Coma

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Lunes 23 de febrero » 07:30 horas

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07:30 horas

El Boston Memorial Hospital no tiene características arquitectónicas especiales, a pesar del número desproporcionado de arquitectos existente en el área de Boston. El pabellón principal es atractivo e interesante. Fue construido más de un siglo atrás con bloques de piedra marrón combinados con habilidad y buen gusto. Pero la estructura es demasiado pequeña y de sólo dos pisos. Además fue diseñada con salas grandes, generales, que ahora resultaban anticuadas. Por lo tanto su utilidad actual es mínima. Lo único que mantiene a raya a la demolición y a los proyectistas es su aura de historia médica.

Los numerosos pabellones más grandes son estudios en gótico norteamericano. Millones y millones de ladrillos se extienden en superficies con ángulos obtusos, llenas de ventanas sucias y monótonos techos planos. Esos edificios se levantaron en distintas épocas, según la necesidad de camas o los fondos existentes. No hay duda de que el conjunto de construcciones es muy feo, excepto algunas pequeñas, dedicadas a la investigación. Esas tuvieron arquitectos y dinero para quemar.

Pero muy pocas personas advierten la apariencia de los edificios. El todo es más que la suma de sus partes; la percepción está demasiado nublada por innumerables capas de respuestas emocionales. Los edificios no son simples edificios. Son el afamado Boston Memorial Hospital, que contiene todo el misterio y la brujería de la medicina moderna. El miedo y el interés se mezclan en un diálogo ambivalente cuando los legos se aproximan a su estructura. Y para los profesionales es la Meca: el pináculo de la medicina académica.

Lo que rodea al hospital no le agrega mucho. Por un lado un laberinto de vías ferroviarias que llevan a North Station, y por el otro una impresionante red de autopistas elevadas, forman una enorme escultura de acero oxidado. Del otro lado hay un moderno monoblock de viviendas para familias con pocos recursos. El objetivo de esta construcción se desvirtuó a causa de la conocida corrupción del gobierno de Boston. Los edificios de departamentos parecen viviendas para los desposeídos por su falta de diseño exterior. Pero sus alquileres son inalcanzables y sólo los ricos y los privilegiados viven allí. Frente al hospital está uno de los extremos del puerto de Boston, con agua color café, endulzada por los residuos cloacales. Entre el hospital y el agua hay un patio de juegos lleno de periódicos viejos.

A las 07:30 de esa mañana del lunes todos los quirófanos del Memorial vibraban de actividad. En el curso de los siguientes cinco minutos, veintiún escalpelos cortaron la piel humana sin ninguna resistencia, al comenzar las operaciones. El destino de un buen número de personas dependía de lo que se hacía o de lo que no se hacía, de lo que se encontraba o no se encontraba en las veintiún salas azulejadas. Se trabajaba con un ritmo furioso que sólo se detenía a las dos o tres de la tarde. Hacia las ocho o nueve de la noche sólo quedarían funcionando dos quirófanos, donde la actividad continuaba a menudo hasta las 07:30 del día siguiente.

En agudo contraste con el área de las salas de operaciones, en la sala de descanso había un agradable silencio. Allí sólo había dos personas, porque el intervalo en que se servía café comenzaba después de las nueve. Junto a la pileta había un hombre de aspecto enfermizo que representaba mucho más de sus sesenta y dos años. Trataba de limpiar la pileta sin retirar alrededor de veinte tazas a medio enjuagar que habían quedado allí dentro. El hombre se llamaba Walters, y pocos sabían si ése era su nombre o su apellido. Su nombre completo era Chester P. Walters. Nadie sabía a qué correspondía la «P.», ni siquiera Walters mismo. Era empleado del pabellón quirúrgico del Memorial Hospital desde los 16 años, y nadie se había atrevido jamás a despedirlo a pesar de que no hacía prácticamente nada. Decía que no se sentía bien, y de veras no tenía buen aspecto, pálido como la cera y tosiendo cada pocos minutos. Su tos revelaba unos bronquios llenos de flema, pero nunca tosía con suficiente fuerza como para expectorar. Era como si quisiera mantener presentes a sus bronquios sin abandonar el cigarrillo que siempre llevaba colgando en el ángulo izquierdo de la boca. La mitad del tiempo llevaba la cabeza inclinada hacia la izquierda para que no le entrara humo en los ojos.

La otra persona que se encontraba en la sala era un residente de cirugía del curso intermedio, Mark H. Bellows. La H. correspondía a Halpern, el nombre de soltera de su madre. Mark Bellows estaba ocupado escribiendo en un anotador amarillo. La tos y el cigarrillo de Walters lo molestaban profundamente; levantaba la mirada cada vez que Walters comenzaba con otro ataque de tos. Para Bellows era incomprensible que un individuo pudiera hacerse tanto daño y seguir fumando. Bellows no fumaba ni había fumado jamás. También era incomprensible para Bellows que Walters continuara en el área de Cirugía a pesar de su aspecto y su personalidad, y de que no movía un dedo. La cirugía en el Memorial era la octava maravilla, la cumbre del arte quirúrgico moderno, y pertenecer a su equipo ofrecía el Nirvana, por lo menos para Bellows. Bellows había luchado intensamente para conseguir su admisión como residente. Y aquí, en el medio de tanta excelencia, este vampiro, como lo llamaba Bellows. Incoherente hasta el ridículo.

En circunstancias normales Bellows estaría en uno de esos quirófanos ayudando a consumar alguna operación. Pero el 23 de febrero estaba agregando cinco estudiantes de medicina a su incipiente lista de responsabilidades. Actualmente Bellows trabajaba en el Beard 5, o sea en el quinto piso del edificio Beard. Era un buen centro de cirugía general, quizás el mejor. Como residente de nivel intermedio del Beard 5, Bellows estaba también a cargo de la unidad quirúrgica de terapia intensiva adyacente a los quirófanos.

Bellows estiró la mano hacia la mesa que tenía al lado y tomó su taza de café sin levantar los ojos del trabajo. Sorbió audiblemente el café para luego apoyar la taza bruscamente con un tintineo. Pensó en otro «externo» que sería bueno para dar clases teóricas a los estudiantes y escribió rápidamente su nombre en el anotador. En la mesita que tenía frente a él había una hoja del Departamento de Cirugía. La tomó y estudió los nombres de los cinco estudiantes: George Niles, Harvey Goldberg, Susan Wheeler, Geoffrey Fairweather III, y Paul Carpin. Sólo dos de los nombres le causaron cierta impresión. El nombre Fairweather lo hizo sonreír y evocar la imagen de un muchacho refinado, con anteojos, camisas de Brooks Brothers y un gran árbol genealógico de Nueva Inglaterra. El otro nombre, Susan Wheeler, atrajo su atención porque a Bellows le gustaban las mujeres en general. También pensaba que él gustaba a las mujeres: era un hombre atlético y era médico. Bellows no poseía conceptos sociales muy sutiles; era más bien ingenuo, como la mayoría de sus colegas. Al ver el nombre Susan Wheeler, pensó que habiendo una estudiante mujer el mes siguiente sería algo mejor que lo habitual. No se preocupó por tratar de formarse una imagen de Susan Wheeler. La parte de su cerebro que se ocupaba de los estereotipos le dijo que no valía la pena.

Hacía dos años y medio que Mark Bellows estaba en el Memorial. Le había ido bien, y no tenía motivos para pensar que surgirían dificultades en el futuro. En realidad parecía que podría luchar por el puesto de jefe de residentes si todo marchaba bien. Que lo hubieran elegido a él, un residente intermedio, para recibir a un grupo de estudiantes, por cierto daba que pensar, aunque le representara una molestia. Fue un acontecimiento inesperado y fue el resultado inmediato de que Hugh Casey sufriera un ataque de hepatitis. Hugh Casey era uno de los residentes del curso superior, cuyo trabajo incluía dar clases a dos grupos de estudiantes durante el curso del año. La hepatitis apareció sólo tres semanas antes. Enseguida Bellows recibió la orden de presentarse en el despacho del doctor Howard Stark. Bellows nunca había asociado el mensaje con la enfermedad de Casey. En realidad, con la paranoia habitual que seguía a la orden de presentarse ante el jefe del Departamento de Cirugía, Bellows trató de recordar todas sus últimas fallas de manera de estar preparado para la admonición que esperaba. Pero, al contrario de lo acostumbrado en él, Stark estuvo muy amable y elogió a Bellows por un procedimiento de Whipple que éste había realizado. Después de esa sorpresiva introducción amable, Stark preguntó a Bellows si le interesaría hacerse cargo de los estudiantes que debían estar con Casey. A decir verdad Bellows habría preferido dejar de lado el ofrecimiento mientras estaba en la rotación del Beard 5, pero nadie rechazaba una oportunidad ofrecida por Stark, aunque viniera en forma de pedido. Hacerlo habría sido un suicidio profesional para Bellows, y él lo sabía. Bellows conocía las venganzas de las personalidades quirúrgicas que recibían una afrenta, de modo que asintió con la presteza necesaria.

Con ayuda de una regla, Bellows llenó la primera página de su anotador amarillo reglamentario de cuadraditos de dos centímetros y medio de largo. Luego procedió a llenarlos con las fechas de los siguientes treinta días en que los estudiantes estarían bajo su tutela. En cada cuadrado marcó mañana y tarde. Por la mañana pensaba dar él mismo una clase teórica; cada tarde iba a estar destinada a una clase de uno de los externos. Bellows deseaba programar todos los temas con anticipación para evitar repeticiones.

Bellows tenía 29 años; había celebrado su cumpleaños la semana anterior. Sin embargo no era fácil descubrir su edad por su aspecto. Tenía la piel lisa de un hombre en excelente estado físico. Corría unos tres kilómetros todos los días, casi sin excepción. El único hecho externo que revelaba que tenía casi 30 años era el pelo raleado en la parte alta de su cabeza, y la frente ligeramente ampliada por el retroceso del nacimiento del cabello. Bellows tenía ojos azules y cabellos casi imperceptiblemente encanecidos en las sienes. Su rostro era simpático, y poseía la envidiable cualidad de hacer sentir cómoda a la gente. Casi todo el mundo quería a Mark Bellows.

Había también dos internos designados en la rotación del Beard 5: Daniel Cartwright, del John Hopkins, y Robert Reid, de Yale. Eran internos desde julio y habían recorrido un largo camino desde entonces. Pero en febrero ya estaban sufriendo la depresión habitual de los internos. Ya había pasado tiempo suficiente para que descendiera la importancia que daban a sus roles y también el terror de la responsabilidad, pero aún faltaba mucho para que terminara el año y llegara el alivio de la carga que significaba una noche más de guardia. Por lo tanto necesitaban una cierta atención de Bellows. A Cartwright lo designaron de inmediato para la sala de terapia intensiva, mientras que Reid estaba en el Beard 5. Bellows decidió usarlos también a ellos para los estudiantes. Cartwright era un poco más emprendedor y probablemente sería más útil. Reid era de raza negra, y últimamente había empezado a atribuir el hecho de que lo sobrecargaran de trabajo, a su color, y no simplemente a su condición de interno. No era más que otro síntoma de la tristeza de febrero, pero Bellows decidió que Cartwright sería más útil.

—Qué tiempo horrible —dijo Walters, supuestamente a Bellows, pero en forma más bien impersonal. Eso es lo que Walters decía siempre, porque para él, el tiempo siempre era horrible. Las únicas condiciones climáticas en las que se sentía cómodo eran una temperatura de 25 grados con un 30 por ciento de humedad. Esa temperatura y esa humedad seguramente eran las adecuadas para los conductos bronquiales enfermos en las profundidades de los pulmones de Walters. El clima de Boston rara vez se encuadraba en esas limitadas cifras, de modo que para Walters el tiempo siempre era horrible.

—Sí —respondió Bellows con tono neutro, dirigiendo su atención hacia afuera. En ese momento cualquiera habría estado de acuerdo con Walters. El cielo se oscurecía con nubes grises que avanzaban rápidamente. Pero Bellows no pensaba en el tiempo. De pronto le agradaba la idea de los cinco estudiantes nuevos. Probablemente lo ayudarían a terminar su propia carrera como residente. Y si era así, el tiempo que les dedicara estaría muy bien empleado. En última instancia Bellows era maquiavélicamente práctico; había debido serlo para llegar a ocupar un cargo en el Memorial. La competencia era tremenda.

—En realidad, Walters, éste es el tiempo que más me gusta —declaró Bellows levantándose de su asiento; se burlaba despiadadamente del pobre Walters. A Walters le tembló el cigarrillo que tenía en la boca al levantar los ojos para mirar a Bellows. Pero antes de que pudiera decir palabra, Bellows ya había pasado por la puerta. Iba a encontrarse con los cinco estudiantes. Estaba convencido de que podía transformar esa carga en una ventaja.

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