Coma

Coma


Página 3 de 47

Nancy Greenly estaba tendida de espaldas en la mesa de operaciones, con los ojos clavados en las luces con pantallas metálicas del quirófano número 8, tratando de conservar la calma. Le habían dado varias inyecciones preoperatorias que, según le dijeron, la harían sentirse soñolienta y feliz. Pero estaba más nerviosa y con más temores que antes de recibirlas. Y lo peor era que se sentía en una total, completa y absoluta vulnerabilidad. En sus veintitrés años de vida nunca se había sentido tan incómoda y tan vulnerable. Estaba cubierta por una sábana de algodón blanco. El borde estaba arrugado, y ligeramente rasgado. Eso la molestaba, y no sabía por qué. Bajo la sábana, sólo tenía puesta una de esas túnicas de hospital, que se atan en la nuca y sólo llegan hasta la mitad del muslo, abiertas en la espalda. Aparte de eso la toalla higiénica, que sentía empapada por su propia sangre. En ese momento temía y odiaba al hospital y deseaba gritar, escaparse de allí y correr por el pasillo. Pero no lo hizo. Le tenía más miedo a la hemorragia que había estado sufriendo que al entorno frío y desensibilizado del hospital; ambas cosas le daban aguda conciencia de su mortalidad, y en general a Nancy no le gustaba enfrentarse con ese hecho.

A las 07:11 de esa mañana del catorce de febrero de 1976, la parte Este del cielo, sobre la ciudad de Boston era de un color gris tiza, y la caravana de coches que venían de la ciudad tenían las luces encendidas. La temperatura era de 10° bajo cero, y la gente caminaba rápidamente por las calles. No se oían voces, sólo el sonido de los coches y el viento.

Dentro del Boston Memorial Hospital las cosas eran diferentes. La intensa luz fluorescente iluminaba hasta el último centímetro cuadrado de la superficie de la sala de operaciones. El murmullo de actividad y voces excitadas daba fe de que en el quirófano se empezaba a trabajar a las 07:30, en punto. Eso significaba que los escalpelos cortaban la piel exactamente a las 07:30; que actividades tales como ir a buscar al paciente, prepararlo, lavarlo, y hacer la inducción con la anestesia debían estar terminadas antes de las 07:30.

Por lo tanto a las 07:11 la actividad en el área de la sala de operaciones era muy intensa, incluyendo la de la sala 8. Era un típico quirófano del Memorial. Paredes con azulejos de color neutro; pisos con revestimiento vinílico moteado. A las 07:30, el 14 de febrero de 1976, iba a efectuarse un D y C (dilatación y curetaje, un procedimiento ginecológico corriente), en el quirófano número 8. La paciente era Nancy Greenly; el anestesista era el doctor Robert Billing, residente de anestesiología de segundo año; la enfermera encargada del lavado era Ruth Jenkins; la enfermera circulante Gloria D’Mateo. El cirujano era George Major (el miembro joven del antiguo y prestigioso grupo de Ginecología y Obstetricia) y estaba en el vestuario colocándose el guardapolvo, mientras los demás trabajaban activamente.

Nancy Greenly sufría una hemorragia desde hacía once días. Al principio lo tomó como un período normal, a pesar de que comenzó mucho antes de la fecha. No tuvo molestias premenstruales; apenas un ligero dolor en el vientre antes de comenzar las pérdidas. Pero luego no le provocó otros malestares, y parecía ir en disminución. Cada noche se acostaba pensando que estaba por terminar, pero al despertarse encontraba el apósito empapado. Las consultas telefónicas, primero con la enfermera del doctor Major y luego con el médico mismo, ya no la tranquilizaban mucho. Y era algo muy inoportuno, terriblemente molesto, que, como suele suceder con estas cosas, llegó en el peor momento. Pensó que Kim Devereau venía a pasar con ella en Boston las vacaciones de primavera de la Facultad de Derecho de Duke. La compañera de cuarto de Nancy decidió a último momento que pasaría esa semana esquiando en Killington. Todo parecía suceder en forma armónica y romántica, excepto la hemorragia. Era difícil mantener el buen humor en esas circunstancias. Nancy era una muchacha angulosa y atractiva, de aspecto aristocrático. Era muy meticulosa con su persona. Se sentía incómoda si su cabello no estaba inmaculadamente limpio. De modo que las continuas pérdidas la hacían sentirse desprolija, inatractiva, sin control de sí misma. Y en cierto momento comenzaron a asustarla.

Nancy recordaba aquel momento en que estaba tendida en el sofá, con las piernas sobre unos almohadones, leyendo el editorial del «Globe» mientras Kim preparaba bebidas en la cocina. Sintió una extraña sensación en la vagina, que jamás había experimentado antes. Era como si se estuviera inflando con una masa tibia y blanda. No tuvo el más mínimo dolor o molestia. Al principio el origen de la sensación la dejó perpleja, pero entonces sintió calor en la parte interna de los muslos y el fluir de un líquido que se escurría hasta sus nalgas. Sin demasiada ansiedad reconoció que tenía pérdidas, y bastante abundantes. Con calma, sin mover el cuerpo, volvió la cabeza hacia la cocina y llamó:

—Kim, ¿me harías el favor de llamar a una ambulancia?

—¿Qué sucede? —preguntó Kim, corriendo a su lado.

—Tengo una hemorragia muy fuerte —respondió Nancy con serenidad—. Pero no hay de qué alarmarse. Creo que es un período demasiado abundante. Pero debo ir ya mismo al hospital. Entonces, por favor, llama a una ambulancia.

El viaje en la ambulancia se realizó sin inconvenientes, sin sirenas ni drama. Nancy tuvo que esperar más de lo que le parecía razonable en la sala de guardia. Apareció el doctor Major y por primera vez despertó una sensación de alegría en Nancy, que siempre había detestado los exámenes vaginales de rutina a los que se sometía, y que asociaba la cara, el porte y el olor del doctor Major con esos exámenes. Pero cuando vio al médico en la sala de guardia se puso muy contenta, hasta el punto de tener que contener el llanto.

El examen vaginal en la sala de guardia fue, sin dudas, el peor que había experimentado.

Una delgada cortina, que constantemente se corría de aquí para allá, era la única barrera entre la gente que esperaba afuera y el lastimado pudor de Nancy. Le tomaban la presión cada pocos minutos; le sacaron sangre; tuvo que quitarse la ropa y ponerse la túnica del hospital; y cada vez que hacían algo corrían la cortina y Nancy se enfrentaba con un conjunto de caras sobre túnicas blancas, niños con heridas, y gente vieja, cansada. Y ahí estaba la chata, a la vista de cualquiera que quisiese mirarla. Contenía un gran coágulo de sangre de forma indefinida. Y entretanto ahí estaba el doctor Major entre sus piernas, tocándola y hablándole a la enfermera sobre otro caso. Nancy cerró los ojos apretando los párpados, y lloró en silencio.

Pero todo terminaría pronto, o por lo menos así lo prometió el doctor Major. Le explicó a Nancy con gran detalle cosas sobre la cara interna del útero, que cambia durante el ciclo normal, y lo que sucede cuando no cambia. Dijo algo sobre los vasos sanguíneos y la necesidad de que se desprendiera un óvulo del ovario. La cura definitiva era una dilatación y curetaje. Nancy aceptó sin discutir y pidió que no se informara a sus padres. Podía hacerlo ella misma cuando todo hubiera terminado. Estaba segura de que su madre pensaría que había tenido que hacerse un aborto.

Ahora, mientras contemplaba la gran lámpara de la sala de operaciones sobre su cabeza, el único pensamiento que daba una mínima felicidad a Nancy, era el hecho de que esta maldita pesadilla se acabaría en menos de una hora, y que su vida volvería a la normalidad. La actividad en el quirófano le era tan absolutamente extraña que evitaba mirar a nadie ni a nada, excepto la luz allá arriba.

—¿Está cómoda?

Nancy miró a la derecha. Por sobre la fibra sintética del barbijo quirúrgico la miraban un par de profundos ojos pardos. Gloria D’Mateo envolvía el brazo derecho de Nancy en un lienzo que, fijado a un costado de la camilla, la inmovilizaría aún más.

—Sí —respondió Nancy con cierta indiferencia. En realidad estaba horriblemente incómoda. La mesa de operaciones era tan dura como la mesa de fórmica de su cocina. Pero el feneral y el demerol que había tomado comenzaban a surtir efecto en alguna zona profunda de su cerebro. Nancy estaba mucho más despierta de lo que deseaba, pero al mismo tiempo empezaba a sentirse separada y disociada de lo que la rodeaba. La atropina que le habían dado también hacía su efecto: Nancy tenía la garganta y la boca secas y la lengua pegajosa.

El doctor Billing estaba ocupado con su máquina. Era una maraña de acero inoxidable, manómetros verticales y una serie de cilindros de colores que contenían gas comprimido. Sobre la máquina se veía un frasco marrón de halotano. En la etiqueta decía «2-bromo-2-cloro-l, l, l, trifluoretano (C2 HBrCIF3)». Un agente anestésico casi perfecto. «Casi», porque de tanto en tanto parecía destruir el hígado de un paciente. Pero eso sucedía con poca frecuencia, y las otras características del halotano eran tan satisfactorias que su capacidad potencial de dañar el hígado no se tomaba en cuenta. El doctor Billing estaba enamorado del halotano. En su imaginación se veía desarrollando el halotano, introduciéndolo en la comunidad médica en el artículo de fondo del «New England Journal of Medicine», y luego encaminándose a recibir el Premio Nobel vestido con el mismo smoking con que se había casado. El doctor Billing era un muy buen residente anestesista, y lo sabía. En realidad pensaba que casi todos lo sabían. Estaba convencido de que sabía tanta anestesiología como la mayoría de los médicos externos, y más que algunos de ellos. Y era cuidadoso, muy cuidadoso. Nunca había tenido complicaciones serias como residente, y eso no era común.

Como un piloto de un 747, se había confeccionado su propia lista de controles, y respetaba religiosamente la política de controlar cada paso del procedimiento de inducción. Esto significaba que había hecho fotocopiar mil listas, y traía una copia junto con el resto del equipo al comenzar cada operación. Alrededor de las 07:15, el anestesista se encontraba, sin ningún atraso, en el paso número doce: estaba ajustando los tubos de goma. Un extremo se conectaba con la cámara de ventilación, cuya capacidad de cuatro o cinco litros te permitía inflar violentamente los pulmones del paciente en cualquier momento del procedimiento. El otro extremo iba al tubo en el que se absorbería el dióxido de carbono expirado por el paciente. El paso número trece consistía en asegurarse de que las válvulas de control unidireccionales de los tubos de respiración estuvieran alineadas en la dirección correcta. El paso número catorce era conectar el aparato de anestesia con el aire comprimido, el óxido nitroso y las fuentes de oxígeno en las paredes del quirófano. En el costado del aparato de anestesia colgaban cilindros de oxígeno de emergencia, y el doctor Billing controló las presiones del manómetro en ambos cilindros. Estaban totalmente cargados. El doctor Billing se sentía contento.

—Voy a colocarle electrodos en el pecho para controlar su corazón —anunció Gloria D’Mateo, retirando la sábana y levantando la túnica de Nancy, exponiendo su cuerpo apenas cubierto al aire esterilizado.

—En el primer momento sentirá frío —agregó Gloria D’Mateo mientras colocaba una jalea incolora en tres puntos del pecho de Nancy.

Nancy quería decir algo, pero le daba mucho trabajo manejar sus actitudes ambivalentes sobre lo que estaba experimentando. Estaba agradecida porque esto le iba a hacer bien, o por lo menos eso le habían asegurado; y furiosa, porque se sentía tan expuesta, en sentido literal y figurado.

—Ahora va a sentir un pequeño malestar —dijo el doctor Billing, dando unos golpecitos en el dorso de la mano izquierda de Nancy para hacer sobresalir las venas. Había atado fuertemente un tubito de goma a la muñeca de Nancy, que sentía latir su corazón en las puntas de los dedos. Todo sucedía demasiado rápido para que Nancy llegara a asimilarlo.

—Buen día, señorita Greenly —saludó un entusiasta doctor Major mientras entraba por la puerta del quirófano—. Espero que haya dormido bien. Liquidaremos este asunto en pocos minutos y la llevaremos de vuelta a su cama para que tenga un buen descanso.

Antes de que Nancy pudiera contestar, los nervios de los tejidos del dorso de su mano cobraron vida, enviando urgentes mensajes a su centro de dolor. Después del acceso inicial 5 el dolor disminuyó hasta un punto, y se disipó. Desapareció el ajustado torniquete de goma y la sangre volvió a la mano de Nancy. Sintió que desde el fondo de su cabeza le surgían lágrimas.

—Comenzar el goteo —dijo el doctor Billing para sí mismo, mientras tildaba el número dieciséis de la lista.

—Enseguida se quedará dormida, Nancy —continuó el doctor Major—. ¿Verdad, doctor Billing? Nancy, tuvo usted mucha suerte. El doctor Billing es el mejor anestesista.

El doctor Major llamaba «muchachas» a todas sus pacientes, cualquiera que fuese su edad. Era una de esas modalidades condescendientes que había adoptado de su viejo compañero.

—Exacto —replicó el doctor Billing, mientras colocaba una máscara de anestesia sobre los tubos de goma—. Tubo número ocho, Gloria, por favor. Y usted, doctor Major, puede comenzar el lavado; estaremos listos a las 07:30.

—Perfecto —dijo el doctor Major, dirigiéndose a la puerta. Hizo una pausa y se detuvo junto a Ruth Jenkins, que colocaba instrumentos en la mesita.

—Quiero mis propios dilatadores y curetas, Gloria, por favor. La última vez me dio esos instrumentos medievales, del hospital. —Antes de que la enfermera pudiera contestar ya se había ido.

Nancy oía, en algún lugar detrás de ella, el sonido de radar del monitor cardíaco. Era el propio ritmo de su corazón que resonaba en el ambiente.

—Bien, Nancy —dijo Gloria—. Quiero que se corra hacia adelante y coloque las piernas en los soportes. —Gloria tomó una pierna de Nancy y luego la otra por debajo de la rodilla y las levantó hasta los soportes de acero inoxidable. La sábana se deslizó entre las piernas de Nancy, que ahora quedaron desnudas hasta la mitad del muslo. La parte anterior de la mesa desapareció, y la sábana cayó al suelo. Nancy cerró los ojos y trató de no imaginarse a sí misma despatarrada de esa manera. Gloria recogió la sábana y la colocó descuidadamente sobre el abdomen de Nancy, de modo que se plegó entre sus piernas, cubriendo el perineo sangrante y recién rasurado.

Nancy quería conservar la calma, pero se ponía cada vez más ansiosa. Quería sentirse agradecida, pero sus emociones se dirigían cada vez más claramente hacia el enojo indiscriminado.

—No estoy segura de querer seguir adelante —dijo Nancy, mirando al doctor Billing.

—Todo marcha muy bien —respondió el doctor Billing con un tono de voz falsamente despreocupado, mientras controlaba el número dieciocho de su lista—. En un segundo más estará dormida —agregó mientras tomaba una jeringa y le daba unos golpecitos para que salieran las burbujas de aire—. Enseguida le daré pentotal. ¿No tiene sueño ahora?

—No —respondió Nancy.

—Bueno, debería habérmelo dicho.

—No sé lo que debo sentir —replicó Nancy.

—No tiene importancia —dijo el doctor Billing, mientras acercaba el aparato de anestesia a la cabeza de Nancy. Con gran eficiencia fijó la jeringa de pentotal a la válvula de paso triple en la línea de goteo.

—Ahora quiero que cuente hasta cincuenta, Nancy. —Esperaba que Nancy sólo llegaría hasta quince. El doctor Billing sentía una cierta satisfacción al ver dormirse al paciente. Para él era una repetida prueba de la validez del método científico. Además lo hacía sentirse poderoso: era como si ejerciera el dominio del cerebro del paciente. Pero Nancy era una persona de voluntad fuerte, y aunque quería dormirse luchó momentáneamente contra la droga. Aún contaba en voz audible cuando el doctor Billing le dio una segunda dosis de pentotal. Llegó a decir veintisiete antes de que los dos gramos de droga lograran inducir el sueño. Nancy Greenly se durmió a las 07:24 del 14 de febrero de 1976, por última vez.

El doctor Billing no tenía idea de que esta joven iba a ser su primera complicación importante. Confiaba en que todo estaba bajo control. La lista estaba casi completa. Hizo aspirar a Nancy una mezcla de halotano, óxido nitroso y oxígeno a través de una máscara. Luego inyectó dos centímetros cúbicos de cloruro de succinilcolina al dos por ciento en el goteo de Nancy, para lograr una parálisis de todos sus músculos esqueléticos, lo cual facilitaría la colocación de un tubo en la tráquea. También permitiría al doctor Major hacer un examen bimanual, para descartar alguna patología ovárica.

El efecto de la succinilcolina se apreció casi de inmediato. Al principio hubo fasciculaciones pequeñísimas en los músculos de la cara; luego en los del abdomen. Mientras la corriente sanguínea llevaba la droga por todo el cuerpo, las partes motoras y los extremos de los músculos se despolarizaron, y se produjo una parálisis total de la musculatura esquelética. La musculatura lisa, lo mismo que el corazón, no fueron afectados, y el ritmo del monitor se mantuvo idéntico.

La lengua de Nancy, paralizada, cayó hacia atrás, bloqueando el pasaje del aire. Pero eso no tenía importancia. Los músculos del tórax y el abdomen también estaban paralizados, y cesó todo intento de respirar. Aunque químicamente era diferente del curare de los salvajes del Amazonas, la droga tenía el mismo efecto y Nancy podría haber muerto en cinco minutos. Pero en este punto nada andaba mal. El doctor Billing lo controlaba todo. El efecto era esperado y deseable. Externamente tranquilo, internamente muy tenso, el doctor Billing dejó la máscara y extendió la mano hacia el laringoscopio, el paso número veintidós de su lista. Con la punta de la hoja sacó la lengua hacia afuera y maniobró en la blanca epiglotis, mientras visualizaba la entrada a la tráquea. Las cuerdas vocales estaban entreabiertas, paralizadas junto con el resto de la musculatura esquelética.

El doctor Billing proyectó rápidamente un tópico anestésico en la tráquea. El laringoscopio hizo un típico ruido metálico cuando el doctor Billing plegó la hoja dentro del mango. Con ayuda de una jeringa pequeña infló el extremo del tubo endotraqueal, y lo cerró. Inmediatamente ajustó el extremo a un tubo de goma, sin la máscara facial, al extremo abierto del tubo endotraqueal. Al comprimir la cámara de ventilación, el pecho de Nancy ascendió en forma rítmica. El doctor Billing auscultó el tórax de la paciente con su estetoscopio y quedó satisfecho. El entubamiento se había realizado con la eficacia esperada. El doctor Billing tenía control total del estado respiratorio de la paciente. Ajustó los medidores y efectuó la combinación deseada de halotano, óxido nitroso y oxígeno. El tubo endotraqueal estaba sujeto con unos trozos de tela adhesiva. Lo movió con un dedo para ajustar el ritmo del goteo. El corazón del propio doctor Billing empezó a latir con más calma. Nunca lo demostraba, pero siempre se ponía tenso durante el proceso de entubamiento. Con un paciente paralizado hay que trabajar rápido y bien.

Con un movimiento de cabeza el doctor Billing indicó que Gloria D’Mateo podía comenzar la preparación del perineo rasurado de Nancy. Entre tanto el doctor Billing comenzaba a relajarse. Ahora su trabajo se reducía a una estrecha vigilancia de los signos vitales de la paciente: pulsaciones y ritmo cardíaco, presión arterial y temperatura. Mientras la paciente estuviese paralizada, debía comprimir la cámara de ventilación para que respirara. La succinilcolina se agotaría en ocho o diez minutos; luego la paciente podría respirar por sí misma, y el anestesiólogo descansaría. La presión sanguínea de Nancy se mantenía en 105/70. El pulso había descendido, del ritmo ansioso anterior a la anestesia, al muy normal de setenta y dos pulsaciones por minuto. El doctor Billing estaba contento; deseó que llegara el momento de hacer un alto para tomar un café, cuarenta minutos después.

El caso se desarrollaba sin problemas. El doctor Major realizó su examen bimanual y pidió un poco más de relajación. Esto significaba que la sangre de Nancy se había desintoxicado de la succinilcolina recibida durante el entubamiento. Al doctor Billing le alegró suministrar otros dos centímetros cúbicos. Lo anotó cuidadosamente en su registro de anestesia. El resultado fue inmediato, y el doctor Major agradeció al doctor Billing e informó a los presentes que los ovarios eran como dos suaves duraznos, perfectamente normales. La dilatación del cuello se realizó sin ningún tropiezo. Se extrajo un par de coágulos de la bóveda vaginal con la succionadora. El doctor Major cureteó cuidadosamente el interior del útero, estudiando la consistencia del tejido endométrico. Mientras el doctor Major pasaba la segunda cureta, el doctor Billing notó un ligero cambio en el ritmo del monitor cardíaco. Observó la huella del trazado electrónico en la pantalla osciloscópica. El pulso bajó a sesenta. Instintivamente el doctor Billing infló el aparato de tomar la presión y escuchó atentamente esperando oír el sonido lejano de la sangre que pasa por una arteria oprimida. Al aflojar la presión del aire, oyó la repercusión que indicaba la presión diastólica. No era demasiado bajo, pero su cerebro analítico quedó perplejo. ¿Tal vez Nancy estaba recibiendo un feedback del nervio vago del útero? Lo dudaba, pero de todas maneras se quitó el estetoscopio de los oídos.

—Doctor Major, ¿puede interrumpir un minuto? La presión ha bajado un poco. ¿Qué pérdida de sangre estima usted?

—No más de quinientos centímetros cúbicos —respondió el doctor Major, levantando la vista de la entrepierna de Nancy.

—Qué raro —comentó el doctor Billing, volviendo a colocarse el estetoscopio. Lo infló nuevamente. La presión era de 90/58. Miró el monitor: pulso, sesenta.

—¿Qué presión tiene? —preguntó el doctor Major.

—Nueve y seis, con un pulso de sesenta —respondió el doctor Billing, quitándose el estetoscopio de los oídos y volviendo a controlar las válvulas del aparato de anestesia.

—¿Qué diablos pasa con eso? —saltó el doctor Major, mostrando cierta irritación incipiente.

—Nada —replicó Billing—. Pero es un cambio. Hasta ahora era tan constante.

—Pero tiene muy buen color. Aquí abajo, rojo como una cereza —agregó el doctor Major, riéndose de su propio chiste. Sólo él se rió.

El doctor Billing miró el reloj. Eran las 07:48.

—Bien, continúe. Le avisaré si hay otros cambios —dijo el doctor Billing, oprimiendo resueltamente la cámara de respiración para llenar de aire los pulmones de Nancy. El doctor Billing estaba preocupado; un sexto sentido le advertía que algo sucedía, activaba su propia producción de adrenalina y aceleraba su ritmo cardíaco. Vio desinflarse la cámara respiratoria y se quedó quieto. Volvió a comprimirla, registrando mentalmente el grado de resistencia ofrecido por los conductos bronquiales y los pulmones de Nancy. Era muy fácil hacerla respirar. Billing miró nuevamente la cámara. Ningún movimiento, ningún efecto respiratorio por parte de Nancy, a pesar de que la segunda dosis de succinilcolina ya debía estar metabolizada.

La presión sanguínea subió ligeramente, luego volvió a bajar: 80/58. El monótono trazado del monitor salteó uno. Los ojos del doctor Billing saltaron de inmediato a la pantalla del osciloscopio. Se reinstauró el ritmo.

—Terminaré en cinco minutos —anunció el doctor Major para tranquilizar al doctor Billing. Con una sensación de alivio, el doctor Billing disminuyó el flujo del óxido nitroso y el del halotano, a la vez que aumentaba el de oxígeno. Quería alivianar el nivel de anestesia de Nancy. La presión subió a 90/60, y el doctor Billing se sintió un poco mejor. Hasta se permitió pasarse el dorso de la mano por la frente para enjugar las gotas de transpiración que habían aparecido como evidencia de su creciente ansiedad.

Observó el tubo de cal sodada. Parecía normal. Eran las 07:56. Con la mano derecha levantó los párpados de Nancy. Se movieron sin resistencia. Las pupilas estaban dilatadas al máximo. El doctor Billing sintió volver el miedo como una ola. Algo andaba mal… muy mal.

Ir a la siguiente página

Report Page