo de tan concentrado que estaba, mientras reproducía los extraños símbolos: STRT.

—Oh, Dios —dijo Ross en voz baja.

Los pigmeos no caminaban en la selva, sino que marchaban a un trote vivo, deslizándose sobre las enredaderas y ramas, eludiendo los charcos de lluvia y las nudosas raíces de los árboles con facilidad engañosa. Ocasionalmente miraban hacia atrás sobre el hombro y reían al advertir lo difícil que les resultaba a los tres blancos seguir su ritmo de marcha.

Para Elliot, era extremadamente difícil: tropezaba con las raíces, se pegaba en la cabeza con las ramas, y las espinosas enredaderas le desgarraban la carne. Respiraba con dificultad, tratando de mantenerse a la par de los hombrecitos que avanzaban con facilidad delante de él. A Ross no le iba mucho mejor, y hasta Munro, que hasta ese momento había parecido sorprendentemente ágil, mostraba señales de fatiga.

Finalmente llegaron a un arroyo y un claro iluminado por el sol. Los pigmeos hicieron una pausa, se pusieron en cuclillas y volvieron la cara al sol. Los blancos se desplomaron, respirando con dificultad. Esto pareció divertir a los pigmeos, que se echaron a reír.

Los pigmeos fueron los primeros habitantes humanos de la selva ecuatorial del Congo. Debido a su baja estatura, su peculiar modo de ser y su gran agilidad, eran famosos desde hacía siglos. Más de cuatro mil años atrás, un comandante egipcio llamado Herkouf entró en la gran selva al oeste de las Montañas de la Luna. Allí encontró una raza de hombrecitos que cantaban y bailaban para su dios. La sorprendente historia de Herkouf sonaba verdadera, y tanto Herodoto como tiempo después Aristóteles insistieron en que estas historias de los hombres diminutos eran verdaderas, no fabulosas. Los bailarines de Dios inevitablemente adquirieron connotaciones míticas con el transcurso de los siglos.

Incluso en el siglo XVII, Europa no estaba segura de que realmente existieran hombrecitos con cola que tenían el poder de volar entre los árboles, de hacerse invisibles y de matar elefantes. El hecho de que en ocasiones los esqueletos de los chimpancés fueran tomados por esqueletos de pigmeos aumentaba la confusión. Colin Tumbull acota que muchos elementos de la fábula son realmente ciertos: los taparrabos, hechos de corteza machacada, cuelgan de tal manera que parecen colas; los pigmeos se confunden con la selva, de modo que pueden hacerse virtualmente invisibles, y, además, siempre han perseguido y cazado elefantes.

Sin dejar de reírse, los pigmeos se pusieron de pie y reanudaron su marcha. Con un suspiro de resignación, los blancos se incorporaron con dificultad y los siguieron. Corrieron una media hora más, sin hacer ninguna pausa ni vacilar un instante. Luego Elliot olió humo y llegaron a un claro junto a un río, donde estaba situada la aldea.

Vio diez chozas redondas de no más de un metro cuarenta de altura, dispuestas en semicírculo. Todos los aldeanos estaban tomando el sol de la tarde; las mujeres limpiaban setas y frutos cortados durante el día o cocinaban gusanos y tortugas sobre hogueras chisporroteantes; los niños correteaban y molestaban a los hombres que, sentados frente a las casas, fumaban tabaco mientras las mujeres trabajaban.

A una señal de Munro, esperaron en las afueras de la aldea hasta que fueron vistos. Entonces entraron. La llegada provocó gran interés. Los niños reían y los señalaban; los hombres pidieron tabaco a Munro y Elliot; las mujeres tocaban el pelo rubio de Ross, haciendo comentarios acerca de él. Una niñita gateó hasta meterse debajo de las piernas de Ross y se puso a examinar sus pantalones. Munro explicó que las mujeres no estaban seguras de si Ross se teñía el pelo, y la niña había decidido resolver la cuestión.

—Dígales que es natural —dijo Ross, ruborizándose. Munro habló brevemente con las mujeres. Luego se volvió hacia Ross, y le dijo:

—Les dije que era el color del pelo de su madre, pero no estoy seguro de que me creyeran.

Dio cigarrillos a Elliot para que los repartiera entre los hombres, que los recibieron con sonrisas complacidas.

Una vez concluidos los preliminares, fueron conducidos a una casa de construcción reciente en el extremo de la aldea, donde los pigmeos les informaron que se hallaba el hombre muerto. Allí encontraron a un hombre muy sucio, de unos treinta años, sentado junto a la puerta, con las piernas cruzadas y mirando hacia fuera. Después de un momento Elliot se dio cuenta de que el hombre estaba en estado catatónico: no se movía en absoluto.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ross—. Es Bob Driscoll.

—¿Lo conoce? —preguntó Munro.

—Es un geólogo de la primera expedición al Congo. —Se inclinó a su lado y agitó la mano ante los ojos de Driscoll.

—Bobby, soy yo, Karen. Bobby, ¿qué te ha ocurrido?

Driscoll no respondió. Ni siquiera parpadeó. Siguió mirando hacia delante.

Uno de los pigmeos le explicó lo ocurrido a Munro, quien lo transmitió a los demás.

—Llegó a la aldea hace cuatro días —dijo Munro—. Estaba desenfrenado, y tuvieron que atarlo. Creyeron que tenía malaria, de modo que le hicieron una casa y le suministraron medicinas. Se tranquilizó. Ahora permite que le den de comer, pero no habla. Creen que tal vez fue capturado por los hombres del general Muguru y torturado, o de lo contrario es

agudu, mudo.

Ross se hizo hacia atrás, horrorizada.

—En el estado en que se encuentra no se me ocurre qué podemos hacer por él —dijo Munro—. Físicamente está bien, pero… —Sacudió la cabeza.

—Daré la localización a Houston —dijo Ross—, y ellos enviarán ayuda desde Kinshasa.

Driscoll permanecía inmóvil. Elliot se inclinó para mirarlo a los ojos, y al acercarse, Driscoll arrugó la nariz. El cuerpo se le puso tenso. Dejó escapar un agudo gemido, como si estuviera a punto de aullar.

Consternado, Elliot retrocedió, y Driscoll se relajó, volviendo a su silencio.

—¿Por qué diablos ha hecho eso? —preguntó Elliot.

Uno de los pigmeos susurró algo al oído de Munro.

—Dice —repitió Munro— que usted huele a gorila.

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