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Día 2. San Francisco » 5. Amy

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5Amy

—¿Por satélite? —repitió Elliot, sin poder disimular la tensión en su voz.

—Así es, las fotos fueron transmitidas por satélite desde África hace dos días.

—¿Quiere eso decir que usted conoce la ubicación de estas ruinas?

—Por supuesto.

—¿Y su expedición parte en cuestión de horas?

—En seis horas y veintitrés minutos, para ser exactos —respondió Ross, consultando su reloj digital.

Elliot dio por concluida la reunión y habló privadamente con Karen Ross durante más de una hora. Más tarde Elliot dijo que Karen lo había «engañado» con respecto al propósito de la expedición y los peligros a que tendrían que enfrentarse. Pero estaba ansioso por ir, y probablemente no demasiado dispuesto a ser muy exigente con las razones de la expedición o los peligros de la misma. Como hábil becario, había aprendido hacía mucho a sentirse cómodo en situaciones en que el dinero de otras personas y sus propias motivaciones no coincidían exactamente. Éste era el lado cínico de la vida académica: ¿cuántas investigaciones puras habían recibido fondos porque existía la posibilidad de que pudieran llegar a curar el cáncer? Un investigador podía hacer cualquier promesa con tal de recibir su dinero.

Aparentemente, no se le ocurrió a Elliot que Karen pudiera estar utilizándolo con la misma frialdad con que él la utilizaba a ella. Desde el comienzo, Karen no fue completamente sincera: había recibido instrucciones de Travis de explicar la misión de STRT al Congo «con la menor cantidad posible de datos». Ella era una experta en eso; igual que todo el personal de STRT, había aprendido a decir sólo lo necesario. Elliot la trató igual que a todos sus benefactores, y eso fue un serio error.

En un análisis final, Ross y Elliot se juzgaron mutuamente de acuerdo a la apariencia engañosa que presentaban. Elliot parecía tan tímido y retraído que en una ocasión un profesor de Berkeley hizo el siguiente comentario: «No es sorprendente que haya dedicado su vida a los monos; no se anima a hablar con la gente». Pero Elliot había sido un vigoroso jugador de fútbol en la Universidad, y su tímido comportamiento académico ocultaba un empuje y una ambición extraordinarios.

Igualmente, Karen Ross, a pesar de su juvenil belleza y su suave y seductor acento tejano, poseía gran inteligencia y fuerte resistencia interior. (Había madurado temprano, y como dijera una vez una profesora del instituto, era «la flor y nata de la viril feminidad tejana»). Karen se sentía responsable por la anterior expedición de STRT, y estaba decidida a rectificar errores pasados. Elliot y Amy podrían ayudarla una vez que estuvieran en el terreno. Eso bastaba como razón para que los llevara consigo. Además, a Karen le preocupaba el interés que Hakamichi demostraba por los trabajos de Elliot. Si llevaba consigo a éste y a Amy, eliminaba una posible ventaja para el consorcio del japonés, otra razón suficiente para llevarlos. Finalmente, necesitaba cubrirse en caso de que detuvieran la expedición en la frontera: un primatólogo y un gorila eran una tapadera perfecta.

Pero lo que de verdad quería Karen Ross eran los diamantes del Congo, y estaba lista para decir, hacer y sacrificar cualquier cosa con tal de conseguirlos.

En las fotografías tomadas en el aeropuerto de San Francisco, Elliot y Ross aparecen como dos sonrientes académicos jóvenes, listos a emprender una divertida expedición por África. En realidad, sus motivaciones eran distintas, e inflexiblemente sustentadas. Ni Elliot quería decirle cuan teóricos y académicos eran sus objetivos, ni Ross cuan pragmáticos eran los de ella.

De cualquier forma, para el mediodía del 14 de junio, Karen Ross se encontraba con Peter Elliot en el desvencijado «Fiat» de él, avanzando a lo largo de Hallowell Road, frente al campo de deportes de la Universidad. Ella tenía cierto recelo: se dirigían a ver a Amy.

Elliot abrió la puerta con el letrero en rojo NO MOLESTAR. EXPERIMENTOS CON ANIMALES. Detrás de la puerta, Amy gruñía y arañaba impacientemente. Elliot se detuvo.

—Cuando la vea —dijo—, recuerde que es un gorila, no un ser humano. Los gorilas tienen su propia etiqueta. No hable fuerte ni haga movimientos bruscos hasta que se acostumbre a usted. Si sonríe, no muestre los dientes, porque mostrar los dientes es una amenaza. Y conserve la mirada baja, porque mirar de frente a un extraño se considera hostil. No esté muy cerca de mí ni me toque, porque es muy celosa. Si le habla, no le mienta. Aunque ella usa un lenguaje de signos, entiende la mayor parte de nuestras palabras, y nosotros por lo general le hablamos continuamente. Se da cuenta cuándo le mienten, y no le gusta.

—¿No le gusta?

—Si lo hace, la ignorará, no le hablará y se pondrá de mal humor.

—¿Algo más?

—No; todo saldrá bien. —Le sonrió de modo tranquilizador—. Verá nuestro saludo tradicional, que ya es poco apropiado, porque ella está muy crecida. —Abrió la puerta—. Buenos días, Amy —dijo.

Una enorme sombra negra saltó a sus brazos. Elliot se hizo hacia atrás por el impacto. Karen se sorprendió ante el tamaño del animal. Se había imaginado algo más pequeño y bonito. Amy era tan grande como una mujer adulta. Besó a Elliot en la mejilla con sus grandes labios. Su cabeza negra parecía enorme al lado de la de él. El aliento de la gorila le nubló las gafas. Ross percibió un olor dulzón, y vio cómo él se libraba delicadamente de sus largos brazos, que le rodeaban los hombros.

—¿Amy feliz esta mañana? —preguntó.

Amy se llevó rápidamente los dedos cerca de la mejilla, como si estuviera espantando una mosca.

—Sí, hoy me he retrasado —dijo Elliot.

Amy volvió a mover los dedos, y Karen se dio cuenta de que estaba hablando. La rapidez era sorprendente; había esperado algo más lento y deliberado. Notó que la gorila mantenía la mirada fija en el rostro de Elliot. Se mostraba extraordinariamente atenta y concentraba en él toda su vigilancia de animal. Parecía absorberlo todo, la postura de Elliot, su expresión, el tono de su voz, sus palabras.

—Tuve que trabajar —dijo Elliot.

Ella volvió a suspirar rápidamente, como si se tratara de un ser humano que desecha algo.

—Sí, así es, la gente trabaja.

Elliot llevó a Amy de regreso a la caravana, y con un gesto indicó a Karen Ross que los siguiera.

Una vez adentro, dijo:

—Amy, te presento a la doctora Ross. Saluda a la doctora Ross.

Amy la miró, recelosa.

—Hola, Amy —dijo Karen, sonriendo, mientras miraba el suelo. Se sentía como una tonta al comportarse de ese modo, pero aquel simio era lo bastante grande como para atemorizarla.

Amy miró con fijeza a Karen Ross durante un momento, luego se alejó a su caballete. Había estado pintando con los dedos, y retomó esa actividad, ignorándolos.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ross. Se sentía rechazada.

—Ya veremos —repuso Elliot.

Después de unos momentos, Amy volvió a donde estaban, caminando a cuatro patas. Se dirigió hacia Karen, la olió entre las piernas y la examinó detalladamente. Se mostró especialmente interesada en su bolso de piel, que tenía un brillante broche. Ross dijo más tarde que «fue igual que una fiesta en Houston. Otra mujer me estudiaba detenidamente. Tenía la sensación de que en cualquier momento me preguntaría dónde había comprado la ropa».

No terminó allí, sin embargo. Amy, deliberadamente, embadurnó la falda de Ross con rayas de pintura verde.

—Me parece que esto no va muy bien —dijo Karen Ross.

Elliot observó el desarrollo de esta primera reunión con mayor aprensión de la que estaba dispuesto a reconocer. Presentar personas desconocidas a Amy resultaba difícil a menudo, especialmente si eran mujeres.

Durante todos esos años, Elliot había aprendido a reconocer muchos rasgos claramente «femeninos» en Amy. Sabía cómo mostrarse recatada, reaccionaba cuando la lisonjeaban, le preocupaba su apariencia, le encantaba el maquillaje y era muy exigente con el color de los jerseys que usaba en invierno. Prefería los hombres a las mujeres, y se mostraba abiertamente celosa con las amigas de Elliot. Raras veces las llevaba para presentárselas, pero algunas mañanas ella lo olfateaba para ver si olía a perfume, y siempre hacía un comentario si él no se había cambiado la ropa.

La situación habría sido divertida si Amy ocasionalmente no atacara a mujeres extrañas sin que éstas la provocasen. Y un ataque de Amy nunca resultaba divertido.

Amy regresó al caballete y dijo con las manos:

«No gusta mujer no gusta a Amy no gusta mujer irse».

—Vamos, Amy, sé una buena gorila —dijo Peter.

—¿Qué dijo? —preguntó Karen, dirigiéndose al lavabo para sacarse las manchas verdes de la falda. Peter notó que no chillaba como otros visitantes cuando eran agredidos por Amy.

—Dice que le gusta su vestido —mintió él.

Amy le clavó la mirada, como hacía siempre que Elliot traducía mal sus palabras.

«Amy no mentir. Peter no mentir».

—Sé buena, Amy —dijo él—. Karen es una persona agradable.

Amy gruñó, regresó a su trabajo y se puso a pintar con rapidez.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Karen.

—Dele tiempo —respondió Elliot con una sonrisa tranquilizadora—. Necesita acostumbrarse.

No se molestó en explicarle que era mucho peor con los chimpancés. Los chimpancés arrojaban excrementos a los extraños y, a veces, a los mismos investigadores a quienes conocían muy bien. En algunas oportunidades atacaban para ejercer dominio. Los chimpancés tenían una gran necesidad de determinar quién mandaba. Por suerte, a los gorilas les importaban menos las jerarquías de dominio, y eran menos violentos.

En ese momento, Amy arrancó el papel del caballete y lo hizo pedazos ruidosamente, desparramándolos por el suelo.

—¿Es esto parte del acostumbramiento? —preguntó Karen Ross. Parecía más divertida que asustada.

—Amy, termina ya —dijo Peter, permitiéndose cierta irritación en el tono de voz—. Amy…

Amy se sentó en el centro de la habitación, rodeada por los pedazos de papel. Siguió rompiéndolos, enfadada, y dijo con sus signos:

«Esta mujer. Esta mujer».

Era un comportamiento clásico de desplazamiento. Cuando los gorilas no se sienten cómodos con una agresión directa, hacen algo simbólico. En términos simbólicos, estaba destrozando a Karen Ross, haciéndola pedazos.

Y empezaba a excitarse, a hacer lo que en el Proyecto Amy se llamaba una «secuencia». Del mismo modo que las personas se ponen coloradas primero, luego ponen el cuerpo tenso, se gritan y se arrojan algo antes de recurrir a la agresión física directa, los gorilas atraviesan una secuencia estereotipada de comportamiento para llegar a la agresión física. El romper papel, o arrancar hierba, es seguido por movimientos laterales, como los de un cangrejo, y gruñidos. Luego golpearía el suelo, haciendo todo el ruido posible.

Y después, Amy embestiría, a menos que él interrumpiese la secuencia.

—Amy —dijo con severidad—. Karen mujer botón.

Amy dejó de romper el papel. En su mundo, «botón» era el término reconocido con que designaba a una persona de cierta jerarquía.

Amy era extremadamente sensible a los estados de ánimo y al comportamiento individual, y no tenía dificultad en observar al personal y determinar quién era superior. Pero entre extraños, Amy, como gorila, era totalmente impenetrable a los indicadores formales de estatus: la ropa, el comportamiento, el idioma carecían de significado para ella.

De más joven, atacaba, inexplicablemente, a los policías. Después de morder a varios (y de varias denuncias) se dieron cuenta por fin de que a Amy los uniformes de la Policía, con sus botones brillantes, le parecían absurdos y ridículos. Pensaba que alguien vestido como un payaso debía de tener poca importancia, y, en consecuencia, se lo podía atacar sin problemas. Después de que le enseñaron el significado de la palabra «botón», empezó a tratar con deferencia a todos los que llevaban uniforme.

Amy dirigió a Ross, mujer «botón», una mirada respetuosa. Rodeada por los papeles rotos, se sintió turbada de repente, como si hubiera cometido una equivocación social. Sin que le dijeran nada, fue al rincón y se puso de cara a la pared.

—¿De qué se trata? —dijo Ross.

—Sabe que se ha portado mal.

—¿La pone en el rincón, como a los niños? No hizo ningún daño. —Antes de que Elliot pudiera advertirle nada, fue hacia Amy, que miraba fijamente hacia el rincón. Karen se quitó el bolso, que llevaba colgado del hombro, y lo puso en el suelo, al alcance de Amy. No sucedió nada por el momento. Luego Amy cogió el bolso, miró a Karen, luego a Peter.

Peter dijo:

—Destrozará todo lo que tiene.

—No importa.

Amy abrió el broche de bronce y vació el contenido del bolso en el suelo. Empezó a revisarlo todo, diciendo por señas:

«Lápiz labial, Amy gustar el lápiz labial, Amy gustar, Amy querer lápiz labial».

—Quiere el pintalabios —dijo Peter.

Ross se inclinó y lo buscó. Amy lo destapó y trazó un círculo rojo en la mejilla de Karen. Luego sonrió y gruñó, feliz, y cruzó la habitación hasta el espejo de pie. Comenzó a pintarse los labios.

—Me parece que las cosas van mejor —dijo Karen Ross.

Frente al espejo, de cuclillas, Amy se pintaba la cara.

Sonrió ante su imagen, luego se puso pintalabios en los dientes. Pareció un buen momento para hacerle la pregunta.

—¿Amy quiere hacer viaje? —dijo Peter.

A Amy le encantaban los viajes, y los consideraba un premio especial. Después de algún día en que se había portado bien, Peter solía llevarla a pasear a un bar con servicio para automovilistas y le compraba una naranjada, que tomaba con una pajita mientras disfrutaba de la conmoción que causaba a las personas a su alrededor. Pintalabios y la promesa de un viaje era demasiado para una sola mañana. Preguntó, por señas:

«¿Viaje en coche?».

—No, no en coche. Un viaje largo, muchos días.

«¿Irme de casa?».

—Sí, lejos de casa. Muchos días.

Esto la hizo sospechar. Las únicas dos ocasiones en que había dejado la caravana por muchos día había sido para ir al hospital: por una neumonía primero y por una infección en las vías urinarias más tarde. No habían sido viajes agradables.

«¿Adónde el viaje?».

—A la jungla, Amy.

Se produjo una larga pausa. Al principio Peter Elliot pensó que Amy no había entendido, aunque ella conocía la palabra jungla, y era capaz de comprender las palabras juntas. Amy hizo algunas señas, pensativa, para sí, repetidas veces, como solía hacer cuando meditaba algo.

«Viaje jungla jungla viaje ir viaje jungla ir».

Hizo a un lado el pintalabios. Miró los pedazos de papel en el suelo, y luego empezó a recogerlos y ponerlos dentro de la papelera.

—¿Qué significa eso? —preguntó Karen Ross.

—Eso significa que Amy quiere hacer el viaje —respondió Peter Elliot.

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