Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 11:40 horas

Página 10 de 47

11:40 horas

A Susan le daba una sensación de irrealidad contestar un llamado para la «doctora Wheeler». Se sentía tan falsa como una actriz que desempeñaba el papel de médica. Llevaba el guardapolvo blanco y la escena era melodramática y apropiada. Sin embargo, internamente no se sentía en su papel, y se le ocurría que en cualquier momento podían denunciarla como impostora.

En el otro extremo de la línea la enfermera habló en forma sucinta y práctica.

—Necesitamos comenzar un goteo en un preoperatorio. El caso se ha demorado y los de anestesia desean que se le administren líquidos.

—¿Cuándo desea que comience? —preguntó Susan retorciendo el cordón del teléfono.

—¡AHORA! —respondió la enfermera, y cortó de inmediato.

Los compañeros de Susan se habían aproximado a otro paciente y estaban otra vez reunidos alrededor del escritorio, esforzándose por ver la cartilla que Bellows tenía frente a él. Nadie levantó los ojos cuando Susan atravesó la media luz de la Unidad de Terapia Intensiva. Llegó a la puerta y colocó la mano sobre el picaporte de acero inoxidable. Giró lentamente la cabeza hacia la izquierda y aventuró otra mirada a la figura inmóvil y aparentemente sin vida de Nancy Greenly. Otra vez la mente de Susan vaciló a causa de la dolorosa identificación. Salió de la sala con dificultad pero también con una sensación de alivio.

La sensación de alivio no le duró mucho. Al caminar de prisa por el atestado corredor, Susan comenzó a prepararse para otra tortura. Nunca había comenzado antes un goteo. Les había extraído sangre a varios pacientes, incluido su compañero de laboratorio, pero nunca había hecho un goteo. Técnicamente sabía lo que había que hacer, y sabía que era capaz de hacerlo. Al fin y al cabo sólo consistía en pinchar la delgada piel y llegar a una vena sin atravesar toda la longitud del vaso. Las dificultades surgían de que a veces las venas no eran más gruesas que un fideo fino, con una cavidad aún más fina. Y podía suceder que la vena no se viera en la superficie de la piel y había que atacarla a ciegas guiándose únicamente por el tacto.

Pensando en estas dificultades Susan se daba cuenta de que hasta un procedimiento tan común como comenzar un goteo representaría una gran exigencia. Su principal preocupación era que se vería claramente que era una novata, y quizás el paciente se rebelaría y exigiría un médico de verdad. Además no estaba con ánimo de enfrentarse con una de esas malditas enfermeras.

Cuando Susan llegó al Beard 5 la escena no había cambiado. El ritmo de actividad era tan enloquecido como antes. Terry Linquivist echó una rápida mirada a Susan antes de desaparecer en el consultorio. Otra de las enfermeras, que tenía una cinta color naranja en la cofia y en cuya placa de identificación decía «Sarah Sterns», respondió a la llegada de Susan entregándole la bandeja de goteo y un frasco de líquido.

—El nombre es Berman. Está en el 503 —informó Sarah Sterns—. No se preocupe por la velocidad. Yo estaré allí en unos minutos para regularla.

Susan asintió con la cabeza y se dirigió al 503. En el camino examinó la bandeja de goteo. Contenía toda clase de agujas: escalpelos, catéteres de permanencia prolongada, y las tradicionales agujas descartables. Había paquetes de compresas con alcohol, varios trozos de tubo de goma achatados para usar como torniquetes, y una linterna. Al ver la linterna, Susan se preguntó cuántas veces repetiría la escena de encaminarse en mitad de la noche a comenzar un goteo.

Susan pasó frente al 507, luego frente al 505. Cuando vio el 503 buscó en la bandeja hasta ubicar una 21 en un envoltorio amarillo. Ésa era la aguja con que alguna vez había visto comenzar un goteo. Tuvo la tentación de usar una de las agujas largas, más impresionantes, pero decidió experimentar lo menos posible; por lo menos esta vez.

En la puerta decía claramente «503». Estaba entornada. Susan no sabía si debía golpear o entrar directamente. Miró con disimulo a su alrededor para ver si alguien la observaba y golpeó.

—Adelante —respondió una voz desde adentro.

Susan empujó la puerta con el pie, sosteniendo la bandeja de goteo con la mano derecha y el frasco de DSW con la izquierda. Entró en la habitación esperando ver a algún individuo viejo y enfermo. Era una típica habitación privada del Memorial: pequeña, antigua, con el piso cubierto por mosaicos vinílicos. La ventana no tenía cortinas y estaba sucia. En un rincón había un viejo radiador con doce capas de pintura.

Contrariamente a las expectativas de Susan, el paciente no era viejo ni parecía enfermo. El hombre sentado en la cama era más bien joven, y se lo veía perfectamente sano. Susan hizo la rápida estimación de que tendría unos treinta años. Llevaba la ropa habitual en el hospital, con la sábana subida hasta la cintura. Su cabello era oscuro y muy abundante, y cepillado hacia atrás a ambos lados de manera que le cubría la parte superior de las orejas. Tenía un rostro delgado, inteligente y bronceado a pesar de la estación invernal. Su nariz era fina, con orificios achatados que daban la impresión de que siempre estaba aspirando aire. Tenía el aspecto de un atleta en muy buen estado físico. Se restregaba las manos nerviosamente, como si sintiera frío. Susan sintió de inmediato la ansiedad del hombre bajo una capa de forzada calma.

—No tenga vergüenza, acérquese. Esto es como la Grand Central —sonrió Berman. La sonrisa perdió firmeza. Era evidente que al hombre le alegraba una interrupción en la tensión preoperatoria.

Susan entró y sólo se permitió una breve mirada a Berman mientras devolvía la sonrisa. Luego entrecerró la puerta para dejarla en la posición original. Colocó la bandeja al pie de la cama y colgó el frasco de goteo en el soporte de la cabecera. Evitó conscientemente los ojos de Berman mientras se preguntaba por qué diablos tenía que ser joven, sano y obviamente en posesión de todas sus facultades. Sin duda habría preferido un centenario inconsciente.

—¡Otra inyección más! —exclamó Berman con miedo fingido sólo a medias.

—Lo siento, pero sí —replicó Susan mientras abría un paquete con un tubo para goteo, que insertó en el frasco de DSW colocado en el soporte, haciendo pasar un poco de líquido por el tubo antes de asegurarlo con una espita. Una vez realizado esto, Susan miró a Berman, que la contemplaba atentamente.

—¿Es usted médica? —preguntó Berman con desconfianza.

Susan no respondió enseguida. Siguió mirando directamente los profundos ojos castaños de Berman. Mentalmente medía las posibilidades de su respuesta. No era médica, y eso era obvio. ¿Qué prefería decir? Quería decir que era médica. Pero Susan era una persona realista, y pensó si alguna vez sería capaz de decir que era médica y creerlo.

—No —respondió Susan con decisión mientras volvía los ojos a la aguja. La realidad la deprimía, y pensaba que tal vez aumentara la ansiedad de Berman—. Soy estudiante de medicina —agregó.

Las manos de Berman interrumpieron su nerviosa actividad.

—No hace falta que se defienda —replicó con sinceridad—. No parece ni médica, ni futura médica.

El inocente comentario de Berman tocó una cuerda sensible en la mente de Susan. Su embrionario profesionalismo la volvía un poco paranoica e inmediatamente tomó a mal el comentario de Berman, que más bien ocultaba un elogio.

—¿Cómo se llama? —continuó Berman, completamente inconsciente del efecto de su comentario anterior. Se hizo pantalla sobre los ojos para defenderlos de la cruda luz de los tubos fluorescentes e indicó con un movimiento a Susan que girara un poco hacia la izquierda para que él pudiera leer su plaqueta de identificación.

—Susan Wheeler. Doctora Susan Wheeler.

Suena natural. Susan advirtió enseguida que Berman no la estaba desafiando como médica. Sin embargo no respondió. En Berman había algo, lejana pero agradablemente familiar, que no lograba definir. Lo intentó, pero era algo demasiado sutilmente oculto por la inmediatez del encuentro. Tenía algo que ver con la encantadora actitud autoritaria de Berman.

En parte como método para concentrarse en sus propios pensamientos, y en parte para controlar la conversación, Susan se sumergió en el asunto del goteo. Con ademanes firmes colocó la gomita en la muñeca izquierda de Berman y la ajustó. Los ojos de Berman seguían estos preparativos con gran interés.

—Desde ya debo admitir que no me fascinan las agujas —declaró Berman, tratando de conservar un cierto grado de aplomo. Su mirada paseaba de su brazo al rostro de Susan.

Susan sentía la preocupación cada vez mayor de Berman, y se preguntó qué diría él si supiera que era la primera vez que ella efectuaba un goteo. Estaba segura de que simplemente se desprendería de ella y de que si se invirtieran los roles ésa sería su reacción.

Las fuerzas combinadas del torniquete y el cuerpo muy tenso de Berman hicieron que las venas del dorso de su mano se destacaran como mangueras de jardín. Susan aspiró hondo y contuvo el aire. Berman hizo lo mismo. Después de pasar un algodón con alcohol, Susan trató de clavar la aguja en el dorso de la mano de Berman. Pero la piel avanzaba, resistiendo la penetración.

—¡Ahhhh! —gritó Berman, aferrándose a la sábana con la mano libre.

Actuaba con exageración, como maniobra de autoconservación. Sin embargo, el efecto fue que Susan perdió firmeza, y desistió de su intento de atravesar la piel.

—Si le sirve de consuelo, usted da la sensación de ser médica —dijo Berman, mirándose el dorso de la mano. El torniquete seguía en su lugar y la mano estaba pálida y azulada.

—Señor Berman, tendrá que colaborar un poco más —pidió Susan, reuniendo fuerzas para hacer otro intento y tratando de no cargar con toda la responsabilidad de otro fracaso.

—Dice que hay que colaborar —repitió Berman poniendo los ojos en blanco—. Me he quedado más quieto que un cordero en el altar del sacrificio.

Susan volvió a colocar en la cama la fláccida mano izquierda de Berman. Con la misma cantidad de esfuerzo la aguja penetró por los escasos tejidos.

—Me rindo —gimió Berman con un destello de humor.

Susan se concentró en la punta sumergida de la aguja. Al principio tendía a alejar la vena. Susan lo contrarrestó con un decisivo avance de la aguja. Sintió el ruidito de la aguja que penetraba en la vena. La aguja se llenó de sangre que a su vez llenó el tubo de plástico fijado a ella. Enganchó rápidamente el tubo de goteo, abrió la espita y retiró el torniquete. El goteo fluía sin problemas.

Ambos participantes sintieron un gran alivio.

Habiendo logrado algo, algo de carácter médico con un paciente, Susan sentía una invasión de euforia. Era algo menor, un simple goteo, pero de todas maneras un servicio. Quizás realmente habría un futuro para ella en la medicina. La euforia le daba una necesidad de comunicación que incluía calidez y condescendencia hacia Berman a pesar del ambiente hospitalario.

—Usted dijo antes que no parezco médica —comentó Susan, tomando la tela adhesiva para asegurar el tubo de goteo a la mano de Berman—. ¿Qué quiere decir eso de parecer médico? —Había un leve tono burlón en su voz, como si le interesara más oír hablar a Berman que enterarse de lo que decía.

—Creo que fue un comentario tonto —replicó Berman, observando todos los movimientos de Susan para asegurar el tubo de goteo—. Pero conozco varias muchachas que se recibieron conmigo en el secundario y luego estudiaron medicina. Algunas de ellas estaban muy bien; todas eran muy inteligentes, sin ninguna duda, pero muy poco femeninas.

—A lo mejor usted no las encontraba femeninas porque estudiaron medicina, y no a la inversa —contestó Susan, disminuyendo el goteo, hasta llegar a un goteo constante.

—Quizás, quizás… —replicó pensativamente Berman. Admitía que la interpretación de Susan abría una nueva perspectiva—. Pero no lo creo. A dos de ellas las conozco muy bien. Hicimos juntos todo el secundario. Sólo se decidieron a estudiar medicina en el último año. Eran tan poco femeninas antes de tomar esa decisión como después de tomarla. Mientras que usted, futura doctora Wheeler, tiene un aura de femineidad que la envuelve como una nube.

Susan, ansiosa de tomar como excepción los casos de falta de femineidad de sus compañeras, se sorprendió ante la alusión de Berman a su propia femineidad. Por un lado se sintió tentada a responder: «¿Hablas en serio, muchachito?», pero por otra parte pensó que tal vez Berman hablaba en serio y en realidad le estaba haciendo un cumplido. Berman mismo decidió qué camino deberían seguir los pensamientos de Susan.

—Si me preguntaran a mí cuál es su vocación, diría que usted es bailarina.

Al dar con la propia fantasía del otro yo de Susan, Berman abrió las puertas de la personalidad de la muchacha. Para ella, parecer una bailarina era una gratificación, y eso la inclinó a aceptar el comentario de Berman sobre su femineidad como un cumplido.

—Gracias, señor Berman —dijo con sinceridad.

—Llámeme Sean —pidió Berman.

—Gracias, Sean —repitió Susan. Dejó por un momento su actividad de recoger los elementos utilizados para el goteo y miró por la sucia ventana. No vio la suciedad, los ladrillos, las nubes oscuras, los árboles sin vida. Volvió a mirar a Berman.

—Sabe, no podría expresarle cuánto aprecio su cumplido. Le parecerá extraño, pero si he de ser sincera, no me he sentido muy femenina este último año. Oírselo decir a alguien como usted me resulta estimulante. No es que me preocupe mucho, pero últimamente he comenzado a sentirme… —Susan hizo una pausa, buscando la palabra adecuada—… neutral, o neutra. Sí, ésa es la palabra exacta: neutra. Ha sucedido en forma lenta, gradual, y realmente creo que sólo me doy cuenta de ello cuando me encuentro con algunas de mis ex compañeras de colegio, en especial con mis compañeras de cuarto.

De pronto Susan se detuvo en la mitad del pensamiento y se enderezó. Estaba un poco avergonzada y sorprendida de su propio inesperado candor.

—Pero ¿de qué estoy hablando? A veces yo misma no me entiendo. —Se sonrió y luego se rió de sí misma—. Ni siquiera puedo actuar como médica; mucho menos parecerlo. Supongo que a usted no le interesan en lo mas mínimo mis dificultades de adaptación profesional.

Berman contempló a Susan con una amplia sonrisa. Obviamente disfrutaba del momento.

—Se supone que es el paciente quien tiene que hablar —continuó Susan—, y no el médico. ¿Por qué no me cuenta qué hace usted, de manera que yo me calle?

—Soy arquitecto —respondió Berman—. Uno entre más o menos un millón que llenan el escenario de Cambridge. Pero ésa es otra historia. Me gustaría que volviéramos a usted. No se imagina qué bien me hace oír hablar a alguien como un ser humano en este lugar. —Los ojos de Berman recorrieron la habitación—. No me preocupa someterme a una pequeña intervención, pero esta espera me pone muy mal. Y todo el mundo es tan horriblemente práctico. —Volvió a mirar a Susan—. ¿Qué iba a decirme sobre sus ex compañeras de cuarto? Me interesaría saber.

—¿Bromea usted?

—En serio.

—Bien, no es tan importante. Era una chica inteligente. Fue a la Facultad de Derecho y sigue siendo una mujer, a la vez que satisface su necesidad y su capacidad de competir y rendir intelectualmente.

—No sé cómo le habrá ido a usted intelectualmente, pero no hay duda de que es una mujer. Es la antítesis absoluta de lo neutro.

Al principio Susan estuvo tentada de comenzar una discusión con Berman sobre el hecho de que igualara ser mujer a cierta apariencia externa. Sentía que eso era sólo una parte, una parte pequeña. Pero se reprimió. Después de todo Berman iba a ser operado, y no le convendría pelearse con nadie.

—No puedo evitar sentirme de esa manera, y «neutra» es la mejor palabra. Al comienzo pensaba que estudiar medicina sería bueno por muchas razones, incluyendo el hecho de que me proporcionaba la seguridad social que necesitaba; no quería pensar ni preocuparme por ninguna presión social para casarme. Bueno —suspiró Susan—, es verdad que me da esa seguridad social, y mucho más. En realidad he empezado a sentirme separada de la sociedad normal…

—En ese terreno me encantaría poder ayudarla —respondió Berman, encantado con la respuesta ingeniosa—. Siempre que usted considere que los arquitectos forman parte de la sociedad normal. Algunos no, créame. De todas maneras… —Berman se rascaba la cabeza mientras ordenaba sus ideas. —Me resulta difícil mantener una conversación razonable ataviado con este humillante camisón, en este ambiente despersonalizado, y me gustaría mucho continuarla. Estoy seguro de que a usted la persiguen continuamente, y no quiero causarle molestias, pero tal vez podríamos reunimos a tomar un café o una copa o lo que sea una vez que me compongan esta maldita rodilla. —Berman levantó la rodilla derecha—. Me la estropeé hace años jugando al fútbol. Desde entonces es mi talón de Aquiles, por así decirlo.

—¿De eso lo operan hoy? —preguntó Susan mientras pensaba cómo responder a la invitación de Berman.

—Así es, una minusculectomía, o algo así —respondió Berman.

Alguien golpeó la puerta, y de inmediato entró Sarah Sterns antes de que Susan pudiera responder. Susan dio un salto y enseguida se puso a mover innecesariamente la espita del goteo. Un instante después Susan sintió que estaba haciendo algo infantil, y se enojó contra el sistema que la afectaba en ese grado.

—¡Otra aguja más! —gimió Berman.

—Otra aguja. Es el preoperatorio. Póngase boca abajo, mi amigo —ordenó la señorita Sterns. Empujó a Susan para colocar su bandeja en la mesa de luz.

Berman miró a Susan con aire molesto antes de colocarse sobre su lado derecho. La señorita Sterns desnudó la nalga de Berman y tomó un poco de carne. La aguja penetró en el muslo como un relámpago.

—No se preocupe por el goteo. Lo regularé enseguida —anunció la señorita Sterns encaminándose hacia la puerta. Y salió de la habitación.

—Bien, debo irme —dijo Susan.

—¿Nos veremos? —preguntó Sean, tratando de no apoyarse sobre su nalga izquierda.

—Sean, no lo sé. No estoy segura de lo que siento al respecto, profesionalmente, etcétera.

—¿Profesionalmente? —La sorpresa de Berman era auténtica—. A usted deben estar haciéndole un lavado de cerebro.

—Quizás —respondió Susan. Miró su reloj, la puerta, y luego nuevamente a Berman—. Bien —dijo finalmente—, volveremos a vernos. Entre tanto usted se pondrá bien. Puedo soportar que me acusen de no ser profesional, pero no de aprovecharme de un inválido. Yo permaneceré en el hospital hasta que usted se vaya a su casa. ¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo estará internado?

—Mi médico dice que tres días.

—No me iré antes que usted —dijo Susan mientras se dirigía a la puerta.

En la puerta tuvo que ceder el paso a un camillero que venía para llevar a Berman al quirófano número ocho para una menisectomía. Susan volvió a mirar a Berman antes de salir al corredor. Él hizo la seña del triunfo levantando los pulgares, y ella se la respondió de la misma manera. Mientras caminaba hacia la sala de enfermeras, Susan pensaba en su mezcla de emociones. Sentía el calor del encuentro con alguien por quien sentía una atracción química inmediata; al mismo tiempo estaba la punzante realidad de la falta de profesionalismo de todo el asunto. Susan no podía sino reconocer que para ella ser médica iba a ser muy difícil en todos los aspectos.

Ir a la siguiente página

Report Page