Conan

Conan


La ciudad de las calaveras » 5. La luna de los villanos

Página 34 de 39

5. La luna de los villanos

Durante siete días Conan y Juma sudaron sobre los enormes remos de la galera roja, que hacían avanzar la nave por las costas del mar interior de Sumeru Tso, fondeando por la noche en cada una de las siete ciudades sagradas de Meru: Shondakor, Thogara, Auzakia, Issedon, Paliana, Throana y finalmente, después de haber dado una vuelta completa al mar, nuevamente a Shamballah. Aunque ambos hombres eran fuertes, no pasó mucho tiempo hasta que la incesante actividad les llevó al borde del agotamiento. Les dolían los músculos y se sentían incapaces de hacer más esfuerzos. Sin embargo, el incansable timbal y el sibilante látigo los hacían seguir.

Una vez al día los marinos subían cubos de agua fría y salada por la borda y con ella mojaban a los exhaustos esclavos. Y una vez al día, cuando el sol se hallaba en el cenit, les daban un plato de arroz y una jarra de agua. Por la noche dormían sobre los remos. Aquella rutina invariable y bestial socavaba la voluntad de los remeros y obnubilaba su mente, convirtiéndolos en autómatas sin alma.

Aquello hubiera acabado con la voluntad de cualquier hombre, menos con la del cimmerio. El joven no cedió ante el golpe abrumador del destino, como ocurría con los apáticos meruvios. El agotador esfuerzo con los remos, el tratamiento brutal, la indignidad de los bancos hediondos, en lugar de disminuir la fortaleza de Conan, contribuían a alentar el fuego que ardía en su interior.

Cuando la nave hubo llegado nuevamente a Shamballah y echó el ancla en el gran puerto, Conan había alcanzado el límite de su paciencia. La noche era oscura y apacible. La luna nueva, como una fina cimitarra plateada, estaba muy baja en el horizonte y emitía un tenue fulgor. Estaba a punto de ocultarse. En los países occidentales la llamaban «luna de villanos», porque los asaltantes de caminos elegían esas noches para sus actividades, así como los asesinos y los ladrones. Inclinados sobre sus bancos, y aparentemente dormidos, Conan y Juma hablaban con los esclavos meruvios acerca de una posible evasión.

En la galera, los pies de los esclavos no estaban encadenados, pero tenían las muñecas sujetas por grilletes unidos por una cadena, y esta estaba fijada al remo por un anillo. Aunque el anillo resbalaba libremente a lo largo del remo, se detenía en el extremo exterior por un tope, y en el otro por una abrazadera de plomo. Conan había comprobado la resistencia de la cadena y de los grilletes, pero no pudo hacer nada a pesar de su tremenda fuerza, que había aumentado en aquellos siete días de remar sin descanso. De todos modos, hacía planes de rebelión con los demás.

—Si conseguimos atraer a Gorthangpo a nuestro nivel —dijo con un susurro tenso—, podremos destrozarlo con uñas y dientes. Él tiene en su poder las llaves de nuestros grilletes; mientras los abrimos, los marinos nos matarán a algunos de nosotros, pero una vez libres, puesto que los superamos en número en la proporción de cinco o seis contra uno…

—¡No hables de eso! —murmuró el meruvio que estaba más cerca de él—. ¡Ni siquiera pienses en ello!

—¿Acaso no estás interesado? —inquirió Conan asombrado.

—¡No! El mero hecho de hablar de tal violencia me estremece hasta los huesos.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo otro—. Los sufrimientos que padecemos nos han sido enviados por los dioses como justo castigo por algún daño que hicimos en una vida anterior. Luchar contra ello no solo sería inútil, sino una terrible blasfemia. Te ruego, bárbaro, que ceses tu sacrílega conversación y te sometas humildemente a tu destino.

Tal actitud iba muy en contra del temperamento del cimmerio, y tampoco Juma era un hombre que se inclinara dócilmente ante los embates del destino. Pero los meruvios no querían escuchar sus argumentos. Hasta el mismo Tashudang, locuaz y afable en comparación con los demás, le rogó al bárbaro que no hiciera nada que pudiera encolerizar a Gorthangpo, el capataz, para que no atrajese sobre ellos un castigo de los dioses peor que el que habían recibido.

Los argumentos del cimmerio se vieron interrumpidos por el chasquido de un látigo. Al oír el murmullo de la conversación, Gorthangpo se acercó por la pasarela en la oscuridad. De las breves palabras que escuchó, dedujo que se estaba fraguando un motín. Su látigo golpeó con un silbido la espalda de Conan.

El cimmerio había llegado al límite de lo que podía soportar. Dio un salto felino y cogió el extremo del látigo del capataz quitándoselo de las manos. Gorthangpo lanzó un grito para prevenir a los marinos.

Conan todavía no sabía cómo podría liberar el anillo de hierro de su remo. En medio de su desesperación, tuvo una idea. La construcción del remo limitaba el movimiento vertical del guión a una altura de menos de tres metros por encima de la cubierta sobre la que se encontraba. Empujó el remo cuanto pudo hacia arriba, se subió al banco e, inclinándose, tiró con todas sus fuerzas del guión. Se oyó un fuerte crujido y el remo se partió en dos. El bárbaro extrajo rápidamente el anillo del remo, que le podría servir de arma, pues era del tamaño de un hombre, con una cabeza de plomo muy pesada en su extremo.

El primer golpe le dio al asustado capataz en un lado de la cabeza. Su cráneo estalló como un melón, esparciendo una lluvia de sangre y de sesos desmenuzados por el suelo. Luego Conan saltó a la pasarela para enfrentarse con los marinos. Más abajo, en sus bancos, los cobrizos meruvios se acurrucaban rezando en voz baja quejumbrosas plegarias a sus dioses malignos. Solo Juma imitó al cimmerio, rompió el remo y liberó el anillo.

Los marinos también eran meruvios, lánguidos y fatalistas como los demás. Jamás se habían tenido que enfrentar a un motín de los galeotes; no creían que eso fuera posible. Y contaban mucho menos aún con tener que hacer frente a un joven y fornido gigante armado con una enorme maza. A pesar de ello acudieron con bastante valentía, si bien el tamaño de la pasarela no les permitía acercarse a Conan más que de dos en dos.

Conan alzó nuevamente su arma aterradora, y del primer golpe salió despedido un marino contra los bancos con el brazo roto. El segundo lanzó a otro a un rincón con el cráneo deshecho. Alguien acercó una alabarda amenazadora al pecho del bárbaro, y este hizo saltar el arma de las manos de quien la sostenía y con el siguiente mazazo lanzó a dos soldados a la vez fuera de la pasarela. El de la alabarda tenía las costillas rotas y el otro cayó empujado por su propio compañero.

En ese momento subió Juma. El torso negro y desnudo del kushita relucía como ébano brillante bajo la tenue luz. Agitaba el remo contra los meruvios como si fuera un alfanje. Los marinos, incapaces de contener a aquel par de gigantes, echaron a correr para ponerse a salvo en el puente de popa, donde los oficiales, que se habían despertado con el alboroto, daban órdenes en medio del desconcierto general.

El cimmerio se inclinó sobre el cadáver de Gorthangpo y buscó las llaves. Extrajo rápidamente la que servía para todos los grilletes y abrió el suyo, haciendo enseguida lo mismo con el de Juma.

Entonces se oyó el silbido de una flecha, que fue a clavarse en un mástil por encima de la cabeza de Conan. Los dos gigantes decidieron no proseguir aquella lucha. Bajaron de la pasarela, cruzaron entre las filas de galeotes y, saltando sobre la borda, desaparecieron en las oscuras aguas del puerto de Shamballah. Los marinos lanzaron algunas flechas más sobre ellos, pero a la tenue luz de la luna los arqueros no podían hacer otra cosa que disparar al azar.

Ir a la siguiente página

Report Page