Conan

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La ciudad de las calaveras » 7. Cuando el dios verde despierta

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A Conan se le pusieron los pelos de punta y sintió que se le helaba la sangre en las venas. Zosara, llorando, apoyó con fuerza su cara en el hombro del cimmerio y se aferró a su cuello. Juma también se quedó helado y puso los ojos en blanco cuando se sintió invadido por un terror supersticioso y ancestral. ¡La estatua estaba viva!

Mientras miraban, incapaces de moverse, la imagen de piedra verde levantó lentamente uno de sus pies con un crujido.

Los ojos de su enorme rostro les miraban desde diez metros de altura. Los seis brazos se movieron bruscamente, articulándose como patas de una gigantesca araña. La cosa se inclinó y siguió avanzando pesadamente; después bajó del altar sobre el que había estado acostada Zosara. Este crujió y se desmoronó bajo el peso de toneladas de jade viviente.

—¡Por Crom! —dijo Conan casi sin aliento—. ¡Hasta las piedras están vivas y caminan en este lugar de locos! Ven, muchacha —dijo cogiendo a Zosara y bajando de un salto del estrado.

Detrás de él se oía el sonido inquietante del roce de piedra sobre piedra. La estatua se movía.

—¡Juma! —gritó Conan, buscando frenéticamente al kushita.

El negro todavía estaba inmóvil a un lado del trono. Encima de este, el pequeño dios-rey apuntaba con un arma enorme incrustada de piedras preciosas contra Conan y la muchacha.

—¡Mata, Yama! ¡Mata…, mata…, mata! —gritó.

La cosa de múltiples brazos se detuvo y miró a su alrededor con sus ojos rubíes hasta que vio a Conan. El cimmerio estaba casi enloquecido por los primitivos y oscuros terrores que había heredado de su pueblo bárbaro. Pero, como sucede con muchos bárbaros, el miedo le dio el valor de luchar contra aquello que temía. Depositó a la muchacha y levantó un banco de mármol. Sus músculos crujieron por el esfuerzo. Luego se adelantó torpemente hacia la enorme estatua viva.

—¡No, Conan! ¡Aléjate! ¡Te está viendo! —gritó Juma.

Conan estaba al lado del pie del monstruo que se acercaba. Las piernas de piedra se alzaban encima de él como columnas de un templo imponente. Con la cara congestionada por el esfuerzo, Conan levantó el pesado banco y lo lanzó sobre la pierna del dios, que se estrelló contra el tobillo de la estatua con un impacto impresionante. El mármol se cubrió de infinitas grietas. Se acercó aún más, volvió a coger el banco y lo arrojó nuevamente contra el tobillo. Esta vez el banco se hizo pedazos, pero la pierna, aunque algo astillada, no se había dañado. Conan retrocedió cuando vio que la estatua había dado otro paso en dirección a él.

—¡Conan! ¡Cuidado!

El grito de Juma hizo que mirara hacia arriba. El gigante verde se tambaleó. Los ojos de rubíes se clavaron en los suyos. ¡Era extraño mirar a los ojos a un dios vivo! Estos eran profundos como un abismo; profundidades sombrías en las que se hundía su mirada a través de infinitos eones rojos de un tiempo inimaginable. Y en lo más hondo de esas profundidades cristalinas había una maldad fría e inhumana. La mirada del dios se clavó en sus ojos, y el joven cimmerio se quedó completamente helado. No podía moverse ni pensar…

Juma, aullando con furia y un temor primitivos, giró sobre sí mismo. Vio que las múltiples y poderosas manos de piedra se abalanzaban sobre su amigo, que se quedó mirando al vacío como si estuviera en trance. Si Yama daba un paso atrás, estaría encima de Conan, que se había quedado paralizado.

El negro estaba demasiado lejos para intervenir, pero su frustrada cólera necesitaba un desahogo. Sin pensarlo, levantó al dios-rey, que gritó y pataleó en vano, y lo lanzó hacia su padre infernal.

Jalung Thongpa dio una vuelta en el aire y cayó con un ruido sordo sobre el suelo decorado con mosaicos delante de los pies del ídolo que avanzaba pesadamente. Aturdido por la caída, el pequeño monarca miró a su alrededor con una mirada salvaje, y se puso a gritar en forma aterradora porque vio un gigantesco pie casi encima suyo.

El crujir de huesos rotos resonó en medio del silencio total. El pie del dios se arrastró sobre el mármol dejando una enorme mancha de color carmesí sobre los mosaicos. Con un crujido de cintura, la figura ciclópea se inclinó hacia Conan y en ese momento se detuvo.

Las manos de piedra verde se detuvieron en el aire con los dedos extendidos. La ardiente luz carmesí de sus ojos se apagó. El enorme cuerpo de múltiples brazos y cabeza demoníaca, que hacía un momento era flexible y estaba lleno de vida, se quedó inmóvil.

Quizá la muerte del rey, que había invocado a este espíritu infernal desde las oscuras profundidades de dimensiones innombrables, deshizo el hechizo que unía a Yama con el ídolo. O tal vez la muerte del rey había liberado la voluntad del dios-demonio del dominio de su pariente terrenal. Cualquiera que fuese la causa, lo cierto es que en el momento en que Jalung Thongpa fue destruido y solo quedó de él un charco de sangre sobre el mármol, la estatua volvió a convertirse en un bloque de piedra inmóvil y sin vida.

El hechizo que había paralizado la mente de Conan también se deshizo. El muchacho inerme sacudió la

cabeza, para despejar la mente y miró a su alrededor. Lo primero que vio fue a la princesa Zosara, que cayó en sus brazos llorando histéricamente. Cuando sus brazos bronceados rodearon el cuerpo delicado de la joven y sintió la suavidad de su cabello negro y sedoso contra su cuello, se encendió un fuego nuevo en sus ojos, y rio lleno de gozo.

Juma vino corriendo desde el otro extremo del templo.

—¡Conan! ¡Nuestros enemigos han muerto y los demás han huido! Debe de haber algunos caballos en las cuadras que hay detrás del templo. ¡Es nuestra oportunidad de abandonar este maldito lugar!

—¡Sí! Por Crom que estaré contento de sacudir el polvo de esta maldita tierra de mis zapatos —dijo el cimmerio con un gruñido, arrancando la túnica del gran chamán y envolviendo a la princesa desnuda con ella.

Luego la tomó en sus brazos y la llevó fuera, sintiendo el calor y la suavidad de su cuerpo joven y grácil contra el suyo.

Una hora más tarde, cuando ya nadie los podía

alcanzar, detuvieron sus caballos y examinaron la bifurcación de caminos. Conan miró hacia las estrellas, meditó y dijo:

—¡En esta dirección!

—¿Hacia el norte? —preguntó Juma con el ceño fruncido.

—Sí, a Hirkania —dijo Conan sonriendo—. ¿Has olvidado que todavía tenemos que entregar a esta muchacha a su futuro esposo?

Juma volvió a fruncir el ceño más desconcertado que antes, al ver los blancos y delgados brazos de Zosara alrededor del cuello de su camarada y su pequeña cabeza apoyada contra su recio hombro con una expresión de felicidad en el rostro. ¿A su futuro esposo? El negro movió la cabeza. Jamás entendería a los cimmerios. Pero siguió a Conan haciendo dar vuelta a su caballo en dirección a las imponentes montañas Talakmas que se elevaban como una pared que separaba la extraña tierra de Meru de las estepas de Hirkania barridas por el viento.

Un mes después llegaban al campamento de Kujula, el Gran Khan de los nómadas kuigar. Su aspecto era completamente diferente del que tenían cuando huyeron de Shamballah. En las aldeas de la ladera sur de las montañas Talakmas habían vendido algunos eslabones de las cadenas que todavía colgaban de las muñecas y tobillos de Zosara, y se compraron ropas adecuadas para soportar el clima de las montañas nevadas y las planicies borrascosas. Vestían gorros de piel, abrigos de cordero, pantalones holgados de lana basta y enormes botas.

Cuando entregaron a Zosara a su novio de barba negra, el Khan los agasajó agradecido y les dio una recompensa. Después de las celebraciones, que duraron varios días, les envió a Turan cargados de regalos de oro.

Cuando ya estaban lejos del campamento del Khan Kujula, Juma le dijo a su amigo:

—Era una muchacha magnífica. Me pregunto por qué no te quedaste con ella. Tú también le gustabas. Conan sonrió y dijo:

—Sí, yo le gustaba. Pero todavía no estoy preparado para sentar la cabeza y casarme. Y Zosara será más feliz con las joyas de Kujula y rodeada de suaves almohadones que conmigo, galopando a través de las estepas, pasando calor y frío y perseguido por los lobos o por hostiles guerreros. Además —dijo riendo—, aunque el Gran Khan no lo sabe, su heredero está en camino.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo ella antes de despedirnos.

Juma esbozó una amplia sonrisa y dijo en su lengua natal:

—¡Nunca jamás volveré a menospreciar a un cimmerio!

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