Conan

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La ciudad de las calaveras » 6. El túnel de la muerte

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Los dos hombres desnudos salieron empapados del agua y miraron cautelosamente a su alrededor en la semioscuridad. Tenían la sensación de haber nadado durante horas, y esperaban encontrar la forma de entrar en la ciudad de Shamballah sin ser vistos. Finalmente hallaron la salida de una de las alcantarillas de la antigua ciudad de piedra. Juma aún llevaba consigo un trozo de remo que había usado para luchar contra los marinos del barco. Conan, sin embargo, había dejado el suyo allí. De cuando en cuando entraban a la cloaca unos rayos de luz de la calle a través de una rejilla que había encima de ellos. Pero la luz era tan tenue que después de dar unos pasos penetraron en una zona de oscuridad total. Así pues, los dos amigos avanzaron por las asquerosas aguas buscando una salida.

A su paso, las enormes ratas chillaban y salían huyendo a toda velocidad. Podían ver sus ojos relucientes en la oscuridad. Uno de estos inmensos roedores mordió a Conan en el tobillo, pero este cogió al animal, lo aplastó con sus manos y lanzó su cuerpo destrozado encima de las ratas más precavidas. Estas lanzaron un chillido e inmediatamente comenzaron a pelearse por la presa, mientras Conan y Juma seguían avanzando rápidamente por los sinuosos túneles.

Fue Juma quien encontró el pasadizo secreto. Deslizando una mano por la pared, abrió accidentalmente una aldaba y lanzó un bufido de sorpresa cuando una de las piedras cedió bajo la presión de su mano. Aunque ninguno de los dos sabía hacia dónde conducía el pasadizo, se adentraron en él, porque daba la impresión de que desembocaba en una de las calles que se hallaban encima de ellos.

Finalmente, después de subir durante un breve lapso, llegaron a otra puerta. Anduvieron a tientas en la más absoluta oscuridad hasta que Conan encontró un cerrojo, que abrió. La puerta cedió con un chirrido de goznes herrumbrosos y los dos fugitivos salieron a la calle y se quedaron estupefactos.

Se encontraban en un balcón adornado con estatuas de dioses o demonios de un enorme templo octogonal. Las paredes de la habitación principal se curvaban por encima del balcón formando una cúpula de ocho lados. Conan recordó haber visto una cúpula semejante en alguno de los edificios más pequeños de la ciudad, pero nunca averiguó lo que había en ella.

Abajo, en uno de los lados del suelo octogonal, había una estatua impresionante apoyada sobre una peana de mármol negro, frente a un altar que se encontraba en el centro exacto de la habitación. La estatua dominaba toda la estancia. Tenía unos diez metros de alto, y sus lados estaban a nivel del balcón en el que se encontraban Conan y Juma. Era un ídolo gigante de una piedra verde que parecía jade, aunque nadie había visto jamás un bloque tan enorme de jade. Tenía seis brazos, y sus ojos eran rubíes inmensos.

Frente a la estatua había un trono de calaveras, como el que Conan había visto en el salón del palacio a su llegada a Shamballah, pero más bajo. En el trono estaba sentado el pequeño dios-rey de Meru. Al mirar sucesivamente la cara del ídolo y la del gobernante, Conan creyó ver cierta horrorosa similitud. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le erizaron los pelos de la nuca ante la posibilidad de que detrás de esta semejanza hubiera secretos cósmicos inimaginables.

El rimpoche estaba realizando un ritual. Los chamanes vestidos con túnicas de color escarlata estaban arrodillados en fila alrededor del trono y del altar, cantando plegarias antiguas y formulando hechizos. Detrás de ellos, contra las paredes de la habitación, había varias filas de meruvios sentados con las piernas cruzadas sobre el suelo de mármol. Por las joyas que llevaban y por su indumentaria lujosa aunque escasa, daba la impresión de que eran los oficiales y nobles del reino. Encima de sus cabezas y alrededor del balcón había unas cien antorchas encendidas colocadas sobre soportes que había en las paredes. En el altar había cuatro candeleros de pie con lámparas de aceite de vacilantes llamas doradas.

Sobre el altar, entre el trono y la imponente estatua se veía el cuerpo blanco, desnudo y esbelto de una joven sujeta al altar por finas cadenas de oro. Era Zosara.

Conan lanzó un gruñido en voz baja. Sus ardientes ojos llamearon con un fuego azul cuando vio las odiosas figuras del rey Jalung Thongpa y de su gran chamán, el sacerdote-hechicero Tanzong Tengri.

—¿Los atacamos? —preguntó Juma con un susurro, enseñando sus blancos dientes en la semioscuridad.

El cimmerio lanzó un gruñido.

Era el festival de la luna nueva, y el dios-rey se estaba casando con la hija del rey de Turan en el altar, ante la estatua de múltiples brazos del Gran Perro de la Muerte y el Horror, Yama el Rey Demonio. La ceremonia se realizaba según los antiguos ritos establecidos en los textos sagrados del Libro del Dios de la Muerte. El divino monarca de Meru estaba recostado en su trono de calaveras esperando plácidamente la consumación pública de sus esponsales con la esbelta muchacha turania de largas piernas, mientras los chamanes vestidos con túnicas de color escarlata recitaban en voz baja las antiguas plegarias.

En ese momento hubo una interrupción. Dos gigantes desnudos cayeron al suelo del templo desde algún lugar misterioso. Uno parecía una figura heroica de bronce que había cobrado vida, y el otro era una enorme amenaza negra cuyo cuerpo poderoso parecía esculpido en ébano. Los chamanes se quedaron paralizados en mitad de su cántico cuando vieron aparecer a estos dos diablos dando alaridos.

Conan cogió uno de los candeleros y lo arrojó sobre los chamanes. Estos lanzaron gritos de pánico y de dolor cuando vieron que las lámparas se rompían y el llameante aceite incendiaba sus diáfanas túnicas, convirtiendo a los sacerdotes en antorchas vivientes. Hicieron lo mismo con los otros tres candeleros, creando la confusión y quemando todo lo que encontraban.

Juma saltó hacia el estrado en el que se encontraba el rey, que miraba la escena con una mezcla de temor y asombro. El lúgubre y demacrado gran chamán se enfrentó a Juma sobre los escalones de mármol dispuesto a golpearlo con su varita mágica. Pero el gigante negro todavía tenía el fragmento de remo, que lanzó con todas sus fuerzas. La vara de ébano saltó en cientos de pedazos. Un segundo golpe le dio al sacerdote-hechicero en el cuerpo y lo lanzó destrozado y moribundo hacia el caos de chamanes que corrían, gritaban y se quemaban vivos.

Entonces le llegó el turno al rey Jalung Thongpa. Juma se abalanzó con una sonrisa implacable por la escalera y se dirigió hacia el dios-rey que estaba encogido de miedo. Pero Jalung Thongpa ya no se hallaba en el trono, sino que estaba arrodillado frente a la estatua, cantando una plegaria con los brazos levantados.

Conan llegó al altar al mismo tiempo y se inclinó sobre el cuerpo desnudo y tembloroso de la aterrorizada muchacha. Las ligeras cadenas de oro eran suficientemente fuertes para sujetarla, pero no bastante resistentes para la fuerza de Conan. Lanzando un gruñido, apoyó sus pies sobre una de las cadenas y tiró con fuerza, y entonces uno de los eslabones del blando metal se estiró, se abrió y cedió, y lo mismo ocurrió con las otras tres cadenas. Conan cogió a la sollozante princesa en sus brazos y se volvió. En ese momento una sombra cayó sobre él.

El bárbaro miró sobresaltado y recordó lo que le había dicho Tashudang: «Cuando llama a su padre, ¡el dios

viene!».

En ese preciso instante comprendió el alcance aterrador que tenían esas palabras. Porque los brazos del gigantesco ídolo de piedra verde se estaban moviendo y se alzaban sobre él bajo la luz vacilante de las antorchas. Los ojos rubíes le miraron con un brillo inteligente.

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