Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 11:15 horas

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11:15 horas

Lo más lastimado en George Niles fue el orgullo. Le salió un buen chichón en la parte posterior de la cabeza, pero sin herida. Sus pupilas no cambiaron de tamaño y su memoria no resultó afectada. Se suponía que se repondría del incidente. Pero el episodio hizo descender el espíritu de todo el grupo. Bellows temía que el desmayo hiciera pensar mal sobre su decisión de llevar a los alumnos al quirófano el primer día. George Niles temía que el accidente preludiara respuestas similares, cada vez que presenciara un acto quirúrgico. Los otros estaban molestos en mayor o menor grado simplemente porque dentro de un grupo, las acciones de un individuo tienden a reflejar el rendimiento de todo el grupo. En realidad a Susan no le preocupaba tanto este aspecto como a los demás. La afectaba más la repentina e inesperada respuesta y cambio de actitud en Johnston, y en menor medida en Bellows. En cierto momento estaban simpáticos y amistosos; un minuto después estaban furiosos, casi vengativos, por el curso impredecible de los acontecimientos. Susan volvió a sus preconceptos con respecto a la personalidad quirúrgica. Quizás esas generalizaciones eran correctas.

Después de volver a ponerse sus ropas de calle, todos tomaron una taza de café en la sala de médicos de Cirugía. Curiosamente el café era bueno, pensó Susan, tratando de sobreponerse a la espesa atmósfera de humo de cigarrillos, que se cernía sobre los presentes en la habitación, como el smog en el cielo de Boston. Susan no se fijó en los rostros de la gente reunida en la sala, hasta que vio al hombre con piel de cera parado junto a la pileta. Era Walters. Susan miró en otra dirección y después nuevamente al hombre, pensando que él no la miraba. Pero sí, la miraba. Sus ojos brillaban como cuentas negras tras el humo del cigarrillo. El omnipresente cigarrillo de Walters colgaba, adherido a la saliva parcialmente seca en el ángulo de su boca. De las cenizas ascendía una estela de humo. Por alguna razón le recordó a Susan al jorobado de Notre-Dame, sólo que sin joroba; una figura vampiresca y fuera de lugar, a pesar de que parecía sentirse cómodo en las sombras de la zona de Cirugía del Memorial. Susan trataba de desviar la mirada, pero sus ojos volvían involuntariamente a la incómoda fijeza de los de Walters. Susan se alegró cuando Bellows les hizo ademán de que salieran, y vaciaron sus tazas. Para salir había que pasar junto a la pileta, y mientras Susan avanzaba hacia la puerta sentía que caía bajo el radio de la visión de Walters. Walters tosió y se oyó el ruido de su flema.

—Qué día terrible, ¿verdad, señorita? —comentó Walters mientras pasaba Susan.

Susan no respondió. Se alegraba de liberarse de esos ojos que no se separaban de ella. Aumentaban su naciente rechazo por el área quirúrgica del Memorial.

El grupo entero se trasladó a la unidad de terapia intensiva. Una vez cerrada la pesada puerta de ese sector, el mundo externo desaparecía. Un ambiente extraño, surrealista, surgía de las penumbras, a medida que los ojos de los estudiantes se acostumbraban al nivel más bajo de iluminación. Los sonidos habituales de las voces y las pisadas eran absorbidos por el revestimiento del cielo raso. Predominaban los ruidos mecánicos y electrónicos, en especial el trazado rítmico de los monitores cardíacos y el siseo de los respiradores. Los pacientes estaban en compartimientos separados, en camas altas con las defensas laterales levantadas. Había la habitual profusión de frascos con tubos conectados por medio de agujas con los vasos sanguíneos: Algunos pacientes estaban ocultos como momias por capas y capas de vendajes. Unos cuantos estaban despiertos, y sus ojos ansiosos revelaban su miedo y la fina línea divisoria que los separaba de la absoluta demencia.

Susan contempló la sala. Sus ojos captaron los trazados fluorescentes que corrían por las pantallas de los osciloscopios. Pensó en qué poca información podían darle esos instrumentos en su estado actual de ignorancia. Y los frascos de goteo, con sus complicadas etiquetas que indicaban el contenido iónico del fluido. En un instante Susan y sus compañeros sintieron la desagradable sensación de incompetencia, como si sus dos primeros años en la carrera de medicina no significaran nada.

Sintiendo que había una pequeña seguridad en la cantidad, los cinco estudiantes se acercaron aún más unos a otros y caminaron juntos hacia uno de los escritorios centrales. Seguían a Bellows como cachorros.

—Mark —llamó una de las enfermeras de Terapia Intensiva. Su nombre era June Shergwood. Tenía espesos cabellos rubios y ojos inteligentes detrás de sus gruesos anteojos. Era definidamente atractiva, y Susan detectó un cierto cambio en la actitud de Bellows.

—Wilson tuvo algunos latidos cardíacos prematuros: le dije a Daniel que tendríamos que hacer un goteo de lidocaína. —Fue hasta el escritorio—. Pero el bueno de Daniel no parecía decidirse, o… no sé. —Extendió el trazado del electrocardiograma frente a Bellows—. Mire estos latidos cardíacos prematuros.

Bellows observó el trazo.

—No, ahí no, tontito —continuó la señorita Shergwood—. Ésos son sus latidos habituales. Aquí, mira, aquí. —Señaló con el dedo y miró a Bellows con aire expectante.

—Parece que necesita un goteo de lidocaína —respondió Bellows con una sonrisa.

—Me juego la cabeza —asintió Shergwood—. Hice una mezcla como para que reciba dos miligramos por minuto en 500D5W. En este momento está detenido; iré a ponerlo en funcionamiento. Y cuando escribas la orden toma nota de que le di una píldora de cincuenta miligramos cuando vi los latidos cardíacos prematuros. Creo que también deberías hablar con Cartwright. Porque creo que ésta es la cuarta vez que no puede decidirse a dar una simple orden. Aquí, no quiero tener problemas que se puedan evitar.

La señorita Shergwood corrió hacia uno de los pacientes antes de que Bellows pudiera contestar. Con rapidez y seguridad ordenó los tubos enredados del goteo para determinar cuál venía de cada frasco. Comenzó el goteo de lidocaína y controló el ritmo con que caían las gotas en el recipiente de vidrio. Este rápido intercambio no contribuyó a restaurar la confianza bastante disminuida de los estudiantes. La obvia seguridad de la enfermera los hizo sentirse aún menos capaces. Y además los sorprendió. La actitud directa y aparentemente agresiva de la enfermera estaba a enorme distancia de su concepto tradicional de la relación médico-enfermera en la que aún creían.

Bellows tomó una cartilla grande de hospital y la colocó sobre el escritorio. Luego se sentó. Susan leyó el nombre en la cartilla. N. Greenly. Los estudiantes se agruparon alrededor de Bellows.

—Uno de los aspectos más importantes de la atención quirúrgica o más bien de la atención de cualquier paciente, es el equilibrio de los líquidos —explicó Bellows, abriendo la cartilla—. Y éste es un buen caso para probar ese principio.

Se abrió la puerta de la Unidad de Terapia Intensiva, dejando entrar un poco de luz y de ruidos del hospital. Junto con ellos entró Daniel Cartwright, uno de los internos del Beard 5. Era un hombre pequeño, de más o menos un metro y sesenta y cinco de estatura. Su guardapolvo blanco estaba arrugado y manchado de sangre. Llevaba bigote y una barba tan rala que se distinguía cada pelo desde el nacimiento hasta el extremo. La parte superior de su cabeza mostraba una incipiente calva. Cartwright era un hombre accesible; se acercó de inmediato al grupo.

—Qué tal, Mark. —Cartwright hizo un saludo con la mano izquierda—. Terminamos temprano con la gasterectomía: por eso vine a continuar contigo, si te parece.

Bellows presentó a Cartwright al grupo y luego le pidió que entregara un resumen del caso de Nancy Greenly.

—Nancy Greenly —repitió Cartwright con tono mecánico—. Veintitrés años, sexo femenino, ingresó en el Memorial hace aproximadamente una semana para una dilatación y curetaje. Historia clínica anterior completamente normal, no hacía prever nada. Examen preoperatorio normal, incluida una prueba de embarazo negativa. Durante la operación sufrió una complicación de la anestesia y desde entonces se encuentra en coma y no responde a nada. El electroencefalograma tomado hace dos días era plano. Su estado actual es estacionario; conserva el peso, la emisión de orina es normal; presión arterial, pulso, electrolitos, etcétera, todo bien. Ayer se elevó ligeramente la temperatura pero los sonidos respiratorios son normales. En conjunto parece mantenerse igual.

—Se mantiene igual con una gran ayuda por parte nuestra —corrigió Bellows.

—¿Veintitrés años? —preguntó Susan echando una mirada a los compartimientos. En su rostro había una cierta ansiedad. La luz atenuada de Terapia Intensiva ocultaba este hecho a los demás. Susan Wheeler también tenía veintitrés años.

—Veintitrés o veinticuatro, no hay mucha diferencia —respondió Bellows, mientras trataba de pensar en la mejor manera de presentar el problema de los líquidos.

Para Susan había diferencia.

—¿Dónde está? —preguntó, no muy segura de querer que se lo dijeran.

—En el rincón de la izquierda —dijo Bellows, sin dejar de mirar la página de entradas y salidas en la cartilla—. Lo que debemos controlar es la cantidad exacta de líquido que ha eliminado el paciente, versus la cantidad que ha absorbido. Claro que ésos son datos estáticos y nos interesan más los dinámicos. Pero podemos tener una idea bastante correcta. Bien, veamos: eliminó mil seiscientos cincuenta centilitros de orina…

En este punto Susan ya no escuchaba. Sus ojos luchaban por distinguir la figura inmóvil en la cama del rincón. Desde donde estaba sólo veía una mancha de cabello negro, un rostro pálido y un tubo que salía del área de la boca. El tubo estaba conectado a un gran aparato cuadrado colocado cerca de la cama que hacía respirar a la paciente. El cuerpo de la muchacha estaba cubierto con una sábana blanca; los brazos estaban desnudos y doblados en ángulos de cuarenta y cinco grados con respecto al torso. Un tubo de goteo llegaba a su brazo izquierdo. Otro hasta el lado derecho del cuello. Intensificando el aspecto fúnebre, una pequeña lámpara dirigía un rayo concentrado desde el cielo raso sobre la paciente, iluminando la cabeza y la parte superior del cuerpo. El resto del rincón se perdía en las sombras. No había movimiento, ni otra señal de vida que el siseo rítmico del motor para la respiración. Un tubo colocado debajo de la paciente estaba conectado a un recipiente de orina.

—Además es necesario realizar un cuidadoso control diario del peso —continuó Bellows.

Pero para Susan esa voz entraba y salía de su conciencia.

«Una mujer de veintitrés años…». El pensamiento persistía en la mente de Susan. Sin la ayuda de una extensa experiencia clínica, Susan se perdía de inmediato en el elemento humano. La edad y el sexo estaban demasiado cerca de ella como para evitar la identificación. Con toda ingenuidad asociaba este tipo de medicina con personas de mucha edad que ya han cumplido su tiempo en la vida.

—¿Cuánto hace que está inconsciente? —preguntó Susan con aire ausente, sin quitar sus ojos de la paciente del rincón; sin parpadear siquiera.

Bellows, interrumpido por este exabrupto, giró la cabeza en dirección de Susan. El estado de ánimo de Susan lo dejaba insensible.

—Ocho días —respondió Bellows, molesto por tener que interrumpir su discurso sobre el equilibrio de los líquidos—. Pero eso no tiene mucho que ver con el nivel de sodio del día de hoy, señorita Wheeler. Por favor, no se aparte del tema que estamos tratando.

Bellows desplazó su atención hacia los otros.

—Espero que para fin de semana ustedes comiencen a escribir indicaciones de rutina sobre líquidos. Bien, ¿en qué diablos estábamos? —Bellows volvió a sus cálculos de ingestión-eliminación, y todos menos Susan se inclinaron a mirar las cifras.

Susan siguió mirando la figura inmóvil en el rincón, haciendo una revisión mental de sus amigas que habían sufrido la misma operación, y preguntándose qué era realmente lo que separaba a ella y a sus amigas del destino de Nancy Greenly. Pasó varios minutos mordiéndose el labio inferior, como siempre hacía cuando estaba inmersa en sus pensamientos.

—¿Cómo sucedió? —volvió a preguntar Susan, otra vez inesperadamente.

Bellows levantó la cabeza por segunda vez, pero más bruscamente, como si esperara alguna catástrofe.

—¿Cómo sucedió qué? —preguntó a su vez, mirando a su alrededor en busca de alguna señal.

—¿Cómo entró en coma la paciente?

Bellows se enderezó, dejó el lápiz y cerró los ojos. Hizo una pausa antes de hablar, como si estuviera contando hasta diez.

—Señorita Wheeler, usted tiene que tratar de colaborar conmigo —dijo Bellows con voz pausada y condescendiente—. Tiene que estar con nosotros. En cuanto a la paciente, fue una de esas vueltas inexplicables del destino. ¿Comprende? Salud perfecta… Una dilatación y curetaje de rutina… Anestesia e inducción sin un solo tropiezo. Sencillamente nunca volvió en sí. Algún tipo de hipoxia cerebral. No le llegó el oxígeno necesario. ¿Entiende? Ahora volvamos al trabajo. Pasaremos el día aquí escribiendo esas indicaciones y a mediodía tenemos Grand Rounds.

—¿Esa clase de complicación ocurre a menudo? —persistió Susan.

—No —replicó Bellows—. Es más rara que el demonio. Un caso en cien mil.

—Pero para ella fue un cien por ciento —dijo Susan con tono algo agresivo.

Bellows miró a Susan sin comprender qué quería decir. El elemento humano en el caso de Nancy Greenly no le concernía. A Bellows le preocupaba mantener los iones en el nivel adecuado, la eliminación de orina alta, y controlar las bacterias. No quería que Nancy Greenly muriera durante sus horas de servicio, porque eso sería una señal de la clase de atención que él le prodigaba, y Stark aprovecharía para hablar mal de él. Recordaba muy bien lo que Stark le había dicho a Johnston cuando se dio un caso similar mientras él estaba en el servicio.

No era que a Bellows no le importara el elemento humano, sino que no tenía tiempo para él. Además el mero hecho del número de casos que tenía a su cargo formaba una especie de colchón de insensibilidad, como ocurre con todas las cosas muy repetidas. Bellows no asoció las edades de Nancy Greenly y Susan Wheeler, ni recordaba la susceptibilidad emocional asociada con las primeras experiencias clínicas de un individuo en un hospital.

—Bien, por centésima vez, volvamos al trabajo —repitió Bellows, acercando un poco más su silla al escritorio y pasándose nerviosamente una mano por los cabellos. Miró su reloj antes de volver a los cálculos.

—Muy bien; si usamos un cuarto de suero fisiológico, veamos cuántos miliequivalentes obtendremos en dos mil quinientos centímetros cúbicos.

Susan estaba totalmente fuera de la conversación, casi en una fuga. Respondiendo a alguna curiosidad interna, dio la vuelta al escritorio y se acercó a Nancy Greenly. Se movió con lentitud, con cautela, como si se aproximara a algo peligroso, absorbiendo todos los detalles de la escena a medida que entraba en su radio visual. Los ojos de Nancy Greenly no estaban del todo cerrados; se alcanzaba a ver el color azul del iris. Su rostro tenía una blancura de mármol, en agudo contraste con el castaño oscuro de sus cabellos. Tenía los labios resecos y agrietados; la boca abierta por medio de un aparato de plástico para impedir que mordiera el tubo endotraqueal. En sus dientes se veía un residuo oscuro: sangre coagulada. Susan se sintió algo mareada; miró en otra dirección y luego volvió a mirar a la muchacha. La terrible imagen de esa muchacha que antes había estado sana la hizo temblar con una emoción indiscriminada. No era una simple tristeza. Era otra clase de dolor interno, una impresión de la mortalidad, de la falta de sentido de la vida que podía interrumpirse tan fácilmente, una invasión de desesperanza y desvalimiento. Todos estos pensamientos inundaron la mente de Susan, produciendo una humedad desacostumbrada en las palmas de sus manos.

Como si manipulara una delicada porcelana, Susan tomó una de las manos de Nancy Greenly. Estaba sorprendentemente fría y laxa. ¿Estaba viva o muerta? A Susan se le cruzó esa idea por la cabeza. Pero allí estaba el monitor cardíaco con su pip-pip-pip tranquilizador que marcaba entusiastamente su recorrido.

—Supongo que usted sabe todo lo que hay que saber sobre el equilibrio de los líquidos, señorita Wheeler —dijo Bellows, parado junto a Susan. Su voz quebró el trance en que había caído Susan, quien abandonó suavemente la mano de Nancy Greenly. Susan observó con sorpresa que todo el grupo se había acercado a la cama de la muchacha.

—Observen: éste es el tubo de PCV, presión venosa central —explicó Bellows levantando el tubo de plástico que llegaba al cuello de Nancy—. Por el momento dejamos eso abierto. El goteo va por el otro lado, y es allí donde pondremos nuestra cuarta parte de suero fisiológico con los veinticinco miliequivalentes de potasio para que vayan a ciento veinticinco centilitros por hora. Y ahora —continuó Bellows después de una pequeña pausa, obviamente sumergido en sus pensamientos mientras miraba sin ver a Nancy Greenly—, por favor, Cartwright, ordene electrolitos en orina para hoy, pero deje pendiente una orden para electrolito sérico. Ah, sí, incluya también niveles de magnesio, sí.

Cartwright tomaba nota a toda velocidad en la tarjeta correspondiente a Nancy Greenly. Bellows tomó el martillito y trató sin resultado de excitar los reflejos de los tendones en las piernas de Nancy. No había reflejos.

—¿Por qué no hicieron una traqueotomía? —preguntó Fairweather.

Cartwright dejó de observar a la paciente para mirar a Bellows, y luego volvió a mirar a la paciente. Se alteró visiblemente y consultó la tarjeta, a pesar de que sabía que la información no estaba allí.

Bellows se dirigió a Fairweather.

—Ésa es una muy buena pregunta, señor Fairweather. Si no recuerdo mal yo le dije al doctor Cartwright que viniera con sus muchachos de otorrinolaringología a hacer una traqueo. ¿No es así, doctor Cartwright?

—Sí, es cierto. Yo hice el llamado pero no respondieron.

—Y usted no volvió a llamar —agregó Bellows con franca irritación.

—No, es que estuve ocupado con… —comentó Cartwright.

—Basta de tonterías, doctor Cartwright —interrumpió Bellows—. Haga venir de inmediato a los muchachos de otorrinolaringología. Esta paciente no da la impresión de reaccionar, y para una atención respiratoria a largo plazo necesitamos una traqueotomía. Porque, señor Fairweather, el tubo endotraqueal obstruido causaría muy pronto una necrosis de la tráquea. Muy buena observación.

Harvey Goldberg deseó haber hecho él la pregunta formulada por Fairweather.

Susan revivió de las profundidades de su abstracción con el intercambio entre Cartwright y Bellows.

—¿Alguien tiene alguna idea de por qué le ha sucedido esto tan horrible a la paciente? —preguntó Susan.

—¿Qué es lo horrible? —respondió nerviosamente Bellows mientras examinaba mentalmente el goteo, el aparato para hacer respirar artificialmente y el monitor—. Ah, se refiere al hecho de que nunca volvió en sí. Bien… —Bellows hizo una pausa—. Eso me recuerda, Cartwright, que mientras atiende las consultas debe llamar aquí a la gente de Neurología para que se le haga otro electroencefalograma a esta paciente. Si sigue plano, tal vez podamos conseguir los riñones.

—¿Los riñones? —preguntó Susan con horror, tratando de no pensar en lo que significaba esa frase para Nancy Greenly.

—Mire —respondió Bellows, tomándose de la barandilla con ambas manos—, si ya no tiene cerebro, es decir si está borrado, podemos utilizar sus riñones para otra persona, siempre que obtengamos la aprobación de su familia, por supuesto.

—Pero podría recuperar la conciencia —protestó Susan enrojeciendo y echando chispas por los ojos.

—Algunos reaccionan —replicó Bellows encogiéndose de hombros—, pero la mayoría no, cuando el EEG está plano. Hay que enfrentar el hecho de que el cerebro está infartado, muerto, y no hay forma de hacerlo recuperarse. No se puede hacer trasplante de cerebro, aunque sería muy útil en algunos casos. —Bellows miró con ironía a Cartwright, que comprendió el chiste y se rió.

—¿Nadie sabe por qué esta paciente no recibió el oxígeno necesario durante la operación? —preguntó Susan, volviendo a su consulta anterior, en un intento desesperado de evitar la sola idea de que le extrajeran los riñones a Nancy Greenly.

—No —respondió escuetamente Bellows a Susan—. Fue un caso sin problemas. Han revisado cada paso del procedimiento de anestesia. El que la aplicó es uno de los residentes anestesistas más obsesivos y ha examinado exhaustivamente el caso. Es decir, no ha tenido piedad consigo mismo. Pero no se encontró ninguna explicación. Creo que tiene que haber sido algún ataque. Tal vez la muchacha tenía algo que la hacía susceptible a sufrir un ataque, no sé. Sea como fuere, parece que el cerebro quedó sin oxigenar el tiempo suficiente como para que murieran muchas células. Sucede que las células cerebrales son muy sensibles a la baja oxigenación. Por lo tanto son las primeras en morir cuando el oxígeno baja del nivel crítico, y esto que vemos aquí es el resultado… —Bellows hizo un gesto hacia Nancy, con la palma de la mano vuelta hacia arriba—. Un vegetal. El corazón late porque no depende del cerebro. Pero todo lo demás hay que lograrlo artificialmente. Tenemos que hacerla respirar con este aparato. —Bellows fue hacia la máquina colocada a la derecha de la cabeza de Nancy—. Debemos mantener el equilibrio crítico de líquidos y electrolitos como lo hacíamos hace unos momentos. Debemos alimentarla, regular la temperatura… —Bellows se interrumpió después de decir la palabra «temperatura». El concepto le hizo recordar otra cosa—. Cartwright, ordene para hoy una radiografía de tórax. Casi me olvidaba de la elevación en la temperatura que usted mencionó hoy. —Bellows miró a Susan—. Así es como estos pacientes sin cerebro terminan su vida: con una neumonía… su única amiga. A veces me pregunto para qué carajo trato esas neumonías. Pero en medicina no hacemos esas preguntas. Tratamos la neumonía porque existen los antibióticos.

En ese momento el sistema de llamados cobró vida como venía sucediendo cada tanto. Esta vez indicó:

—Doctora Wheeler, doctora Susan Wheeler, doctora Susan Wheeler, 938, por favor. —Susan miró a Bellows, muy sorprendida.

—¿Me llaman a mí? —preguntó sin poder creerlo—. Decía «doctora Wheeler».

—Les he dado a las enfermeras de la sala una lista con los nombres de ustedes para colocarlos en las cartillas, de modo que se repartan los pacientes. Los llamarán para todo trabajo con sangre y otras tareas fascinantes.

—Va a ser extraño acostumbrarse a que nos llamen doctores —dijo Susan buscando el teléfono más cercano.

—Más vale que se acostumbren porque así han sido consignados. No es para halagarlos. Es para beneficio de los pacientes. Ustedes no deben ocultar el hecho de que son alumnos, pero tampoco deben publicitarlo. Algunos pacientes no se dejarían tocar por ustedes si supieran que son estudiantes de medicina; vociferarían que se los usa como conejitos de las Indias. Pero, vaya, responda al llamado, doctora Wheeler, y luego vuelva a reunirse con nosotros.

Después de terminar aquí subiremos al aula del diez.

Susan fue al escritorio principal y marcó el 938 en el teléfono. Bellows la miró atravesar la sala. No pudo evitar fijarse en la silueta insinuante bajo el guardapolvo. Susan atraía a Bellows a pasos agigantados.

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