Congo

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Día 12. Zinj » 7. Defensa final

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7Defensa final

—¿Cuánto tiempo necesita para disponerlo todo? —le preguntó Munro.

—Un par de horas, quizá más. —Elliot pidió a Ross que lo ayudara, y Amy fue a pedir comida a Kahega. Parecía muy orgullosa de sí misma, y se comportaba como si fuera una persona importante en el grupo.

—¿Resultó? —preguntó Ross.

—Lo sabremos en un minuto —respondió Elliot. Su primer plan era hacer la única prueba posible con el material de Amy, es decir, verificar la repetición de sonidos. Si la traducción de éstos coincidía, entonces podía confiar en ella.

Pero era una labor tremendamente ardua. Sólo contaban con la diminuta cámara de vídeo y el magnetófono de bolsillo, sin cables de conexión. Pidió que todo el mundo guardara silencio y procedió a hacer la prueba, volviendo la cinta atrás repetidas veces y escuchando los sonidos como suspiros.

De inmediato se dieron cuenta de que sus oídos no eran capaces de discriminar entre un sonido y otro: todo sonaba igual. Luego a Ross se le ocurrió algo.

—Estos sonidos —dijo— están grabados como señales eléctricas.

—Si…

—Pues bien, el transmisor tiene una memoria de 256 K.

—Pero no podemos conectar con la computadora de Houston.

—No me refiero a eso —dijo Ross. Explicó que la conexión por satélite era posible porque la computadora en el terreno igualaba una señal generada internamente con otra señal transmitida desde Houston. Ésa era la forma en que se conectaban. La máquina estaba hecha así, pero podían usar el programa para otros propósitos de comparación.

—¿Quiere decir que podemos usarlo para comparar estos sonidos? —preguntó Elliot.

Podían, pero era un método muy lento. Tuvieron que transferir los sonidos grabados en la memoria de la computadora, y grabarlos nuevamente en la cámara de vídeo, en otro trozo del ancho de la banda de la cinta. Luego alimentaron la señal en la memoria de la computadora, e hicieron una segunda cinta de comparación en la filmadora. Elliot estaba de pie junto a Ross, viendo cómo ella cambiaba las cintas y los minúsculos discos flexibles. Cada media hora, Munro se acercaba a preguntar qué tal marchaba todo. Ross se ponía cada vez más irritable.

—Lo hacemos tan rápido como podemos —dijo.

Eran las ocho de la noche.

Pero los resultados finales fueron alentadores. Amy era consciente en sus traducciones. Para las nueve habían cuantificado casi una docena de palabras:

COMIDA

0,9213

0,112

COMER

0,8844

0,334

AGUA

0,9978

0,004

BEBER

0,7743

0,334

(AFIRMACIÓN) SÍ

0,6654

0,441

(NEGACIÓN) NO

0,8883

0,220

VENIR

0,5459

0,440

IR

0,5378

0,404

SONIDOS COMPLEJOS:

?ALEJARSE

0,5444

0,343

?AQUÍ

0,6344

0,344

?IRA

?MALO

0,4232

0,477

Ross se alejó de la computadora.

—Es toda suya —le dijo a Elliot.

Munro se paseaba por el campamento. Era el peor momento. Todos esperaban, con los nervios de punta. Les habría gustado bromear con Kahega y los demás porteadores, pero Ross y Elliot necesitaban silencio para su trabajo. Miró a Kahega.

Kahega señaló el cielo y juntó los dedos.

Munro asintió.

Él también había percibido que el ambiente estaba muy húmedo y que la electricidad estática casi podía palparse. Iba a llover. Lo que les faltaba, pensó. Durante la tarde, habían oído más explosiones lejanas, que Munro interpretó como tormentas eléctricas. Pero no eran ruidos exactos sino cortantes, más parecidos a una explosión sónica que a otra cosa. Munro los había oído otras veces, y tenía idea de lo que significaban.

Levantó la vista, enfocándola en el cono oscuro del Mukenko y en el débil resplandor del Ojo del Diablo. Miró los verdes rayos láser, cruzados sobre su cabeza. Y advirtió que uno de los rayos parecía moverse donde daba sobre el follaje de los árboles.

Al principio pensó que se trataba de una ilusión, que eran las hojas las que se movían, no el rayo. Pero después de un momento, no tuvo dudas: era el rayo el que temblaba, moviéndose en el aire de la noche.

Munro se dio cuenta de que aquello tenía un significado ominoso, pero debería esperar hasta después; por el momento, había preocupaciones más urgentes. Miró en dirección a Elliot y Ross, que en el otro extremo del campamento hablaban tranquilamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo.

En realidad, Elliot trabajaba con la mayor rapidez posible. Tenían once palabras confiables grabadas en la cinta. Su problema era componer un mensaje inequívoco. Eso no era tan fácil como había parecido al principio.

Para empezar, el lenguaje de los gorilas no era puramente verbal. Para transmitir información los gorilas usaban combinaciones de signos y sonidos. Esto presentaba un problema clásico en la estructura lingüística: ¿cómo se transmitía la información? (L.S. Verinski dijo en una oportunidad que si visitantes de otros mundos vieran hablar a los italianos, llegarían a la conclusión de que el italiano es básicamente un lenguaje de signos y gestos, con sonidos agregados simplemente para dar énfasis). Elliot necesitaba un mensaje simple que no dependiera de gestos.

Pero no tenía idea de la sintaxis de los gorilas, que podía alterar el significado en casi todas las circunstancias. Incluso un mensaje breve podía resultar ambiguo si la sintaxis no era correcta.

Ante esa incertidumbre, Elliot consideró la posibilidad de transmitir una sola palabra. Pero ninguna de las que tenía en la lista era adecuada. Su segunda idea fue transmitir varios mensajes breves, en caso de que uno fuera ambiguo. Escogió tres mensajes: «Irse», «No venir» y «Malo aquí».

A las nueve ya habían aislado los componentes específicos de sonidos. Pero aún tenían una tarea complicada por delante. Elliot necesitaba que se repitieran los sonidos una y otra vez. Lo mejor que tenían a su disposición era la cámara de vídeo que se rebobinaba automáticamente y volvía a transmitir su mensaje. Podía retener los cinco sonidos en la memoria de 256 K y volver a repetirlos, pero la regulación del tiempo era crítica. Durante la hora siguiente, frenéticamente, trataron de juntar las combinaciones de palabras hasta que sonaran correctas para sus oídos.

Para entonces ya eran las diez.

Munro se acercó con su pistola láser.

—¿Creen que esto resultará?

—No hay modo de saberlo —respondió Elliot.

Se le había ocurrido una docena de objeciones. Habían grabado la voz de una hembra; los gorilas, ¿reaccionarían ante una hembra? ¿Aceptarían sonidos sin gestos? ¿Sería claro el mensaje? ¿Sería aceptable el espaciado de los sonidos? ¿Prestarían atención los gorilas?

No había forma de saberlo. Simplemente, harían la prueba.

Igualmente incierto era el problema de la transmisión. Ross había fabricado un altavoz sacando el diminuto altavoz del magnetófono de bolsillo y pegándolo a un paraguas sobre un trípode plegable. El altavoz sonaba sorprendentemente fuerte, pero la reproducción era poco convincente.

Poco después, oyeron los primeros suspiros.

Munro apuntó la pistola láser en medio de la oscuridad. A través de sus gafas de visión nocturna escrutó el follaje. Una vez más, los suspiros provenían de todas direcciones; pero no se veía nada. Los monos estaban callados en los árboles. Sólo se oía el suave y ominoso suspirar. Mientras escuchaba, Munro pensó que los sonidos debían de representar alguna especie de lenguaje, y… en ese momento apareció un gorila. Kahega disparó. Su rayo láser trazó una trayectoria de luz en medio de la noche. El gorila se agachó y se escondió en medio de espesos helechos.

Munro y los demás se situaron en sus puestos a lo largo del perímetro. Estaban agazapados, tensos. Las luces nocturnas infrarrojas proyectaban sus sombras sobre la cerca de tela metálica y la jungla que se extendía más allá de ésta.

Los suspiros continuaron varios minutos más, y luego, lentamente, fueron desvaneciéndose, hasta que volvió a hacerse el silencio.

—¿Qué habrá sido? —preguntó Ross.

—Están esperando —respondió Munro, frunciendo el entrecejo.

—¿Esperando qué?

Munro sacudió cabeza. Rodeó el recinto del campamento mirando a los otros guardianes, tratando de descifrar lo que ocurría. Muchas veces había podido predecir el comportamiento de animales —un leopardo herido en la selva, un búfalo arrinconado— pero esto era distinto. Se vio obligado a reconocer que no sabía qué podía esperar. Ese gorila, ¿habría ido a explorar, a mirar sus defensas? ¿O habría comenzado el ataque, y por alguna razón lo habían detenido? ¿Se trataba de una maniobra para hacerles perder los nervios? En alguna ocasión Munro había visto que cuando los chimpancés atacaban a un grupo de mandriles, por ejemplo, hacían breves incursiones en las que aislaban y mataban algún animal joven, para aumentar la ansiedad de aquéllos antes del ataque final.

Entonces oyó el rugido del trueno. Kahega señaló el cielo. Ésa era la respuesta.

—¡Maldición! —exclamó Munro.

A las diez y media cayó sobre ellos una lluvia torrencial. El frágil altavoz se empapó y empezó a chorrear agua. La lluvia causó cortocircuitos y la cerca defensiva dejó de funcionar. Las luces nocturnas parpadeaban, y dos focos estallaron. La tierra se hizo barro, y la visibilidad se redujo a cinco metros. A causa del ruido de la lluvia al golpear contra el follaje, tenían que gritar para oírse. Eso era lo peor. No habían terminado las cintas. El altavoz probablemente no funcionaría, y si lo hiciese, de cualquier modo no se oiría. La lluvia obstruiría el láser e impediría la diseminación de los gases lacrimógenos.

Cinco minutos después, los gorilas atacaron.

La lluvia cubría sus pasos. Parecían aparecer de la nada, arremetiendo contra la cerca en tres direcciones simultáneas. Desde ese primer momento, Elliot se dio cuenta de que ese ataque sería distinto de los anteriores. Los gorilas habían aprendido la lección y estaban decididos a acabar el trabajo.

Primates de ataque, adiestrados, sagaces y crueles; aunque ésa había sido su propia descripción, se sentía alelado al ver la prueba delante de él. Los gorilas atacaban en olas, como disciplinadas tropas de asalto. Sin embargo, le parecía más horripilante que un ataque de tropas humanas. Para ellos no somos más que animales, pensó. Una especie rara, por la cual no sienten nada. No somos más que una plaga que debe ser eliminada.

A estos gorilas no les importaba por qué estaban allí, qué razones los habían llevado al Congo. No mataban para comer, ni para defenderse ni para proteger su cría. Mataban porque habían sido adiestrados para ello.

El ataque prosiguió con rapidez sorprendente. En cuestión de segundos, los gorilas traspusieron el perímetro y penetraron en el campamento. Avanzaban gruñendo y rugiendo, sin que nada pudiese impedirlo. La fuerte lluvia les achataba el pelaje, dándoles un aspecto aún más amenazador bajo las luces. Elliot vio diez o quince animales en el campamento, pisoteando las tiendas y atacando a la gente. Azizi murió de inmediato; su cráneo fue aplastado entre dos paletas de piedra.

Munro, Kahega y Ross disparaban con sus pistolas láser, pero a causa de la confusión y de la mala visibilidad, su efectividad era limitada. Los rayos láser parecían fragmentarse en medio de la lluvia torrencial; las balas siseaban y chisporroteaban. Una de las municiones estalló, desparramando ráfagas en todas direcciones. Todos se arrojaron al suelo. Varios gorilas resultaron muertos a causa de las balas perdidas. Se agarraban el pecho, en una extraña parodia de la muerte humana.

Elliot se volvió hacia el equipo de grabación y Amy se abrazó a él, gruñendo de miedo. La apartó y conectó la cámara.

Los gorilas habían dominado a todos los miembros del grupo. Munro estaba tendido de espaldas, con un gorila encima. A Ross no se la veía por ninguna parte. Kahega rodaba por el barro, con un gorila aferrado a él. Elliot casi no oyó los horribles ruidos que emanaban del altavoz, y los gorilas no prestaban atención.

Otro de los porteadores, Muzezi, lanzó un alarido al tropezar con una caja de municiones; su cuerpo se sacudió bajo el impacto de las balas y cayó de espaldas, con el cuerpo humeando. Por lo menos doce gorilas estaban muertos o yacían en el barro, gimiendo. Las cajas ya no tenían municiones.

Elliot vio a un gorila, desgarrando metódicamente una tienda. En el otro extremo del campamento, algunos de sus compañeros hacían sonar los utensilios de aluminio como si fueran paletas de metal. Entraron más gorilas, ignorando los sonidos chirriantes que salían del altavoz. Elliot se sintió enfermo al darse cuenta de que el plan había fracasado.

Estaban perdidos; sólo era cuestión de tiempo.

Un gorila lo atacó enarbolando las paletas de piedra. Aterrorizada, Amy le tapó los ojos a Elliot.

—¡Amy! —gritó él, sacándole los dedos. Esperaba sentir en cualquier momento el impacto de las paletas y el instante de dolor cegador.

Vio que el gorila se arrojaba sobre él. Puso el cuerpo rígido. A dos metros de distancia, el animal se detuvo tan abruptamente que resbaló en el fango y cayó hacia atrás. Se quedó sentado, sorprendido, ladeando la cabeza y escuchando.

Entonces Elliot se percató de que la lluvia casi había cesado. Sólo caía una llovizna fina. Paseando la mirada por el campamento, Elliot vio que otro gorila se detenía para escuchar, luego otro, otro más, y otro. El campamento adquirió el aspecto de un cuadro vivo, con los gorilas inmóviles en medio de la neblina.

Estaban prestando atención a los sonidos que surgían del altavoz.

Contuvo el aliento, sin atreverse a tener esperanzas. Los gorilas parecían confundidos. Sin embargo, Elliot pensaba que en cualquier momento renovarían el ataque con la misma intensidad de antes.

Eso no sucedió. Los gorilas se alejaron. Escuchaban. Munro se incorporó y alzó su fusil del barro. Pero no disparó. El gorila de pie junto a él parecía estar en trance, como si hubiera olvidado el ataque.

Bajo la fina lluvia, con las luces nocturnas, titilantes, los gorilas se alejaron, uno a uno. Parecían perplejos, desequilibrados. Los chirridos proseguían.

Los gorilas cruzaron la pisoteada cerca perimétrica y desaparecieron una vez más en la jungla. Y entonces, los miembros de la expedición quedaron solos, mirándose entre sí, temblando bajo la lluvia nebulosa. Los gorilas ya no estaban.

Veinte minutos después, mientras trataban de reconstruir su destrozado campamento, la lluvia arreció otra vez, con la misma furia de antes.

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