Conan

Conan


Villanos en la casa

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Robert E. Howard, 1934

Un tanto desilusionado acerca de la posibilidad de evitar los obstáculos sobrenaturales que le impiden ejercer tranquilamente su profesión y comprendiendo que Nemedia no es un lugar adecuado para él, Conan encamina nuevamente sus pasos hacia el sur, en dirección a Corinthia, donde sigue dedicándose a la apropiación ilegal de bienes ajenos en una de las pequeñas ciudades-estado que forman parte de ese reino. Cuenta ahora con diecinueve años, se ha vuelto más duro, tiene más experiencia y es más cauteloso que cuando apareció por primera vez en los reinos del sur.

«Uno huyó, otro murió y un tercero duerme en un lecho dorado».

(Antiguo poema anónimo)

Durante una fiesta en la Corte, Nabonidus, el Sacerdote Rojo, que era el verdadero gobernante de la ciudad, tocó cortésmente en el brazo a Murilo, el joven aristócrata. Este se volvió y se encontró con la enigmática mirada del sacerdote, preguntándose cuál sería el significado oculto de ese gesto. Nadie dijo una palabra, pero Nabonidus inclinó la cabeza y le entregó a Murilo un pequeño cofre de oro. El joven noble, sabiendo que Nabonidus no hacía nada sin una razón especial, se excusó a la primera ocasión y regresó apresuradamente a su habitación. Una vez en ella abrió el estuche y vio que contenía la oreja de un hombre, que reconoció por una cicatriz característica. Se sintió bañado en sudor y no tuvo ninguna duda acerca del significado de la mirada del Sacerdote Rojo.

Pero Murilo, a pesar de sus perfumados rizos negros y de su fatua indumentaria, no era un pusilánime dispuesto a rendirse ante las amenazas ni a agachar la cabeza delante del cuchillo sin antes luchar con todas sus fuerzas. No sabía si Nabonidus estaba jugando con él o si le estaba dando la oportunidad del exilio voluntario, pero el hecho de que él todavía estuviera vivo y en libertad demostraba que se le concedían al menos unas horas, probablemente para que meditase. Sin embargo, él no necesitaba reflexionar para tomar una decisión; lo que precisaba era una herramienta. Y el Destino se la suministró en las tabernas y burdeles de los barrios más sórdidos y miserables de la ciudad, a pesar de que el joven noble se encontrara meditando y temblando de miedo en aquella parte de la ciudad en la que se alzaban los palacios de mármol y marfil con torres de color púrpura de los aristócratas.

Había un sacerdote de Anu cuyo templo, que se encontraba en el límite con los barrios bajos, era el escenario de algo más que de sentimientos de devoción. Este sacerdote obeso y bien alimentado era a un tiempo encubridor y comprador de objetos robados y confidente de la Policía. Prosperaba comerciando con ambas partes, puesto que vivía en el barrio lindante con el distrito llamado el Laberinto, una maraña de callejuelas tortuosas llenas de lodo con sórdidos tugurios frecuentados por los ladrones más osados del reino. Los más audaces eran un hombre de Gunderland que había desertado de las tropas mercenarias y un bárbaro de Cimmeria. Gracias a la intervención del sacerdote de Anu, el hombre de Gunderland fue apresado y ahorcado en la plaza pública. Pero el cimmerio consiguió huir y, enterado de la traición del sacerdote, entró una noche en el templo de Anu y le cortó la cabeza al clérigo. Se produjo un gran alboroto en la ciudad, pero la búsqueda del asesino resultó infructuosa. Hasta que cierto día una mujer lo traicionó y lo entregó a las autoridades conduciendo al capitán de la guardia con sus soldados a la habitación en la que se ocultaba el cimmerio, a quien encontraron borracho.

El bárbaro se despertó estupefacto y reaccionó en forma instantánea y violenta; destripó de un tajo al capitán, se abrió paso entre sus contrincantes y habría logrado huir de no ser por que sus sentidos aún estaban velados por el alcohol. Desconcertado y medio ciego por el alcohol, el cimmerio erró a la puerta en su precipitado intento de huida y se golpeó la cabeza contra la pared de piedra con tal violencia que quedó sin sentido. Cuando volvió en sí, se encontraba en la mazmorra más segura de la ciudad, encadenado a la pared con unos grilletes tan poderosos que ni siquiera con su fuerza salvaje podía romper.

Murilo llegó a su celda enmascarado y envuelto en un manto negro. El cimmerio lo observó atentamente, pensando que se trataba del verdugo enviado para ejecutarlo. Murilo lo sacó de su error y lo miró con el mismo interés. Aun en la semioscuridad del calabozo y encadenado a la pared, resultaba evidente la fuerza primitiva del bárbaro. Su enorme cuerpo y sus piernas y brazos musculosos combinaban la fuerza del oso con la agilidad de la pantera. Debajo de su desordenada cabellera negra, sus ojos azules centelleaban con inusitada ferocidad.

—¿Te gustaría seguir viviendo? —preguntó Murilo.

El bárbaro gruñó, con el rostro iluminado por el interés.

—Si logro hacerte escapar, ¿me harías un favor? —inquirió el joven aristócrata.

El cimmerio no contestó, pero la intensidad de su mirada hablaba por él.

—Quiero que mates a un hombre.

—¿A quién?

—A Nabonidus, el sacerdote del rey —dijo Murilo en un susurro.

El cimmerio no dio muestras de sorpresa ni de turbación. Carecía del temor y de la reverencia hacia la autoridad que la civilización inculca a los hombres. Para él era igual un rey que un mendigo. Tampoco preguntó por qué Murilo había recurrido a él cuando la ciudad estaba llena de asesinos, especialmente en los bajos fondos.

—¿Cuándo podré escapar? —preguntó el cimmerio.

—Dentro de una hora. Por la noche no hay más que un guardia en esta parte del calabozo. Es posible sobornarlo, es decir,

ya ha sido sobornado. Verás, aquí están las llaves para liberarte de tus cadenas. Yo te las quitaré y una hora después de que yo me haya marchado, Athicus, el centinela, abrirá la puerta de tu celda. Debes atarlo con tiras hechas de tu propia túnica, de modo que cuando lo encuentren, las autoridades piensen que fuiste rescatado desde el exterior y no sospechen de él. Dirígete enseguida a la casa del Sacerdote Rojo y mátalo. Luego ve a la Madriguera del Ratón, donde te esperará un hombre que te entregará una bolsa de oro y un caballo. Con eso podrás escapar de la ciudad y del reino.

—Entonces quítame estos malditos grilletes —pidió el cimmerio— y dile al guardia que me traiga comida. Por Crom que he estado comiendo pan con moho y agua durante un día entero y estoy a punto de morirme de hambre.

—Así se hará, pero recuerda que no debes escapar hasta que yo haya tenido tiempo de llegar a mi casa.

Libre de sus cadenas, el bárbaro se puso en pie y estiró sus poderosos brazos, que se veían enormes en la penumbra de la celda. Murilo pensó una vez más que si había alguien en el mundo capaz de llevar a cabo la tarea impuesta, este era sin duda el cimmerio. Después de darle algunas instrucciones más, el noble abandonó la prisión, no sin antes ordenarle a Athicus que le llevara un buen plato de carne y cerveza al prisionero. Sabía que podía confiar en el guardia, no solo por el dinero que acababa de darle, sino también por ciertos datos que poseía acerca de aquel hombre.

Cuando volvió a su habitación, Murilo había dominado sus temores. No cabía la menor duda de que Nabonidus lo atacaría por intermedio del rey. Y puesto que la guardia real no estaba llamando a su puerta, era seguro que el sacerdote todavía no le había dicho nada al rey. Sin duda le hablaría mañana… si es que vivía para ver el nuevo día.

Murilo confiaba en que el cimmerio cumpliera con su palabra, aunque quedaba por ver si conseguía llevar a cabo su propósito. Otros hombres habían intentado asesinar al Sacerdote Rojo anteriormente, y todos ellos habían muerto de manera terrible y anónima. Pero se trataba de hombres de la ciudad que carecían del instinto animal que poseen los bárbaros. En el momento en que Murilo, dando vueltas en sus manos al pequeño cofre de oro que contenía la oreja cortada, se enteró por conductos secretos de que el cimmerio había sido capturado, supo que esa era la solución a su problema.

El joven aristócrata tomó una copa en su habitación y brindó por aquel bárbaro llamado Conan y por el éxito de esa noche. En el momento en que acercó la copa a sus labios, uno de sus espías le trajo la noticia de que Athicus había sido arrestado y encerrado en un calabozo. El cimmerio no había podido escapar.

Murilo sintió que la sangre se le helaba en las venas. Veía la mano de Nabonidus en este giro imprevisto del destino y comenzó a sentirse terriblemente obsesionado por la idea de que el Sacerdote Rojo era sobrehumano, un hechicero que leía en la mente de sus víctimas y las manejaba con hilos como si fueran títeres. El joven se sintió desesperado. Se ciñó una espada bajo el manto negro y salió de su casa por un pasadizo secreto, caminando deprisa por las calles desiertas. Era medianoche cuando llegó a la mansión de Nabonidus, que se perfilaba en la oscuridad en los jardines rodeados de vallas que la separaban de las casas adyacentes.

El muro era alto, aunque no imposible de escalar. Nabonidus no confiaba solo en simples barreras de piedra. Lo temible era lo que se hallaba dentro de esos muros. Murilo no sabía exactamente qué era. Sabía que había al menos un perro enorme y salvaje que rondaba por los jardines y en una ocasión había destrozado a algún intruso, como si se tratara de un sabueso con un conejo. No podía imaginar qué más podía haber allí. Quienes habían entrado en aquella casa por breves y legítimos asuntos de negocios, contaban que la casa de Nabonidus estaba llena de criados. En realidad, mencionaban haber visto solo a uno; se trataba de un hombre alto y silencioso llamado Joka. Habían oído a alguien más, posiblemente un esclavo, dando vueltas por otras dependencias de la casa, pero nadie lo había visto jamás. El mayor enigma de aquella casa misteriosa era Nabonidus mismo, cuyo poder de intriga y dominio de la política internacional lo habían convertido en el hombre más poderoso del reino. El pueblo, el canciller y hasta el rey se movían como marionetas entre sus manos.

Murilo escaló el muro y se dejó caer en el jardín, que era una gran extensión de sombras, oscurecidas aún más por los arbustos y el ondulante follaje. No había luces en las ventanas de la casa, que asomaba con aspecto siniestro entre los árboles. El noble se ocultó sigilosa y rápidamente entre los arbustos. Esperaba oír el ladrido del enorme sabueso de un momento a otro, y ver aparecer su gigantesco cuerpo desde las sombras. Pensó que la espada le serviría de poco frente a un ataque semejante, pero no vaciló. Daba igual morir entre los colmillos de ese animal que bajo el hacha del verdugo.

Tropezó con algo voluminoso y blando. Se inclinó y bajo la tenue luz de las estrellas pudo ver un cuerpo fláccido tendido en el suelo. Era el perro que vigilaba los jardines, y estaba muerto. Tenía el cuello destrozado y presentaba lo que parecían ser las marcas de unos enormes colmillos. Murilo tuvo la sensación de que ningún ser humano podía haber hecho esto. El animal se había encontrado con un monstruo más salvaje que él. Murilo miró inquieto hacia la extraña vegetación que había a su alrededor y, encogiéndose de hombros, avanzó hacia la silenciosa mansión.

La primera puerta que comprobó estaba abierta. Entró sigilosamente, con la espada en la mano, y se encontró con un largo corredor sombrío apenas iluminado por una luz que brillaba a través de unas cortinas que había en el extremo opuesto. Un silencio absoluto se cernía sobre aquella casa. Murilo cruzó el salón y se detuvo a observar a través de las cortinas. Vio un cuarto iluminado cuyas ventanas estaban totalmente cubiertas por cortinas de terciopelo con la finalidad de que no pasara ni un solo rayo de sol. En la habitación no había ningún ser humano, aunque se hallaba en ella un siniestro ocupante. En medio de restos de muebles y de cortinas rotas se podía ver el cadáver de un hombre. Yacía boca abajo, pero la cabeza había sido retorcida de tal modo que su barbilla se apoyaba en el hombro. El rostro contorsionado en una sonrisa macabra parecía mirar de soslayo al horrorizado aristócrata.

Por primera vez en la noche, Murilo pareció flaquear.

Lanzó una mirada incierta hacia el lugar por el que había venido. La imagen del cepo del verdugo y del hacha le empujaron a seguir y cruzó la habitación esquivando esa cosa horrorosa que yacía en el centro de la estancia. Aunque nunca había visto a aquel hombre antes comprendió, por las descripciones que le habían hecho, que se trataba de Joka, el criado de Nabonidus.

Se acercó a otra puerta y miró a través de las cortinas hacia el interior de una amplia habitación circular, rodeada por una galería equidistante del brillante suelo y del elevado cielo raso. Este cuarto tenía muebles tan extraordinarios que parecía la habitación de un rey. En el centro se podía ver una recargada mesa de caoba con vasijas de vino y ricos manjares. Murilo se quedó paralizado por la sorpresa. En un enorme sillón, cuyo amplio respaldo estaba vuelto, vio una figura cuyo atuendo le resultaba conocido. Vio un brazo con una manga roja que se apoyaba en el brazo del sillón; la cabeza, cubierta con la conocida capucha escarlata, estaba inclinada hacia adelante como si estuviera meditando. Murilo había visto cientos de veces a Nabonidus sentado de ese modo en la corte del rey.

Maldiciendo la intensidad de los latidos de su corazón, el noble avanzó por la habitación con la espada empuñada y todo su cuerpo dispuesto para el ataque. Su presa no se movía ni parecía oír su sigiloso acercamiento. ¿Estaría dormido el Sacerdote Rojo, o aquella cosa desplomada sobre el enorme sillón era un cadáver? Murilo estaba a un paso de su enemigo. En ese momento, el hombre que estaba en la silla se levantó y se volvió hacia él.

Murilo palideció súbitamente. Su espada cayó al suelo pulido con un sonido metálico. De sus labios lívidos surgió un grito estremecedor, seguido por el ruido sordo de un cuerpo que se desplomaba. Luego volvió a reinar el silencio en la casa del Sacerdote Rojo.

Poco después de que Murilo abandonara la mazmorra en la que Conan el cimmerio se hallaba recluido, Athicus le llevó al prisionero una bandeja con comida en la que había, entre otras cosas, un plato con una enorme chuleta y una jarra de cerveza. Conan comió con voracidad mientras Athicus hacía la última ronda por las celdas para ver si todo estaba en orden y si no había nadie que pudiera ser testigo del simulacro de evasión. En ese momento entró un pelotón de guardias en la prisión y lo arrestaron. Pero Murilo se equivocó al pensar que este arresto significaba que habían descubierto la planeada fuga de Conan. Se trataba de otra cosa: Athicus había sido poco cuidadoso en sus transacciones con la gente de los bajos fondos y ahora lo castigaban por una de sus faltas.

Otro carcelero ocupó su lugar. Era un individuo imperturbable y digno de confianza, al que ninguna clase de soborno podía apartar de su deber. Carecía de imaginación, pero tenía una idea muy elevada de la importancia de su puesto.

Después de que Athicus desapareciera para ser acusado formalmente ante el magistrado, este carcelero hacía las rondas por las celdas de manera rutinaria. Al pasar delante de la de Conan, se sintió indignado y ultrajado al ver que el prisionero estaba libre de sus cadenas royendo los últimos trozos de carne de un enorme hueso. El carcelero estaba tan disgustado que cometió el error de entrar solo en la celda, sin llamar a los demás guardias. Fue su primera equivocación en el cumplimiento del deber… y la última. Conan le partió la

cabeza, con el hueso, le quitó el puñal, cogió las llaves y salió de allí con toda tranquilidad. Tal como Murilo había dicho, había un solo guardia de servicio allí por la noche. El cimmerio atravesó los muros de la prisión valiéndose de las llaves que

acababa de robar y luego salió a la calle tan libre como si el plan de Murilo hubiera sido un éxito.

Estando todavía dentro de la sombría prisión, Conan se detuvo un momento para decidir sus próximos pasos. Pensó que, puesto que en realidad había escapado por sus propios medios, no le debía nada a Murilo. Sin embargo, recordó que el joven aristócrata fue quien lo había liberado de sus cadenas y había ordenado que le enviaran la comida, sin lo cual su evasión no hubiera sido posible. Conan llegó a la conclusión de que estaba en deuda con Murilo y, dado que era un hombre que finalmente cumplía con sus obligaciones, se dispuso a llevar a cabo lo prometido al noble. Pero antes tenía que atender un asunto personal.

Se quitó la túnica harapienta y avanzó en la noche sin más ropa que el taparrabo. Mientras caminaba palpó el puñal que le había quitado al carcelero; era un arma asesina con una hoja ancha de doble filo y casi medio metro de largo. Anduvo furtivamente por las callejuelas y por las plazas en sombras hasta llegar al Laberinto. Recorrió sus calles sinuosas con la seguridad que da la familiaridad. Era realmente un laberinto de oscuros callejones, patios cerrados y pasadizos secretos, de ruidos extraños y malos olores. Las calles no estaban empedradas, y el barro y la suciedad se mezclaban en una amalgama repugnante. No existían cloacas, y las basuras y desperdicios se echaban directamente en los callejones, donde formaban montañas apestosas y charcos nauseabundos. Había que caminar con cuidado para no resbalar y caer en uno de aquellos asquerosos charcos que a veces llegaban hasta la cintura. Tampoco era raro tropezar con un cadáver que yacía en el barro con la garganta cortada y con la cabeza aplastada a golpes. La gente respetable evitaba el Laberinto, y con razón.

Conan llegó a destino sin ser visto, en el preciso momento en que se marchaba alguien a quien deseaba ver fervientemente. En el momento en que el cimmerio entraba furtivamente en el patio de abajo, el nuevo amante de la muchacha que lo había denunciado a la Policía salía de la alcoba de ella, situada en el primer piso. El bribón, una vez que la puerta se cerró tras él, bajó a tientas por la crujiente escalera, embebido en sus propios pensamientos que, como los de la mayoría de los habitantes del Laberinto, tenían que ver con la apropiación indebida de lo ajeno. Cuando estaba bajando la escalera, se detuvo repentinamente sintiendo que se le ponían los pelos de punta. Vio una figura agazapada que subía en la oscuridad y un par de ojos brillantes como los de un perro de caza. Lo último que oyó en su vida fue una especie de gruñido animal cuando el hombre se le echó encima y de un corte penetrante le abrió el vientre. Lanzó un grito ahogado y bajó dando tumbos por la escalera.

El bárbaro se inclinó sobre el cuerpo por un instante, con aire macabro y los ojos ardiendo en la oscuridad. Sabía que el grito había sido oído, pero la gente del Laberinto tenía mucho cuidado de ocuparse solo de sus propios asuntos. Un grito de agonía en una escalera oscura no era nada insólito. Más tarde, alguien se aventuraría a averiguar, pero solo después de haber dejado pasar un espacio de tiempo prudencial.

Conan subió por la escalera y se detuvo ante una puerta que conocía muy bien. Estaba cerrada por dentro, pero la hoja de su sable pasó por la rendija de la puerta y levantó el pestillo. Irrumpió en la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas, y se dirigió hacia la muchacha que lo había traicionado denunciándole a la Policía.

La moza estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama deshecha. Palideció súbitamente y lo miró como si fuera una aparición. Había oído el grito de la escalera y vio las manchas de sangre que había en la daga de Conan. Pero estaba demasiado aterrada por su suerte para perder el tiempo lamentando el destino cruel que obviamente había tenido su amante. Comenzó a suplicarle que no la matara, pronunciando palabras incoherentes por el terror que la embargaba. Conan no respondió; se limitó a permanecer en su sitio mirándola con ojos ardientes mientras acariciaba la hoja de su puñal con el pulgar.

Después cruzó la habitación mientras ella retrocedía hacia la pared, llorando con desesperación y pidiendo piedad. Cogiéndola rudamente por la rubia cabellera, la sacó de la cama. Volvió a enfundar el arma y, después de colocar a su desquiciada prisionera bajo la axila izquierda, se dirigió hacia la ventana. Como ocurría en la mayoría de las casas de ese tipo, había una cornisa en cada piso. Conan abrió la ventana de un puntapié y salió al estrecho saliente del edificio. Si hubiera habido alguien allí, habría presenciado el extraño espectáculo de un hombre que se movía con cuidado por la cornisa del edificio llevando bajo el brazo a una moza semidesnuda que se agitaba y pataleaba. Se hubieran extrañado tanto como la muchacha.

Cuando llegó al sitio que consideró adecuado, Conan se detuvo y se apoyó en la pared con la mano libre. En ese momento se oyó un clamor proveniente de la casa, lo que indicaba que habían descubierto el cadáver. La prisionera lloriqueaba y se retorcía, renovando sus ruegos inútiles. Conan miró hacia abajo y alcanzó a ver el estiércol y el fango, mientras oía los gritos de dentro y los gemidos de la moza. Entonces la dejó caer con gran precisión en el interior de un pozo negro. El joven disfrutó durante unos instantes viéndola agitarse y patalear entre las inmundicias y oyéndola maldecir con todas sus fuerzas, e incluso se permitió lanzar una carcajada contenida. Por último levantó la cabeza y escuchó el tumulto creciente que había en el edificio, y se dijo que había llegado el momento de matar a Nabonidus.

El retumbar de un sonido metálico despertó a Murilo.

Lanzó un gemido y consiguió incorporarse con gran esfuerzo. A su alrededor no había más que silencio y oscuridad, y por un instante le angustió el temor de haberse quedado ciego. Luego recordó lo que había ocurrido antes y se le erizó la piel. Tocó con su mano el suelo sobre el que estaba acostado y notó que estaba formado por bloques uniformes de piedra. Siguió palpando y descubrió una pared del mismo material. Se puso en pie y se apoyó contra el muro, tratando en vano de orientarse. Estaba claro que se hallaba en una prisión, pero no tenía idea de dónde se encontraba esta y del tiempo que llevaba recluido. Recordó vagamente un estruendo metálico y se preguntó si se trataría de la puerta de hierro de su calabozo al cerrarse tras él, o si anunciaba la llegada del verdugo.

Esta idea le produjo un tremendo escalofrío. Luego anduvo a tientas junto a la pared. De momento procuraba encontrar los límites de su celda, pero en seguida llegó a la conclusión de que estaba avanzando por un corredor. Se mantuvo pegado a la pared temiendo caer en un pozo o en una trampa de otro tipo, y finalmente se dio cuenta de que había algo junto a él en la oscuridad. No veía nada, pero o bien su oído había percibido un sonido apagado o un sexto sentido le puso sobre aviso. Se paró en seco y se le pusieron los pelos de punta. Estaba convencido de que sentía la presencia de algún ser vivo agazapado en las sombras frente a él.

Creyó que su corazón dejaría de latir cuando oyó una voz con acento bárbaro que le preguntó en tono muy bajo:

—¡Murilo! ¿Eres tú?

—¡Conan! —exclamó el joven noble casi desmayado por la impresión.

Tanteó en la oscuridad y sus manos se encontraron con un par de enormes hombros desnudos.

—Menos mal que te he reconocido —dijo el bárbaro con un gruñido—. Estaba a punto de estrangularte como a un cerdo cebado.

—¡Por Mitra!, ¿dónde estamos?

—En los pozos que hay debajo de la casa del Sacerdote Rojo, pero ¿por qué…?

—¿Qué hora es?

—Poco después de medianoche.

Murilo movió la cabeza, tratando de coordinar sus desordenados pensamientos.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó el cimmerio.

—He venido a matar a Nabonidus. Me enteré de que habían cambiado al centinela de la prisión…

—Es cierto —dijo Conan refunfuñando—. Pero le rompí la cabeza al nuevo carcelero y me escapé. Podría haber estado aquí hace varias horas, pero tenía un asunto personal que atender. Bueno, ¿vamos en busca de Nabonidus?

A Murilo le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.

—¡Conan, estamos en la casa de un ser demoníaco! ¡He venido en busca de un enemigo humano, pero encontré a un diablo peludo salido del mismísimo infierno!

Conan lanzó un gruñido de incertidumbre. Aunque era temerario como un tigre herido cuando se trataba de enemigos humanos, se sentía invadido por terrores supersticiosos como todos los primitivos.

—Conseguí entrar en la casa —dijo Murilo en voz muy baja, como si hubiera oídos en las paredes oscuras—. En los jardines exteriores encontré al perro de Nabonidus muerto. Dentro de la casa hallé a Joka, el criado; le habían roto el cuello. Luego vi a Nabonidus en persona sentado en su sillón y vestido con su atuendo habitual. Al principio pensé que también él estaba muerto. Me adelanté para apuñalarlo. Pero se puso de pie y se volvió hacia mí. ¡Dioses!

El recuerdo del horror que había sentido dejó sin habla por un momento al joven aristócrata.

—Conan —susurró—, ¡no era un

hombre lo que tenía frente a mí! Su cuerpo y su postura eran humanos, ¡pero bajo la capucha escarlata del sacerdote había un rostro con una sonrisa macabra que parecía de locura y de pesadilla! Estaba cubierto de pelo negro, a través del cual brillaban unos ojillos rojizos como los de un cerdo; su nariz era aplanada con enormes ventanillas en forma de campana; sus labios fofos se retorcían hacia atrás y por ellos asomaban unos inmensos colmillos amarillos, parecidos a los dientes de un perro. Las manos que asomaban por las mangas escarlata eran deformes y también estaban cubiertas de pelo negro. Esto es lo que vi en un instante y entonces, abrumado por el horror, mis sentidos me abandonaron y caí desvanecido.

—¿Y qué sucedió después? —musitó el cimmerio preocupado.

—Recobré el sentido hace unos momentos. El monstruo debe de haberme arrojado a este pozo. ¡Conan, siempre he sospechado que Nabonidus no era del todo humano! ¡Es un monstruo que se transforma en hombre! Durante el día actúa entre los humanos disfrazado de hombre, y por la noche adopta su verdadero aspecto.

—Eso es evidente —respondió Conan—. Todo el mundo sabe que hay hombres que se convierten en lobos según su voluntad. Pero ¿por qué mató a sus criados?

—¿Quién puede saber lo que pasa por la mente de un diablo? —repuso Murilo—. Lo que importa ahora es salir de aquí. Las armas humanas nada pueden contra esa clase de monstruos. ¿Y tú, cómo entraste aquí?

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