Coma

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Lunes 23 de febrero » 09:00 horas

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09:00 horas

Geoffrey Fairweather llevó a Susan Wheeler en su coche desde los dormitorios hasta el hospital. Era un modelo antiguo, un X150 en el que sólo cabían tres personas. Paul Carpin era muy amigo de Fairweather, de modo que fue el otro privilegiado. George Niles y Harvey Goldberg tuvieron que aguantar lo peor de la hora pico en un ómnibus de Boston para asistir a la reunión con Mark Bellows a las nueve. Una vez que el Jaguar arrancó, lo cual era una pequeña tortura típica de los coches ingleses, recorrió sin inconvenientes los seis kilómetros. Wheeler, Fairweather y Carpin atravesaron la entrada del Memorial a las 08:45. Los otros dos, que esperaban que algún milagro del transporte moderno cubriera la misma distancia en treinta minutos, llegaron a las 08:55. El viaje duró más de una hora. La reunión con Bellows debía tener lugar en el salón del Beard 5. Ninguno de ellos sabía dónde diablos quedaba. Todos dejaban librado al destino que los condujera al lugar indicado con sólo caminar por el Memorial. Los estudiantes de medicina tienden a ser algo pasivos, en particular después de haber pasado dos años sentados, escuchando clases teóricas de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Wheeler, Fairweather y Carpin trataron de llegar al Beard 5 tomando el ascensor que hay frente a la puerta principal. Por haber sido construido en distintas etapas, el Memorial es un laberinto.

—Me parece que no me va a gustar este lugar —confió George Niles en voz baja a Susan Wheeler mientras el grupo conseguía meterse en el ascensor repleto, en medio de la actividad de la mañana. Susan comprendía perfectamente el significado de la simple frase de Niles. Cuando uno no quiere ir a un lugar, y además tiene dificultades para encontrarlo, es como recibir un insulto cuando ya se ha sufrido una herida. Por otra parte, los cinco estudiantes padecían una fuerte crisis de inseguridad. Todos sabían que el Memorial era el hospital más renombrado, y por lo tanto todos querían estar allí. Pero a la vez se sentían diametralmente opuestos al concepto de lo que es un médico, a ser realmente capaces de tomar una decisión o hacer un juicio. Sus guardapolvos blancos los asociaban con la comunidad médica, pero su capacidad de manejar el más simple asunto relacionado con un paciente era inexistente. Los estetoscopios que colgaban en forma conspicua de sus bolsillos sólo habían sido usados entre ellos mismos o con algún paciente voluntario. Sus conocimientos sobre los complicados pasos bioquímicos en la degradación de la glucosa dentro de la célula les ofrecían poco apoyo y aún menos información práctica.

Pero eran alumnos de una de las mejores facultades de medicina del país, y eso debía significar algo. Todos se aferraban a esta ilusión mientras el ascensor subía piso tras piso hasta llegar al Beard 5. Se abrieron las puertas para que un médico con guardapolvo bajara en el Beard 2. Los cinco estudiantes captaron una imagen de la recepción de la sala de operaciones en plena actividad.

Al descender en el quinto piso los estudiantes miraron en todas direcciones sin saber hacia dónde ir. Susan tomó la iniciativa de caminar por el corredor hasta la sala de enfermeras. La jefa, Terry Linquivist, estaba controlando el programa de la sala de operaciones para asegurarse de que se habían administrado todos los medicamentos preoperatorios a los pacientes que serían llamados en la hora siguiente. Las otras seis enfermeras y tres camilleros se ocupaban de transportar al quirófano a los pacientes que habían sido llamados o atender a los que ya habían sido operados.

Susan se aproximó a esta área de gran actividad con un aplomo que trataba de ocultar sus incertidumbres internas. El empleado de la sección parecía accesible.

—Perdón, podría decirme… —comenzó Susan. El empleado levantó la mano izquierda para interrumpirla.

—Repítame otra vez ese hematócrito. Hay mucho barullo aquí —gritó en el teléfono que sostenía entre su oreja y su hombro. Escribió algo en el anotador que tenía frente a él—. ¡Y al paciente también le indicaron un nitrógeno de la úrea plasmática! —Miró a Susan, sacudiendo la cabeza a la persona con quien hablaba por teléfono. Antes de que Susan pudiera decir nada, los ojos del empleado volvieron a la ficha—. Por supuesto que estoy seguro de que le indicaron un nitrógeno de la úrea plasmática. —Buscó desesperadamente entre los papeles para encontrar la orden—. Yo mismo llené el pedido para el laboratorio. —Buscó en la página de indicaciones—. Escuche, el doctor Needen se va a poner hecho una furia si no está el nitrógeno de la úrea plasmática… ¿Qué? Bien, si no tiene más suero levante el culo de su asiento y venga a buscarlo aquí. El paciente está citado a las once. ¿Y Berman? ¿Ya está listo su trabajo de laboratorio? ¡Claro que lo quiero!

El empleado miró a Susan sin dejar de sostener el teléfono entre la oreja y el hombro.

—¿Qué desea? —preguntó rápidamente.

—Somos estudiantes de medicina y queríamos saber…

—Hable con la señorita Linquivist —respondió bruscamente el empleado mientras bajaba los ojos al anotador y se ponía a escribir cifras a toda velocidad. Hizo una pausa bastante larga al entregar el lápiz a la señorita Linquivist que Susan aprovechó.

Susan miró a Terry Linquivist. Advirtió que la mujer tendría unos cinco o seis años más que ella. Era atractiva, de aspecto sano, pero con bastante sobrepeso para el gusto de Susan. Parecía estar tan atareada como el empleado, pero Susan no quería perder el tiempo en discusiones. Con una rápida mirada al resto del grupo, que parecía muy satisfecho de que Susan asumiera la parte activa, caminó hacia la señorita Linquivist.

—Perdón, somos estudiantes de medicina y nos han asignado…

—Ah, no —interrumpió Terry Linquivist, levantando la mirada y poniéndose una mano en la frente como si sufriera la tortura de una migraña—. Lo único que me faltaba —continuó, hablándole a la pared—. En uno de los días más endemoniados del año cae un nuevo grupo de estudiantes. —Se volvió hacia Susan y la contempló con evidente exasperación—. Por favor, no me molesten ahora.

—No tengo intención de molestarla —prosiguió Susan, a la defensiva—. Sólo quería preguntarle dónde queda la sala del Beard 5.

—Por esas puertas que están frente al escritorio principal —respondió Linquivist suavizando el tono.

Mientras Susan se volvía a reunirse con su grupo, Terry Linquivist se dirigió en voz alta a otra enfermera:

—¿Querrás creerme, Nance, que hoy va a ser otro de esos días? ¿Sabes lo que tenemos? Un nuevo grupo de estudiantes verdes.

Los oídos de Susan, sensibilizados por todo lo que ocurría, captaron unos cuantos suspiros y gruñidos provenientes del personal del Beard 5.

Susan dio la vuelta al escritorio. El empleado seguía hablando por teléfono y escribiendo. Susan fue hacia las puertas blancas frente al escritorio. Los demás la siguieron.

—Qué comité de recepción —comentó Carpin.

—Sí, con alfombra roja y todo —agregó Fairweather. A pesar de sus problemas de inseguridad, los estudiantes de medicina seguían considerándose personas muy importantes.

—Bah, en un día o dos las enfermeras te lustrarán los zapatos —aseguró Goldberg afectadamente. Susan dedicó una mirada de desprecio a Goldberg, pero a él le pasó totalmente inadvertida. A Goldberg se le escapaban casi todas las comunicaciones interpersonales sutiles. E incluso algunas que no eran muy sutiles.

Susan empujó las puertas de vaivén. La habitación mostraba una acumulación de libros viejos, la mayoría PDR («Physician’s Desk Reference») atrasados, papel borrador, tazas de café usadas, y una colección de agujas hipodérmicas descartables y diversos objetos del goteo. Había un mostrador de la altura de un escritorio que ocupaba toda la longitud de la pared de la izquierda. En el medio había una máquina para preparar el café de las de oficinas. En el otro extremo había una ventana sin cortinas, con la parte externa de los vidrios cubierta por el hollín de Boston. Por ellos entraba la escasa luz de esa mañana de febrero, que formaba una mancha pálida en el piso de linóleo. La iluminación del ambiente estaba dada únicamente por una serie de tubos fluorescentes en la parte central del cielo raso. En la pared de la derecha había un tablero lleno de mensajes, advertencias y anuncios. Junto al tablero, un pizarrón cubierto por una fina capa de polvo de tiza. En el centro de la habitación, varios pupitres con mesitas en el brazo derecho. Uno de ellos, colocado contra el pizarrón, era para Bellows. Allí estaba él sentado, con su anotador amarillo en la mesita. Cuando entraron los estudiantes levantó el brazo izquierdo para mirar su reloj. La maniobra era para que la vieran los estudiantes, que tomaron buena nota de ella. Especialmente Goldberg, que era extremadamente sensible a los inconvenientes que podían incidir en forma negativa en sus notas.

Durante varios minutos nadie dijo nada. Bellows guardaba silencio para provocar cierto efecto. No tenía experiencia con estudiantes de medicina, pero por su propia formación sabía que debía ser autoritario. Los estudiantes guardaban silencio porque ya se sentían incómodos y algo paranoicos.

—Son las 09:20 —dijo Bellows mirando por turno a cada uno de los estudiantes—. Y esta reunión estaba programada para las 9, no para las 09:20. —Nadie contrajo un solo músculo, para evitar que la atención de Bellows se dirigiera hacia él—. Creo que será mejor que comencemos bien —continuó Bellows con tono autoritario. Se puso de pie con cierto esfuerzo y tomó una tiza—. Debo decirles algo sobre la cirugía, especialmente aquí, en el Memorial. Las cosas se hacen a horario. Tómenselo en serio, o la experiencia aquí será… —Bellows buscaba la palabra adecuada mientras daba golpecitos con la tiza en el pizarrón. Miró a Susan Wheeler, lo cual aumentó su momentánea confusión. Luego miró por la ventana—… un largo y frío invierno.

Bellows volvió a mirar a los estudiantes y comenzó a pronunciar un discurso semipreparado. Mientras hablaba examinaba los rostros de los estudiantes. Estaba seguro de reconocer a Fairweather. Los estrechos anteojos con armazón de carey color caramelo coincidían con su imagen previa. Y Goldberg: Bellows estaba seguro de poder decir cuál de ellos era. En ese momento los otros dos hombres eran entidades anónimas para Bellows. Arriesgó otra mirada a Susan y lo asaltó la misma confusión de unos minutos antes. No estaba preparado para el atractivo de la muchacha. Llevaba pantalones color azul oscuro perturbadoramente ajustados en los muslos. Su camisa era de un azul más claro, de tela Oxford, acentuado por un pañuelo azul más oscuro combinado con rojo, atado al cuello. Su guardapolvo blanco de estudiante de medicina estaba abotonado. Sus abundantes pechos denunciaban abiertamente su sexo, y Bellows no estaba preparado para asimilar este concepto al plan que se había hecho para tratar a los estudiantes. Con cierto esfuerzo evitó mirar a Susan por el momento.

—Ustedes estarán en el Beard 5 solamente un mes de los tres que pasarán en la rotación quirúrgica aquí en el Memorial —informó Bellows en el conocido tono inexpresivo asociado con la pedagogía médica—. En ciertos sentidos esto es una ventaja y en otros una desventaja, como tantas otras cosas en la vida.

Carpin soltó una risita ante este débil intento filosófico, pero como nadie lo acompañó, la reprimió rápidamente.

Bellows fijó la mirada en Carpin y continuó:

—La rotación del Beard 5 comprende la unidad de terapia intensiva. Por lo tanto ustedes estarán sometidos a una intensa experiencia de aprendizaje. Ésa es la parte buena. La desventaja es que esto ocurra tan temprano en el contacto de ustedes con la clínica. Entiendo que ésta es la primera rotación clínica que realizan, ¿verdad?

Carpin miró a ambos lados para asegurarse de que esta pregunta iba dirigida a él.

—Nosotros… —se quedó sin voz, y carraspeó—. Así es —logró decir con dificultad.

—La unidad de terapia intensiva —prosiguió Bellows— es un área que les enseñará muchísimo, pero representa el área más crítica en el cuidado de los pacientes. Todas las órdenes que ustedes escriban para cualquier paciente deberán ser firmadas por mí o por uno de los dos internos del servicio, a quienes ustedes conocerán enseguida. Si ustedes escriben órdenes en la U. T. I., tendrán que ser firmadas de inmediato por uno de nosotros. Las órdenes para los pacientes de la sala pueden ser firmadas todas juntas en diversos momentos del día. ¿Comprendido?

Bellows miró a cada estudiante, incluyendo a Susan, quien devolvió la mirada sin alterar su expresión neutra. La impresión inmediata que Susan tenía de Bellows no era especialmente favorable. Sus modales parecían artificiales, y su conferencia sobre la puntualidad un poco innecesaria en ese momento inicial del proceso. La monotonía de los comentarios, sumada a la lamentable tentativa de filosofar, tendían a fortalecer la imagen que Susan se había hecho de la personalidad del cirujano, por conversaciones y lecturas previas… inestable, egoísta, sensible a las críticas, y sobre todo aburrida. Susan no tenía en cuenta el factor de que Bellows era de sexo masculino. Ese pensamiento ni siquiera se le cruzó por la mente.

—Ahora —dijo Bellows con su monotonía habitual— haré hacer copias de los programas que componen el calendario básico que seguiremos mientras ustedes estén en el Beard 5. Se repartirán los pacientes de la sala y de Terapia Intensiva, y trabajarán en forma directa con el interno que se ocupa de cada caso. En cuanto a las internaciones, ustedes mismos harán un plan equitativo para repartírselas. Uno de ustedes realizará una elaboración completa de cada internación. En cuanto a las guardias nocturnas, quiero que por lo menos uno de ustedes esté aquí todas las noches. Eso significa que estarán de guardia una noche de cada cinco, lo cual no es nada terrible para nadie. En realidad es menos de lo corriente. Si algunos de los que no están de guardia desean quedarse por las noches, magnífico, pero por lo menos uno debe quedarse toda la noche. Reúnanse en algún momento del día de hoy y confeccionen una lista de quiénes estarán de guardia las distintas noches. Las recorridas se efectuarán todas las mañanas a las 06:30 en la unidad de terapia intensiva. Antes de eso espero que hayan visto a sus pacientes, y hayan tomado nota de toda la información necesaria para presentar durante la recorrida. ¿Está claro?

Fairweather miró a Carpin con cara de desesperación. Se inclinó y murmuró en el oído de Carpin:

—¡Dios mío, voy a tener que levantarme antes de acostarme!

—¿Alguna pregunta, señor Fairweather? —dijo Bellows.

—No —respondió Fairweather, intimidado al ver que Bellows conocía su nombre.

—En cuanto al resto de esta mañana —siguió Bellows mirando nuevamente su reloj—, primero los llevaré a la sala y les presentaré a las enfermeras, que con toda seguridad estarán encantadas de conocerlos. —Bellows produjo una sonrisa torcida.

—Ya hemos experimentado ese placer —respondió Susan, hablando por primera vez. Su voz atrajo la mirada de Bellows y la retuvo—. No esperábamos que nos recibieran con bombos y platillos, pero tampoco con una actitud tan rechazante.

El aspecto de Susan ya le había quitado un poco de firmeza a Bellows. Con la animación provista por el sonido de su voz, el pulso de Bellows se aceleró ligeramente. Sintió algo en su cuerpo que le recordó los tiempos de la escuela secundaria en que observaba gritar el hurra a las muchachas del equipo y deseaba que estuvieran desnudas. Bellows buscó las palabras adecuadas para responder.

—Señorita Wheeler, usted tendrá que comprender que a las enfermeras que trabajan aquí les interesa una sola cosa…

Niles hizo un guiño de asentimiento a Goldberg, que no entendió lo que quería trasmitirle Niles.

—… y es el cuidado de los pacientes, el excelente cuidado de los pacientes. Y cuando llegan nuevos estudiantes, o nuevos internos, para ellas es una tarea difícil. La experiencia real les ha demostrado que el personal nuevo es más mortal que todas las bacterias y los virus juntos. De modo que no esperen ser recibidos aquí como redentores, y menos aún por las enfermeras.

Bellows hizo una pausa pero Susan guardó silencio. Estaba pensando en Bellows. Por lo menos era realista, y eso era un destello de esperanza que podría mejorar la pobre impresión que hasta el momento tenía de él.

—Bien. Después de mostrarles la sala, iremos a la parte de cirugía. A las 10:30 hay una vesícula que se puede presenciar, y eso les dará la oportunidad de ponerse un guardapolvo esterilizado y conocer el interior de un quirófano.

—Y el mango de un retractor —agregó Fairweather. Por primera vez se aflojó la tensión y todos se rieron.

En el área de los quirófanos el doctor David Cowley estaba furioso y no perdonaba a nadie. La enfermera circulante se puso a llorar antes de terminar el caso y debió ser reemplazada. El residente de anestesiología tuvo que soportar uno de los peores bombardeos de palabrotas e insultos que se arrojaron jamás sobre una pantalla de anestesia. El residente de cirugía tenía un pequeño corte en el índice de la mano derecha producido por el bisturí de Cowley.

Cowley era uno de los más prósperos cirujanos generales del Memorial, y poseía un amplio consultorio privado en el Beard 10. Había sido creado y formado en el Memorial, y ahora era alimentado por el Memorial. Cuando las cosas andaban bien, era un tipo muy agradable, amante de los chistes y las anécdotas divertidas, siempre dispuesto a dar una opinión, a participar en un juego, a reírse. Pero cuando las cosas marchaban contra sus deseos, era una hoguera de maldiciones e invectivas. En realidad era un adolescente vestido de adulto.

Su único caso de ese día había resultado bastante mal. En primer lugar la enfermera circulante había colocado instrumentos equivocados. Había preparado la mesita con los instrumentos que empleaban los residentes. El doctor Cowley respondió tomando la bandeja y arrojándola al suelo. Luego el paciente se estremeció ligeramente cuando Cowley practicó la primera incisión. Sólo la gran autodisciplina de Cowley le impidió lanzar el bisturí contra el residente de anestesiología. Y luego la radiografía, que no llegó en el momento en que la pidió Cowley. La furia de Cowley había afectado de tal manera al pobre técnico, que se le velaron las dos primeras placas.

De algún modo Cowley se olvidó del motivo real del mal resultado del caso. Él mismo había tirado incidentalmente de la ligadura de la arteria próxima a la vesícula, lo cual hizo que la herida se llenara de sangre en cuestión de segundos. Fue una lucha volver a aislar el vaso y ligarlo sin perturbar la integridad de la arteria hepática. Incluso después de haber controlado la hemorragia, Cowley no estaba totalmente seguro de no haber comprometido la provisión de sangre para el hígado.

Cuando entró a la desierta sala de médicos, Cowley echaba espuma por la boca. Murmuraba palabras inaudibles al pasar frente a la hilera de armarios para llegar al suyo. Arrojó al suelo bruscamente el casquete y el barbijo. Luego dio un poderoso puntapié a su armario.

—Incompetentes de mierda. Este maldito lugar se va al demonio.

La furia de su puntapié, seguido de una trompada que dio en la puerta del armario, provocó varias cosas. En primer lugar, levantó una nube de polvo que descansaba sobre la parte superior del armario, desde hacía unos cinco años. En segundo lugar, hizo saltar de allí arriba un zapato del equipo quirúrgico, que por milagro no cayó sobre la cabeza de Cowley. En tercer lugar, abrió bruscamente la puerta del armario contiguo al de Cowley, haciendo caer al suelo algunas de las cosas que contenía.

Primero Cowley se ocupó del zapato. Lo arrojó con todas sus fuerzas sobre la pared opuesta. Luego abrió de un puntapié el armario contiguo al suyo para volver a colocar lo que se había caído. Pero una mirada que echó dentro del armario lo hizo detenerse.

Mirando mejor, Cowley quedó sorprendido de ver que el armario contenía una enorme colección de medicamentos. Muchos estaban abiertos, frascos y tubos a medio usar, pero otros estaban llenos y cerrados. Había una impresionante cantidad de píldoras, ampollas y frascos. Entre las drogas que habían caído al suelo, Cowley vio demerol, succinilcolina, innovar, Barocca-C y curare. Dentro del armario había muchas otras variedades, que incluían toda una caja de frascos de morfina, jeringas, tubos de plástico y tela adhesiva.

Cowley colocó rápidamente en su lugar todos los medicamentos que se habían caído. Luego cerró el armario. En su agenda escribió el número 338. Luego vería a quién pertenecía ese armario. A pesar de su enojo, tuvo la presencia de ánimo para darse cuenta de que semejante ocultamiento era importante y encerraba graves implicaciones para todo el hospital. Y para las cosas que lo preocupaban, Cowley tenía la memoria de un genio.

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