Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 12:10 horas

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12:10 horas

Como una esquiadora que hace una carrera de obstáculos, Susan se abrió camino por el corredor del hospital lleno de carritos con el almuerzo que desplegaban una cantidad de alimentos incoloros. Los aromas bastante agradables que emanaban de las bandejas le recordaron a Susan que no había comido ese día: dos tostadas durante el trabajo no constituían una comida.

La llegada de los carritos de la comida contribuía al ambiente de caos total del Beard 5. Susan pensó que era un milagro que cada paciente recibiera la droga, el tratamiento y la comida indicada. Susan tuvo la amable sorpresa de encontrar una sonrisa en la cara de Sarah Sterns, quien le agradeció rápidamente y le indicó el lugar donde colocar la bandeja de goteo. Los demás ni siquiera advirtieron la presencia de Susan, que salió enseguida. Le llevó tres segundos decidirse a usar la escalera en vez del ascensor abarrotado de gente. Sólo había que subir tres pisos para ir a Terapia Intensiva.

Las escaleras eran metálicas, con un revestimiento muy maltratado. El color naranja original se había convertido en un tostado sucio, excepto en la parte central de cada escalón, abrillantada por innumerables pisadas. Las paredes estaban pintadas de color gris oscuro. Pero la pintura era vieja y descascarada. Alguna rotura de caño o algún otro accidente habían dejado una serie de manchas longitudinales que descendían desde arriba en la pared de la derecha. Las manchas reaparecían cada vez que Susan llegaba a una plataforma y comenzaba un nuevo tramo. La única iluminación de la escalera provenía de una lamparita desnuda en cada descanso. En el cuarto piso la lamparita estaba quemada, y Susan tuvo que continuar con precaución a causa de la falta de luz, adelantando el pie para encontrar el peldaño siguiente. Las distancias entre uno y otro piso le parecían a Susan notablemente largas.

Inclinándose sobre el pasamanos de metal Susan veía hasta el segundo subsuelo, y mirando hacia arriba hasta donde las escaleras se perdían en una perspectiva que provocaba mareos. Susan se sentía mal en la escalera. Era como si esas paredes deterioradas se cerraran sobre ella, despertándole algún miedo atávico. Tal vez le recordaban un sueño recurrente que tenía en su infancia. Aunque hacía mucho que no lo soñaba, lo recordaba bien. No tenía que ver con una escalera, pero el efecto era el mismo. El sueño consistía en caminar por un túnel retorcido que se iba cerrando hasta que finalmente le impedía avanzar.

A pesar de la atmósfera inquietante de la escalera Susan bajaba con lentitud, escalón por escalón. Sus pasos firmes provocaban un eco metálico. Estaba sola. No había nadie y tuvo algunos momentos para pensar sin interrupciones. Por un breve lapso la inmediatez del hospital se apartó de su conciencia.

El encuentro con Berman se hizo más complicado en su mente. La falta de profesionalismo se diluía porque en realidad Berman no era paciente de Susan. Sólo la habían llamado para que ejecutara un servicio periférico. El hecho de que Berman era un paciente sólo importaba porque facilitó el encuentro casual entre los dos. Pero Susan estaba segura de no estar racionalizando. Al llegar al descanso del tercer piso, hizo una pausa antes de comenzar con el siguiente tramo.

Había reaccionado ante Berman como una mujer. Por una constelación de razones inexplicables, Berman la había abordado de una manera básica, natural, hasta podría decirse química. Hasta cierto punto eso era estimulante y le transmitía seguridad. Susan no tenía dudas de que se sentía algo asexuada desde el comienzo de su carrera de medicina. En su conversación con Berman usó la palabra «neutra», pero sólo porque se vio forzada a encontrar algún término. Obviamente Susan era mujer; se sentía mujer y sus menstruaciones periódicas lo confirmaban. Pero ¿era una mujer?

Susan comenzó a bajar el siguiente tramo. Por primera vez los acontecimientos la habían obligado a intelectualizar una tendencia que venía desarrollando desde hacía años. Si hubieran llamado a Carpin, y Berman hubiera sido una mujer igualmente atractiva, ¿Carpin habría respondido como hombre? Susan volvió a detenerse para considerar esa situación hipotética.

Su experiencia le decía que había buenas probabilidades de que Carpin hubiera reaccionado de la misma manera. Susan recomenzó el descenso, ahora con mucha lentitud. Pero, si era cierto que un hombre habría respondido en forma muy parecida en una situación similar, ¿por qué era tan distinto para ella? ¿Por qué insistía en esto?

Era algo más que un tema de debate sobre ética médica. Berman le había hecho sentir a Susan que era mujer. Susan lo comprendió repentinamente. La diferencia principal entre ella y Carpin era que ella tenía un obstáculo más. Sabía que tanto ella como Carpin querían ser médicos, actuar como médicos, pensar como médicos, ser considerados médicos. Pero para Susan había un paso adicional. Susan también quería convertirse en mujer, ser considerada y respetada como mujer. Cuando eligió estudiar medicina, sabía que era una carrera dominada por los hombres. Ése era uno de los desafíos. Susan nunca imaginó que la medicina le dificultaría logros sociales de ningún tipo. Podía competir en el mundo académico; de eso estaba segura. El paso siguiente sería más difícil; un curso que no estaba en programa. ¿Y Carpin? Bien, para él la parte social era fácil. Era un hombre que desempeñaba un reconocido rol masculino. Estar en la carrera de medicina más bien fortalecía su imagen de sí mismo como hombre. Carpin sólo debía preocuparse por adquirir la convicción de que era médico; Susan, la convicción de que era médica y era mujer.

Al llegar al segundo piso, Susan fue recibida por un cartel que decía en grandes letras: «Área de Salas de Operaciones: Prohibido entrar sin autorización». Pero el cartel no era necesario, ¡la puerta estaba cerrada con llave! La imaginación hiperactiva de Susan cerró de inmediato todas las puertas que daban a la escalera, y se vio encerrada en una prisión vertical. Fue una idea fugaz, totalmente irracional.

—Wheeler, estás demasiado loca —se dijo a sí misma para darse ánimos. Descendió rápidamente hasta el primer piso. La puerta se abrió fácilmente y Susan se sumó a la multitud.

Tomó el ascensor y volvió a la entrada de la Unidad de Terapia Intensiva. Le costó empujar la puerta, pero una vez entreabierta siguió abriéndose por sí misma. Era una puerta enorme y pesada.

Susan entró una vez más en el mundo aislado de Terapia Intensiva. Una de las enfermeras levanto la mirada desde su escritorio, pero enseguida volvió a un gráfico de electrocardiograma que estaba examinando. Susan paseó sus ojos por el ambiente y otra vez se sintió impresionada por el aspecto puramente mecánico, la falta de voces humanas, incluso de movimientos, excepto las incesantes grafías fluorescentes. Y allí estaba Nancy Greenly, inmóvil como una estatua, un accidente de la medicina, una víctima de la tecnología. ¿Cómo sería su vida, sus amores? Todo se había perdido, a causa de una simple irregularidad menstrual, una dilatación y curetaje de rutina.

Susan apartó sus ojos con esfuerzo de Nancy Greenly, y comprobó que su grupo ya no estaba en la sala; seguramente habían ido a hacer las recorridas. En el mismo instante percibió la aguda incomodidad que le provocaba estar en Terapia Intensiva. La complejidad psicológica y técnica del lugar hicieron desaparecer el residuo de euforia que le quedaba del episodio con el goteo. Su imaginación la hizo pensar en la situación de que le pasara algo a uno de los pacientes mientras ella se encontraba allí. ¿Y si alguien le pedía que tomara una decisión de vida o muerte, acorde con su guardapolvo blanco y el inútil estetoscopio en el bolsillo? Controlando la tendencia a dejarse ganar por el pánico, Susan luchó contra la pesada inercia de la puerta y escapó al corredor. Al rehacer el camino hacia el ascensor meditó en la diferencia entre realidad y fantasía, entre lo que la gente piensa que es ser estudiante de medicina y lo que realmente es.

Recordando lo que había dicho Bellows sobre las recorridas, Susan oprimió el botón correspondiente al número diez en el ascensor y se dejó comprimir en el fondo del ascensor. Fue un viaje sumamente incómodo. En el ascensor había un popurrí de seres humanos que hablaban de los más variados males humanos, y se detenían en cada piso. El aire era casi irrespirable porque un desconsiderado pasajero fumaba a pesar de que un cartel indicaba claramente que estaba prohibido. Los ocupantes no se miraban los unos a los otros; observaban con rostro inexpresivo los números que se iban iluminando en el tablero, como hacía Susan, deseando que las puertas se abrieran y se cerraran con más rapidez.

Al llegar al noveno piso Susan se abrió paso enérgicamente hasta la puerta. En el décimo salió con gran alivio del atestado cubículo.

La atmósfera cambió de inmediato. El piso diez estaba alfombrado y las paredes brillaban por una capa de pintura al laque recientemente aplicada. Había retratos con marcos dorados de anteriores figuras importantes del Memorial, en todo su esplendor académico. En toda la longitud del corredor había mesas Chippendale con lámparas de distintos estilos, intercaladas con cómodos sillones. A intervalos regulares se veían prolijas pilas de revistas «New Yorker».

Un gran cartel colocado sobre el ascensor condujo a Susan al salón de reuniones. Al avanzar por el corredor divisaba el interior de los consultorios. Eran los consultorios privados de los médicos más importantes del Memorial. En el corredor había algunos pacientes, leyendo y esperando. Sus rostros eran uniformemente inexpresivos.

Al final del corredor Susan pasó por el consultorio del Jefe de Cirugía, doctor H. Stark. La puerta estaba entreabierta, y en el interior Susan alcanzó a ver a dos secretarias escribiendo furiosamente a máquina. Más allá del consultorio de Stark, en el otro extremo del corredor, había una segunda escalera. Y en el extremo mismo, sobre dos puertas de vaivén de caoba, se veía un cartel iluminado que proclamaba: «EN REUNIÓN».

Susan entró en el salón de reuniones, cerrando cuidadosamente las puertas tras de sí. En un extremo de la habitación se veía la fotografía en colores de un pulmón humano. Susan apenas distinguía la silueta de un hombre con un puntero que describía los detalles de la fotografía.

Desde las penumbras del fondo Susan comenzó a discernir las filas de asientos y sus ocupantes. El salón tendría unos nueve metros de ancho por quince de largo. El suelo tenía un suave declive hasta la plataforma, a la que se ascendía por dos escalones. El equipo de proyección estaba profesionalmente oculto a la vista. No obstante el rayo de luz del proyector se veía en toda su longitud debido al humo de cigarrillos y pipas. Susan reconoció la parte posterior de la cabeza de Niles. Estaba ubicado junto al pasillo. Susan se dirigió a la fila correspondiente y le dio a Niles un golpecito en el hombro. Los compañeros habían reservado un asiento para Susan. Pasó con dificultad frente a Niles y Fairweather para poder sentarse.

—¿Hizo un FV o una laparotomía? —preguntó Bellows con tono sarcástico, inclinándose hacia Susan—. Tardó más de media hora.

—Era un tratamiento interesante —respondió Susan, preparándose para otra conferencia sobre la puntualidad.

—Seguramente a usted se le ocurrió uno mejor.

—A decir verdad, era un cambio de vendaje en la circuncisión de Robert Redford. —Durante unos minutos Susan fingió estar absorbida en la proyección. Luego miró a Bellows, quien soltó una risita y sacudió la cabeza.

—Usted es demasiado… Yo…

Bellows se interrumpió al advertir que el hombre parado en la plataforma le estaba haciendo una pregunta a él. Lo que alcanzó a oír fue:

—… seguramente usted puede aclarar ese punto, ¿verdad, doctor Bellows?

—Perdón, doctor Stark, no oí la pregunta —respondió Bellows algo alterado.

—¿Presenta alguna señal de neumonía? —repitió el doctor Stark. Una gran radiografía de tórax con el lado derecho oscurecido permitía ver el delgado perfil del doctor Stark en la plataforma. No se veían sus rasgos.

Un residente sentado detrás de Bellows se inclinó hacia adelante y le susurró a Bellows:

—Está hablando de Greenly, idiota.

—Bien —comenzó Bellows con una tosecita, poniéndose de pie—. Ayer tuvo una ligera elevación de la temperatura. Pero el pecho aún se ausculta claramente. Hace dos días se tomó una radiografía de tórax que resultó normal, pero hoy vamos a hacer otra. Hubo bacterias en orina y nosotros creemos que la elevación de la temperatura se debe más bien a una cistitis que a una neumonía.

—¿Es ése el pronombre que quería usar, doctor Bellows? —preguntó el doctor Stark, acercándose a la pantalla con las manos a los costados. Susan se esforzaba por ver a ese hombre: éste era el infame y célebre Jefe de Cirugía. Pero su cara se perdía en las sombras.

—¿Pronombre, señor? —repitió Bellows con cierta timidez y obvia confusión.

—Pronombre. Sí, pronombre. Usted sabe lo que es un pronombre, ¿verdad, doctor Bellows? —Se oyeron algunas risas aisladas.

—Sí, creo que sí.

—Tanto mejor —replicó Stark.

—¿Qué es mejor? —preguntó Bellows. Enseguida se arrepintió de haberlo preguntado. Más risas.

—Debe elegir mejor el pronombre, doctor Bellows. Estoy un poco cansado del «nosotros», o de alguna indefinida tercera persona del singular. Parte de la formación de ustedes como cirujanos consiste en ser capaces de manejar información, asimilarla, y luego tomar una decisión. Cuando hago una pregunta a uno de ustedes, los residentes, quiero la opinión de esa persona, no la del grupo. Eso no significa que los demás no contribuyan al proceso de decisión, pero una vez que la han tomado, quiero oír «yo», y no «nosotros», o «uno».

Stark se acercó un poco más a la pantalla y tomó el puntero.

—Bien, volvamos la atención del paciente comatoso. Quiero insistir en que ustedes deben cuidar mucho a estos pacientes, señores. Puede ser frustrante porque se requiere un cuidado intenso y constante, y porque la prognosis final es deprimente, pero la recompensa puede ser fabulosa. El aspecto de lo que se aprende de estos casos es de por sí inapreciable. Sin duda es muy difícil mantener la homeostasis por períodos de tiempo prolongados cuando el cerebro…

Se encendió una luz roja en una pared lateral: «paro cardíaco en Unidad de Terapia Intensiva Beard 2».

—Mierda —murmuró Bellows mientras se ponía de pie. Cartwright y Reid lo siguieron, y los tres se lanzaron al corredor. Susan y los otros cuatro estudiantes se miraron, buscando apoyo unos en los otros. Luego siguieron todos juntos a los que salían.

—Como decía, es difícil mantener la homeostasis cuando el cerebro está dañado. La diapositiva siguiente, por favor —indicó Stark consultando sus notas a la luz de la pantalla, casi sin prestar atención a los que se retiraban de la sala.

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