Conan

Conan


El Aposento de los Muertos

Página 17 de 42

—Ya verás lo muerto que estoy —contestó Néstor con tono amenazador desenvainando su espada.

—¿Qué ha sido de tus soldados?

—Murieron en el alud, como morirás tú enseguida.

—Escucha, necio —dijo Conan—, ¿por qué desperdicias tus energías con la espada, habiendo aquí más riquezas, según cuentan las leyendas, de lo que los dos juntos podemos llevarnos? Eres un hombre emprendedor: ¿por qué no nos unimos para robar el tesoro de Larsha?

—¡Debo cumplir con mi deber y vengar a mis hombres! ¡Defiéndete, perro bárbaro!

—¡Por Crom que pelearé si tú quieres! —gruñó Conan, desenvainando la espada—. ¡Pero recuerda esto, hombre! Si vuelves a Shadizar, te crucificarán por haber perdido a tus hombres, aun cuando lleves mi cabeza, lo que dudo que consigas. Si solo fuera verdad una décima parte de lo que dicen, obtendrás más con tu parte del botín de lo que puedas ganar en cien años como mercenario.

Néstor bajó la espada y retrocedió. Luego permaneció en silencio, profundamente pensativo.

—Además —agregó Conan—, nunca conseguirás que estos cobardes zamorios se conviertan en verdaderos guerreros.

El hombre de Gunderland suspiró y luego envainó lentamente su espada.

—Tienes razón, maldito seas —dijo—. Mientras dure esta aventura, lucharemos codo con codo y nos repartiremos el tesoro a partes iguales. ¿Estás de acuerdo?

Y diciendo esto, tendió la mano a Conan.

—¡Trato hecho! —repuso el muchacho envainando la espada a su vez y estrechando la mano del capitán—. Si tenemos que escapar y nos separamos en la huida, podemos encontrarnos en la fuente de Ninus.

El palacio real de Larsha se alzaba en el centro de la ciudad, en medio de una gran plaza. Era el único edificio que no había sufrido los embates del tiempo, y ello se debía a una simple razón: había sido tallado en una enorme montaña rocosa que antes sobresalía de la uniforme meseta sobre la que se asentaba Larsha.

Sin embargo, la construcción de este edificio había sido tan cuidadosa que era necesario examinarlo muy de cerca para descubrir que no se trataba de una compleja estructura arquitectónica. Había incluso unas líneas marcadas en la negra superficie basáltica imitando las uniones que existen habitualmente entre las piedras de los edificios.

Avanzando sin hacer ruido, Conan y Néstor miraron el oscuro interior del edificio.

—Necesitamos luz —dijo Néstor—. No me gustaría encontrarme con otra babosa como aquella en la oscuridad.

—No siento su extraño hedor; no creo que haya otra babosa —respondió Conan—, aunque bien pudiera haber otro guardián cuidando el tesoro.

Se volvió y cortó un retoño de pino que crecía entre el derruido empedrado. Luego cortó sus ramas, las convirtió en astillas con la espada y encendió un pequeño fuego frotando pedernal y acero. Después recortó los extremos de dos leños y les prendió fuego. La madera resinosa ardió intensamente. Conan le entregó una antorcha a Néstor, y ambos se colocaron algunas astillas en el cinto. Luego, con las espadas en alto, se acercaron al palacio.

Dentro del arco de acceso, las vacilantes llamas doradas de las antorchas se reflejaron en los pulidos muros de piedra negra, pero el polvo acumulado en el suelo tenía varios centímetros de espesor. Algunos murciélagos que colgaban de unos salientes de piedra chillaron con furia y se alejaron en la oscuridad.

Los hombres pasaron entre estatuas de aspecto aterrador, colocadas en nichos que flanqueaban su paso. A ambos lados se abrían oscuros pasadizos. Finalmente llegaron hasta la sala del trono. Este estaba tallado en la misma piedra negra, al igual que el resto del edificio, y todavía se mantenía en pie. Otras sillas y divanes hechos de madera, en cambio, estaban convertidos en polvo, y solo quedaban restos de clavos, ornamentos metálicos y piedras semipreciosas desparramados por el suelo.

—Esto debe de haber estado vacío durante miles de años —susurró Néstor.

Atravesaron varios recintos, que quizá hubieran sido las habitaciones privadas del rey, pero era difícil saberlo debido a la ausencia de muebles. De repente se encontraron frente a una puerta. Conan acercó su antorcha.

Se trataba de una puerta maciza, encajada en un arco de piedra y hecha de gruesas maderas unidas entre sí con herrajes de cobre ahora cubiertos por una capa de moho verdoso. Conan hundió su espada en la madera. La hoja entró con facilidad, y cayó un polvillo de madera muy fino, que parecía casi blanco a la luz de las antorchas.

—Está podrida —gruñó Néstor dándole una patada, y su bota penetró en la madera casi con la misma facilidad que la espada de Conan, pero en ese momento cayó al suelo un herraje de cobre con un sordo ruido metálico.

En pocos minutos los hombres habían echado abajo las maderas podridas en medio de una gran nube de polvo. Luego inclinaron las antorchas y las pasaron a través del orificio. La luz, reflejada en la plata, el oro y las alhajas produjo infinitos destellos.

Néstor pasó por la abertura, y volvió a salir a tal velocidad que chocó contra Conan.

—¡Hay hombres allí! —dijo en voz baja.

—Veamos —dijo Conan asomándose por el orificio y mirando en todas direcciones—. Están muertos. ¡Entremos!

Una vez dentro, miraron detenidamente a su alrededor hasta que las antorchas casi les quemaron las manos y tuvieron que encender otras. Esparcidos por la habitación había siete guerreros gigantescos, de más de dos metros de altura, caídos sobre sillones de piedra. Sus cabezas se apoyaban contra los respaldos de los sillones y tenían la boca abierta. Estaban ataviados con ropas antiguas; sus cascos de cobre con plumas, así como las escamas de cobre de sus corazas, estaban cubiertos de cardenillo por el paso del tiempo. Su piel era de color marrón y aspecto ceroso, como la de las momias, y las barbas entrecanas les llegaban hasta la cintura. Junto a ellos había alabardas y picas con hojas de cobre apoyadas sobre las paredes o tiradas en el suelo.

En el centro de la habitación se alzaba un altar de basalto negro, como el resto del palacio. Cerca del altar, en el suelo, había varios cofres que parecían haber almacenado tesoros. La madera estaba podrida, los cofres estaban destrozados y su reluciente contenido se encontraba desparramado por el suelo.

Conan se detuvo cerca de uno de aquellos guerreros inmóviles y le tocó la pierna con la punta de la espada. El cuerpo yacía inmóvil.

—Los antiguos deben de haberlos momificado —murmuró Conan—, como me han dicho que hacen los sacerdotes de Estigia con los muertos.

Néstor miró con desasosiego los siete cuerpos inmóviles. Las débiles llamas de las antorchas no alcanzaban a iluminar las oscuras paredes ni el techo de la habitación.

El bloque de piedra negra que había en el centro de la sala le llegaba a la cintura. En su parte superior lisa y pulida había finas incrustaciones de marfil, que formaban un diagrama de círculos y triángulos entrelazados, creando una estrella de siete puntas, y en los espacios que había entre las líneas se apreciaban signos de una escritura que Conan no reconocía. Sabía leer y escribir en lengua zamoria a su manera, y tenía conocimientos rudimentarios de hirkanio y de corinthio, pero aquellos enigmáticos jeroglíficos le resultaban irreconocibles.

De todos modos, le interesaban más los objetos que se encontraban encima del altar. En cada una de las puntas de la estrella, centelleando bajo la luz rojiza e incierta de las antorchas, había una enorme gema verde del tamaño de un huevo de gallina. En el centro del diagrama había una estatuilla verde de una serpiente con la cabeza levantada, que parecía de jade.

Conan acercó la antorcha a las siete enormes y resplandecientes gemas y gruñó:

—Yo quiero esas piedras preciosas. Tú te puedes quedar con todo lo demás.

—¡De ninguna manera! —dijo Néstor tajante—. Estas piedras preciosas valen más que todos los tesoros que hay en esta habitación. ¡Me las llevaré yo!

Hubo un momento de gran tensión entre los dos hombres, y sus manos aferraron las empuñaduras de sus espadas. Se quedaron un instante en silencio, mirándose fijamente. Finalmente, dijo Néstor:

—Entonces las repartiremos, tal como habíamos convenido.

—No se pueden dividir siete gemas entre dos —dijo Conan—. Echémoslo a suertes con una de estas monedas. El que gane se llevará las siete piedras preciosas, y el otro se llevará el resto. ¿De acuerdo?

Conan cogió una moneda de uno de los montones que indicaban el lugar en el que habían estado los cofres. Aunque había visto muchas monedas en su vida de ladrón, aquella le resultaba completamente desconocida. De un lado había una cara, pero no se sabía si era de hombre, demonio o búho. El otro lado estaba lleno de símbolos semejantes a los que había en el altar.

Conan enseñó la moneda a Néstor. Los dos buscadores de tesoros emitieron un gruñido de aprobación. El cimmerio echó la moneda al aire, la atrapó y la puso de un manotazo sobre la muñeca izquierda. Extendió la mano, con la moneda cubierta encima, y miró a Néstor.

—Cara —dijo el hombre de Gunderland.

Conan levantó la mano de la moneda. Néstor miró y gruñó:

—¡Ishtar la maldiga! Tú ganas. Sostén mi antorcha un momento.

Conan, atento a cualquier movimiento traicionero del otro, cogió la antorcha. Pero Néstor simplemente se desató el manto, lo extendió sobre el suelo polvoriento y comenzó a arrojar sobre él puñados de oro y de piedras preciosas que cogía de los montones que había en el suelo.

—No cargues demasiado; de lo contrario no podrás correr —dijo Conan—. Aún no hemos salido de aquí, y nos espera un largo viaje hasta llegar a Shadizar.

—Yo podré con ello —respondió Néstor.

Ató las esquinas del manto, se echó el bulto a la espalda y tendió la mano para coger la antorcha.

Conan se la dio, se acercó al altar y recogió una de las enormes gemas verdes, que echó en el zurrón de cuero que colgaba de su hombro.

Cuando cogió las siete piedras preciosas del altar, se detuvo frente a la serpiente de jade y dijo mirándola:

—Por esto también me pagarán bien.

La cogió rápidamente y la metió en la bolsa en la que llevaba el botín.

—¿Por qué no te llevas parte del oro y las joyas que quedan? —le preguntó Néstor—. Yo me llevaré todo lo que sea capaz de cargar.

—Has elegido las mejores piezas —contestó Conan—. Por otra parte, no necesito más. ¡Hombre, con estas joyas me puedo comprar un reino! O bien un ducado, y todo el vino que sea capaz de beber y mujeres y…

Los ladrones oyeron un ruido que los hizo volver. Se quedaron estupefactos. Los siete guerreros momificados estaban cobrando vida. Levantaron la cabeza, cerraron la boca y el aire silbó en sus antiguos y resecos pulmones. Sus articulaciones crujieron como bisagras oxidadas cuando los gigantes recogieron sus picas y sus alabardas y se pusieron de pie.

—¡Corre! —gritó Néstor arrojando su antorcha sobre el gigante que estaba más cerca de él y desenvainando la espada.

La antorcha golpeó al gigante en el pecho, cayó al suelo y se apagó. Conan siguió sosteniendo la suya mientras sacaba la espada. La llama vacilante de la antorcha iluminó débilmente los arneses verdosos de cobre a medida que los gigantes se acercaban a los hombres.

Conan esquivó el golpe de una alabarda y desvió de un manotazo una pica dirigida contra él. De pie entre el muchacho y la puerta, Néstor se enfrentaba a un gigante que trataba de bloquearle la salida. El hombre de Gunderland eludió un golpe y le dio un violento revés que alcanzó a su enemigo en un muslo. La hoja del sable se hundió en su cuerpo, pero casi no le hizo efecto; era como cortar madera. El gigante se tambaleó y Néstor golpeó a otro. La punta de una pica relució frente a su abollada coraza.

Los gigantes se movían lentamente, pues de lo contrario los buscadores de tesoros habrían caído al primer golpe. Saltando, esquivando y girando, Conan eludió varios golpes que lo habrían dejado sin sentido sobre el suelo polvoriento. La espada se hundió una y otra vez en la carne seca y leñosa de sus atacantes. Golpes capaces de decapitar a cualquier ser vivo solo hacían tambalear a estos seres de otra era. El cimmerio hundió la espada en el cuerpo de uno de sus contrincantes y le cortó una mano, lo que hizo caer la pica al suelo.

A continuación esquivó otro golpe de pica e hizo un corte en el tobillo del enemigo presionando con todas sus fuerzas.

La hoja de la espada se hundió hasta la mitad y el gigante cayó derrumbado al suelo.

—¡Salgamos de aquí! —bramó el joven, saltando sobre el cuerpo caído.

Conan y Néstor salieron corriendo de la habitación y atravesaron varias salas y habitaciones. Por un instante, el cimmerio temió que estuvieran perdidos, pero en ese momento divisó una luz enfrente. Los dos hombres salieron precipitadamente por la puerta principal del palacio. Podía oír detrás de ellos los pesados pasos y el sonido estrepitoso de los guardianes. Al salir vieron que el cielo clareaba y las estrellas se extinguían con la llegada del alba.

—Vamos hacia la muralla —dijo Néstor jadeando—. Creo que lograremos sacarles ventaja.

Cuando llegaron al extremo opuesto de la plaza, Conan miró hacia atrás.

—¡Mira! —exclamó el cimmerio.

Los gigantes iban saliendo uno a uno del palacio, y uno tras otro, a medida que se exponían a la luz del alba, caían al suelo convertidos en polvo. Al final solo quedó una pila de cascos de cobre con plumas, corazas y armas amontonados sobre las losas de la plaza.

—Bueno, asunto terminado —dijo Néstor—. Pero ¿cómo lograremos volver a Shadizar sin que nos arresten? Será de día cuando lleguemos allí.

Conan esbozó una sonrisa burlona y afirmó:

—Hay una forma de llegar que solo nosotros, los ladrones, conocemos. Cerca del ángulo que está al nordeste de la muralla hay un conjunto de árboles. Si apartas los matorrales que cubren el muro, verás una especie de alcantarilla, que supongo que sirve para desaguar la ciudad cuando las lluvias torrenciales inundan sus calles. Solía estar cerrada por una reja de hierro, pero está desgastada por la herrumbre. No siendo demasiado gordos, podríamos deslizamos por ella. La salida se halla en un solar en el que se arrojan los escombros y desechos de las casas destruidas.

—Bien —repuso Néstor—. Yo…

Un terrible estruendo interrumpió sus palabras. La tierra se estremeció, se sacudió y tembló arrojando a Néstor al suelo y haciendo tambalear al cimmerio.

—¡Cuidado! —gritó Conan.

Cuando Néstor consiguió ponerse en pie, Conan lo cogió por un brazo y lo arrastró hacia el centro de la plaza. En ese momento, la pared de un edificio cercano se vino abajo estrepitosamente, desmoronándose en el preciso lugar en el que habían estado unos segundos antes. El ruido que hizo al caer quedó apagado por el estruendo del terremoto.

—¡Vámonos de aquí! —gritó Néstor.

Guiándose por la luna, que se veía a lo lejos en el horizonte, corrieron en zigzag por las calles. A ambos lados, los muros y las columnas se inclinaban y se desplomaban con estrépito, produciendo un ruido ensordecedor. Las nubes de polvo que levantaban hacían toser a los fugitivos.

Conan se deslizó, se paró y dio un salto atrás para evitar que lo aplastara la fachada del templo que se desmoronaba. Se tambaleó mientras nuevos temblores sacudían la tierra bajo sus pies. Saltó sobre las montañas de escombros, viejos y nuevos. Dio un salto desesperado cuando vio que se le venía encima una enorme columna. Recibió una avalancha de fragmentos de piedras y ladrillos, y uno de ellos le produjo un corte en la mandíbula. Otro le dio de lleno en la espinilla, lo que le hizo maldecir a los dioses de todas las tierras que había conocido.

Por fin, llegó a lo que quedaba de la muralla de la ciudad, que había sido reducida a un montón de escombros.

Cojeando, tosiendo y jadeando, Conan trepó sobre el montículo de piedras y se volvió a mirar. Néstor no estaba a su lado. Probablemente —pensó— el hombre de Gunderland había sido aplastado por una pared. El joven aguzó el oído, pero no oyó ningún grito de auxilio.

Ya no se oía el estruendo del terremoto ni de los edificios desmoronándose. La luz de la luna, muy baja ya, hacía brillar la enorme nube de polvo que cubría la ciudad. Poco después empezó a soplar la brisa del amanecer, que arrastró poco a poco el tupido velo de polvo.

Sentado sobre la pila de escombros que indicaba el antiguo emplazamiento de la muralla, Conan miró hacia Larsha. La ciudad tenía ahora un aspecto totalmente distinto del que ofrecía cuando llegó a ella. No quedaba un solo edificio en pie. Incluso el monolítico palacio de basalto negro en el que él y Néstor habían encontrado el tesoro quedó convertido en un montón de escombros y de piedras rotas. Conan abandonó la idea de volver al palacio en otra ocasión para recoger el resto del tesoro. Sería necesario un ejército de trabajadores para quitar los escombros antes de encontrar algo de valor.

Toda la ciudad de Larsha era un montón de ruinas y de cascotes. Por lo que podía ver, ahora que había más luz, no había señales de vida. Lo único que se oía era el sonido de una piedra que caía de cuando en cuando.

Conan palpó el zurrón, en el que guardaba el tesoro, para asegurarse de que conservaba el botín, y encaminó sus pasos hacia el oeste, en dirección a Shadizar. El sol, cada vez más alto en el horizonte, arrojó un haz de luz sobre las anchas espaldas del cimmerio.

A la noche siguiente, Conan entró con gesto jactancioso en su taberna preferida, la de Abuletes, en el Maul. El antro de techos bajos y paredes manchadas de humo apestaba a sudor y a vino rancio. En las mesas abarrotadas había ladrones y asesinos bebiendo vino y cerveza, jugando a los dados, discutiendo, cantando, peleándose y dando gritos. Se consideraba que había sido una noche aburrida si al menos uno de los clientes no resultaba apuñalado en una reyerta.

Conan vio en el otro extremo de la taberna a su chica actual, Semiramis, una mujer grande, de cabellos negros y varios años mayor que el cimmerio.

—¡Hola, Semiramis! —exclamó Conan abriéndose camino entre los parroquianos—. ¡Quiero enseñarte algo! ¡Eh, Abuletes, trae una jarra de tu mejor vino de Kiria! ¡Estoy de suerte esta noche!

Si no hubiera sido tan joven, Conan hubiera tenido la precaución de no hacer alarde de su botín, y mucho menos de mostrarlo en público. Sin embargo, el cimmerio se acercó a la mesa de Semiramis y abrió el zurrón de cuero en el que llevaba las siete enormes piedras preciosas.

Las gemas cayeron en cascada sobre la mesa, golpearon la madera húmeda de vino y se convirtieron al instante en montoncitos de fino polvo verde que centellearon a la luz de la vela.

Conan dejó caer el zurrón y se quedó boquiabierto, mientras los borrachos de las mesas de al lado estallaban en sonoras carcajadas.

—¡Por Crom y Mannanan! —dijo el cimmerio al fin cuando recobró el aliento—. Me parece que esta vez me pasé de listo.

Luego, recordando la serpiente de jade que tenía en el zurrón, agregó:

—Bueno, esto servirá para pagar una buena juerga.

Llevada por la curiosidad, Semiramis cogió el zurrón que estaba encima de la mesa, pero enseguida lo dejó caer lanzando un grito:

—¡Está… está viva! —exclamó.

—¿Cómo? —dijo Conan, pero una voz que se escuchó desde la puerta lo interrumpió.

—¡Ahí está, soldados! ¡Apresadlo! —ordenó el hombre.

Se trataba de un magistrado gordo que había entrado en la taberna seguido de un pelotón de soldados de la guardia nocturna, armados con alabardas. Los presentes se callaron, mirando en forma inexpresiva hacia el techo como si no conocieran a Conan ni a ninguno de los otros bribones que formaban la clientela habitual de Abuletes.

El magistrado se abrió camino hasta la mesa de Conan. Desenvainando su espada, el cimmerio se colocó de espaldas a la pared. Sus ojos azules brillaban amenazadores y se podían ver sus dientes a la luz de las velas.

—¡Apresadme si podéis, perros! —exclamó—. ¡No he violado ninguna de vuestras estúpidas leyes!

Y agregó en voz baja, dirigiéndose a Semiramis:

—Coge el zurrón y sal de aquí. Si me detienen, lo que hay dentro es tuyo.

—Es que… ¡le tengo mucho miedo! —dijo la mujer lloriqueando.

—¡Ah, vaya! —dijo el magistrado riéndose—. ¿Conque no has hecho nada, eh? ¡Nada más que despojar a nuestros ciudadanos más eminentes! ¡Hay pruebas suficientes para cortarte la cabeza cien veces! ¿Acaso no mataste a los soldados de Néstor y lo convenciste para que se uniera a ti en la búsqueda del tesoro en las ruinas de Larsha? Lo encontramos al caer la noche, borracho y haciendo alarde de su hazaña. ¡El villano logró escapar, pero tú no lo conseguirás!

Mientras los guardias formaban un semicírculo en torno a Conan, con sus alabardas apuntando al pecho del muchacho, el magistrado vio el zurrón que había sobre la mesa.

—¿Qué es esto? ¿El producto de tu último robo? Veamos…

El obeso individuo metió la mano en el interior del zurrón y hurgó unos instantes. De repente sus ojos se abrieron desorbitados y lanzó un grito aterrador. Sacó rápidamente la mano del zurrón, y todos pudieron ver una serpiente viva de jade verde, enroscada alrededor de su muñeca, hundiéndole los colmillos en la carne.

Los presentes lanzaron gritos de horror y de asombro. Uno de los guardias saltó hacia atrás y cayó sobre una mesa, haciendo pedazos las jarras y volcando vino y cerveza por todas partes. Otro avanzó para sostener al magistrado, que se tambaleó y cayó al suelo. Un tercero dejó caer su alabarda y, gritando histéricamente, huyó hacia la puerta.

El pánico se apoderó de los presentes, que se apretujaron cerca de la puerta intentando salir. Dos hombres sacaron sus cuchillos y se pusieron a luchar, mientras que otro ladrón, enzarzado en una pelea con un guardia, caía al suelo muerto. Alguien tiró una de las velas, y luego otra, dejando la habitación tenuemente iluminada por la pequeña lámpara de barro que había sobre el mostrador.

En la semioscuridad, Conan tomó a Semiramis de la mano y la levantó. Apartó a la espantada turba golpeándola con la hoja del sable y se abrió paso entre el gentío hasta la puerta. Una vez fuera, corrieron dando muchas vueltas para despistar a sus perseguidores. Luego se detuvieron para recobrar el aliento.

—Esta ciudad va a ser condenadamente peligrosa para mí después de esto —dijo Conan—. Me marcho. Adiós, Semiramis.

—¿No te gustaría pasar aquí la última noche conmigo? —preguntó la mujer.

—Hoy no. Tengo que encontrar al bribón de Néstor. Si ese necio no hubiera hablado demasiado, los guardianes no me hubieran encontrado tan rápidamente. Él tiene la parte del tesoro que pudo cargar, mientras que yo me he quedado sin nada. Tal vez pueda convencerlo de que me dé la mitad. De lo contrario…

El cimmerio aferró significativamente la empuñadura de su espada.

Semiramis suspiró y dijo:

—Siempre encontrarás refugio en Shadizar, mientras yo viva. Dame el último beso.

Se abrazaron y Conan desapareció como una sombra en la noche.

En el Camino Corinthio que conduce al oeste desde Shadizar, y a tres tiros de flecha de las murallas de la ciudad, se encuentra la fuente de Ninus. Según la leyenda, Ninus era un rico mercader que sufría una enfermedad que lo consumía. Un día un dios lo visitó en sueños y prometió curarlo si construía una fuente en el camino que lleva a Shadizar desde el oeste, a fin de que los viajeros pudieran lavarse y saciar su sed antes de entrar en la ciudad. Ninus construyó la fuente, pero la leyenda no cuenta si se curó o no de su dolencia.

Media hora después de haberse escapado de la taberna de Abuletes, Conan encontró a Néstor sentado en el brocal de la fuente de Ninus.

—¿Qué has hecho con tus siete maravillosas piedras preciosas? —preguntó Néstor.

Conan le contó lo que había ocurrido con su parte del botín.

—Y ahora —agregó—, dado que gracias a tu lengua larga debo abandonar Shadizar, y puesto que no me queda nada del tesoro, sería justo que compartieras conmigo lo que te llevaste.

Néstor lanzó una carcajada estruendosa y triste y replicó:

—¿Mi parte? Ten, muchacho, aquí tienes la mitad de lo que me queda. —Mientras decía esto, extrajo de su cinto dos piezas de oro y arrojó una de ellas a Conan, que la cogió—. Te la debo por haberme salvado de morir debajo de aquella pared que casi me cae encima.

—¿Qué te ocurrió? —quiso saber el cimmerio.

—Cuando los guardias me acorralaron en la taberna, conseguí tirar una mesa y hacer rodar varias más. Luego recogí el oro en mi manto, lo colgué de mi hombro y me dirigí a la puerta. Le di una estocada a uno que trató de detenerme, pero otro consiguió hacer un tajo en mi manto. Inmediatamente todo el oro y las joyas que llevaba se desparramaron por el suelo y todo el mundo, desde los guardias hasta los magistrados, pasando por los clientes, se enzarzaron en una tremenda gresca para conseguir una parte del tesoro. —El capitán extendió el manto enseñándole un corte de unos sesenta centímetros. Luego agregó—: Pensando que el tesoro no me serviría de nada si mi cabeza iba a adornar el barrote de la Puerta Occidental, me escapé a tiempo. Una vez fuera de la ciudad, miré mi manto, pero todo lo que encontré fueron estas dos monedas que quedaron cogidas en un pliegue. Una de ellas es tuya.

Conan permaneció un momento en silencio con el ceño fruncido. Luego su boca se distendió en una amplia sonrisa, y lanzó una estruendosa carcajada. Siguió riéndose con la cabeza echada hacia atrás. Y cuando pudo hablar, dijo:

—¡Vaya par de buscadores de tesoros! ¡Crom, cómo se han divertido los dioses con nosotros! ¡Vaya broma!

Néstor esbozó una sonrisa forzada y dijo:

—Me alegro de que veas el lado divertido del asunto. Pero después de esto, creo que Shadizar no es un lugar seguro para ninguno de los dos.

Ir a la siguiente página

Report Page