Conan

Conan


El dios del cuenco

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Robert E. Howard, 1952

Las siniestras aventuras de Conan en la Torre del Elefante y en las ruinas de Larsha le dejan un sabor amargo y una profunda aversión hacia las prácticas de brujería orientales. Por ello, se dirige hacia el noroeste y atraviesa Corinthia hasta llegar a Nemedia, el reino hibóreo más poderoso después de Aquilonia. En la ciudad de Numalia reanuda sus actividades profesionales como ladrón.

Arus, el guardia nocturno, aferró su ballesta con manos temblorosas y sintió unas gotitas de sudor pegajoso sobre su piel mientras contemplaba el horrible cadáver que yacía sobre el suelo resplandeciente. Es profundamente desagradable encontrarse con la Muerte a medianoche en un lugar solitario.

El guardián se hallaba en un amplio corredor iluminado por enormes velas colocadas en los nichos que había en las paredes. Entre un nicho y otro, los muros aparecían cubiertos de tapices de terciopelo negro, y entre estos colgaban escudos y armas cruzadas con formas fantásticas. También había, aquí y allá, imágenes de extraños dioses; se trataba de figuras talladas en piedra o en maderas raras, o bien fundidas en bronce, hierro o plata, que se reflejaban tenuemente en el reluciente suelo negro.

Arus sintió un escalofrío. Todavía no se había habituado al lugar, aunque llevaba varios meses trabajando allí como guardián. Era un lugar fantástico, un gran museo y galería de antigüedades que la gente llamaba el Templo de Kallian Publico, un edificio lleno de objetos raros traídos de todos los rincones del mundo. Ahora, en la soledad de la medianoche, Arus estaba de pie en el inmenso y silencioso salón y observaba el cadáver tirado de quien había sido el rico y poderoso propietario del Templo.

A pesar de sus pocas luces, el guardián se dio cuenta de que el hombre muerto presentaba un aspecto extrañamente diferente del que tenía cuando lo viera pasar por la Vía Palia en su dorado carruaje, arrogante y dominador, con un rostro en el que destacaban sus ojos oscuros que centelleaban con un magnetismo y una vitalidad sorprendentes. Los enemigos de Kallian Publico apenas lo reconocerían ahora, tendido como un cúmulo de grasa desintegrada, con el rico manto roto y su túnica de color púrpura deshecha. Tenía el rostro ennegrecido, los ojos salidos de las órbitas y la lengua colgando de la boca abierta. Tenía las manos rollizas extendidas en un gesto de rara impotencia, y las piedras preciosas lanzaban destellos desde sus gruesos dedos.

—¿Por qué no se habrán llevado los anillos? —musitó el guardián con un extraño desasosiego.

En ese momento miró sobresaltado y se le pusieron los pelos de punta. A través de los oscuros tapices de terciopelo y seda que ocultaban una de las tantas puertas que daban al salón, apareció un hombre.

Arus vio a un joven alto y fornido, que no llevaba más ropa que un taparrabo y unas sandalias atadas a sus piernas. Su piel estaba bronceada por soles remotos. Arus observó con cierto nerviosismo sus anchas espaldas, su pecho enorme y sus gruesos brazos. Le había bastado una simple mirada para darse cuenta de que el joven no era nemedio. Debajo de un mechón de rebeldes cabellos negros había un par de ojos azules ardientes y amenazadores. De su cinto colgaba una enorme espada dentro de una vaina de cuero.

Arus sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Apretó con fuerza su ballesta pensando en la posibilidad de disparar contra el extraño sin decir una palabra, aunque temía lo que pudiera ocurrir si no le daba muerte al primer intento.

El desconocido miró el cuerpo que yacía en el suelo con un gesto más de curiosidad que de sorpresa.

—Yo no lo he matado —respondió el joven en lengua nemedia con acento extranjero, negando con un gesto de su desgreñada cabeza—. ¿Quién es?

—Kallian Publico —contestó Arus, retrocediendo.

Un destello de interés brilló en los taciturnos ojos azules del muchacho.

—¿El dueño del edificio? —volvió a preguntar el bárbaro.

—Sí.

Arus había retrocedido hasta la pared. Cogió un grueso cordón de terciopelo que había allí colgado y tiró de él con fuerza. En ese momento llegó de la calle el estridente repicar de las campanas que había delante de todos los comercios de la ciudad para llamar a los guardias.

El joven extranjero le preguntó asombrado:

—¿Por qué lo has hecho? Voy a buscar al guardián.

—¡Yo soy el guardián, bellaco! —dijo Arus, armado de valor—. Quédate donde estás. ¡No te muevas o te mato!

Tenía el dedo apoyado en el gatillo de su ballesta, y la terrible cabeza de cuatro aristas de la flecha apuntaba directamente al enorme pecho del joven. El extranjero frunció el ceño y bajó su oscura cabeza. No parecía tener miedo, pero daba la impresión de dudar entre obedecer la orden e intentar un ataque por sorpresa. Arus se pasó la lengua por los labios y se le heló la sangre en las venas, manifiestamente inquieto al ver la lucha interior y las intenciones homicidas que se reflejaban en los turbios ojos del extranjero.

En ese momento se oyó el ruido de una puerta que se abría con violencia y una confusión de voces. El guardián respiró aliviado con una mezcla de gratitud y asombro. El extranjero se puso tenso y miró preocupado con la expresión de una presa acorralada cuando vio que entraban seis hombres. Todos menos uno vestían la túnica escarlata de la policía de Numalia. Iban armados con cortas espadas punzantes y llevaban alabardas, unas armas de mango largo, mezcla de pica y hacha.

—¿Qué diablos es esto? —exclamó el hombre que parecía destacar del grupo, cuyos fríos ojos grises y rostro delgado de rasgos afilados, así como su atuendo civil, lo diferenciaban de sus fornidos acompañantes.

—¡Por Mitra, es Demetrio! —exclamó Arus—. La suerte está conmigo esta noche. ¡No tenía esperanzas de que los guardias respondieran tan rápidamente a la llamada, y menos aún de que tú estuvieras entre ellos!

—Estaba haciendo la ronda con Dionus —repuso Demetrio—. Pasábamos delante del Templo cuando sonó la campana. Pero ¿quién es este? ¡Ishtar! ¡Es el mismísimo propietario del Templo!

—Sí, es él —respondió Arus—, y ha sido asesinado salvajemente. Es mi obligación recorrer el edificio constantemente durante toda la noche porque, como sabes, aquí hay objetos valiosísimos. Kallian Publico contaba con ricos mecenas: sabios, príncipes y ricos coleccionistas de objetos raros. Pues bien, hace tan solo unos minutos intenté abrir la puerta que da al pórtico y la encontré cerrada, aunque sin llave. La puerta tiene un cerrojo que se acciona desde ambos lados, y un enorme candado, que solo puede abrirse desde fuera. Kallian Publico era el único que tenía la llave del candado; es esa que tiene colgada del cinto.

»Me di cuenta de que ocurría algo extraño, porque Kallian solía cerrar la puerta con candado cuando se iba del Templo, y yo no lo había visto desde que se marchó al atardecer a su casa de las afueras. Yo tengo una llave que abre el cerrojo; cuando entré, hallé el cuerpo tendido, como está ahora. No lo he tocado.

—Entonces —preguntó Demetrio examinando al sombrío extranjero—, ¿quién es este?

—¡El asesino, seguramente! —exclamó Arus—. Entró por aquella puerta. Es un bárbaro del norte o algo parecido; tal vez sea un hiperbóreo o quizá un bosonio.

—¿Quién eres? —preguntó Demetrio.

—Soy Conan, el cimmerio —respondió el bárbaro.

—¿Has matado a este hombre?

El cimmerio lo negó con la cabeza.

—¡Responde! —ordenó con brusquedad el que interrogaba. Un destello de cólera brilló en los taciturnos ojos azules cuando dijo:

—¡No soy un perro para que me hables de esa manera!

—¡Vaya un tipo insolente! —dijo con desprecio el compañero de Demetrio, un hombre corpulento que llevaba una insignia de prefecto de policía—. ¡Un perro libre e independiente! Ya le quitaré los humos. ¡Eh, tú! ¡Habla de una vez! ¿Por qué has matado…?

—Un momento, Dionus —ordenó Demetrio—. Escucha, forastero, yo soy el jefe del Consejo Inquisitorial de la ciudad de Numalia. Será mejor que me digas por qué estás aquí y, si no eres el asesino, será mejor que lo demuestres.

El cimmerio vaciló. No tenía miedo, sino que se sentía perplejo, que es lo que les ocurre a los bárbaros cuando se enfrentan a las complejidades de las sociedades civilizadas, cuyo funcionamiento les resulta tan desconcertante y misterioso.

—Mientras lo piensa —espetó Demetrio, volviéndose hacia Arus—, dime: ¿has visto a Kallian Publico cuando se marchaba del Templo al atardecer?

—No, mi señor, pero él generalmente ya se ha marchado cuando yo comienzo mi guardia. La puerta grande estaba cerrada con llave.

—¿Pudo haber vuelto al edificio sin que tú lo vieras?

—Es posible, pero poco probable. De haber regresado de su casa, hubiera venido en su carruaje, porque está lejos; ¿quién ha oído que Kallian Publico viaje de otra forma? Aunque yo hubiera estado en el otro extremo del Templo, habría oído las ruedas del carruaje sobre el empedrado. Y estoy seguro de no haber oído nada.

—¿Y la puerta estaba cerrada a primeras horas de la noche?

—Podría jurarlo. Yo siempre compruebo todas las puertas durante mi guardia nocturna. La puerta estuvo cerrada por fuera hasta hace media hora más o menos; esa fue la última vez que lo comprobé, y la hallé cerrada.

—¿No oíste gritos ni ruidos de pelea?

—No, señor. Pero no es raro, porque las paredes del Templo son tan gruesas que no se oye nada a través de ellas.

—¿A qué vienen tantas preguntas y especulaciones? —terció el fornido prefecto—. Este es el culpable, sin duda alguna. Llevémosle a los Tribunales; allí lo haré confesar, aunque tenga que romperle los huesos.

Demetrio miró al bárbaro y le preguntó:

—¿Has entendido lo que ha dicho? ¿Tienes algo que añadir?

—Que el hombre que me toque estará muy pronto saludando a sus ancestros en el infierno —contestó el cimmerio con los dientes apretados y los ojos centelleantes llenos de ira.

—¿Para qué has venido aquí, si no fue para matar a este hombre? —prosiguió Demetrio.

—He venido a robar —respondió el joven con gesto hosco.

—¿A robar qué?

—Vine a robar comida —dijo Conan, después de vacilar un momento.

—¡Mentira! —exclamó Demetrio—. Sabes muy bien que aquí no hay comida. Dime la verdad o…

El cimmerio apoyó la mano en la empuñadura de su espada, en un gesto tan amenazador como el de un tigre cuando enseña los colmillos.

—¡Ahorra tus provocaciones y fanfarronadas para los cobardes que te tengan miedo! —gruñó Conan—. No soy un nativo de Nemedia y no voy a inclinarme ante tus esbirros. He matado a hombres más buenos que tú por menos que esto.

Dionus, que había abierto la boca congestionado por la ira, la volvió a cerrar, los guardias movieron sus alabardas con gesto inseguro y miraron a Demetrio esperando órdenes. Se habían quedado mudos al oír el desafío lanzado contra el todopoderoso policía, y esperaban que este diera la orden de detener al bárbaro. Pero Demetrio no dio ninguna orden. Arus miraba a uno y a otro, preguntándose qué estaría pasando por la aguda mente de Demetrio, detrás de su rostro de halcón. Tal vez el magistrado temiera suscitar un arrebato de cólera al bárbaro, o quizá dudara realmente de su culpabilidad.

—No te he acusado de matar a Kallian —dijo bruscamente—. Pero debes admitir que las circunstancias no te favorecen. ¿Cómo entraste en el Templo?

—Me escondí en el oscuro almacén que hay detrás de este edificio —contestó Conan de mala gana—. Cuando este perro —agregó señalando con el dedo a Arus— pasó doblando la esquina, corrí hacia el muro y trepé por él…

—¡Mentira! —interrumpió Arus—. ¡Ningún hombre puede subir por esa pared tan recta!

—¿Nunca has visto a un cimmerio escalar una montaña escarpada cortada a pico? —preguntó Demetrio—. Soy yo quien dirige el interrogatorio. Continúa, Conan.

—La esquina del edificio está decorada con esculturas —continuó el cimmerio—, por lo que me resultó fácil trepar. Llegué al techo antes de que este perro hubiera dado la vuelta al edificio. Encontré una portezuela cerrada con un pasador de hierro por dentro. Rompí el cerrojo en dos y…

Arus, recordando el grosor del cerrojo, se quedó boquiabierto y se apartó del cimmerio, que le miró ensimismado y siguió hablando:

—Pasé por la portezuela y entré en la habitación de arriba. Allí no me detuve, sino que fui directamente hacia la escalera…

—¿Cómo sabías dónde estaba la escalera? Solo a los criados de Kallian y a algunos de sus ricos mecenas les está permitido entrar en esas habitaciones de la parte superior del edificio.

Conan permaneció en un obstinado silencio.

—¿Qué hiciste cuando llegaste a la escalera? —siguió preguntando Demetrio.

—Bajé directamente y llegué a una habitación que se encuentra detrás de aquella puerta cubierta por la cortina —murmuró el cimmerio—. Cuando bajaba por la escalera, oí que se abría otra puerta. Al levantar la cortina, vi a este perro de pie al lado del hombre muerto.

—¿Por qué saliste de tu escondite?

—Porque al principio creí que era otro ladrón que venía a robar lo mismo que…

El cimmerio se interrumpió súbitamente.

_¡Lo mismo que tú habías venido a robar! —concluyó Demetrio—. No te quedaste en las habitaciones de arriba, donde están guardados los mayores tesoros. ¡Has venido aquí enviado por alguien que conoce muy bien el Templo, para robar alguna cosa muy especial!

—¡Y para matar a Kallian Publico! —exclamó Dionus—. ¡Por Mitra, está muy claro! ¡Detenedlo, guardias; confesará antes del alba!

Lanzando una maldición en lengua extranjera, Conan dio un salto hacia atrás y desenvainó su espada con una furia tal que el afilado sable cortó el aire con un silbido.

—¡Atrás, si apreciáis en algo vuestras malditas vidas! —gruñó—. ¡No creáis que por el hecho de dedicaros a torturar tenderos y a desnudar y azotar rameras para hacerlos hablar, vais a poner vuestras asquerosas garras encima de un hombre de la montaña! ¡Si tocas tu arco, guardián, te reviento las tripas de una patada!

—¡Espera! —dijo Demetrio—. Detén a tus hombres, Dionus. Aún no estoy convencido de que sea el asesino.

Demetrio se inclinó hacia Dionus y susurró algo que Arus no pudo oír, pero tuvo la impresión de que era un plan para engañar a Conan y arrebatarle la espada.

—Está bien —gruñó Dionus—. Retroceded, vosotros, pero no le quitéis los ojos de encima.

—Dame tu espada —dijo Demetrio a Conan.

—¡Ven a quitármela, si puedes! —replicó Conan. El investigador se encogió de hombros y dijo:

—De acuerdo. Pero no intentes escapar. Hay hombres con ballestas fuera, vigilando el edificio.

El bárbaro bajó la espada, si bien mantuvo su tensa actitud alerta. Demetrio se volvió nuevamente hacia el cadáver.

—Lo han estrangulado —murmuró—. ¿Por qué lo habrán estrangulado cuando una estocada es tanto más rápida y segura? Estos cimmerios nacen con la espada en la mano; nunca oí que matasen a alguien de otra forma.

—Quizá lo hizo para no despertar sospechas —repuso Dionus.

—Es posible —dijo Demetrio, palpando el cadáver con mano experta—. Lleva muerto por lo menos media hora. Si Conan dice la verdad acerca del momento en que entró en el Templo, difícilmente podría haberlo asesinado antes que entrara Arus. Aunque es cierto que puede estar mintiendo; quizá haya entrado en el edificio más temprano.

—Escalé el muro después de que Arus hiciera la última ronda —dijo Conan refunfuñando.

—Eso es lo que tú dices —repuso Demetrio examinando la garganta del hombre muerto, que había sido reducida a un amasijo de carne morada.

La cabeza del cadáver caía inerte hacia atrás, como si tuviera rotas las vértebras. Demetrio movió la cabeza dubitativamente y preguntó:

—¿Por qué habrá usado el asesino una cuerda tan gruesa? ¿Y qué forma terrible de estrangulamiento pudo haber destrozado de esta manera el cuello de la víctima?

Se levantó y se dirigió hacia el corredor pasando por la puerta más cercana.

—Aquí hay un busto caído de su pedestal —manifestó—, y el suelo está lleno de arañazos, y las cortinas de la puerta han sido arrancadas… Kallian Publico debió de ser atacado en aquella habitación. Tal vez logró deshacerse de su agresor, o quizá arrastró al individuo a medida que huía. De todos modos, llegó tambaleándose al corredor, donde el asesino seguramente lo siguió y acabó con él.

—Entonces, si este pagano no es el asesino, ¿quién es? —inquirió el prefecto.

—Aún no he eximido de culpas al cimmerio —dijo Demetrio—. Pero vamos a investigar en esa habitación…

El funcionario se detuvo, se dio media vuelta y se paró a escuchar. Se oía el traqueteo de un carruaje que se acercaba por la calle y se detuvo bruscamente.

—¡Dionus! —vociferó el investigador—. Envía dos hombres en busca de ese vehículo, y que traigan aquí al cochero.

—Por el ruido —dijo Arus, que conocía muy bien todos los sonidos de la calle—, yo diría que se detuvo delante de la casa de Promero, justo enfrente de la tienda del mercader de sedas.

—¿Quién es Promero? —inquirió Demetrio.

—Es el empleado principal de Kallian Publico.

—Traedlo aquí junto con el cochero —ordenó Demetrio.

Los dos guardias salieron del cuarto. Demetrio siguió examinando el cadáver, en tanto que Dionus, Arus y los restantes policías vigilaban a Conan, que seguía inmóvil con la espada en la mano como una amenazadora estatua de bronce. Poco después se oyó el eco de unos pasos, y los dos guardias entraron con un hombre corpulento, de piel oscura, que llevaba un casco de cuero y la larga túnica que usan los cocheros; traía un látigo en la mano. Los acompañaba un individuo pequeño, de aspecto tímido, con la actitud característica de los que, habiendo nacido en el seno de la clase artesanal, se convierten en ayudantes insustituibles de los ricos mercaderes y comerciantes. El hombrecillo retrocedió lanzando un grito al ver al hombre tendido en el suelo.

—¡Ah, ya sabía que esto nos iba a traer la desgracia! —gimió.

—Eres Promero, el empleado principal, ¿no es así? ¿Y tú quién eres? —preguntó Demetrio.

—Soy Enaro, el cochero de Kallian Publico.

—No parece conmoverte demasiado el hecho de ver su cadáver —observó Demetrio.

Los ojos oscuros de Enaro centellearon.

—¿Por qué habría de estar conmovido? —dijo el hombre—. Alguien ha llevado a cabo lo que yo deseaba ardientemente pero no me atrevía a hacer.

—¡Vaya! —musitó el investigador—. ¿Eres un hombre libre?

Los ojos del cochero reflejaban una profunda amargura cuando se abrió la túnica para enseñar la marca característica de los esclavos que tenía en el hombro.

—¿Sabías que tu amo venía aquí esta noche?

—No. Yo traje el carruaje al Templo al atardecer, como todos los días. Él subió y yo le llevé a su casa de las afueras. Sin embargo, cuando llegamos a la Vía Palia me ordenó dar la vuelta y regresar. Parecía muy agitado.

—¿Y lo trajiste de vuelta al Templo?

—No. Me ordenó detenerme en la casa de Promero. Allí me despidió, dándome instrucciones de que volviera a buscarlo poco después de medianoche.

—¿A qué hora fue eso?

—Poco después del atardecer. Las calles estaban casi desiertas.

—¿Qué hiciste entonces?

—Volví a la casa de los esclavos, donde me quedé hasta que se hizo la hora de regresar a la casa de Promero. Fui directamente hacia allí, y tus hombres me detuvieron cuando hablaba con Promero en la puerta de su casa.

—¿Tienes alguna idea del motivo que llevó a Kallian a la casa de Promero?

—Él nunca hablaba de sus asuntos con los esclavos.

Demetrio se volvió entonces hacia Promero y le preguntó:

—¿Qué sabes tú acerca de esto?

—Nada —respondió el empleado con los dientes castañeteando.

—¿Estuvo Kallian Publico en tu casa, tal como afirma el cochero?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo estuvo contigo?

—Solo un momento. Se marchó enseguida.

—¿De tu casa se fue al Templo?

—¡No lo sé! —gritó el empleado con voz chillona.

—¿Para qué fue Publico a verte?

—Para…, para hablar de negocios.

—Mientes —dijo Demetrio tajante—. ¿Para qué fue a tu casa?

—¡No sé! ¡No sé nada! —chillaba Promero histérico—. Yo no tengo nada que ver con esto.

—Hazle hablar, Dionus —ordenó Demetrio en tono cortante.

Dionus gruñó y le hizo una seña con la cabeza a uno de sus hombres, que se dirigió hacia los dos prisioneros con una sonrisa cruel.

—¿Sabes quién soy? —preguntó mirando fijamente a su encogida víctima.

—Eres Posthumo —respondió el empleado con aire taciturno—. Le arrancaste un ojo a una muchacha en los Tribunales porque no estaba dispuesta a acusar a su amante.

—¡Siempre consigo lo que me propongo! —exclamó el guardia vociferando.

Las venas de su grueso cuello se hincharon y su cara enrojeció cuando cogió al desdichado por el pescuezo, retorciéndole la túnica hasta casi estrangularlo.

—¡Habla de una vez, rata! —gritó—. ¡Contesta al investigador!

—¡Oh, Mitra, piedad! —chilló el infeliz—. Juro…

Posthumo lo abofeteó violentamente, primero en una mejilla y después en la otra, luego lo tiró al suelo y lo pateó con feroz ensañamiento.

—¡Piedad! —gimió suplicante la víctima—. Hablaré…, diré todo lo que…

—¡Entonces, ponte de pie, canalla! —rugió Posthumo—. ¡No te quedes ahí lloriqueando!

Dionus lanzó una rápida mirada a Conan para ver si estaba debidamente impresionado.

—¿Ves lo que les ocurre a los que irritan a la Policía? —le dijo.

Conan escupió con desprecio y gruñó:

—Es un débil y un necio. Si alguno de vosotros me llega a tocar, le desparramo las tripas por el suelo.

—¿Estás dispuesto a hablar? —preguntó Demetrio con aire hastiado.

—Todo lo que sé —dijo el empleado sollozando mientras se ponía de pie, gimiendo como un perro apaleado— es que Kallian llegó a casa poco después que yo, puesto que salimos del Templo juntos, y le dijo al cochero que se marchara. Me amenazó con despedirme si yo le contaba algo a alguien. Yo soy un hombre pobre, mis señores, sin amigos ni favores. Si no trabajara para él, me moriría de hambre.

—Eso no me incumbe —dijo Demetrio—. ¿Cuánto tiempo estuvo en tu casa?

—Se quedó hasta alrededor de las once y media. Luego se marchó diciendo que se iba al Templo y que volvería cuando terminara lo que tenía que hacer.

—¿Qué pensaba hacer aquí?

Promero vaciló, pero una mirada escalofriante al sonriente Posthumo, que alzaba su enorme puño, lo hizo proseguir inmediatamente.

—Quería ver algo en el Templo.

—Pero ¿por qué vino solo, y en forma tan secreta y misteriosa?

—Porque ese objeto no era suyo; llegó al amanecer, en una caravana procedente del sur. Los hombres de la expedición no sabían nada acerca de ello, salvo que lo habían cargado en su caravana unos hombres que venían en otra procedente de Estigia, y que estaba destinado a Caranthes de Hanumar, sacerdote de Ibis. El jefe de la primera caravana había recibido dinero de los otros para que entregasen el objeto en mano a Caranthes, pero el bribón quería seguir camino a Aquilonia directamente por la carretera que no pasa por Hanumar. Entonces preguntó si podría dejarlo en el Templo hasta que Caranthes mandara a alguien a recogerlo.

»Kallian accedió a ello y le dijo que él mismo enviaría un criado para avisar a Caranthes. Pero cuando los hombres de la caravana se hubieron marchado y yo le hablé de enviar al mensajero, Kallian me prohibió que lo mandara. Se quedó pensando qué sería aquel objeto que los hombres habían dejado.

—¿Y qué era?

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