Congo

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Día 13. Mukenko » 5. «Todo se movía»

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5«Todo se movía»

En el Congo el movimiento de la tierra era de intensidad ocho en la escala de Richter, nueve en la de Morelli. Con esta intensidad, la tierra tiembla tanto que es difícil mantenerse en pie. La tierra se desplaza lateralmente y se abren grietas. Se desmoronan los árboles e incluso caen edificios con estructuras de acero.

Para Elliot, Ross y Munro, los cinco minutos siguientes al comienzo de la erupción fueron una horrenda pesadilla. Elliot dijo luego que «todo se movía. Todos perdimos el equilibrio; tuvimos que arrastrarnos a gatas, como bebés. Incluso después de que nos alejáramos de los túneles de la mina, la ciudad se balanceaba como un tembladal. Pasó un momento —tal vez medio minuto— antes de que los edificios empezaran a caer. Entonces, todo —paredes y techos— comenzó a derrumbarse al mismo tiempo. Grandes bloques de piedra caían con estrépito en la jungla. Los árboles bailaban, y pronto empezaron a caer también».

El ruido ensordecedor de la ciudad perdida desmoronándose se agregaba al del Mukenko. El volcán había dejado de retumbar, pero se oían explosiones intermitentes de lava. Estas explosiones producían ondas de choque; aun cuando la tierra era firme bajo sus pies, oleadas de aire caliente los arrojaban al suelo de improviso. «Era —recordaba Elliot— como estar en medio de una guerra».

Amy estaba aterrorizada. Gruñendo de terror, saltó a los brazos de Elliot y de inmediato se orinó encima, mientras corrían de regreso al campamento.

Un fuerte temblor volteó a Ross. Se incorporó, y avanzó a trompicones, consciente de la humedad y de las densas cenizas y humo despedidos por el volcán. A los pocos minutos, el cielo se oscureció, como si fuera de noche, y los primeros relámpagos hendieron las nubes. La noche anterior había llovido; la jungla estaba mojada, el aire saturado de humedad. Es decir, que se daban todos los requisitos para una tormenta eléctrica. Karen Ross se sintió perversamente dividida entre el deseo de observar ese fenómeno único y el de correr para salvar su vida.

Se produjo un estallido de luz blancoazulada, se descargó la tormenta eléctrica. Los rayos caían entre ellos como lluvia. Ross calculó más tarde que hubo doscientos rayos en el primer minuto, a razón de tres por segundo. Los rayos no estallaban con el ruido intermitente que los caracteriza, sino que hacían un rugido permanente, como el de una catarata. Los truenos hacían doler los oídos, y las ondas de choque que los acompañaban los tiraban hacia atrás.

Todo sucedía tan rápidamente que tuvieron poca oportunidad de absorber las sensaciones. Sus expectativas se invertían. Uno de los porteadores, Amburi, corrió a la ciudad para buscarlos. Lo vieron de pie en un claro, haciendo señas para que avanzaran, cuando un rayo partió un árbol pero estallando hacia arriba, en dirección al cielo. Ross sabía que al resplandor del rayo seguía la caída invisible de los electrones, y que en realidad corría hacia arriba desde el suelo hacia las nubes. ¡Pero había que verlo! El rayo hizo saltar a Amburi y lo arrojó por el aire hacia ellos. Se levantó con dificultad, maldiciendo en swahili.

Alrededor de ellos, los árboles se partían, levantando nubes de humedad, mientras los rayos los atravesaban. Ross dijo posteriormente: «Los rayos estaban por todas partes, los relámpagos eran continuos, cegadores, y el ruido, terrible. Ese hombre (Amburi) dio un alarido y al volver a verlo, un rayo lo atravesó desde abajo. Estaba tan cerca que pude tocarlo; no había calor, sino una luz blanca. Se puso rígido y percibimos un olor terrible en su cuerpo, que estalló en llamas y cayó al suelo. Munro se arrojó sobre él para apagar el fuego pero ya estaba muerto; entonces huimos. No había tiempo para reaccionar. A causa de los temblores caíamos al suelo una y otra vez. Pronto todos estábamos medio ciegos por los relámpagos. Recuerdo que oí gritar a alguien, pero ignoro de quién se trataba. Estaba segura de que todos moriríamos».

Cerca del campamento, un árbol gigantesco se desplomó delante de ellos, constituyendo un obstáculo ancho y alto como un edificio de tres plantas. Mientras trepaban por encima del árbol, los rayos chamuscaban las ramas, devorando la corteza, ardiendo y chirriando. Amy lanzó un alarido cuando un rayo blanco le atravesó la mano al coger una rama mojada. Inmediatamente se arrojó al suelo, hundió la cabeza entre el follaje, y se negó a proseguir. Elliot tuvo que arrastrarla el trecho que los separaba del campamento.

Munro fue el primero en llegar. Encontró a Kahega tratando de plegar las tiendas para la partida, pero era imposible a causa de los temblores y los rayos que estallaban en el cielo negro.

Una de las tiendas ardió. Olieron el plástico quemado. La antena parabólica, que estaba en el suelo, recibió un rayo y se partió en dos, despidiendo fragmentos de metal.

—¡Váyanse! —gritó Munro—. ¡Váyanse!

Ndio mzee! —gritó Kahega, al tiempo que cogía apresuradamente su mochila. Miró a los otros, y en ese momento Elliot emergió de entre la oscuridad con Amy aferrada a su pecho. Se había lastimado el tobillo y cojeaba ligeramente. El animal se arrojó al suelo.

—¡Váyanse! —gritaba Munro.

Mientras Elliot avanzaba, Ross emergió de la oscuridad de la atmósfera humeante, tosiendo y doblada en dos. Tenía el costado izquierdo del cuerpo chamuscado y ennegrecido, y una quemadura en la piel de la mano izquierda. Le había caído un rayo encima, aunque no lo recordaba. Se señaló la nariz y la garganta. Tosiendo, dijo:

—Arde… duele…

—Es el gas —gritó Munro. La rodeó con el brazo y la levantó a medias, llevándola.

—¡Tenemos que subir la colina! —gritó.

Una hora después, en terreno más alto, vieron por última vez la ciudad, cubierta de humo y cenizas. Más allá, en las laderas del volcán, una hilera de árboles estalló en llamas mientras una oscura ola de lava bajaba por la montaña. Oyeron rugidos de dolor provenientes de los gorilas grises, sobre quienes llovía la lava ardiente. Mientras observaban, el follaje iba derrumbándose, hasta que finalmente la ciudad misma se desmoronó hasta desaparecer bajo una oscura nube que descendía.

La Ciudad Perdida de Zinj quedó sepultada para siempre.

Sólo entonces Ross se dio cuenta de que sus diamantes también habían quedado sepultados.

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