Conan

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La Mano de Nergal » 7. El Corazón y la Mano

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Se oyó un grito de mujer. Munthassem Khan saltó de su asiento al oír aquel sonido inesperado. Su atención se desvió de Conan y, en ese breve instante, la figura blanca y esbelta de una muchacha desnuda con brillantes ojos oscuros y un torrente de rizos negros cruzó rápidamente el salón desde las sombras de una columna situada a un lado del desvalido cimmerio.

En medio de la confusión de su mente, Conan alcanzó a verla. ¿Era Hildico?

Rápida como el pensamiento, la muchacha se arrodilló a su lado. Su mano hurgó en la bolsa y extrajo el Corazón de Tammuz. Se puso de pie de un salto ágil y arrojó el antitalismán contra Munthassem Khan.

La piedra le dio justamente entre los ojos con un ruido sordo, pero audible. La mirada del sátrapa se veló y el hechicero se desplomó como si no tuviera huesos en el mullido abrazo de su trono negro. La Mano de Nergal resbaló de sus dedos exangües y sonó contra el suelo de mármol con ruido metálico.

En el preciso instante en que el talismán cayó de la mano del sátrapa, desapareció el hechizo que mantenía a Atalis y al príncipe Than en una telaraña de dolor. Aunque estaban pálidos, temblorosos y exhaustos, seguían vivos. Y la poderosa fuerza de Conan retornó a su cuerpo tendido. Se puso en pie de un salto y lanzó un juramento. Con una mano cogió a Hildico por un hombro y la apartó del posible peligro, mientras con la otra recogía su espada del suelo de mármol. Estaba preparado para el ataque.

Pero se detuvo, parpadeando lleno de asombro. A ambos lados del cuerpo del sátrapa se hallaban los dos talismanes, y de ellos surgían ondas de fuerzas misteriosas.

La Mano de Nergal emitía un oscuro fulgor maligno, como el brillo del ébano pulido. Apestaba como el infierno y era frío como el gélido abismo sideral. Ante su avance sutil, el resplandor naranja de las antorchas se debilitó. El fulgor oscuro aumentó, bordeado de ondulantes tentáculos de radiante oscuridad.

Pero una aureola de gloria dorada daba mayor intensidad al brillo del Corazón de Tammuz, que se elevó formando una nube de un deslumbrante fuego ambarino. Emanaba de él el calor de miles de fuentes cálidas, contrarrestando el frío glacial, y unos rayos de intensa luz dorada cortaban el halo oscuro de Nergal. Las dos fuerzas cósmicas se enfrentaron y lucharon. Conan se alejó reticente de esta batalla de dioses para reunirse con sus temblorosos compañeros. Permaneció junto a ellos observando aterrado el inenarrable conflicto. El cuerpo desnudo de Hildico se acurrucó temblando en el hueco de su brazo.

—¿Cómo llegaste hasta aquí, muchacha? —le preguntó el bárbaro.

—Me desperté, recobré mi consciencia y me dirigí a la habitación de mi señor hallándola vacía —dijo ella con una sonrisa triste y ojos asustados—. En el cristal del vientre de mi amo pude ver vuestra entrada en el salón del sátrapa y vi que este se despertó y se enfrentó a vosotros. Yo…, yo seguí mirando… y vi que estabais en su poder, y entonces lo arriesgué todo por el Corazón.

—Es una suerte que lo hicieras —reconoció Conan con gesto adusto.

En ese momento Atalis le oprimió el brazo.

—¡Mira!

La nube dorada de Tammuz era ahora una figura gigantesca y deslumbrante que irradiaba un brillo enceguecedor, con forma apenas humana pero de un tamaño imponente, semejante a los colosos tallados en piedra por manos desconocidas en las tierras de Shem.

La oscura figura de Nergal también adquiría dimensiones gigantescas. Ahora se había convertido en una cosa enorme, oscura, brutal, pesada y deforme que se parecía más a un prodigioso simio que a un hombre. En su cabeza bestial centelleaban con un fuego maligno dos ojos rasgados de color verde como estrellas de esmeralda.

Las dos fuerzas se acercaron con un estruendo estremecedor, como el de dos mundos en colisión. Hasta las paredes temblaron ante la violencia del choque. Algún sentido semiolvidado dentro de su cuerpo les dijo a los cuatro presentes que allí se enfrentaban dos fuerzas titánicas y cósmicas. El aire estaba saturado con el amargo hedor del ozono. Grandes chispas de un fuego eléctrico crepitaban y estallaban con furia, mientras el dios dorado y el sombrío demonio medían sus fuerzas.

Rayos de un resplandor insoportable atravesaron la sombría figura que luchaba. Centellas de glorioso brillo la rasgaron convirtiéndola en jirones de vacilante oscuridad. Por un instante, la oscura telaraña envolvió y empañó a la figura dorada y brillante, pero solo por un momento. Luego se oyó otro trueno como si la tierra estuviera temblando, y la figura negra se disolvió en el abrazo mortal de la figura de brillo enceguecedor, y desapareció sin dejar rastro. Por un momento la figura luminosa se cernió sobre el estrado y lo consumió como si fuera una pira funeraria, y enseguida desapareció también.

Luego reinó el silencio en la impresionante sala de Munthassem Khan. Los dos talismanes habían desaparecido del estrado; nadie supo si quedaron reducidos a minúsculos átomos por la violencia de las fuerzas cósmicas allí liberadas, o si fueron transportados a algún lugar remoto en espera de que volvieran a ser despertados los seres que simbolizaban y contenían.

¿Y el cuerpo que se encontraba sobre el estrado? Nada quedaba de él, salvo un puñado de cenizas.

—El corazón siempre es más fuerte que la mano —dijo Atalis con suavidad, en medio de un silencio total.

Conan puso las riendas al negro corcel con mano dura pero maestra. El animal tembló, impaciente por partir, y sus cascos resonaron en el empedrado. El muchacho sonrió y el entusiasmo del bárbaro pareció contagiar a la soberbia yegua. Un amplio manto de seda color escarlata caía de sus anchos hombros, y su cota de malla plateada brilló a la luz del día.

—Entonces, ¿estás decidido a dejarnos, Conan? —preguntó el príncipe Than, resplandeciente con su nuevo atuendo de sátrapa de Yaralet.

—¡Sí! El puesto del sátrapa es demasiado tranquilo, y yo deseo tomar parte en esta nueva ofensiva que el rey Yildiz está lanzando contra las tribus de las montañas. ¡Con una semana de inacción me he hartado de paz! De modo que… ¡adiós, Than; adiós, Atalis!

El bárbaro agitó con fuerza las riendas y la yegua negra salió al galope del patio de la casa del vidente, mientras Atalis y el príncipe le despedían con gesto benigno.

—Es extraño que un mercenario como Conan acepte menos recompensa de la que puede obtener —comentó el nuevo sátrapa—. Le he ofrecido un cofre lleno de oro, que le hubiera bastado para vivir cómodamente el resto de su vida, pero él solo cogió una pequeña bolsa, el caballo que encontró en el campo de batalla, unas armas y algunos trajes. Dijo que llevar demasiado oro entorpecería su marcha.

Atalis se encogió de hombros y sonrió, señalando el extremo del patio. Una esbelta muchacha brithunia de larga y rizada cabellera apareció en el umbral de la puerta. Se acercó a Conan, que hizo detener a la yegua y se inclinó para hablar con ella. Después de intercambiar algunas palabras, cogió a la moza por la cintura, la levantó y la sentó delante de él en la montura. Ella se sentó de lado, rodeó con sus brazos el fornido torso del cimmerio y apoyó la cabeza en su pecho.

Conan dio media vuelta, agitó sonriendo uno de sus musculosos brazos a modo de despedida y partió con la grácil muchacha aferrada a él.

Atalis se rio en voz baja y dijo:

—Algunos hombres luchan por algo más que por un simple cofre de oro.

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