Conan

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La Mano de Nergal » 2. El campo sangriento

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2. El campo sangriento

El sol llameaba como una brasa de color escarlata en el horizonte. Resplandecía sobre el silencioso campo de batalla como el ojo rojo que centelleaba en la deforme frente de un cíclope. Silencioso como la muerte, cubierto de los restos de la guerra, el lugar tenía un aspecto siniestro y todo estaba inmóvil bajo los rayos del sol. Aquí y allá, entre los cadáveres, había charcos de sangre coagulada que parecían serenos lagos que reflejaban los fulgores rojizos del cielo.

Unas figuras oscuras y furtivas se movían entre la alta hierba, olfateando y lanzando gemidos sobre los montones de cadáveres desparramados. Sus jorobadas espaldas y sus hocicos de perro indicaban que se trataba de hienas de las estepas. Para ellas, el campo de batalla debía ser como la mesa servida de un opíparo banquete.

Del cielo flameante bajaron aleteando torpemente buitres de alas negras para alimentarse de los muertos. Las siniestras aves de presa cayeron sobre los cuerpos mutilados con un sordo rumor alado. Aparte de los devoradores de carroña, nada se movía en el silencioso y sangriento lugar. Todo estaba inmóvil como la muerte misma. Ni el rumor de los carros de combate ni el toque de las trompetas bronceadas interrumpía el silencio sobrenatural. La quietud de los muertos sobrevino inmediatamente después del estrépito de la batalla.

Como misteriosos heraldos del Destino, una ondulante fila de garzas bajó aleteando lentamente del cielo hacia las orillas cubiertas de juncos del río Nezvaya, cuyo henchido caudal reflejaba con pálidos reflejos rojizos las últimas luces del día. Del otro lado del río, se alzaba como una montaña de ébano al atardecer la amurallada ciudad de Yaralet.

Pero se veía una figura moviéndose por el campo desolado, que parecía un pigmeo recortado contra las brasas ardientes del atardecer. Se trataba del joven gigante cimmerio, el de la rebelde cabellera negra y los fogosos ojos azules. Las negras alas del frío sideral tan solo le habían rozado ligeramente; luego la vida se agitó en él y volvió en sí. Vagaba de un lado a otro por el oscuro campo de batalla, cojeando ligeramente, porque tenía una espantosa herida en el muslo que había recibido en el fragor de la violenta batalla y que solo notó y vendó rústicamente al recuperar la consciencia y cuando se disponía a levantarse.

Se paseó con cautela pero también con impaciencia entre los muertos ensangrentados. Él también estaba completamente cubierto de sangre de la cabeza a los pies, y la enorme espada que llevaba en su mano derecha tenía manchas de color carmesí hasta la empuñadura. Conan tenía un enorme cansancio de huesos y la garganta reseca. Le dolían todas las heridas —simples cortes y rasguños, salvo la enorme herida que tenía en el muslo—, y lo que más deseaba en ese momento era un pellejo de vino y un buen plato de carne.

Cuando pasaba cojeando entre los cadáveres, lanzó un gruñido de lobo hambriento, maldiciendo iracundo. Había venido a esta guerra turania como mercenario, sin otras posesiones salvo un caballo —ahora muerto— y la enorme espada que tenía en la mano. Ahora que la batalla estaba perdida y la guerra terminada, y que él andaba errando solo en territorio enemigo, le quedaba al menos la esperanza de saquear a los soldados caídos, quitándoles algún objeto de valor que ellos sin duda ya no necesitarían. Una daga incrustada de piedras preciosas, un brazalete de oro, una coraza de plata. Con algunas de estas baratijas podría sobornar a sus perseguidores para quedar fuera del alcance de Munthassem Khan y volver a Zamora con algún beneficio.

Pero aparentemente otras personas habían tenido la misma idea antes que él —ya fueran ladrones furtivos de la ciudad en sombras o soldados que regresaron al campo de batalla del que habían salido corriendo—, puesto que el lugar estaba arrasado; no quedaban allí más que espadas rotas, lanzas quebradas, cascos abollados y escudos maltrechos. Conan miró a su alrededor recorriendo con sus ojos la llanura cubierta de restos y lanzó una maldición. Había estado inconsciente demasiado tiempo, y hasta los saqueadores habían tenido tiempo de marcharse. Era como el lobo que da demasiadas vueltas alrededor de su posible víctima hasta que comprueba que los chacales lo han despojado de su presa; en este caso se trataba de chacales humanos.

Abandonó su infructuosa búsqueda con el fatalismo de un auténtico bárbaro. Se dijo que había llegado el momento de elaborar un plan. Con el ceño fruncido, enfrascado en sus pensamientos, miró con incertidumbre hacia la llanura que oscurecía por momentos. Las torres cuadradas y planas de Yaralet se alzaban oscuras y sólidas recortándose contra el fulgor mortecino del atardecer. ¡No había esperanzas de hallar refugio allí para quien había luchado bajo el estandarte del rey Yildiz! Sin embargo, no habría otra ciudad, amiga o enemiga, más cercana. Y Aghrapur, la capital de Yildiz, estaba a cientos de leguas al sur…

Embebido en sus pensamientos, no advirtió que se acercaba una enorme figura negra, hasta que llegó a sus oídos un relincho débil y estremecedor. El bárbaro se volvió rápidamente, apoyándose en la pierna herida y alzando la espada con gesto amenazador…, pero luego se tranquilizó y sonrió.

—¡Por Crom! Me has asustado. De modo que no soy el único sobreviviente, ¿eh? —dijo Conan riendo entre dientes.

La esbelta yegua miraba temblorosa al desnudo gigante con grandes ojos asustados. Era el caballo del general Bakra, quien ahora yacía en algún lugar del campo de batalla en medio de un charco de sangre.

La yegua relinchó agradecida al escuchar una voz humana amiga. Aunque no era un jinete, Conan se daba cuenta de que el animal estaba en malas condiciones. Levantaba las patas con dificultad, estaba cubierta de sudor a causa del miedo y temblaba exhausta. Los demoníacos murciélagos la habían aterrorizado también a ella, pensó Conan con tristeza. Le habló con suavidad procurando calmarla, se acercó a ella y acarició al jadeante animal hasta que consiguió tranquilizarle.

En las remotas tierras del norte de las que él provenía era raro encontrar caballos. Entre los pobres bárbaros de las tribus cimmerias de las que él era originario, solo los jefes más ricos poseían una buena montura, además de los guerreros que habían conseguido una en el campo de batalla. Pero a pesar de su ignorancia acerca de todo lo relacionado con los caballos, Conan consiguió tranquilizar a la enorme yegua y luego se montó en ella. Se sentó a horcajadas, agitó las riendas y se alejó lentamente del campo de batalla, convertido en un pantano negro en la oscuridad de la noche. Ahora se sentía mejor. En las bolsas de la montura había provisiones, y montando en una robusta yegua tenía muchas posibilidades de cruzar sin problemas las desoladas tundras hasta llegar a las fronteras de Zamora.

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