Conan

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La ciudad de las calaveras » 2. La Copa de los Dioses

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Un millar de demonios rojos golpeaban la cabeza de Conan con martillos y su cráneo resonaba como si fuera un yunque al rojo vivo. Cuando fue saliendo de su inconsciencia, el cimmerio se encontró apoyado en el poderoso hombro de su camarada Juma, que sonrió al ver que recobraba el sentido y lo ayudó a ponerse en pie. Aunque le dolía terriblemente la

cabeza, Conan notó que tenía fuerzas suficientes para mantenerse erguido. Luego miró desconcertado a su alrededor.

Solamente él, Juma y la princesa habían sobrevivido. Todos los demás —incluyendo a la doncella de Zosara, muerta por una flecha— se habían convertido en alimento de los feroces lobos grises de la etapa hirkania. Se encontraban en la ladera norte de los montes Talakmas, varias leguas al sur del campo de batalla. Los rodeaban unos robustos guerreros de tez morena vestidos de cuero, muchos de ellos cubiertos con vendajes. Conan notó que tenía las muñecas sujetas con grilletes de los que colgaban macizas cadenas de hierro. La princesa, que llevaba pantalones y un abrigo de seda, también estaba esposada, pero sus cadenas y grilletes eran mucho más ligeros y parecían estar hechos de plata maciza.

Juma también estaba encadenado, y en él se centraba mayormente la atención de sus captores. Estos se amontonaban alrededor del kushita, le tocaban la piel y luego se miraban los dedos para ver si se despintaba. Uno incluso humedeció un trozo de tela en la nieve y luego lo frotó en el dorso de la mano de Juma. El kushita los miraba y sonreía.

—Jamás deben de haber visto a un negro —le dijo a Conan.

El comandante de las tropas vencedoras dio una orden y sus hombres montaron en sus caballos. La princesa fue devuelta a su litera. El comandante dijo a Conan y a Juma, en lengua hirkania mal hablada:

—¡Vosotros dos! ¡Caminad!

Así lo hicieron, con las lanzas de los azweri —que era como se llamaban sus captores— hostigándoles con frecuentes pinchazos en la espalda. La litera de la princesa se balanceaba entre dos caballos en el centro de la columna. Conan observó que el comandante de los azweri trataba a Zosara con respeto, y ella no parecía estar herida. El jefe no se mostraba rencoroso contra Conan y Juma por los estragos que habían causado en sus filas.

—¡Sois unos magníficos guerreros! —exclamó con una sonrisa.

Pero por otro lado, no dio a los prisioneros la menor posibilidad de escapar ni les permitió que quedaran rezagados para que no entorpecieran el avance de su compañía. Los obligaba a caminar a paso vivo desde poco antes del amanecer hasta después de la puesta del sol, y ante cualquier pausa respondían con un pinchazo de lanza. Conan apretó las mandíbulas y decidió obedecer, de momento.

Siguieron avanzando durante dos días por un tortuoso camino que cruzaba el centro de la cordillera. Atravesaron pasos donde los pies se hundían profundamente en la nieve que todavía no se había fundido. Allí se hacía más difícil respirar a causa de la altitud. Algunas tormentas repentinas azotaban sus andrajosas vestimentas y lanzaban grandes copos de nieve y granizo contra sus rostros. Los dientes de Juma castañeteaban. Al negro le resultaba mucho más difícil soportar el frío que a Conan, que había sido criado en un clima nórdico.

Finalmente llegaron a la ladera sur de los montes Talakmas y ante ellos se desplegaba un paisaje fantástico: un extenso valle verde que desaparecía ondulando delante de sus ojos. Era como si estuviera en el borde de un enorme plato. Debajo de ellos, unas pequeñas nubes cubrían grandes extensiones de una selva densa y verde. En medio de esta selva se veía un enorme lago o mar interior que reflejaba el azul del cielo claro y brillante.

Más allá, todo era verde hasta que la extensión se perdía en una bruma distante de color violeta. Encima se alzaba el poderoso macizo de los montes Himelias, cuyas cimas se recortaban contra el cielo azul, a cientos de leguas hacia el sur.

—¿Qué valle es este? —preguntó Conan al oficial.

—Meru —respondió el jefe—. Los hombres también le llaman la Copa de los Dioses.

—¿Nos dirigimos hacia allí?

—Sí. Vais a la gran ciudad de Shamballah.

—¿Para qué?

—Eso lo ha de decidir

rimpoche, el dios-rey.

—¿Quién es?

—Jalung Thongpa, el Terror de los Hombres y la Sombra del Cielo. Tú avanza, perro de piel blanca. No es momento de hablar.

Conan lanzó un profundo gruñido cuando la punta de la lanza le hizo apurar el paso, y juró en su interior que algún día le enseñaría a ese dios-rey lo que era el terror. Se preguntó cómo le sentaría a aquella divinidad medio metro de acero en sus entrañas… Pero ese momento feliz solo existía en el futuro.

Continuaron descendiendo hacia el prodigioso valle. El aire se hacía más cálido y la vegetación más densa. Al finalizar el día, se encontraban caminando por una tierra de selvas lujuriosas y bosques pantanosos que bordeaban el camino con densas masas de color verde oscuro salpicadas de árboles en flor de colores brillantes. Los monos parloteaban en los árboles. Los insectos zumbaban y picaban. Las serpientes y los lagartos se arrastraban a medida que el grupo se acercaba por el camino.

Era la primera vez que Conan veía una selva tropical, y no le gustó. Los insectos le molestaban y el sudor cubría todo su cuerpo. Juma, sin embargo, sonreía mientras respiraba hondo y llenaba sus enormes pulmones de aire cálido.

—Es como mi tierra —declaró.

Conan miraba en silencio impresionado por el fantástico paisaje de la verde selva y de los húmedos pantanos. Comenzaba a creer que este imponente valle de Meru era realmente la morada de los dioses, donde habían vivido desde la creación del mundo. Jamás había visto árboles parecidos a aquellas colosales cicadáceas y secoyas, que parecían llegar hasta el cielo. Se preguntó cómo era posible que semejante selva tropical estuviera rodeada de montañas eternamente cubiertas de nieve.

En determinado momento un tigre cruzó en silencio por delante de ellos; era un animal monstruoso de casi tres metros de largo con colmillos que parecían dagas. La princesa Zosara, que lo vio desde su litera, lanzó un grito. Hubo una pequeña conmoción entre los azweri mientras preparaban sus armas. El tigre, que aparentemente consideró que el grupo era demasiado grande para él, se escabulló hacia el interior de la selva tan sigilosamente como había aparecido.

Más tarde, la tierra tembló con un extraño galope. Una enorme bestia irrumpió desde los matorrales lanzando un fuerte bufido y se detuvo en el camino. Era gris y de formas redondeadas, semejante a un enorme peñasco; parecía un inmenso cerdo con la piel cayéndole en pliegues por los costados. De su hocico sobresalía un cuerno grueso y curvado de casi medio metro de largo. La bestia se detuvo para observar la cabalgata con ojillos de cerdo y aire estúpido y luego, después de lanzar otro bufido, se internó entre la maleza.

—Es el nariz-cuerno —dijo Juma—. También los hay en Kush.

La selva se transformaba en una amplia extensión de costas que bordeaban el lago azul o mar interior que Conan había visto desde las alturas. Durante algún tiempo siguieron por las márgenes de aquella masa de agua desconocida, que los azweri llamaban

Sumeru Tso. Finalmente, del otro lado de la bahía, divisaron las murallas, cúpulas y agujas de las torres de una ciudad construida en piedra rosácea, que se alzaba en medio de campos y caminos, entre la selva y el mar.

—¡Shamballah! —exclamó el comandante de los azweri.

Como un solo hombre, los captores bajaron de los caballos, se arrodillaron y tocaron la húmeda tierra con la frente, mientras Conan y Juma se miraron extrañados.

—¡Aquí viven los dioses! —dijo el jefe—. Caminad deprisa ahora. Si hacéis que nos retrasemos, ellos os desollarán vivos. ¡Rápido! ¡Daos prisa!

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