Conan

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3. La ciudad de las calaveras

Las puertas de la ciudad eran de bronce antiguo cubierto con una capa verdosa que había formado el tiempo; tenían el aspecto de una gigantesca calavera humana con cuernos. Unas ventanas cuadradas y protegidas por barrotes que había encima del portal constituían las cuencas de los ojos, y un poco más abajo había rejas en forma de rastrillo que semejaban los dientes sonrientes de unas mandíbulas resecas. El jefe de los pequeños guerreros hizo sonar su trompeta de bronce, el rastrillo se alzó y la caravana entró en la ciudad desconocida.

Allí todo estaba construido y tallado en piedra rosácea. La arquitectura era barroca, llena de esculturas y frisos en los que destacaban en relieve demonios, monstruos y dioses de muchos brazos. Había rostros gigantescos de piedra rojiza que miraban hacia abajo desde los lados de las torres, que terminaban en afiladas agujas.

A dondequiera que mirara, Conan veía tallas en forma de calaveras humanas por todas partes. Estaban esculpidas en los dinteles de las puertas; colgaban de las cadenas de oro sujetas en torno al cuello amarillo-cobrizo de los meruvios, cuyo único atuendo, tanto para hombres como para mujeres, era una corta faldilla. Aparecían en los escudos de los guardias que se encontraban en las puertas y en la parte delantera de sus cascos de bronce.

El grupo siguió avanzando por las amplias avenidas perfectamente planificadas de aquella fantástica ciudad. Los semidesnudos meruvios les abrían paso lanzando breves miradas curiosas a los dos fornidos prisioneros y a la litera de caballos en la que viajaba la princesa. Entre la multitud de ciudadanos de pecho desnudo se veía, como sombras de color carmesí, a unos sacerdotes de cabeza rapada y cubiertos de la cabeza a los pies con amplias túnicas de una diáfana tela roja.

Delante de ellos, entre las plantaciones de árboles cubiertos de flores de color escarlata, azul y dorado, se alzaba el palacio del dios-rey. Tenía la forma de un cono gigantesco o de una aguja que surgía de una base plana y circular. Construida enteramente en piedra roja, la redondeada pared de la torre ascendía en espiral como un extraño caracol cónico. En cada una de las piedras del parapeto de forma espiralada había una calavera humana esculpida. El palacio daba la impresión de ser una gigantesca torre construida con cabezas de muertos. Zosara apenas pudo reprimir un estremecimiento al contemplar estos siniestros ornamentos, y hasta Conan apretó los dientes con gesto hosco.

Entraron por otra puerta en forma de calavera, y de allí fueron pasando por macizas paredes de piedra y por enormes habitaciones hasta llegar al salón del trono del dios-rey. Los azweri, manchados y sucios del polvo del camino, iban detrás, en tanto que una pareja de guardias dorados, armados con alabardas ornadas, cogieron a cada uno de los prisioneros del brazo y los condujeron hasta el trono.

El trono se hallaba sobre un estrado de mármol negro y estaba hecho de una enorme pieza de jade pálido, esculpido con tallas formando sartas y cadenas de calaveras entrelazadas creando diseños fantásticos. Sobre este sillón macabro de color verde pálido estaba sentado el monarca semidivino que había hecho llevar a los prisioneros a aquel mundo desconocido.

A pesar de la seriedad de la situación, Conan no pudo reprimir una sonrisa. Porque el rimpoche Jalung Thongpa era un hombre bajo y gordito, patizambo, que sentado apenas llegaba al suelo. Su enorme vientre estaba cubierto por un fajín de tela dorada, lleno de piedras preciosas. En sus brazos desnudos, gruesos y fofos había una docena de brazaletes de oro y sus dedos rechonchos estaban cubiertos por numerosos anillos relucientes.

La cabeza calva que coronaba su cuerpo deforme era terriblemente fea, con papadas fofas y labios que colgaban dejando entrever unos dientes torcidos y amarillentos. Ceñía su frente una especie de casco puntiagudo, una especie de corona de oro macizo e incrustada de rubíes. La cabeza del hombrecillo parecía doblarse a causa de su peso.

Conan miró de cerca al dios-rey y pudo apreciar que Jalung Thongpa era deforme de una manera muy singular. Un lado de su rostro era muy distinto del otro. La piel floja colgaba del hueso y tenía un ojo inexpresivo y velado, mientras que el otro brillaba con una expresión de inteligencia maligna.

El ojo bueno del rimpoche se clavó en Zosara, ignorando a los dos gigantescos guerreros que la acompañaban. Junto al trono había un hombre alto y demacrado que vestía la túnica escarlata de los sacerdotes meruvios. Debajo de su cráneo afeitado unos ojos fríos y verdes observaban la escena con fría indiferencia. El dios-rey se volvió hacia él y le dijo algo en voz aguda y chillona. Por las pocas palabras en lengua meruvia que Conan había logrado aprender de los azweri, el bárbaro dedujo que el sacerdote alto era el hechicero mayor del rey, o sea, Tanzong Tengri, el gran chamán.

Conan también adivinó, por lo que pudo captar de la conversación, que, mediante su magia, el chamán había previsto la llegada de la caravana que escoltaba a la princesa Zosara hasta el país de su futuro esposo Kuigar, y había transmitido su visión al dios-rey. Dominado por una vulgar y humana lujuria al ver a la esbelta muchacha turania, Jalung Thongpa había enviado a la tropa de jinetes azweri para que la trajeran a su harén.

Eso era todo lo que Conan deseaba saber. Durante siete días, desde el momento de la captura, lo habían empujado, molestado y hostigado. Había caminado sin parar y, después de mucho aguantar, estaba a punto de estallar.

Los dos guardias que lo flanqueaban miraban hacia el trono con profundo respeto, con los ojos bajos, y prestaban toda su atención al rimpoche, que en cualquier momento podía dar una orden. Conan movió un poco las cadenas que rodeaban sus muñecas. Eran demasiado gruesas para romperlas por la fuerza; ya lo había intentado en los primeros días de su cautiverio y había fracasado.

Entonces acercó ambas muñecas sin hacer ruido, de modo que las cadenas colgasen hacia abajo formando una especie de lazo de medio metro. Luego giró y movió súbitamente los brazos hacia arriba por encima de la cabeza del guardia que tenía a su izquierda. Los eslabones de la cadena, actuando a modo de látigo, dieron al guardia en pleno rostro y lo enviaron trastabillando hacia atrás, sangrando por la nariz rota.

Ante el primer movimiento violento de Conan, el otro guardia se volvió hacia él y bajó la punta de su alabarda en posición de alerta. Pero Conan la inmovilizó con la cadena y de un tirón lo dejó desarmado.

Con otro golpe de la cadena hizo retroceder a un tercer guardia, que se apretaba la boca por la que escupía sangre y dientes rotos. Los pies de Conan estaban encadenados demasiado juntos para permitirle dar un paso normal, pero saltó desde el suelo hacia el estrado con los pies juntos, como un sapo. En dos de estos grotescos brincos, Conan se encontró encima del estrado y apretó con sus manos el grueso cuello del pequeño dios-rey sentado encima del montón de cráneos. El rimpoche lo miró con el ojo bueno desorbitado por el terror y su cara se puso azul debido a la presión de los dedos de Conan sobre su tráquea.

Algunos guardias y cortesanos corrieron de un lado a otro gritando de pánico, y otros se quedaron paralizados de espanto al ver que aquel gigantesco extranjero osaba poner sus violentas manos encima de la divinidad.

—¡Un solo movimiento hacia mí y liquido a este sapo gordo! —dijo Conan con un gruñido.

El gran chamán era el único que no había dado muestras de pánico ni de sorpresa cuando el harapiento muchacho atacó como un remolino de furia. Hablando en perfecto hirkanio, preguntó:

—¿Qué deseas, bárbaro?

—¡Libertad a la muchacha y al negro! Entregadnos caballos y abandonaremos vuestro maldito valle para siempre. ¡Si os negáis o tratáis de engañarnos, dejaré a vuestro pequeño rey reducido a una pulpa!

El chamán asintió con la cabeza que parecía una calavera. Sus ojos verdes eran fríos como el hielo y su cara parecía una máscara de piel estirada de color azafrán. Con gesto imperioso, alzó su tallada vara de ébano.

—Liberad a la princesa Zosara y al cautivo de piel negra —ordenó con absoluta serenidad.

Los siervos pálidos y temerosos se apresuraron a cumplir la orden. Juma lanzó un gruñido de satisfacción frotándose las muñecas. A su lado, la princesa temblaba. Conan empujó el fláccido cuerpo del rey delante de él y se dispuso a bajar del estrado.

—¡Conan! —gritó Juma—. ¡Cuidado!

El cimmerio giró en redondo, pero era demasiado tarde. El gran chamán actuó con la rapidez de una cobra que se dispone a atacar. Cuando Conan estaba en el borde del estrado, el sacerdote le dio un golpecito con su vara de ébano y rozó su hombro, donde asomaba la piel a través de los jirones de su túnica harapienta. Conan no pudo hacer nada. Un profundo sopor le inundó el cuerpo, como el veneno de una víbora. Se le nubló la mente, su cabeza cayó apoyada sobre el pecho y se desplomó. El pequeño dios-rey, medio asfixiado, se liberó de su férrea mano.

Lo último que oyó Conan fue el rugido del negro cuando era dominado por una multitud de hombres de cuerpos cobrizos que se abalanzaron al unísono sobre él.

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