Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 16:23 horas

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16:23 horas

Treinta y seis dólares más los impuestos le pareció a Susan un precio altísimo por el cuarto impersonal del Boston Motor Lodge. Pero al mismo tiempo lo valía. Susan se sentía mejor y más descansada… y segura. Había pasado el día releyendo su cuaderno. Toda la información que poseía sobre los casos de los quirófanos encuadraba con la idea de la intoxicación con monóxido de carbono. La información sobre los casos médicos iba bien con la idea del envenenamiento con succinilcolina. Pero Susan seguía sin motivos, sin encontrar razones. Los casos eran muy diferentes entre sí.

Susan hizo una serie de llamados al Memorial para tratar de averiguar la dirección particular de Walters, pero no tuvo éxito. En cierto momento llamó al Memorial y preguntó por Bellows, pero cortó la comunicación antes de que Bellows contestara. Lenta pero inexorablemente, Susan comprendía que estaba en un callejón sin salida. Pensaba que era tiempo de acudir a las autoridades, comunicarles lo que sabía, y tomarse unas vacaciones. Tenía un mes de vacaciones como parte de su tercer año, y sabía que podía comenzarlas cuando quisiera. Se iría, se alejaría, olvidaría. Pensó en Martinica. Le gustaba lo francés, y ansiaba tomar sol.

El portero del motel le llamó un taxi. Le dio la dirección al taxista: 1800 South Weymouth Street, South Boston. Y se recostó en el asiento.

Había mucho tránsito en Cambridge Street; Storrow Drive estaba un poco mejor, Berkeley peor. El taxista la llevó por las zonas más lindas del South End para evitar el tránsito. En Massachussetts Avenue dobló a la izquierda y entró en un barrio más deteriorado. Susan supo que estaba perdida. Las viviendas se hacían monótonas, las calles mal pavimentadas. Pronto el taxi entró en una zona de depósitos, fábricas abandonadas y calles oscuras. Casi todos los artefactos de iluminación estaba rotos.

Cuando Susan bajó del taxi se encontró en un lugar que parecía aislado de la vida. Frente a ella, la única luz de la calle protegida por una pantalla, iluminaba la puerta de un edificio, un cartel, y el sendero que llevaba a la entrada principal. El cartel estaba hecho con letras de imprenta color celeste. El cartel decía: «Instituto Jefferson». Debajo había una placa de bronce. Decía: «Construido con la ayuda del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica, 1974».

El Instituto Jefferson estaba rodeado por un cerco de dos metros y medio. El edificio se encontraba a unos tres metros y medio de la calle. Era una estructura llamativamente moderna, con una terraza muy pulida. Las paredes caían oblicuamente hacia adentro en un ángulo de ochenta grados, hasta un primer piso a unos siete metros de altura. Allí había un estrecho borde horizontal desde el cual la pared volvía a elevarse otros siete metros en el mismo ángulo. Excepto la puerta de entrada, no había puertas ni ventanas en toda la extensión de la fachada de la planta baja. El primer piso tenía ventanas, pero estaban retiradas y no se veían desde la calle. Desde allí sólo se distinguían los alféizares geométricos y la iluminación interior.

El edificio ocupaba una manzana. Susan le encontró una extraña belleza, aunque se daba cuenta de que ese efecto se intensificaba por la miseria del entorno. Susan pensó que sería el centro de algún plan de renovación urbana. Parecía una antigua mastaba egipcia, o la base de una pirámide azteca.

Susan caminó hasta la entrada principal. Era de acero, y no tenía picaporte ni aberturas de ninguna especie. A la derecha de la puerta había un portero eléctrico. Al pisar el Astroturf frente a la puerta, Susan activó una cinta grabada que le indicó dar su nombre y el propósito de su visita. La voz era profunda, tranquila y medida.

Susan cumplió con la indicación, aunque dudó sobre el propósito de la visita. Estuvo a punto de decir que era turística, pero cambió de idea. No se sentía muy deportiva. De manera que finalmente dijo: «Con fines académicos».

No hubo respuesta. Se encendió una luz roja bajo el micrófono. En el vidrio apareció la palabra ESPERE. La luz roja cambió por verde y apareció la palabra PASE. Sin un solo sonido la puerta se deslizó hacia un costado, y Susan se paró en el umbral.

Susan se encontró en un vestíbulo blanco, vacío. No había ventanas, ni cuadros, ni decoración de ninguna clase. La única iluminación parecía venir del suelo, que era de un material plástico lechoso y opaco. A Susan el efecto le resultó curioso y futurista; siguió adelante.

Al llegar al extremo del vestíbulo una segunda puerta silenciosa se deslizó dentro de la pared, y Susan entró en lo que parecía ser una amplia y ultramoderna sala de espera. La pared más cercana y la más alejada estaban cubiertas por espejos desde el piso hasta el techo. Las dos paredes laterales eran inmaculadamente blancas y sin decoración ni interrupción de ningún tipo. La monotonía era desorientadora. Al mirar las paredes, los ojos de Susan comenzaron a fijarse en sus propias imágenes flotantes. Tenía que entrecerrar los ojos para poder mirar a distancia. Si miraba en el espejo del extremo opuesto de la sala, el efecto era el mismo. Debido a los espejos opuestos, Susan veía su propia imagen reflejada hasta el infinito.

En la habitación había una hilera de sillas de plástico blanco. El piso era igual al del vestíbulo; proyectaba luces extrañas en el cielo raso. Susan estaba a punto de sentarse cuando se abrió una puerta en la pared más alejada. Entró una mujer alta que se dirigió hacia Susan. Tenía cabellos castaños, muy cortos. Sus ojos eran muy profundos y la línea de la nariz seguía imperceptiblemente la de la frente. Susan pensó en los rasgos clásicos de un camafeo. La mujer llevaba un traje de chaqueta y pantalón blanco, tan desprovisto de decoración como las paredes. De su bolsillo asomaba un pequeño dosímetro. Su expresión era neutra.

—Bienvenida al Instituto Jefferson. Me llamo Michelle. Le mostraré nuestras instalaciones. —Su voz era tan poco comprometida como su expresión.

—Gracias —respondió Susan, tratando de adivinar algo en la cara de la mujer—. Mi nombre es Susan Wheeler. Creo que usted me esperaba. —Susan recorrió otra vez la habitación con la mirada—. Qué moderno es esto. Nunca he visto nada igual.

—La esperábamos. Pero antes de empezar debo advertirle que el interior es muy caluroso. Le sugiero que deje aquí su chaqueta. Y por favor deje también su cartera.

Susan se quitó la chaqueta, un poco avergonzada del guardapolvo de enfermera algo arrugado y manchado que aún llevaba puesto. Sacó el cuaderno de la cartera.

—Bien… Sabrá usted que el Instituto Jefferson es un hospital de terapia intensiva. En otras palabras, sólo nos ocupamos de casos crónicos que requieren terapia intensiva. La mayoría de nuestros pacientes están en algún nivel de coma. Este hospital en particular fue construido como proyecto piloto con fondos del H. E. W., aunque su dirección actual ha sido delegada a un grupo privado. Ha sido muy útil para desocupar camas en las unidades de terapia intensiva de los hospitales de la ciudad que se necesitaban para casos agudos. En realidad, como el proyecto ha tenido tanto éxito, se está construyendo o ya se ha construido un hospital equivalente en todas las grandes ciudades del país. Las investigaciones han demostrado que cualquier ciudad o población con más de un millón de habitantes puede sostener económicamente un hospital de esta clase… Perdón, ¿por qué no nos sentamos? —Michelle indicó dos de las sillas.

—Gracias —dijo Susan, ocupando una de ellas.

—Las visitas al Instituto Jefferson están estrictamente controladas debido a la metodología que empleamos en el cuidado de los enfermos. Hemos desarrollado aquí técnicas muy nuevas, y si la gente no está preparada, algunos pueden reaccionar a nivel emocional. Sólo pueden hacer visitas los familiares directos, y sólo cada dos semanas según un programa confeccionado para el caso.

Michelle hizo una pausa en su largo monólogo; luego logró sonreír ligeramente.

—Debo decirle que su visita es un hecho muy poco común. Generalmente recibimos a un grupo de médicos el segundo martes de cada mes, con un programa previamente confeccionado. Pero como usted ha venido por su cuenta, creo que puedo improvisar un poco. Pero tenemos un corto cinematográfico, si quiere verlo.

—Cómo no.

—Muy bien.

Sin que Michelle hiciera ninguna señal la habitación se oscureció, y en la pared opuesta al lugar en que estaban sentadas Susan y Michelle comenzó a verse una película. Susan estaba intrigada. Supuso que la película se proyectaba en un sector transparente de la pared que servía de pantalla.

La película le recordó a Susan los antiguos noticiosos. Su técnica pasada de moda parecía un anacronismo en ese entorno tan moderno. La primera sección estaba dedicada al concepto de hospital de terapia intensiva. Se veía al secretario de Salud, Educación y Bienestar hablando sobre el problema con gente de planeamiento, economistas y especialistas en salud pública. El problema de los crecientes costos del hospital iniciado por lo oneroso de la terapia intensiva a largo plazo estaba ilustrado con gráficos y tablas. Los hombres que explicaban las tablas eran aburridos y no transmitían nada; tan vulgares como la ropa que llevaban.

—Qué película terrible —comentó Susan.

—Es verdad. Las películas del gobierno son todas iguales. Bien podrían usar un poco de creatividad.

La película siguió con ceremonias de inauguración en que los políticos sonreían y hacían chistes idiotas. Luego vinieron más gráficos y tablas, que demostraban los enormes ahorros realizados por el hospital. Hubo varias escenas más en las que se veía cómo el Instituto Jefferson permitía disponer de las camas en los hospitales de la ciudad para los casos agudos. Luego siguió una comparación del número de enfermeras y otro personal requerido en el Jefferson con el que se necesitaba en un hospital convencional para el mismo número de pacientes en terapia intensiva. Las personas usadas para ilustrar este punto vagaban sin rumbo fijo por una estacionamiento de autos. Por último la película mostraba el corazón del nuevo hospital: la gigantesca computadora, digital y analógica. Concluía señalando que todas las funciones de homeostasis eran controladas y mantenidas por la computadora. La película terminaba con un estallido de música marcial, como el final de una película de guerra. Las luces del piso volvieron a encenderse cuando desapareció la última imagen.

—Creo que podría haber prescindido de la película —sonrió Susan.

—Bien, al menos destaca el aspecto económico. Ése es el concepto central del instituto. Ahora, si quiere seguirme, le mostraré las partes más importantes del hospital.

Michelle se levantó y caminó hacia la puerta con espejo por la que había aparecido. Se abrió una puerta corrediza. Se cerró tras ella mientras pasaban a otro corredor de cuatro metros y medio de largo. El extremo más distante del corredor también estaba cubierto de espejo desde el piso hasta el techo. Al atravesar el pasillo Susan observó que había otras puertas, pero estaban todas cerradas. Ninguna de ellas tenía picaporte. Aparentemente todas funcionaban con dispositivos automáticos.

Cuando llegaron al otro extremo del corredor, se abrió una puerta y Susan entró en un recinto que le resultó familiar. Era una sala de doce metros por seis, y tenía el mismo aspecto que una sala de terapia intensiva en cualquier hospital. Había cinco camas y la acostumbrada variedad de aparatos, pantallas de electrocardiograma, tubos de gas, etcétera. Pero cuatro de las camas parecían diferentes: cada una de ellas tenía un hueco de unos sesenta centímetros en sentirlo longitudinal. Era como si cada cama constara de dos camas paralelas separadas por una distancia de sesenta centímetros. En el cielo raso sobre las camas había complicados mecanismos. La quinta cama, que parecía convencional, estaba ocupada. Un paciente respiraba artificialmente por medio de un pequeño aparato. Susan recordó a Nancy Greenly.

—Éste es el área de visitas para los familiares inmediatos —explicó Michelle—. Una vez que se ha fijado fecha para una visita de familiares, el paciente es automáticamente trasladado aquí. Cuando se lo acomoda y se hace la cama, ésta parece normal. Este paciente fue visitado esta tarde. —Michelle señaló al ocupante de la quinta cama—. Lo dejamos aquí a propósito, en lugar de trasladarlo a la sala principal, para que también usted pudiera verlo.

Susan estaba confundida.

—¿Quiere decir que la cama en que está ese paciente es como estas otras?

—Exacto. Y cuando viene la familia, se colocan pacientes en las otras camas de manera que esto parece una unidad común de terapia intensiva. Por aquí, por favor.

Michelle atravesó toda la longitud de la habitación, pasando junto al paciente. En el extremo de la sala había una puerta, que se abrió automáticamente.

Susan quedó estupefacta cuando pasó junto a la cama del paciente. Parecía una cama común de hospital. No había evidencia de que le faltaba la parte central. Pero Susan no tuvo tiempo de examinar la cama con más detalle al seguir a Michelle a la sala de al lado.

Lo primero que percibió Susan fue la luz; había algo extraño en ella. Luego sintió el calor y la humedad. Finalmente vio a los pacientes y se quedó inmóvil, pasmada. Había más de cien en la sala, y todos ellos estaban suspendidos en el aire a más de un metro del suelo. Todos estaban desnudos. Mirando más de cerca, Susan vio los alambres que penetraban en múltiples puntos de los huesos largos de los pacientes. Esos alambres estaban conectados con complicados marcos metálicos y estirados al máximo. Las cabezas de los pacientes estaban sostenidas por otros cables que venían del cielo raso, fijados con roscas a las cabezas de los pacientes. Susan tuvo la impresión de un montón de grotescas marionetas dormidas.

—Como usted ve, todos los pacientes están suspendidos por cables en tensión. Algunos visitantes tienen reacciones muy intensas ante esto, pero ha demostrado ser el mejor método para una atención a largo plazo, que protege la piel y minimiza el cuidado requerido de las enfermeras. Tuvo su origen en la ortopedia, en la que se atraviesan los huesos con alambres para producir tracción. La investigación en el tratamiento de las quemaduras demostró los beneficios de que la piel no esté apoyada en ningún tipo de superficie. Fue una progresión natural aplicar estos adelantos al paciente comatoso.

—Es un poco siniestro. —Susan recordó la inquietante imagen de los cadáveres en el refrigerador—. ¿Qué es esta iluminación tan extraña?

—Ah, sí, tendríamos que ponernos anteojos si permaneciéramos mucho tiempo aquí. —Michelle trajo varios pares de gafas de una mesa—. Hay un flujo de bajo nivel de rayos ultravioleta. Se ha descubierto que son útiles para controlar las bacterias así como para conservar la integridad de la piel. —Michelle le entregó a Susan un par de gafas y se quedó con otro, y ambas se las pusieron—. La temperatura aquí se mantiene aproximadamente en los 36°, con un ochenta y dos por ciento de humedad que puede variar en un uno por ciento. Con eso se tiende a reducir la pérdida de calor del paciente y en consecuencia su necesidad de calorías. La humedad ha reducido el peligro del problema de infección respiratoria que, como usted sabe, es crítico en los pacientes en coma.

Susan estaba sin habla. Se acercó con grandes precauciones al paciente que tenía más cerca. Una profusión de alambres perforaba varios huesos largos. Los alambres pasaban luego horizontalmente por un marco de aluminio alrededor del paciente, antes de ascender a un complicado sistema de trolley en el techo. Susan levantó los ojos y vio un laberinto de guías para los trolleyes. Todos los tubos de venoclisis, los de succión y líneas de monitoreado ascendían desde el paciente hasta el trolley. Susan volvió a mirar a Michelle.

—¿Y no hay enfermeras?

—Yo soy enfermera, y hay otras dos de guardia, y un médico. Es una proporción razonable para ciento treinta y un pacientes en terapia intensiva, ¿no le parece? Ya ve que todo es automático. El peso del paciente, los gases en sangre, el equilibrio de los líquidos, la presión arterial, la temperatura del cuerpo… en realidad, una enorme lista de variables, son constantemente medidas y controladas con los valores normales por la computadora. La computadora acciona solenoides para rectificar cualquier anormalidad o discrepancia que encuentra. Es mucho mejor que la atención convencional. El médico tiende a ocuparse de variables aisladas y en forma estática. La computadora puede efectuar muestras en un espacio de tiempo, y por lo tanto hacer un tratamiento dinámico. Pero aún más importante es que la computadora correlaciona todas las variables en cualquier momento dado. Se parece mucho más a los propios mecanismos reguladores del cuerpo.

—Medicina moderna a la enésima potencia. Es increíble, realmente increíble. Como un relato de ciencia-ficción. Una máquina que atiende a una multitud de personas sin conciencia. Es casi como si estos pacientes no fueran personas.

—No son personas.

—¿Cómo? —Susan dejó de mirar al paciente para mirar a Michelle.

Fueron personas; ahora son preparados sin cerebro. La medicina moderna y la tecnología médica han avanzado hasta el punto en que estos organismos pueden conservarse vivos a veces indefinidamente. El resultado fue una crisis de efectividad de costos. La ley decidió que había que conservarlos. La tecnología tuvo que avanzar para encontrar una solución realista. Y la ha encontrado. Este hospital está preparado para atender mil casos como éstos a la vez.

Había algo en la filosofía básica expuesta por Michelle que hacía sentir incómoda a Susan. También tenía la sensación de que su guía estaba cuidadosamente adoctrinada. Susan pensaba que Michelle no cuestionaba lo que decía. De todos modos a Susan no le importaban los fundamentos filosóficos de la institución. Estaba impresionada por el aspecto físico del lugar. Quería ver más. Recorrió la sala con la mirada. Tenía más de treinta metros de largo, y el techo estaba a una altura de unos seis metros. El laberinto de guías en el techo era increíble.

Había otra puerta en el extremo más alejado de la habitación. Estaba cerrada. Pero era una puerta normal con picaporte y bisagras. Susan decidió que las únicas puertas accionadas automáticamente eran las que ya había atravesado. Al fin y al cabo la mayoría de los visitantes, las familias, nunca entraban en la sala principal.

—¿Cuántas salas de operaciones hay aquí, en el instituto Jefferson? —preguntó repentinamente Susan.

—Aquí no hay salas de operaciones. Ésta es una institución para la atención de pacientes crónicos. Si un paciente necesita atención aguda, se lo traslada nuevamente a la institución de donde vino.

La respuesta fue tan rápida que daba la impresión de una respuesta refleja o aprendida. Susan recordaba perfectamente haber visto los quirófanos en los planos obtenidos en la Municipalidad. Estaban en el segundo piso. Susan comenzó a sentir que Michelle mentía.

—¿No hay salas de operaciones? —Deliberadamente Susan demostraba gran sorpresa—. ¿Y dónde realizan los procedimientos de emergencia, como una traqueotomía?

—Aquí mismo, en la sala principal, o en la sala de visitas de Terapia Intensiva, al lado. Pueden equiparse como quirófanos menores, si es necesario. Pero eso rara vez sucede. Como le dije, éste es un hospital para crónicos.

—De todas maneras yo pensaba que habrían incluido un quirófano.

En ese momento, precisamente frente a Susan, uno de los pacientes fue automáticamente inclinado hacia atrás, de manera que su cabeza quedó casi veinte centímetros por debajo de sus pies.

—Ése es un buen ejemplo de cómo funciona la computadora —comentó Michelle—. Seguramente la computadora registró un descenso en la presión arterial.

Susan apenas escuchaba; estaba pensando cómo hacer para explorar, un poco por su cuenta. Quería ver esos quirófanos que indicaban los planos de los pisos.

—Uno de los motivos por los que pedí venir aquí fue el de ver a un paciente. Su nombre es Berman, Sean Berman. ¿Sabe dónde está ubicado?

—No, no lo sé de memoria. A decir verdad, aquí no usamos los nombres de los pacientes. A los pacientes se les ponen números: número 1, número 2, etcétera. Es infinitamente más fácil para accionar la computadora. Para encontrar el número de Berman, tendría que consultar la computadora. En un minuto podemos obtenerlo.

—Bien, me gustaría saberlo.

—Iré a la terminal de información en el escritorio de control. Entre tanto dé una vuelta por aquí y vea si lo encuentra. O puede venir conmigo y quedarse en la sala de espera. En la sala de control no se admiten visitas.

—Esperaré aquí, gracias. Hay suficientes cosas de interés como para mantenerme ocupada una semana.

—Como quiera. No necesito decirle que no puede tocar alambres ni pacientes, bajo ningún concepto. Todo el sistema está muy cuidadosamente equilibrado. La resistencia eléctrica de su cuerpo sería captada por la computadora y sonaría una alarma.

—No se preocupe. No tocaré nada.

—Bien. Enseguida vuelvo.

Michelle se quitó las gafas. La puerta de la sala de visitas se abrió automáticamente y Michelle salió.

Michelle atravesó la sala de visitas y la mitad del corredor que se comunicaba con ella. Estaba levemente iluminado como la sala de control de un submarino nuclear. Una buena parte de la luz provenía de la pared más distante, que en realidad era un espejo transparente que permitía observar el vestíbulo de las visitas desde la sala de control.

Había otras dos personas en la sala cuando entró Michelle. Sentado frente a una gran serie de monitores de televisión dispuestos en forma de U había un guardia. También él estaba vestido de blanco, y llevaba un cinturón de cuero blanco, un arma automática en cartuchera blanca y un receptor Sony. Estaba sentado frente a una vasta consola con múltiples botones y diales. Frente a él una batería de monitores de televisión recorrían salas, corredores y puertas en todo el hospital. Varias pantallas tenían imágenes fijas, por ejemplo los que mostraban la puerta de entrada y la recepción. Otros cambiaban la imagen a medida que las videocámaras registraban el área. El guardia levantó sus ojos soñolientos cuando entró Michelle.

—¿La dejó sola en el pabellón? ¿Le parece bien?

—No habrá problemas. Me indicaron que le dejara ver todo lo que quisiese en el primer piso.

Michelle fue hasta una gran terminal de la computadora donde la otra ocupante de la habitación, una enfermera vestida como Michelle, observaba los datos que presentaban las cuarenta pantallas, o más, que tenía frente a sí. En forma intermitente la impresora de la computadora, a su derecha, activaba e imprimía información.

Michelle se dejó caer en una silla.

—¿A quién diablos conoce para que la inviten aquí a ella sola? —preguntó la enfermera de la computadora entre bostezos—. Parece una enfermera diplomada de mierda, o algo así. No tiene identificación, ni cofia. ¡Y ese uniforme! Parece que lo tuviera puesto desde hace seis meses.

—No tengo la menor idea. El director me llamó para decirme que venía, que la hiciera pasar y la atendiera. Tuve que llamar a Herr Direktor en cuanto llegó. ¿Crees que hay algún problema en todo esto?

La enfermera de la computadora se rió.

—Hazme un favor —pidió Michelle—. Marca el nombre de Sean Berman en la computadora. Vino del Memorial. Necesito su número de paciente y su ubicación.

La enfermera de la computadora comenzó a dictar la información.

—En el próximo cambio, tú te sientas ante la computadora y yo hago las recorridas. Jugar con esta máquina me está sacando de quicio.

—Con mucho gusto. Lo único que quebró mi rutina como circulante esta semana fue esta visita. Hace un año, si alguien me hubiera dicho que iba a atender yo sola a cien pacientes de terapia intensiva, me habría reído en su cara.

Se iluminó una de las pantallas de display: Berman, Sean. Edad, 33 años, sexo masculino, raza caucásica. Diagnóstico: muerte cerebral secundaria por complicaciones con la anestesia. Número de orden 323 B4. STOP.

La enfermera marcó nuevamente el número 323 B4 en la computadora.

El guardia en el otro extremo de la habitación seguía sentado, encorvado, observando los monitores como de costumbre, como lo había estado haciendo durante las dos horas desde su último descanso, como lo venía haciendo desde hacía un año. En la pantalla número 15 apareció la imagen de la sala principal; la videocámara la recorría lentamente de uno a otro extremo. Los pacientes desnudos, colgantes, no tenían el menor interés para el guardia. Ya se había acostumbrado a la siniestra escena. Automáticamente la pantalla número 15 pasó a la sala de terapia intensiva que su cámara comenzaba a registrar.

El guardia se incorporó bruscamente, mirando la pantalla número 15. Movió el control manual y volvió a registrar la sala principal.

—¡La visitante ya no está en la sala principal! —anunció el guardia.

Michelle se apartó de la pantalla de display de la computadora y entrecerró los ojos para ver la pantalla número 15 del monitor.

—¿No? Bueno, revise la sala de visitas y el corredor. Tal vez se cansó. La sala principal suele ser difícil de resistir para los que vienen por primera vez.

Michelle se volvió a mirar por el vidrio la sala de espera, pero Susan tampoco estaba allí.

La pantalla de display de la computadora mostró: Número 323 B4, fallecido. 0310 Feb. 26. Causa de muerte: paro cardíaco. STOP.

—Bien, si vino para ver a Berman, llegó tarde —dijo Karen con tono desapasionado.

—No está en la sala de visitas —informó el guardia, activando una serie de controles—. Y no está en el corredor. No es posible.

Michelle se levantó de su asiento, sin quitar los ojos de la pantalla número quince hasta que llegó a la puerta.

—Cálmese. La encontraré. —Michelle se volvió hacia la enfermera de la computadora. —Creo que deberías volver a llamar al director. Más vale que nos saquemos de encima a esta muchacha.

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