Conan

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La cosa de la cripta » 2. La puerta en la roca

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A través del blanco velo de nieve que caía en remolinos, el muchacho vio una grieta oscura entre dos enormes bloques de roca y se lanzó de un salto hacia allí. Los lobos le seguían de cerca —le pareció sentir su cálido y hediondo aliento en sus desnudas piernas— cuando saltó hacia la negra hendidura que se abría delante de él, en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él el animal que tenía más cerca. Las mandíbulas babeantes mordieron el aire. Conan estaba a salvo.

Pero ¿por cuánto tiempo?

Conan se agachó y anduvo a tientas en la oscuridad, palpando el duro suelo rocoso en busca de algún objeto para ahuyentar a los animales que aullaban. Podía oír sus pasos quedos en la nieve mientras sus garras arañaban la piedra. Al igual que él, los animales respiraban agitadamente. Olfateaban y gruñían, sedientos de sangre. Pero ninguno atravesó la entrada, el oscuro y tenebroso resquicio. Y eso parecía extraño.

Conan se encontró en una estrecha cueva labrada en la roca, completamente a oscuras a no ser por la tenue luz que entraba por la abertura. El suelo desparejo de la pequeña habitación estaba cubierto de residuos arrastrados hasta allí por el viento o traídos por los pájaros u otros animales; había hojas secas, agujas de abeto, pequeñas ramas de árboles, algunos huesos desparramados, guijarros y pequeños fragmentos de roca. No vio nada que pudiera emplear como arma.

Conan, que ya medía casi un metro noventa, se irguió y comenzó a explorar la pared con las manos extendidas, hasta que encontró otra abertura. Mientras entraba a tientas por esta puerta penetrando en la más absoluta oscuridad, sus sensibles dedos le indicaron que en la piedra había unas marcas talladas en forma de jeroglíficos de alguna lengua desconocida. O al menos desconocida para el ignorante muchacho de las tierras bárbaras del norte, que no sabía leer ni escribir y se burlaba de tales muestras de civilización, considerando que eran algo afeminado.

Tuvo que encorvarse mucho para pasar por la puerta interior, pero una vez dentro pudo erguirse nuevamente. Se detuvo un momento, escuchando. Aunque reinaba un absoluto silencio, algún sexto sentido parecía advertirle que no estaba solo en la habitación interior. No era algo que pudiera ver, oír u oler, sino que se trataba de una sensación de presencia, diferente de cualquier sensación conocida.

Su sensible oído, habituado a los ruidos del bosque, le indicó, por el eco, que este recinto era mucho más amplio que el otro. El lugar tenía un olor a polvo antiguo y a excremento de murciélago. Conan tropezó con algunos objetos esparcidos por el suelo. Aunque no podía verlos, se dio cuenta de que no eran residuos como los que cubrían el suelo de la antecámara. Daban más bien la impresión de haber sido hechos por el hombre.

Al dar una zancada a lo largo de la pared, tropezó con un objeto en la oscuridad, que se cayó y se hizo pedazos con gran estrépito bajo el peso del muchacho. Una astilla de madera rota le arañó la espinilla, añadiendo un nuevo rasguño al cuerpo cubierto de marcas de las ramas de abeto y de las garras de los lobos. Conan lanzó una maldición, se incorporó y tanteó en la oscuridad el objeto que había destrozado. Se trataba de una silla, cuya madera estaba tan podrida que se hizo trizas bajo el peso de su cuerpo.

Continuó explorando con más cautela. Sus inseguras manos hallaron otro objeto, de mayor tamaño, que enseguida reconoció como el bastidor de un carro. Las ruedas se habían caído porque su madera estaba podrida y la caja estaba tirada en el suelo entre fragmentos de ruedas.

Las manos de Conan tocaron ahora un objeto frío y metálico. Su sentido del tacto le indicó que probablemente se tratara de algún herraje oxidado del carro. Esto le sugirió una idea. Se dio media vuelta y regresó a la puerta que comunicaba con ambos recintos y que apenas podía ver en la absoluta oscuridad. Recogió un puñado de yesca y varios trozos de piedra del suelo de la antecámara. Volvió a la habitación interior, hizo un montoncito con la yesca y golpeó las piedras contra el hierro. Después de varios intentos, encontró una piedra que emitía ráfagas de chispas al ser golpeada contra el hierro.

Poco después Conan había conseguido hacer un pequeño y humeante fuego que chisporroteaba alimentado con los fragmentos de la silla rota y de las ruedas del carro. Entonces pudo relajarse y descansar al fin de su terrible carrera a través de los bosques, y calentar sus entumecidos miembros. Las vivas llamas alejarían a los lobos, que aún merodeaban frente a la entrada, reacios a perseguirlo hasta el interior de la cueva, pero no dispuestos a abandonar definitivamente su presa.

El fuego arrojaba una cálida luz amarillenta que danzaba sobre las paredes de piedra rústicamente tallada. Conan miró a su alrededor. La habitación era cuadrada y más grande de lo que había creído al principio. El elevado techo se perdía entre las espesas sombras cubierto de telarañas. Había más sillas apoyadas contra las paredes y un par de cofres abiertos llenos de ropas y armas. La enorme cueva olía a muerte, a cosas antiguas por mucho tiempo insepultas.

Entonces a Conan se le pusieron los pelos de punta, sintió un ligero temblor y un escalofrío sobrenatural. Porque allí, sentado en una especie de trono de piedra en el extremo más alejado de la habitación, había un enorme hombre desnudo, de rostro cadavérico, que tenía una espada desenvainada sobre las rodillas y lo miraba a través de las vacilantes llamas.

En cuanto divisó al gigante desnudo, Conan se dio cuenta de que estaba muerto desde tiempos inmemoriales. Las extremidades del cadáver eran marrones y parecían ramas secas. La carne reseca y encogida de su enorme tórax se había hecho jirones y dejaba ver las costillas desnudas.

El hecho de saber que estaba muerto no alivió el súbito escalofrío de terror del joven. Temerario en la guerra a pesar de su juventud, capaz de enfrentarse a cualquier hombre o bestia salvaje, Conan no sentía miedo ante el dolor, la muerte ni ante ningún enemigo mortal. Pero era un bárbaro de las montañas del norte, de las primitivas tierras de Cimmeria. Al igual que todos los bárbaros, sentía pavor frente a los horrores sobrenaturales de las tumbas y de las tinieblas, ante los demonios y los monstruos rastreros de la Antigua Noche y del Caos, con los que la gente primitiva puebla las tinieblas que están más allá del círculo de sus hogueras. Conan hubiera preferido enfrentarse hasta con los hambrientos lobos antes que quedarse allí con el cadáver que lo miraba con ojos centelleantes desde su trono de piedra, mientras la temblorosa luz parecía dar vida a la reseca calavera y movía las sombras de los profundos agujeros que semejaban ojos oscuros y ardientes.

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