Congo

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Día 10. Zinj » 3. Ataque

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3Ataque

Valiéndose de las palas plegables que llevaban cavaron un foso alrededor del campamento. Prosiguieron el trabajo hasta mucho después de la caída del sol; tuvieron que encender las luces rojas nocturnas mientras llenaban la fosa con agua desviada del arroyo vecino. Ross pensaba que aquello era un obstáculo absolutamente inútil: no tenía más que unos pocos centímetros de profundidad y unos treinta centímetros de ancho. Un hombre podía cruzarlo fácilmente. Como respuesta, Munro llamó a Amy.

—Amy, ven aquí, te haré cosquillas.

Con un gruñido de deleite, Amy corrió hacia él, pero se detuvo de repente al llegar al foso.

—Ven, te haré cosquillas —volvió a decir Munro, extendiendo los brazos—. Ven, pequeña.

Ella no se atrevía a cruzar. Hizo un signo de irritación. Munro se adelantó y la alzó por encima del foso.

—Los gorilas odian el agua —dijo a Ross—. Los he visto rehusarse a cruzar un simple arroyuelo.

Amy le hacía cosquillas debajo de los brazos, y luego se señalaba. El significado estaba perfectamente claro.

—Mujeres, mujeres… —dijo Munro, suspirando, se inclinó y le hizo cosquillas vigorosamente. Amy rodó por el suelo, gruñendo, resollando y sonriendo. Cuando él terminó, ella se quedó quieta, esperando más.

—Eso es todo —dijo Munro.

Ella le dijo algo con signos.

—Lo siento, no entiendo. No —dijo Munro, riendo—. No entenderé aunque hagas más despacio los signos. —Pero enseguida entendió lo que ella quería. La alzó para pasar el foso, y entraron en el campamento. Ella le dio un beso húmedo en la mejilla.

—Es mejor que cuide a su mona —le dijo Munro a Elliot cuando se sentaron a comer. Prosiguió en ese mismo tono de chanza, consciente de la necesidad de relajar a todo el mundo. Estaban nerviosos, en cuclillas alrededor del fuego. Pero cuando terminaron de comer y Kahega partió para revisar las armas, Munro llevó aparte a Elliot y le dijo:

—Sujétela con una cadena a su tienda. Si tenemos que empezar a disparar, no conviene que ande suelta en la oscuridad. Los muchachos no se van a tomar mucho trabajo para distinguir un gorila de otro. Explíquele que puede haber mucho ruido de balas, pero que no debe tener miedo.

—¿De verdad cree que harán mucho ruido? —preguntó Elliot.

—Eso supongo —respondió Munro.

Llevó a Amy a su tienda y la aseguró con la cadena que a menudo usaba en California. Ató un extremo a su cama, pero se trataba de un gesto simbólico; Amy podía moverla fácilmente si quería. Le hizo prometer que se quedaría en la tienda.

Ella se lo prometió. Cuando Elliot se disponía a salir, ella dijo por señas: «Amy querer Peter».

—Peter también querer a Amy —dijo él, sonriendo—. Todo saldrá bien.

Salió a un mundo distinto.

Las luces rojas habían sido desconectadas, pero en el llameante resplandor de la fogata observó que los centinelas estaban en sus puestos, con las gafas de visión nocturna puestas. El resplandor proveniente de la cerca electrificada hacía que todo pareciese sobrenatural. Peter Elliot se dio cuenta de pronto de lo precario de su situación: eran un puñado de personas atemorizadas, en las profundidades de la selva ecuatorial del Congo, a más de trescientos kilómetros de la región habitada más cercana.

Esperando.

Tropezó con un cable negro. Luego vio una red de cables que recorrían el campamento como serpientes hasta el arma de cada uno de los centinelas. Advirtió entonces que las armas tenían una forma extraña —demasiado delgadas— y que los cables negros iban desde los árboles hasta un mecanismo bajo y romo montado en trípodes separados entre sí por espacios regulares, dispuestos alrededor del campamento.

Vio a Ross cerca del fuego, preparando el magnetófono.

—¿Qué demonios es todo esto? —susurró, señalando los cables.

—Es un LATRAP. Para proyectiles guiados por láser —respondió ella, también en un susurro.

Le explicó que las armas de los centinelas en realidad eran aparatos para avistar guiados por rayos láser, conectados a dispositivos dispuestos sobre trípodes que disparaban a la primera señal.

—Identifican el blanco —dijo— y luego disparan. Es un sistema para guerra en la jungla. Están equipados con silenciadores para que el enemigo no sepa de dónde provienen las balas. Asegúrese de no ponerse delante de alguno, porque reaccionan automáticamente ante el calor del cuerpo.

Ross le dio el magnetófono y se fue a revisar las baterías que alimentaban la cerca. Elliot observó a los centinelas en la oscuridad. Munro lo saludó alegremente con la mano. Elliot se dio cuenta de que los centinelas, con aquellas gafas que les daban aspecto de langosta, podían verlo mucho mejor que él a ellos. Parecían seres de otro mundo que habían descendido a la jungla eterna.

Esperando.

Pasaron las horas. El perímetro de la jungla estaba silencioso, excepto por el murmullo del agua en el foso. Ocasionalmente los centinelas se llamaban en voz baja, o hacían alguna broma en swahili, pero no fumaban debido al mecanismo detector de calor. Pasaron las once, y luego medianoche, y después la una.

Oyó a Amy roncando en su tienda. El ruido de sus ronquidos era más fuerte que el sonido que producía la cerca electrificada. Miró a Ross, que dormía en el suelo con el dedo en el interruptor de las luces nocturnas. Miró su reloj y bostezó. Esa noche no sucedería nada. Munro estaba equivocado.

Entonces oyó un ruido semejante a un jadeo.

Los centinelas también lo oyeron, y dispusieron sus armas en la oscuridad. Elliot orientó el micrófono del magnetófono en dirección al sonido, pero era difícil determinar la posición exacta. Los suspiros o resuellos parecían provenir de todas las partes de la jungla a la vez, flotando en la niebla de la noche, suaves y penetrantes.

Vio que la aguja del magnetófono se movía. Y luego la aguja saltó al rojo, y Elliot oyó un ruido sordo, y el chapoteo de agua. Todos oyeron; los centinelas sacaron el seguro de sus armas.

Elliot se arrastró con su magnetófono hacia la cerca y miró el foso. El follaje se movía, del otro lado de la cerca. Los suspiros aumentaron de volumen. Oyó de nuevo el chapoteo del agua y vio que un tronco seco atravesaba el foso.

Ésa había sido la causa del ruido: habían improvisado un puente. En ese instante Elliot se dio cuenta de que habían subestimado enormemente a su oponente, fuera quien fuese. Hizo una señal a Munro, para que se acercara a ver, pero Munro le decía, también por señas, que se alejara de la cerca, indicando enfáticamente el trípode sobre la tierra, cerca de sus pies. Antes que Elliot pudiera moverse, los colobos empezaron a gritar en los árboles, y el primer gorila acometió silenciosamente.

Elliot alcanzó a ver un animal enorme, de pelaje decididamente gris, cargando contra él. Se agachó y un momento después el gorila dio contra la pared electrificada; hubo una lluvia de chispas y olor a carne quemada.

Fue el comienzo de una extraña, silenciosa batalla.

Los rayos láser, color esmeralda, brillaron en el aire; las ametralladoras montadas en los trípodes comenzaron a zumbar suavemente con los disparos y las miras infrarrojas chirriaban mientras los cañones giraban y disparaban, giraban y volvían a disparar. De cada diez balas, una era una trazadora de un color blanco fosforescente. El aire sobre la cabeza de Elliot estaba entrecruzado por rayas verdes y blancas.

Los gorilas atacaban desde todas las direcciones. Seis de ellos se estrellaron al mismo tiempo contra la cerca y fueron repelidos con un estallido de chispas. Entonces cargaron otros, arrojándose contra la tenue tela metálica de la cerca; el siseo de las chispas y el chillido de los monos colobos llenó el aire. De pronto, de las ramas de los árboles comenzaron a descolgarse gorilas sobre el campamento. Munro y Kahega empezaron a disparar hacia arriba, mientras los silenciosos rayos láser horadaban el follaje. Nuevamente oyó el sonido de suspiros. Elliot se volvió y vio más gorilas que tiraban de la cerca, que se había desconectado y ya no hacía más chispas.

Se dio cuenta de que el veloz y sofisticado equipo no contenía a los gorilas: se necesitaba el ruido. Munro tuvo la misma idea, porque gritó algo en swahili a los hombres —que dejaron de disparar— y gritó a Elliot:

—¡Quite los silenciadores! ¡Los silenciadores!

Elliot aferró el cañón negro del primer dispositivo instalado sobre un trípode y lo arrancó, maldiciendo. Estaba muy caliente. Inmediatamente, mientras se apartaba del trípode, un ruido ensordecedor llenó el aire y dos gorilas cayeron pesadamente de los árboles, uno todavía con vida. Éste cargó contra Elliot en el momento en que quitaba el silenciador del segundo trípode. El pesado cañón giró y disparó sobre el gorila casi a quemarropa. Un líquido caliente salpicó a Elliot en la cara. Sacó el silenciador del tercer trípode y se arrojó al suelo.

El fragor de las ametralladoras y las nubes acres de cordita tuvieron un efecto inmediato sobre los gorilas. Retrocedieron desordenadamente. Hubo un período de silencio, si bien los centinelas dispararon varias veces, lo que hizo que las máquinas sobre los trípodes recorrieran rápidamente la jungla, vibrando y buscando un blanco.

Luego las máquinas dejaron de buscar, y se detuvieron. La jungla estaba silenciosa.

Los gorilas se habían ido.

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