Conan

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La ciudad de las calaveras » 4. El barco de sangre

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4. El barco de sangre

La atmósfera viciada y quieta de la mazmorra era demasiado cálida y apestaba. El hedor procedía principalmente de los cuerpos apretujados y sudorosos. Unos veinte hombres desnudos se hacinaban en el asqueroso agujero rodeados de enormes bloques de piedra de varias toneladas de peso. La mayoría de los prisioneros eran meruvios bajos y de tez morena, que yacían tendidos en el suelo con gesto apático. También había algunos rollizos guerreros azweri de ojos rasgados que cuidaban el valle sagrado, un par de hirkanios de nariz aguileña, Conan el cimmerio y su gigantesco camarada negro, Juma. Cuando la varita del gran chamán lo dejó inconsciente y los demás guardias hubieron dominado al poderoso Juma, el furioso dios-rey ordenó que pagaran su delito con la pena mayor.

Pero en Shamballah la pena mayor no era la muerte, que según la creencia meruvia solo liberaba el alma para su próxima reencarnación. La esclavitud era considerada como algo mucho peor, ya que despojaba al hombre de la característica humana esencial: su individualidad. Por ello fueron condenados sumariamente a la esclavitud.

Al pensar en ello, Conan lanzó un gruñido y sus ojos brillaron amenazadores. Notando su irritación, Juma, que estaba encadenado junto a él, rio entre dientes. Conan fulminó con la mirada a su compañero, pues a veces el humor del gigante lo exasperaba. Para un cimmerio nacido libre, no había peor castigo que la esclavitud.

Por el contrario, para los kushitas, la esclavitud no era nada nuevo. Los negreros habían arrebatado a Juma de los brazos de su madre cuando era un niño, y lo llevaron arrastrándose desde la densas selvas de Kush hasta los mercados de Shem. Durante algún tiempo Juma trabajó en el campo, en una granja shemita. Y luego, al iniciarse su impresionante desarrollo físico, fue vendido como aprendiz de gladiador en el coliseo de Argos.

Por su victoria durante los juegos que celebraban el triunfo del rey Milo de Argos sobre el rey Ferdruga de Zíngara, le concedieron la libertad. Vivió algún tiempo en diversos países hibóreos dedicado al robo y a otras actividades semejantes. Más tarde se dirigió al este y llegó a Turan, donde su gran estatura y su destreza en el combate le sirvieron para conseguir un puesto entre los mercenarios del rey Yildiz.

Allí conoció al joven Conan y se hicieron amigos por ser los hombres más altos de la tropa y por provenir de tierras muy lejanas, además de ser los únicos miembros de sus respectivas razas en aquel país. Su amistad los había llevado ahora a las mazmorras de Shamballah, y no tardaría en conducirlos a la indignidad más absoluta: la del mercado de esclavos. Allí serían expuestos desnudos bajo el sol, y los posibles compradores los palparían y examinarían mientras el mercader elogiaba su fuerza.

Los días transcurrían lentamente, como serpientes heridas que arrastran penosamente su cola por el polvo. Conan, Juma y los demás presos dormían, y solo despertaban para recibir los platos de nauseabundo arroz que les entregaban sus guardianes. Se pasaban el tiempo dormitando y peleando lánguidamente.

Conan tenía curiosidad por saber algo más acerca de aquellos meruvios, ya que en sus viajes jamás había encontrado individuos de esa raza. Estos habitaban en el valle oculto como hicieran sus antepasados desde la noche de los tiempos. Nunca tuvieron contacto con el exterior, ni lo deseaban.

El cimmerio se hizo amigo de un meruvio llamado Tashudang, de quien aprendió algunas palabras de su musical lenguaje. Cuando le preguntó por qué llamaban dios a su rey, Tashudang respondió que el monarca tenía diez mil años de edad y que su espíritu se había encarnado en diferentes cuerpos en cada una de sus vidas. Conan se mostró escéptico al respecto, pues conocía las mentiras que contaban los reyes de otros países acerca de sí mismos, pero se reservó prudentemente su opinión. Cuando Tashudang se quejó con resignación de la opresión que ejercían el rey y sus chamanes, Conan le preguntó:

—¿Por qué no os unís tú y tus compatriotas y arrojáis a esa pandilla al lago Sumeru Tso, y luego os gobernáis vosotros mismos? Eso es lo que habríamos hecho en mi tierra, si alguno de los nuestros hubiera intentado tiranizarnos.

Tashudang le miró asombrado.

—¡No sabes lo que dices, extranjero! —repuso—. Hace muchos siglos, según cuentan los sacerdotes, esta tierra era mucho más alta de lo que es ahora. Se extendía desde la cima de los montes Himelias hasta la de los montes Talakmas como una altiplanicie ilimitada cubierta de nieve y azotada por vientos gélidos. Lo llamaban el Techo del Mundo.

»Entonces Yama, el rey de los demonios, decidió crear este valle para que nosotros, su pueblo elegido, habitásemos en él. Mediante un poderoso hechizo hizo que se hundiera la tierra. El suelo se estremeció bajo el fragor de miles de truenos, la roca fundida surgió de las entrañas de la tierra, se hundieron las montañas y se incendiaron los bosques. Cuando todo hubo concluido, el valle se encontraba entre las colinas, como ahora. Puesto que ya eran tierras bajas, el clima se volvió cálido y crecieron plantas y se criaron animales de tierras templadas. Luego Yama creó a los primeros meruvios y los colocó en el valle para que vivieran siempre en él. Y convirtió a los chamanes en jefes y guías espirituales de nuestro pueblo.

»En ocasiones, los chamanes olvidan sus deberes y nos tiranizan, como vulgares hombres codiciosos. Pero seguimos obedeciendo la orden de Yama de respetar a los sacerdotes. Si no lo hiciéramos, el hechizo de Yama desaparecería y esta tierra volvería a las alturas, a las cumbres de las montañas, y se convertiría en una estepa helada. Así pues, aunque nos opriman, nunca osaremos rebelarnos contra los chamanes.

—Bueno —dijo Conan—, si ese pequeño y asqueroso sapo es la idea que vosotros tenéis de lo que es un dios…

—¡Oh, no! —exclamó Tashudang con los ojos desorbitados por el miedo—. ¡Eso no! ¡Él es solo el hijo del gran dios Yama, y cuando conjura a su padre, el dios viene!

Tashudang escondió su rostro entre las manos y Conan no pudo sacarle más palabras ese día.

Los meruvios eran una raza extraña. Tenían una lasitud de espíritu, un fatalismo apático que les hacía agachar la cabeza ante todo lo que ocurría como si estuviera predestinado por sus crueles y misteriosos dioses. Creían que cualquier resistencia ante el destino sería castigada, si no enseguida, en la próxima reencarnación.

No era fácil obtener información de ellos, pero el cimmerio siguió preguntándoles incansablemente. En primer lugar, eso le ayudaba a pasar los días interminables, y por otro lado, no pensaba permanecer esclavo durante mucho tiempo, por lo que toda información que pudiera obtener acerca del oculto reino y de sus habitantes sería de gran valor cuando él y Juma intentaran volver a la vida libre. Por último, Conan sabía lo importante que era dominar un poco la lengua local. Aunque no era estudioso por naturaleza, el bárbaro aprendía a hablar con los extranjeros con facilidad. Ya se expresaba con cierta soltura en algunas de las principales lenguas, y sabía leer y escribir en varias de ellas.

Finalmente llegó el día fatídico en que los capataces vestidos de cuero negro se acercaron a los esclavos a grandes zancadas y los hicieron salir de la mazmorra a latigazos.

—¡Ahora veremos el precio que van a pagar los príncipes de la Tierra Sagrada por vuestro torpe esqueleto, cerdos extranjeros! —dijo uno de ellos, que dejó una enorme marca en la espalda de Conan con su látigo.

Los rayos del sol quemaban la piel del bárbaro como si fueran flechas de fuego. Después de haber estado tanto tiempo en la oscuridad, la luz del día era una tortura insoportable. Después de la subasta los condujeron hasta la cubierta de una gran galera que estaba amarrada junto al gran embarcadero de Shamballah. Conan apartó la cabeza del sol y lanzó una maldición entre dientes. Esa era, pues, la suerte que le esperaba: remar hasta morir.

—¡Bajad a la bodega, perros! —ordenó el capataz del barco, golpeando a Conan—. ¡Solo los hijos de Yama pueden estar en cubierta!

Sin pensarlo dos veces, el bárbaro se puso en acción. Lanzó un fuerte puñetazo contra el enorme vientre del capataz y cuando el aire comenzó a silbar en sus pulmones, el cimmerio le dio otro golpe en la mandíbula, que lo dejó tendido en la cubierta. Juma gritaba lleno de gozo detrás de Conan, luchando por unirse a este.

El comandante de la nave dio una orden y en un momento las puntas de una decena de alabardas, empuñadas por pequeños y fornidos marinos meruvios, se alzaron contra el cimmerio. Conan se quedó inmóvil en medio de aquel círculo de acero, mientras sus labios lanzaban un gruñido amenazador. Finalmente logró dominar su ira, pues se dio cuenta de que cualquier movimiento podría costarle la vida.

Hizo falta un cubo de agua fría para reanimar al capataz. Este se puso en pie con dificultad, resoplando como una morsa, mientras el agua corría por su rostro empapando su rala barba negra. Observó a Conan con una furia demencial, luego sus ojos se enfriaron y le miró con expresión venenosa.

El oficial comenzó a dar una orden a los marinos:

—¡Matad a ese…!

Pero el capataz lo interrumpió diciendo:

—No, no lo matéis. La muerte sería un castigo demasiado benigno para este maldito. Yo haré que me suplique que lo liberemos de sus sufrimientos.

—¿Y bien, Gorthangpo? —dijo el oficial.

El capataz echó una mirada hacia el sótano de los remeros, en el que se hacinaban unos cien hombres desnudos, de piel renegrida. Estaban delgadísimos y exangües, y en sus espaldas dobladas se veían las marcas de miles de latigazos. El barco tenía un largo banco de remeros a cada lado. Algunos iban encadenados de dos en dos a los remos, y otros de a tres, según su corpulencia y sus fuerzas. Gorthangpo señaló un banco del centro, sobre el que se hallaban inclinados tres viejos canosos y esqueléticos.

—¡Encadenadlo a ese remo! —dijo Gorthangpo—. ¡Estos cadáveres vivientes están acabados y ya no nos sirven! El extranjero necesita ejercitar un poco los brazos, y doy fe de que podrá hacerlo. ¡Y como no siga el ritmo, le abriré la espalda hasta la medula!

Mientras Conan observaba impasible, los marinos soltaron las cadenas que unían a los ancianos al remo. Los tres gritaron aterrados cuando fueron arrojados por la borda. Cayeron al agua ruidosamente y se hundieron sin dejar ni rastro, salvo las burbujas que ascendían a la superficie.

Conan fue encadenado a ese remo, y tendría que remar por los tres. Mientras lo sujetaban al sucio banco, el capataz le miró con gesto hosco y dijo:

—Vamos a ver cómo manejas el remo, muchacho. Tendrás que remar y remar hasta que se te rompa la espalda… y después un poco más. Y cada vez que aflojes, te recordaré cuál es tu tarea de este modo.

El capataz alzó el brazo, desenrolló el látigo y después golpeó al cimmerio cortando el aire con un silbido. El dolor era semejante al de un hierro al rojo vivo sobre la carne, pero Conan no movió ni un músculo, como si no sintiera nada; tal era su férrea voluntad.

Gorthangpo lanzó un gruñido y el látigo volvió a chasquear. Esta vez una de las comisuras de la boca del bárbaro se estremeció, pero él siguió mirando fijamente hacia el vacío. Luego hubo un tercer latigazo, y un cuarto. La frente de Conan estaba cubierta de sudor, que resbalaba hasta sus ojos, y su espalda sangraba. Pero no emitió ni un solo quejido.

—¡Ánimo! —le susurró Juma por detrás.

Entonces se oyó una orden desde el puente. El capitán quería zarpar. El capataz abandonó a regañadientes su propósito de destrozar a latigazos la espalda del bárbaro.

Los marinos desamarraron las cuerdas que sujetaban el barco al muelle. A popa de los bancos de remeros, pero a la misma altura y a la sombra de la pasarela que se hallaba encima de los esclavos, se encontraba un meruvio desnudo sentado detrás de un gran timbal. Cuando la nave se hubo alejado del muelle, el meruvio alzó un mazo de madera y comenzó a golpear en el timbal. A cada golpe, los condenados se inclinaban sobre el remo, luego se ponían de pie, enderezaban la espalda y se dejaban caer hacia atrás de modo que su propio peso los echara nuevamente sobre los bancos. Después se volvían a agachar y repetían la operación. Conan se adaptó enseguida al ritmo, al igual que Juma, que estaba encadenado al remo que había detrás.

El bárbaro jamás había estado en un barco. Mientras impulsaba el remo, miró fijamente a su alrededor y vio a los indiferentes galeotes con las espaldas llenas de cicatrices que hacían grandes esfuerzos sobre los hediondos bancos, cubiertos con sus propios excrementos. La galera era baja en el centro, donde se encontraban los esclavos; allí la borda estaba muy cerca del agua. Era más alta en la proa, donde se hallaban los marinos, y también en la popa, en la que se encontraban las habitaciones de los oficiales. Había un solo mástil en la parte central. La verga de la única vela triangular, así como la vela misma, estaba sobre la pasarela, por encima de los remeros.

Cuando el barco se hubo alejado del puerto, los marinos desataron la vela y la izaron tirando de las drizas mientras entonaban una canción de mar. La vela roja y dorada se abrió ascendiendo poco a poco. Puesto que el viento era suficiente para impulsar la nave, se dio un respiro a los galeotes.

Conan notó que toda la galera estaba construida con una madera de color rojo oscuro. Al mirar con los ojos entrecerrados, tuvo la impresión de que la nave había sido sumergida en sangre. Entonces oyó el chasquido de un látigo encima de él, mientras el capataz gritaba:

—¡Más rápido, perro holgazán!

Otro latigazo cruzó los hombros de Conan.

Es un barco de sangre —pensó para sus adentros—, de sangre de esclavos.

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