Congo

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Día 4. Nairobi » 9. Partida

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El pequeño «Fokker S-144» a hélice fue colocado al lado del gigantesco «747»; parecía un bebé al que su madre se dispusiese a amamantar. Los hombres subían y bajaban constantemente por dos rampas transfiriendo el equipo del avión más grande al más pequeño. Al regresar al aeropuerto, Ross explicó a Elliot que viajarían en el Fokker, pues tenían que limpiar el «747» de todos los micrófonos clandestinos; además, era «demasiado grande» para sus necesidades actuales.

—Pero el reactor es más rápido —dijo Elliot.

—No necesariamente —dijo Ross, pero no explicó por qué.

De cualquier modo, las cosas estaban sucediendo demasiado deprisa y Elliot tenía otras preocupaciones. Ayudó a Amy a subir al Fokker y la revisó concienzudamente. Su cuerpo parecía cubierto de magulladuras —se quejaba cada vez que la tocaban— pero no había huesos rotos, y estaba de buen talante.

Varios hombres negros cargaban el equipo en el avión, riendo y palmeándose la espalda. Al parecer, se divertían mucho. Amy estaba intrigada y exigía saber. «¿Cuál chiste?». Pero ellos la ignoraban, concentrándose en su trabajo. Amy seguía medio mareada por las medicinas que le habían suministrado. Pronto se durmió.

Karen Ross supervisó la carga, y Elliot se desplazó a la parte posterior del avión, donde ella estaba hablando con uno de los negros joviales, a quien presentó como Kahega.

—Ah —dijo Kahega, estrechando la mano de Elliot—. El doctor Elliot. La doctora Ross y el doctor Elliot, dos doctores, excelente.

Elliot no estaba seguro de por qué era excelente.

Kahega se rio de manera contagiosa.

—Muy buena tapadera —dijo—. No como en los viejos tiempos con el capitán Munro. Ahora dos médicos, en una misión científica, ¿sí? Excelente. ¿Dónde están las provisiones médicas? —preguntó al tiempo que arqueaba una ceja.

—No tenemos provisiones médicas —dijo Ross.

—Oh, excelente, doctora. Me gusta su estilo —dijo Kahega—. Usted es norteamericana, ¿no? Llevamos ¿qué? ¿M-16? Muy buen fusil M-16. Yo lo prefiero, personalmente.

—Kahega cree que somos traficantes de armas —dijo Ross—. No puede creer que no lo seamos.

Kahega se reía.

—¡Están con el capitán Munro! —dijo, como si eso lo explicara todo. Y se fue a ocuparse de los otros trabajadores.

—¿Está segura de que de verdad no somos traficantes de armas? —preguntó Elliot cuando quedaron solos.

—Buscamos algo más valioso que armas —contestó Ross. Estaba volviendo a ordenar el equipo, y trabajaba rápidamente.

Elliot le preguntó si quería ayuda, pero ella sacudió la cabeza.

—Tengo que hacerlo yo misma. Debemos reducirlo a dieciocho kilos por persona.

—¿Nada más que dieciocho kilos?

—Eso es lo que permite la proyección de la computadora. Munro ha traído a Kahega y otros siete porteadores Kikuyu. Con nosotros tres, somos once, además de Amy; a ella también le tocan dieciocho kilos. Eso suma un total de doscientos dieciséis kilos —dijo Ross mientras seguía pesando paquetes y alimentos.

La noticia produjo serias dudas en Elliot. La expedición estaba tomando otro giro, y se hacía más peligrosa aún. Su deseo inmediato de echarse atrás se vio frenado por el recuerdo de la pantalla de vídeo y de la criatura gris, similar a un gorila, que Elliot sospechaba era un animal nuevo, desconocido. Se trataba de un descubrimiento por el que valía la pena arriesgarse. Miró por la ventanilla a los porteadores.

—¿Son Kikuyus?

—Sí —respondió ella—. Son buenos porteadores, aunque nunca dejan de hablar. A los Kikuyus les encanta hablar. Son todos hermanos, incidentalmente, de modo que cuide sus palabras. Espero que Munro no haya tenido que decirles demasiado.

—¿A los Kikuyus?

—A los chinos. Están muy interesados en computadoras y tecnología electrónica —dijo Ross—. Munro debe de estar diciéndoles algo a cambio de los consejos que le dan. —Hizo una seña, y Elliot miró por la ventanilla. Allí estaba Munro, bajo la sombra de un ala del «747», hablando con cuatro chinos—. Tome, ponga éstos en el rincón.

Karen Ross indicó tres grandes cajas de Styroform con la inscripción AMERICAN BUCEO, LAKE ELSINORE, CALIF.

—¿Vamos a trabajar debajo del agua? —preguntó Elliot, intrigado.

Pero Ross no le prestaba atención.

—Ojalá supiera qué les está diciendo —dijo. Pero, en realidad, Ross no tenía de qué preocuparse, ya que Munro pagó a los chinos con algo más valioso que información electrónica.

El Fokker levantó el vuelo del aeropuerto de Nairobi a las 14:24, tres minutos antes que el nuevo horario fijado.

Durante las dieciséis horas que siguieron al rescate de Amy, la expedición de STRT recorrió novecientos kilómetros, cruzando las fronteras de cuatro países —Kenia, Tanzania, Ruanda y Zaire— mientras se dirigían de Nairobi a la selva de Barawanda, al borde de la selva ecuatorial del Congo. La logística de este complejo paso habría sido imposible sin la ayuda de un aliado exterior. Munro dijo que tenía «amigos en los bajos fondos», y en este caso había recurrido al Servicio Secreto chino, en Tanzania.

Los chinos actuaban en África desde comienzos de la década de 1960, cuando sus redes de espionaje intentaron influir sobre el curso de la guerra civil del Congo porque China quería tener acceso a sus ricos depósitos de uranio. Tanto el Banco de China como la agencia de noticias Nueva China habían organizado operaciones sobre el terreno. Munro había tenido tratos con una cantidad de «corresponsales de guerra» de ANNC cuando traficaba con armas entre 1963 y 1968, y nunca había perdido sus contactos.

Los compromisos financieros chinos en África eran considerables. A finales de la década de 1960, más de la mitad de los dos mil millones de dólares que destinaba China a la ayuda exterior fueron a parar a las naciones africanas. Una suma igual se gastó de forma secreta. En 1973, Mao Tsé-tung se quejó públicamente del dinero que había gastado para tratar de derrocar al gobierno del presidente Mobutu, en Zaire.

La misión china en África estaba destinada a contrarrestar la influencia rusa, pero desde la Segunda Guerra Mundial los chinos no profesaban mucho cariño por los japoneses, y el deseo de Munro de vencer al consorcio eurojaponés fue recibido con simpatía. Para celebrar la alianza, Munro había traído tres cajas de cartón, manchadas de grasa, de Hong Kong.

Los principales operadores chinos en África, Li Tao y Liu Shu-Wen, provenían de la provincia de Hunan. Hallaban insípida la comida africana, y con gratitud aceptaron el regalo de una caja de setas, otra de salsa picante y otra de salsa de pimientos con ajo que les hizo Munro. El que estas especias provinieran de la neutral Hong Kong, y no fueran los condimentos de inferior calidad producidos en Taiwán, fue algo muy sutil. De cualquier modo, un regalo muy adecuado para un intercambio informal.

Los operadores de la ANNC ayudaron a Munro con los trámites burocráticos, y además le facilitaron equipo e información. Los chinos tenían mapas excelentes e información extremadamente detallada acerca de las condiciones a lo largo de la frontera nordeste de Zaire, pues estaban ayudando a las tropas de Tanzania a invadir Uganda. Le dijeron también que los ríos de la jungla se estaban desbordando, y le aconsejaron que para cruzarlos se procurase un globo. Munro, sin embargo, no se molestó en obedecer sus consejos. En realidad, parecía tener un plan para llegar a destino sin necesidad de cruzar río alguno. Los chinos no podían imaginar cómo lo conseguiría.

A las diez de la noche del 16 de junio, el Fokker descendió para cargar combustible en el aeropuerto de Rawamagena, en las afueras de Kigali, Ruanda. El oficial local de control de tráfico subió al avión con un montón de formularios sujetos con un clip a una tablilla. Les preguntó cuál era su siguiente destino. Munro le dijo que el aeropuerto de Rawamagena, lo cual significaba que el avión haría un rizo, y luego regresaría.

Elliot frunció el entrecejo.

—Pero vamos a aterrizar en algún lugar de…

—Shhh —le dijo Ross, sacudiendo la cabeza—. No intervenga.

El oficial de tráfico se mostró ciertamente satisfecho con el plan de vuelo, y una vez que el piloto hubo firmado un papel, se fue. Ross le explicó que los controladores de vuelo de Ruanda estaban acostumbrados a que los aviones no declararan los planes completos de vuelo.

—Sólo quiere saber cuándo regresará a su aeropuerto. El resto no es de su incumbencia.

El aeropuerto de Rawamagena estaba entregado al sueño. Tuvieron que esperar dos horas para cargar combustible. No obstante, Ross, muy impaciente por lo general, aguardó con tranquilidad. Munro también dormitó, indiferente a la demora.

—¿Qué hay de la línea de tiempo? —preguntó Elliot.

—Sin problemas —contestó ella—. De todos modos, no podemos partir hasta dentro de tres horas. Necesitamos que haya luz en Mukenko.

—¿Es allí donde está el aeropuerto? —preguntó Elliot.

—Si es que puede llamarse aeropuerto —dijo Munro, calándose su sombrero hasta los ojos y volviendo a dormirse.

Esto preocupó a Elliot, hasta que Ross le explicó que la mayor parte de los aeropuertos africanos no eran más que franjas de tierra ganadas a la maleza. Los pilotos no podían aterrizar de noche, ni siquiera por la mañana, ya que si había niebla ésta impedía ver los animales o las tiendas de nómadas que había en la pista, o algún otro avión impedido de levantar vuelo.

—Necesitamos luz —explicó—. Por eso estamos esperando. No se preocupe, todo ha sido tomado en consideración.

Elliot aceptó sus explicaciones, y se dirigió a ver a Amy.

Ross suspiró.

—¿No cree que es mejor que se lo digamos? —preguntó.

—¿Por qué? —dijo Munro, sin levantarse el sombrero.

—Puede haber algún problema con el animal.

—Yo me ocuparé de ello —dijo Munro.

—Elliot se molestará cuando se entere —dijo Ross.

—Por supuesto que se molestará —dijo Munro—. Pero no hay por qué molestarlo hasta que sea necesario. Después de todo, ¿qué significa este viaje para nosotros?

—Cuarenta horas, por lo menos. Es peligroso, pero nos dará una nueva línea de tiempo. Todavía podemos ganarles.

—Pues bien, he ahí su respuesta —dijo Munro—. Ahora, cierre la boca, y descanse un poco.

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