Conan

Conan


La Mano de Nergal » 3. Hildico

Página 24 de 39

3. Hildico

Un profundo y torturado lamento llegó a sus oídos.

Conan tiró de las riendas para que la yegua se detuviera y miró a su alrededor con recelo en la profunda oscuridad. Se le pusieron los pelos de punta por el terror supersticioso que le producía el misterioso sonido. Luego se encogió de hombros y lanzó un juramento. No se trataba de un fantasma nocturno ni de un espíritu macabro, sino que era un grito de dolor. Eso quería decir que había un tercer sobreviviente de la maldita batalla. Y si ese hombre estaba vivo, era de suponer que no había sido despojado de sus pertenencias.

El bárbaro saltó del caballo y ató las riendas a los rayos de la rueda de un carro destrozado. El grito provenía de la izquierda. Allí, en los límites del campo de batalla, debía de haber un soldado herido que logró escapar del ojo avizor de los saqueadores. Conan se dijo que quizá podría regresar a Zamora con una bolsa de piedras preciosas.

El cimmerio se acercó cojeando al lugar de donde provenía el trémulo lamento. Apartó los espesos juncos que crecían en las orillas del lento río y descubrió una pálida figura que se retorcía débilmente a sus pies. Era una muchacha.

Estaba tendida allí semidesnuda, con sus blancos brazos y piernas llenos de heridas. La sangre coagulada que tenía en el pelo parecía cubrir su negra y rizada cabellera de rubíes. La chica gemía en una especie de delirio y se percibía una invisible angustia en sus brillantes ojos negros.

El cimmerio se quedó mirándola, apreciando casi distraídamente la grácil belleza de su cuerpo y los redondeados, exuberantes y jóvenes pechos. Estaba perplejo. ¿Qué hacía una chica como esta, casi una niña, en un campo de batalla? No tenía el aspecto lúgubre, descarado y sucio de una ramera de la soldadesca. Su esbelta figura denotaba buena cuna, e incluso nobleza. El bárbaro movió la cabeza desconcertado, agitando su oscura melena. La joven se movió temblorosa a sus pies.

El Corazón… el Corazón…, de Tammuz… ¡Oh, Señor! —exclamó suavemente mientras movía inquieta su oscura cabeza de un lado a otro, balbuceando como bajo los efectos de la fiebre.

Conan se encogió de hombros y sus ojos se velaron momentáneamente con lo que, en el caso de otro hombre, habría sido una expresión de piedad. Está herida de muerte —pensó con tristeza—, y alzó la espada para terminar con la agonía de la desconocida.

Cuando la hoja se cernía sobre su blanco pecho, ella se quejó nuevamente llorando como un niño en pena. La enorme espada se detuvo en el aire y el cimmerio se quedó inmóvil por un instante, como una estatua de bronce.

Entonces, tomando una decisión súbita, volvió a envainar el sable y se inclinó para levantar a la muchacha, que alzó sin esfuerzo con sus poderosos brazos. Ella luchó ciegamente, sin fuerzas, gimiendo y protestando semiinconsciente.

Cogiéndola con cuidado y ternura, el bárbaro avanzó cojeando hacia la orilla del río cubierta de matorrales y la depositó suavemente sobre el seco lecho de juncos. Luego llenó el hueco de sus manos con agua de río y mojó su blanco rostro para limpiar sus heridas con la suavidad de una madre que lava a su hija.

Sus heridas parecían superficiales, meros rasguños, con excepción de un corte en la ceja. E incluso este, aunque había sangrado abundantemente, no revestía gravedad. Conan lanzó un gruñido de alivio mientras lavaba el rostro y la ceja de la muchacha con agua fría y clara. Luego, alzando torpemente la cabeza de la moza y apoyándola contra su pecho, le dio de beber vertiendo un poco de agua entre sus labios entreabiertos. La desconocida jadeó, tosió un poco y volvió en sí, mirando a Conan con ojos que parecían estrellas oscuras, velados por el desconcierto y con una sombra de temor.

—¿Quién? ¡Ah… los murciélago!

—Ya se han ido, muchacha —dijo Conan con brusquedad—. No tienes nada que temer. ¿Vienes de Yaralet?

—Sí…, sí… Pero ¿quién eres?

—Soy Conan el cimmerio. Pero ¿qué hace una chica como tú en un campo de batalla? —preguntó el bárbaro.

Ella pareció no oír. Frunció un poco el ceño, como reflexionando, y repitió su nombre a media voz.

—Conan… Conan… ¡Sí, ese era el nombre! Entonces alzó la vista y miró asombrada el rostro moreno y lleno de cicatrices del cimmerio.

—Me han enviado para que te buscara. ¡Qué extraño que tú me encontraras a mí!

—¿Y quién te ha enviado, muchacha? —inquirió él con recelo.

—Soy Hildico, una brithunia esclava de la casa de Atalis el Vidente, que vive allí en Yaralet. Mi amo me envió en secreto para que buscara entre los guerreros a Conan, un mercenario de Cimmeria, y para que lo condujese hasta su casa de la ciudad por un camino secreto. ¡Tú eres el hombre que busco!

—¿Sí? ¿Y qué quiere tu amo de mí?

La muchacha movió su oscura cabeza y dijo:

—¡No lo sé! Pero me pidió que te dijera que no te hará daño y que podrías obtener mucho oro si vinieras.

—¿Oro, eh? —musitó pensativo el bárbaro mientras ayudaba a levantarse a la moza sosteniéndola con su musculoso brazo al ver que ella se tambaleaba a causa de la debilidad.

—Sí. Pero no llegué al campo de batalla a tiempo para verte antes de que comenzara el combate. De modo que me escondí entre los juncos de la orilla para evitar que me vieran los soldados. Y entonces… ¡los murciélagos! De repente estaban en todas partes, abalanzándose sobre los caídos, matando… y en un momento un jinete salió huyendo hacia los juncos y me arrolló sin darse cuenta…

—¿Qué ha sido del jinete?

—Está muerto —respondió ella con un ligero temblor—. Un murciélago lo levantó violentamente de la montura, lo desgarró y dejó caer su cuerpo muerto al río. Yo me desmayé porque el caballo, presa de pánico, me golpeó…

La muchacha levantó una de sus pequeñas manos y la llevó a su ceja herida.

—Has tenido suerte de que no te matara —dijo Conan con un gruñido—. Bueno, muchacha, iremos a ver a tu amo para ver lo que quiere de Conan… ¡y enterarme de cómo sabe mi nombre!

—¿Vendrás conmigo, entonces? —preguntó ella casi sin aliento.

El bárbaro rio y, después de montar sobre la yegua negra, levantó a la muchacha con sus poderosos brazos y la sentó delante de él.

—¡Sí! Estoy solo entre enemigos en una tierra extraña. Mi trabajo terminó al quedar destruido el ejército de Bakra. ¿Por qué habría de tener escrúpulos en conocer a un hombre que me ha escogido entre miles de guerreros y que además me ofrece oro?

Cruzaron el río, que allí tenía poca profundidad, y atravesaron la llanura sombría en dirección a Yaralet, el baluarte de Munthassem Khan. Y el corazón de Conan, que nunca latía más contento que cuando se excitaba ante la promesa de la acción y la aventura, cantó lleno de gozo.

Ir a la siguiente página

Report Page