Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 10:15 horas

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10:15 horas

Susan Wheeler no podía ir a la sala de médicos a ponerse un guardapolvo esterilizado, porque sala de médicos era sinónimo de sala de hombres. Tuvo que ir al vestuario de enfermeras, que era sinónimo de sala de mujeres. Así se arrastra la sociedad todos los días, pensó Susan con furia. Para ella era una muestra más del chauvinismo masculino, y sentía un momentáneo triunfo al alterar esta injusta identificación. En ese momento el lugar estaba vacío; Susan no tuvo inconveniente en encontrar un armario vacío y comenzó por colgar su guardapolvo. Cerca de la entrada al sector de las duchas encontró el guardapolvo esterilizado. Eran vestidos de algodón de color celeste. En realidad eran para las enfermeras. Tomó el vestido y se lo puso contra el cuerpo. Al mirarse en el espejo de pronto sintió que se rebelaba, a pesar del ambiente intimidatorio.

—A la mierda con el vestido —dijo Susan al espejo. El vestido quedó hecho un bollo en la bolsa de lona mientras Susan volvía sobre sus pasos para salir al vestíbulo. Se detuvo frente a la sala de médicos, y estuvo a punto de volverse atrás. Empujó impulsivamente la puerta.

En ese mismo instante Bellows estaba cerca de la puerta que había abierto Susan. Buscaba un guardapolvo esterilizado en una vitrina junto a la entrada. Llevaba puestos sus calzoncillos estilo James Bond (así los llamaba él) y medias negras. Parecía salido de una película pornográfica de categoría C. Su cara se llenó de horror al ver a Susan. Salió como un relámpago hacia las zonas ocultas del vestuario. Como en la sala de enfermeras, desde la puerta no se veía el vestuario. Animada por su rebeldía, a pesar del encuentro, Susan fue a la vitrina y tomó un saco y un pantalón esterilizados; luego salió con tanta rapidez cómo había entrado. Oyó el sonido de voces excitadas en el interior de la sala de médicos.

De nuevo en la sala de enfermeras terminó de cambiarse velozmente. La túnica color verde claro era demasiado larga, y los pantalones también. A causa de la pequeñez de su cintura tuvo que levantarse los pantalones al máximo antes de atar el cordón. Comenzó a prepararse mentalmente para la inevitable diatriba de Bellows, el poderoso futuro cirujano, pensando cómo lo enfrentaría. Durante la breve presentación de la sala, Susan había advertido la actitud condescendiente que Bellows dispensaba a las enfermeras. Esta actitud era irónica si se pensaba en la explicación que acababa de dar sobre la falta de entusiasmo de las enfermeras por los nuevos alumnos. Para Susan era muy evidente que Bellows era, entre otras cosas, un típico chauvinista, y decidió desafiar ese aspecto de la personalidad de su instructor. Quizás eso haría un poco más soportable la rotación quirúrgica en el Memorial. Por supuesto que no había planeado ver a Bellows en paños menores en la sala de médicos, pero la imagen y sus aspectos simbólicos le hicieron lanzar una carcajada antes de atravesar la puerta para ir a la zona de los quirófanos.

—La señorita Wheeler, supongo —dijo Bellows cuando apareció Susan. Bellows estaba apoyado contra la pared a la izquierda de la entrada, obviamente esperando que saliera Susan. Tenía el codo izquierdo contra la pared y se sostenía la cabeza con la mano. Susan casi dio un salto al oír su voz, porque no esperaba encontrarlo allí.

—Debo admitir que realmente me pescó sin pantalones. —Una amplia sonrisa en el rostro del hombre hizo que Susan sintiera que era un ser humano—. Es una de las cosas más graciosas que me han sucedido en mucho tiempo.

Susan le devolvió la sonrisa, pero a medias. Sabía que la reprimenda comenzaría de inmediato.

—Una vez que me recobré y vi lo que usted buscaba comencé a pensar que mi reacción de escaparme era ridícula. Debía haberme quedado donde estaba y enfrentarla a pesar de mi atuendo… o mi falta de atuendo. De todas maneras me hizo reflexionar sobre el valor desmedido que le di a las apariencias esta mañana. Soy un residente de segundo año, nada más. Usted y sus compañeros son mi primer grupo de alumnos. Lo que realmente deseo es que aprovechen muy bien el tiempo que pasen aquí, y que yo también aproveche el proceso. Lo menos que podemos intentar es pasarlo bien.

Con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza Bellows se alejó de la asombrada Susan para averiguar en qué sala se hacía la vesícula con observadores. Ahora le tocaba a Susan sentirse confundida mientras lo seguía con la mirada. La resolución proveniente de sus sentimientos de enojo y rebeldía quedaba destruida por la repentina confesión de Bellows de lo que le sucedía con ellos. En realidad la rebeldía de Susan se convertía en algo un poco tonto y fuera de lugar. El hecho de que fortuitamente, ella misma había estimulado la autocrítica de Bellows quitaba valor a la rebeldía de Susan; debía reconsiderarla, y también meditar sobre sus otras impresiones. Vio a Bellows encaminarse hacia el escritorio principal del sector de Cirugía; era obvio que él se sentía cómodo en ese ambiente tan extraño para ella. Por primera vez Susan quedó un poco apabullada. Y además pensó que no debía ser tan poco atractiva como creía.

Los otros ya estaban preparados para entrar en el quirófano. Niles enseñó a Susan cómo colocarse los cubrezapatos de papel y ajustarlos con la cinta adhesiva. Una vez vestidos de esta manera, pasaron del otro lado del escritorio principal y empujaron las puertas de vaivén para entrar al área «limpia» de los quirófanos mismos.

Susan jamás había entrado antes en un quirófano. Había visto un par de operaciones desde las ventanas de la galería, pero eso era más o menos lo mismo que verlas por televisión. Efectivamente: la división de vidrio aislaba el drama. Uno no se sentía parte de él. Mientras caminaba por el largo corredor Susan sentía una cierta excitación mezclada con el miedo a la mortalidad de la gente. A medida que pasaban ante los quirófanos, Susan veía racimos de figuras, inclinadas sobre lo que sabía que eran pacientes dormidos, con sus frágiles cuerpos abiertos a los elementos. Se les acercó una camilla arrastrada por una enfermera y un anestesiólogo. Cuando el grupo quedó a su lado Susan vio que el anestesiólogo sostenía diestramente el mentón del paciente hacia atrás, mientras éste vomitaba con violencia.

—Me han dicho que hay casi un metro y medio de tierra apisonada en Waterville Valley —le decía el anestesiólogo a la enfermera.

—Yo voy el viernes en cuanto salga del trabajo —respondió la enfermera mientras pasaban junto a Susan, en camino hacia la sala de recuperación. La imagen del rostro torturado del paciente que acababa de sufrir una operación, se grabó en la conciencia de Susan, y la hizo estremecerse involuntariamente.

El grupo se detuvo frente a la sala 18.

—Traten de hablar lo menos posible —indicó Bellows, mirando por la abertura de la puerta—. El paciente ya está dormido. Es una lástima, yo quería que vieran eso. Bien, no importa. Habrá mucho movimiento durante el proceso de preparación, etcétera, de modo que permanezcan apoyados contra la pared derecha. Una vez que comience el trabajo, acérquense para poder ver algo. Si quieren hacer preguntas, déjenlas para después. ¿De acuerdo? —Bellows miró a cada uno de los estudiantes. Sonrió nuevamente al encontrarse con la cara de Susan, luego abrió la puerta del quirófano.

—Ah, profesor Bellows, adelante —atronó una figura vasta, esterilizada, con el uniforme quirúrgico y con guantes, que se encontraba al fondo, cerca del aparato de rayos X—. El profesor Bellows ha traído a su rebaño de estudiantes para que observen a las manos más rápidas del Este —agregó riéndose. Levantó los brazos en un gesto quirúrgico exagerado, al estilo de Hollywood, y se inclinó hacia adelante todo lo que pudo—. Espero que les haya anunciado a estos impresionables jóvenes que el espectáculo que van a presenciar es un bocado muy especial.

—Ese gordinflón —explicó Bellows a los estudiantes, mientras se acercaba a la risueña figura parada junto al aparato de rayos X, y en voz suficientemente alta como para que lo oyeran en todos los quirófanos—, es el resultado de permanecer demasiado tiempo en el curso. Es Stuart Johnston, uno de los residentes del último año. Sólo tendremos que aguantarlo cuatro meses más. Me ha prometido portarse bien, pero no estoy demasiado seguro de que lo cumpla.

—Eres un aguafiestas, Bellows, porque te robé este caso —replicó Johnston, siempre riéndose. Luego, sin reírse, indicó a sus dos asistentes—: Terminen de preparar al paciente, muchachos. ¿Qué creen que están haciendo, la obra maestra de su vida?

Se procedió con rapidez. Un pequeño trozo de metal tubular arqueado sobre la cabeza del paciente separaba al anestesista del área quirúrgica. Una vez terminada la colocación de apósitos, sólo quedaba expuesta una pequeña porción de la parte superior del abdomen del paciente. Johnston se colocó a la derecha del paciente; uno de sus asistentes a la izquierda. La enfermera se acercó a la mesa del instrumental, cargada con un muestrario completo. En la parte posterior de la mesa había una serie de hemostatos perfectamente alineados. Colocó una nueva hoja al bisturí.

—Cuchillo —dijo Johnston. El escalpelo llegó de inmediato a su enguantada mano derecha. Con la mano izquierda estiró la piel del abdomen hacia atrás para lograr una contrarreacción. Todos los estudiantes avanzaron en silencio hacia adelante y se esforzaron por ver con intensa curiosidad. Era como presenciar una ejecución. Sus mentes trataron de prepararse para la imagen que llegaría enseguida a sus cerebros.

Johnston mantuvo el bisturí a unos cinco centímetros sobre la piel pálida mientras miraba al anestesista por encima de la pantalla. El anestesista dejaba escapar el aire lentamente del aparato de tomar la presión mientras observaba las marcas. 120/80. Miró a Johnston; hizo un casi imperceptible movimiento afirmativo con la cabeza, pisó el pedal de la guillotina. El bisturí se hundió profundamente en los tejidos, y luego, con un corte silencioso, practicó un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. La herida se abrió y pequeños chorros de sangre arterial salpicaron la zona, luego la hemorragia disminuyó y cesó.

Entre tanto, ocurrían extraños fenómenos en la mente de George Niles. La imagen del bisturí que se hundía en la piel del paciente se transmitió de inmediato a su corteza occipital. Las fibras de la asociación recogieron el mensaje y transportaron la información a su lóbulo parietal, donde fue asociada. La asociación se extendió con tanta rapidez y amplitud que activó un área de su hipotálamo, provocando una vasta dilatación en sus vasos sanguíneos, y en sus músculos. La sangre literalmente se retiró de su cerebro para llenar todos los vasos dilatados, haciendo que George Niles perdiera el conocimiento. Cayó hacia atrás en un brusco desvanecimiento. Su cuello fláccido resonó al golpear contra el suelo vinílico.

Johnston dio media vuelta en respuesta al sonido del golpe de la cabeza de Niles contra el piso. Su sorpresa se convirtió, en forma instantánea, en ira quirúrgica, típicamente lábil.

—Por favor, Bellows, saca a esos chicos de aquí hasta que puedan tolerar la visión de unas cuantas células rojas. —Sacudiendo la cabeza, se volvió a detener los vasos sangrantes con los hemostatos.

La enfermera circulante abrió una cápsula bajo la nariz de George, y el olor acre del amoníaco lo trajo de vuelta a la conciencia. Bellows se inclinó y le palpó el cuello y la parte posterior de la cabeza. En cuanto George volvió totalmente en sí se incorporó, un poco confundido sobre el lugar en que se encontraba. No bien se dio cuenta de lo sucedido se sintió avergonzado.

Entre tanto Johnston no dejaba de hablar del asunto.

—Carajo, Bellows, ¿por qué no me dijiste que estos estudiantes eran completamente verdes? ¿Y si ese muchacho hubiera caído aquí, sobre la herida?

Bellows no respondió. Ayudó a ponerse de pie a George, lentamente, hasta que se aseguró de que el muchacho estaba perfectamente bien. Luego indicó al grupo que se retirara del quirófano.

Justo antes de que se cerrara la puerta, se oyó a Johnston gritando a uno de los residentes de primer año:

—¿Usted está aquí para ayudarme o para molestarme?…

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