Congo

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Día 12. Zinj » 4. Captura

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Quería una hembra sin cría. Una cría crearía dificultades.

Avanzando entre la maleza llegó al borde de una loma y vio nueve gorilas agrupados debajo: dos machos, cinco hembras y dos jóvenes. Estaban merodeando en la jungla, unos siete metros más abajo del lugar donde él se encontraba. Observó el grupo lo suficiente para asegurarse de que utilizaban el lenguaje de signos, y que no había cachorros entre el follaje. Luego, esperó su oportunidad.

Los gorilas comían aquí y allá entre los helechos, cortando brotes tiernos, que masticaban indolentemente. Después de varios minutos, una hembra se apartó del grupo y subió a comer cerca de la loma donde Elliot permanecía agazapado. Estaba separado del resto del grupo por más de diez metros.

Al ver a la hembra, Elliot levantó la pistola de dardos con ambas manos y apuntó. Estaba perfectamente situada. La observó, apretó el gatillo lentamente, y entonces perdió el equilibrio. Cayó cuesta abajo, justo en medio de los gorilas.

Quedó inconsciente, tendido de espaldas, a unos seis metros, pero respiraba, y un brazo se sacudía espasmódicamente. Munro estaba seguro de que no había sufrido ningún daño grave. Pero le preocupaban los simios.

Los gorilas grises habían visto caer a Elliot y ahora se acercaban a él. Ocho o nueve animales se agruparon alrededor de Elliot, observándolo, impasibles, mientras se comunicaban por signos.

Munro quitó el seguro de su fusil.

Elliot gimió, se tocó la cabeza, y abrió los ojos. Munro vio cómo Elliot se ponía tenso al ver los gorilas, pero no se movió. Tres machos adultos se agacharon muy cerca de él. Era consciente de lo precario de su situación. Elliot permaneció inmóvil en el suelo durante casi un minuto. Los gorilas susurraban y hacían señas, pero no se acercaban.

Finalmente, Elliot se incorporó sobre un codo, lo que ocasionó una serie de signos, pero ningún comportamiento amenazador.

Arriba, en la colina, Amy tiró de la manga de Munro e hizo signos enfáticos. Él sacudió la cabeza: no entendía. Volvió a levantar el fusil, y Amy lo mordió en la rodilla. El dolor era insoportable. Munro ahogó un grito.

Elliot, tirado en el suelo, abajo, trató de controlar su respiración. Los gorilas estaban muy próximos. Podía tocarlos y percibía el olor dulzón y húmedo de sus cuerpos. Estaban agitados. Los machos habían empezado a gruñir. Emitían un rítmico jo-jo-jo.

Decidió que era mejor ponerse de pie, lenta y metódicamente. Pensó que si podía separarse un poco de los animales, ellos no se sentirían tan amenazados. Pero apenas empezó a moverse los gruñidos aumentaron, y uno de los machos inició un movimiento lateral como de cangrejo, golpeando la tierra con las palmas abiertas.

De inmediato, Elliot volvió a tenderse sobre el suelo. Los gorilas se relajaron, y él pensó que había hecho lo mejor. Los animales se sentían confundidos por ese ser humano que había caído entre ellos; al parecer, en las zonas donde comían no esperaban tener contacto con los seres humanos.

Decidió esperar tendido de espaldas aunque tuviera que permanecer así varias horas, al menos hasta que perdieran interés y se fueran. Respiraba lentamente, con regularidad, consciente de que estaba sudando. Probablemente podían oler su miedo, aunque, al igual que los hombres, los gorilas no tienen desarrollado el sentido del olfato. No reaccionaron ante el olor de miedo. Esperó. Los gorilas suspiraban y hacían señas rápidamente, tratando de decidir qué hacer. Luego un macho reinició abruptamente los movimientos de cangrejo, golpeando la tierra y mirando fijamente a Elliot. Elliot no se movió. Mentalmente, repasaba las etapas del comportamiento de ataque: gruñidos, movimientos laterales, golpes sobre la tierra, arrancar la hierba, golpearse el pecho…

Atacar.

El gorila macho empezó a arrancar la hierba. Elliot sintió los fuertes latidos de su corazón. El gorila era un animal enorme, que fácilmente debía de pesar 150 kilos. Se incorporó sobre las patas traseras y comenzó a golpearse el pecho con las palmas, haciendo un sonido sordo. Elliot se preguntó qué estaría haciendo Munro. Luego oyó un estrépito y al levantar la vista vio que Amy venía rodando cuesta abajo, cogiéndose de ramas y helechos para amortiguar los golpes. Aterrizó a los pies de Elliot.

Los gorilas no podían haber recibido mayor sorpresa. El macho grande dejó de golpearse el pecho. Se puso a cuatro patas, y dirigió a Amy una mirada colérica.

Amy gruñó.

El macho grande avanzó amenazadoramente hacia Peter, sin quitarle los ojos de encima a Amy. Ésta también lo observaba. Se trataba de una prueba de dominación. El macho se acercaba cada vez más, sin vacilar…

Amy dejó escapar un rugido ensordecedor. Elliot saltó, sorprendido. La había oído rugir una o dos veces, en momentos de furia extrema. Como era raro que las hembras rugiesen, los otros gorilas se alarmaron. Amy puso rígida la espalda y los brazos y contrajo el rostro. Miró fijamente al macho, con agresividad, y volvió a rugir.

El macho se detuvo, ladeando la cabeza. Parecía estar meditando su acción. Finalmente retrocedió, y se unió al semicírculo de simios grises, detrás de la cabeza de Elliot.

Amy apoyó deliberadamente el brazo en la pierna de Elliot, simbolizando posesión. Un macho joven, de cuatro o cinco años, avanzó impulsivamente mostrando los dientes. Amy le dio una bofetada en la cara, y el gorila chilló y regresó a la protección de su grupo.

Amy miró coléricamente a los otros gorilas. Y luego empezó a hacer señas.

«Irse dejar Amy irse».

Los gorilas no reaccionaron.

«Peter buena persona humana». Consciente de que no le entendían, hizo algo notable: suspiró, imitando el sonido de la respiración de los gorilas. Éstos se miraron, sorprendidos.

Amy se acercó entonces a Peter y empezó a peinarlo, tirándole suavemente de la barba y del pelo. Los gorilas empezaron a hacer signos rápidamente. Luego el macho reinició su rítmico jo-jo-jo. Cuando Amy vio esto se volvió hacia Peter y expresó: «Amy abrazar Peter». Él se sorprendió: Amy nunca se ofrecía a abrazarlo. Por lo general, quería que fuese él quien la abrazara y le hiciera cosquillas.

Elliot se incorporó y ella lo apretó contra su pecho, apoyando la cara contra el pelo de él. El gorila macho dejó de gruñir y los otros empezaron a retroceder, como si hubieran cometido algún error. En ese momento, Elliot comprendió: ella lo estaba tratando como a su hijo.

Se trataba de un comportamiento clásico de los primates en situaciones de agresión. Los primates se cuidan mucho de hacer daño a las crías y esta inhibición ha sido invocada por los animales adultos en muchos contextos. Los mandriles a menudo ponen fin a sus peleas cuando uno de los machos alza un cachorro y lo aprieta contra su pecho, con lo cual impide un ataque ulterior. Los chimpancés muestran variaciones más sutiles de la misma cosa. Si el juego entre los jóvenes se vuelve demasiado brutal, un macho se dirige a uno de ellos y lo abraza paternalmente, aunque en este caso tanto el padre como el hijo son simbólicos. Sin embargo, la pose basta para inhibir la violencia. En este caso, Amy no sólo evitaba el ataque del macho, sino que protegía también a Elliot, tratándolo como a una cría, si es que los gorilas podían aceptar como tal a ese barbado espécimen de un metro noventa de estatura.

Lo hicieron.

Desaparecieron entre el follaje. Amy soltó a Elliot, lo miró, y por señas le dijo:

«Cosas estupendas».

—Gracias, Amy —dijo él, y la besó.

«Peter hacer cosquillas Amy Amy buen gorila».

—Seguro —dijo él, y le hizo cosquillas durante varios minutos, mientras ella rodaba por la tierra, gruñendo de felicidad.

Cuando regresaron al campamento ya eran las dos de la tarde.

—¿Consiguieron un gorila? —preguntó Ross.

—No —contestó Elliot.

—Bien, no importa —dijo ella—, porque no puedo comunicarme con Houston.

Elliot pareció aturdido:

—¿Más obstrucciones electrónicas?

—Peor que eso —dijo Ross. Había pasado una hora tratando de establecer conexión por satélite con Houston, pero había fracasado. Una vez que se establecía el contacto, éste se interrumpía al cabo de unos pocos segundos. Finalmente, después de asegurarse de que su equipo estaba bien, constató la fecha.

—Es 24 de junio —dijo—. Y con la última expedición al Congo las dificultades comenzaron el 28 de mayo. Hace veintiocho días.

Como Elliot parecía no entender nada, Munro le explicó:

—Significa que la causa es solar.

—Eso es —dijo Karen Ross—. Se trata de una alteración ionosférica de origen solar. —La mayor parte de las alteraciones de la ionosfera terrestre, explicó Ross, se debían a fenómenos como las manchas solares. Como el sol rota cada veintisiete días, estas alteraciones a menudo ocurren un mes después.

—Está bien —dijo Elliot—, es solar. ¿Cuánto durará?

Ross sacudió la cabeza.

—En mi opinión unas pocas horas, un día, como máximo. Pero ésta parece ser una alteración seria, y se ha producido de repente. Hace cinco horas teníamos una comunicación perfecta, y ahora, nada. Pasa algo raro. Podría durar una semana.

—¿Quiere decir que permaneceremos una semana incomunicados? ¿Sin computadora, ni nada?

—Así es —respondió Ross, con voz inexpresiva—. Desde ahora, estamos totalmente desconectados del mundo exterior.

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