Conan

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La ciudad de las calaveras » 1. Nieve roja

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Aullando como lobos, una horda de guerreros achaparrados y de piel oscura atacó a las tropas turanias desde las laderas de los montes Talakmas, donde las colinas se convertían en las vastas y áridas estepas de Hirkania. El ataque se produjo al atardecer. El horizonte occidental aparecía cubierto de banderas de color escarlata, mientras que hacia el sur, el sol ya oculto teñía de rojo la nieve de los picos más altos.

Durante quince días, el destacamento de turanios que hacía de escolta había avanzado por la llanura y, tras vadear las heladas aguas del río Zaporosko, se aventuró cada vez más en las ilimitadas planicies de oriente. Luego, sin la menor señal, llegó el ataque.

Conan sostuvo el cuerpo del teniente Hormaz cuando este se desplomó del caballo con una flecha de pluma negra clavada en la garganta. Depositó el cadáver en el suelo y lanzando una maldición desenvainó la espada y se unió a sus camaradas para enfrentarse al ataque de la horda vociferante. Durante casi un mes había cabalgado por las polvorientas llanuras hirkanias formando parte del destacamento. Hacía tiempo que se sentía hastiado de la monotonía, y ahora su espíritu bárbaro anhelaba alguna acción violenta para disipar el tedio.

La hoja de su sable chocó con la dorada cimitarra del jinete enemigo más próximo con una fuerza tan aterradora que la espada del otro se quebró cerca de la empuñadura. Enseñando los dientes como un tigre, Conan blandió su espada y de un violento revés atravesó el vientre del pequeño guerrero patizambo. Aullando como un alma en pena en el ardiente suelo del Infierno, su contrincante cayó al suelo tiñendo la nieve de sangre.

Conan, montado a caballo, giró sobre su cintura para detener otra espada con su escudo. Al tiempo que apartaba de un golpe el sable del enemigo, dirigió la punta de su arma directamente al rostro amarillento de ojos rasgados que tenía enfrente, y vio cómo este se convertía en una mancha roja de carne destrozada.

Ahora los atacantes les llevaban ventaja. Decenas de hombrecillos de tez morena con fantásticas corazas de cuero pintado con laca, con bordes dorados y brillantes piedras preciosas, los asaltaron con demoníaco frenesí. Los arcos vibraban, las lanzas chasqueaban y las espadas trazaban remolinos y sonaban con ruido metálico.

Más allá del cerco de los atacantes, Conan vio a su camarada Juma, un negro gigantesco de Kush, que luchaba a pie porque su caballo había caído bajo una flecha al primer embate. El kushita había perdido su gorro de piel, por lo que quedaba al descubierto el pendiente dorado que colgaba de una de sus orejas y brillaba bajo la pálida luz. Pero le quedaba la lanza, con la que ensartó a tres de sus corpulentos atacantes, a quienes hizo caer de sus monturas, uno tras otro.

Más allá de donde se encontraba Juma, y a la cabeza de la columna de la tropa del rey Yildiz, constituida por sus mejores hombres, el príncipe Ardashir, comandante del destacamento, daba órdenes con voz tronante, sentado encima de su brioso corcel. Hacía avanzar y retroceder a su caballo para mantenerse entre el enemigo y la litera tirada por caballos en la que iba Zosara, la hija de Yildiz. La tropa escoltaba a la princesa, que se dirigía al lugar de la boda con Kujula, el Gran Khan de los nómadas kuigar.

En el momento en que Conan lo estaba mirando, vio que el príncipe Ardashir se llevó una mano al pecho cubierto de un manto de pieles. Como por arte de magia, una flecha negra parecía haber brotado súbitamente de la colla de su armadura enjoyada. El príncipe hizo un gesto para arrancar la flecha y luego, rígido como una estatua, se desplomó del caballo y su casco incrustado de joyas cayó sobre la nieve manchada de sangre.

A continuación Conan estuvo demasiado ocupado para ver lo que sucedía a su alrededor, exceptuando a sus vociferantes enemigos que atacaban dando alaridos. Aunque aún era joven, el cimmerio ya medía casi dos metros de altura, por lo que los morenos atacantes parecían enanos a su lado. Mientras daban vueltas estrechando el círculo a su alrededor, parecían una manada de sabuesos tratando de abatir a un majestuoso tigre.

La batalla continuaba en la ladera de la colina, y los soldados parecían hojas muertas que se arremolinaban por el impulso de una ráfaga otoñal. Los caballos golpeaban el suelo con sus patas, se encabritaban y relinchaban; los hombres acuchillaban, maldecían y gritaban. Aquí y allá se veía a dos hombres que se habían bajado de los caballos y continuaban la batalla a pie. Los cadáveres de hombres y caballos yacían en el barro removido y sobre la nieve pisoteada.

Conan sintió que un rojo velo de furia le nublaba la vista y blandió su espada curva con energía incontenible. Habría preferido una de esas espadas rectas de occidente, a las que estaba más habituado. Pero a pesar de ello, desde los primeros momentos de la batalla, hizo estragos con aquella espada. En su mano rápida como la luz, la brillante hoja de acero dibujaba una reluciente telaraña de muerte a su alrededor. Al menos nueve hombrecillos vestidos de cuero se habían aventurado en ese círculo y habían caído de sus caballos decapitados o con las entrañas al aire. Mientras luchaba, el fornido cimmerio entonaba el salvaje cántico de guerra de su primitiva tribu, pero pronto se dio cuenta de que necesitaba hasta el último aliento, pues la batalla aumentaba en intensidad.

Tan solo siete meses antes, Conan había sido el único sobreviviente de la malograda expedición de castigo que el rey Yildiz enviara contra Munthassem Khan, un sátrapa rebelde del norte de Turan. Con la ayuda de la magia negra, el sátrapa había aniquilado a las fuerzas enviadas para luchar contra él. Él creía haber matado a todo el ejército hostil, desde el noble general Bakra de Akif, hasta el último de los soldados mercenarios de a pie. Únicamente había sobrevivido el joven bárbaro, que consiguió entrar en la ciudad de Yaralet, sojuzgada bajo el yugo del hechicero loco, y volvió la maldición contra Munthassem Khan.

Al regresar triunfante de Aghrapur, la resplandeciente capital turania, Conan recibió como recompensa un puesto en la guardia de honor. Al principio tuvo que soportar las burlas de sus compañeros de armas por su torpeza como jinete y su mediocre manejo del arco. Pero las bromas pronto cesaron cuando los demás guardias se dieron cuenta de que era preferible no provocar las iras de Conan ni sus poderosos puños como martillos, y a medida que su destreza como jinete y como arquero aumentó con la práctica.

Ahora Conan comenzaba a preguntarse si esta expedición podría considerarse realmente como una recompensa. El ligero escudo de cuero que sostenía en su brazo izquierdo estaba hecho una ruina, por lo que tuvo que desecharlo. En ese momento una flecha se hundió en el anca del caballo. El animal lanzó un fuerte relincho, bajó la cabeza y se levantó en dos patas; Conan salió despedido hacia adelante, y el caballo se desbocó y desapareció.

Golpeado y maltrecho, el cimmerio se levantó a duras penas y continuó luchando a pie. Las cimitarras de sus enemigos desgarraron su manto y abrieron algunas brechas en su cota de malla y en el jubón de cuero que llevaba debajo, y Conan comenzó a sangrar por una decena de heridas superficiales.

Pero el bárbaro continuó luchando, enseñando los dientes en una sonrisa implacable, con los ojos lanzando destellos volcánicos de color azul, la cara congestionada y su negra melena al viento. Uno a uno fueron cayendo sus compañeros hasta que quedaron solamente él y el gigante negro Juma. El kushita daba alaridos salvajes mientras blandía el extremo roto de su lanza como si fuera una maza.

Entonces algo que le pareció un martillo se alzó en medio de la roja bruma de furia enloquecida que nublaba la mente de Conan, y un pesado mandoble lo golpeó en la

cabeza, abollando su casco puntiagudo y aplastando el metal contra su sien. Sus rodillas se doblaron y cedieron. Lo último que oyó fue el grito agudo y desesperado de la princesa cuando los achaparrados y sonrientes guerreros la tiraron de su palanquín y la arrojaron a la nieve teñida de rojo que cubría la ladera de la montaña. En seguida Conan cayó de bruces y perdió el conocimiento.

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