Coma

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Lunes 23 de febrero » 12:16 horas

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12:16 horas

Sean Berman daba claras muestras de estar muy nervioso en los momentos previos a su operación. Sabía muy poco de medicina, y aunque deseaba estar mejor informado no había preguntado inteligentemente sobre su problema y su tratamiento. La medicina y la enfermedad lo asustaban. Más bien homologaba a ambas en lugar de pensarlas como antagonistas. Por lo tanto someterse a una operación era una afrenta a su sensibilidad; no podía considerar en forma racional la idea de que alguien iba a cortarle la piel con un bisturí. La imagen le producía náuseas y sudor en la frente. Entonces trató de apartarla de su mente. En psiquiatría eso se llama negación. Se había sentido bastante bien de esa manera hasta llegar al hospital para hacer el trámite de internación.

—Mi nombre es Berman. Sean Berman. —Berman recordaba muy bien el diálogo. Lo que debió ser un procedimiento muy simple cayó en los enredos burocráticos del hospital.

—¿Berman? ¿Está seguro de que tenía que venir hoy al hospital? —preguntó una atenta recepcionista con exceso de maquillaje y las uñas pintadas de negro.

—Sí, estoy seguro —respondió Berman, fascinado por el esmalte negro.

—Bien, lo lamento pero usted no tiene ficha. Por favor siéntese y espere hasta que atienda a estos otros pacientes. Luego llamaré a Internación y enseguida estaré con usted.

Así comenzó una serie de confusiones que caracterizaron la internación de Berman. Se sentó y esperó. La manecilla larga del reloj dio toda la vuelta al cuadrante antes de concluir el trámite.

—¿Me da su orden de radiografía, por favor? —pidió un técnico joven y muy flaco. Antes de este llamado Berman había esperado cuarenta minutos en la sala de radiología.

—No tengo orden de radiografía —respondió, después de examinar los papeles que le habían dado.

—Tiene que tenerla. En todas las internaciones hay una orden de radiografía.

—Pero yo no la tengo.

—Tiene que tenerla.

—Le digo que no la tengo.

A pesar de la obvia frustración, el ridículo trámite de internación tuvo un efecto positivo. Ocupó totalmente la conciencia de Berman, de manera que se olvidó de la inminente intervención. Pero una vez en su habitación, oyendo gemidos intermitentes por las puertas parcialmente abiertas, Sean Berman tuvo que enfrentarse con la experiencia. Aun más difíciles de negar eran las personas con vendas o aún con tubos que emergían misteriosamente de partes del cuerpo humano que no tienen orificios naturales. Dentro del hospital, la negación ya no era un medio eficaz de defensa psicológica.

Entonces Berman recurrió a otra táctica; pasó a lo que los psiquiatras llaman «formación reactiva». Se permitió pensar en la operación que le harían hasta donde llegaba su información.

—Soy una de las dietistas, y deseo hablar con usted de la selección de sus comidas —anunció una mujer con exceso de peso que entró en la habitación de Berman después de golpear brevemente la puerta. Traía un anotador. Y agregó—: Supongo que usted está aquí para una intervención, ¿verdad?

—¿Una intervención? Sí, me hago una por año. Es un hobby.

La dietista, el técnico del laboratorio, cualquiera que quisiera oírlo, se convertía en una víctima de algún comentario sarcástico de Berman sobre su intervención.

Hasta cierto punto este método de defensa fue eficaz, por lo menos hasta la mañana del día de la operación. Berman se despertó a las 06:30 por el ruido de un carrito en el corredor. Trató de volver a dormirse, pero no pudo. El tiempo pasó, inexorable pero horriblemente lento, hasta cerca de las once, hora de su intervención. El estómago vacío de Berman hacía ruidos.

A las 11:05 se abrió la puerta de su habitación. El pulso de Berman se aceleró. Era una de las enfermeras.

—Señor Berman, habrá una demora.

—¿Una demora? ¿De cuánto tiempo? —preguntó Berman esforzándose por ser cortés. Ya había entrado en la agonía de la espera.

—No lo sé. Treinta minutos, quizás una hora. —La enfermera se encogió de hombros.

—Pero ¿por qué? Estoy muerto de hambre. —No era verdad. Berman estaba demasiado nervioso para sentir hambre.

—Hay un atraso en la sala de operaciones. Volveré luego para darle los medicamentos preoperatorios. Descanse. —La enfermera se fue. Berman se quedó con la boca abierta, a punto de hacer otra pregunta, otras cien preguntas. ¿Descansar? Difícil. En realidad, hasta la aparición de Susan, Sean pasó el resto de la mañana transpirando frío, temiendo el pasaje de cada momento, y a la vez deseando que el tiempo pasara rápidamente. Varias veces se sintió avergonzado por tanta ansiedad, y se preguntó si se debería a la gravedad de la operación. Si era así, pensó que nunca podría someterse a una intervención realmente seria. Berman tenía miedo de sentir dolor, preocupado de que su pierna no quedara el noventa y ocho por ciento mejor, como le prometía su médico, y por el yeso que tendría que llevar durante varias semanas después de la operación. No le preocupaba la anestesia. En todo caso le preocupaba que no lo durmiera del todo. No quería anestesia local; quería quedarse absolutamente inconsciente.

Berman no pensaba en posibles complicaciones, ni en su propia mortalidad. Era demasiado joven y sano para eso. Si lo hubiera pensado, no se habría decidido tan rápido a la operación. Era un error típico de Berman: ver los árboles y no ver el bosque. Una vez había diseñado un edificio que ganó un premio, pero que fue rechazado por la municipalidad de la ciudad porque no concordaba con el entorno. Afortunadamente Berman no tenía conocimiento de Nancy Greenly, inconsciente en la sala de Terapia Intensiva.

Para Berman, Susan Wheeler fue una estrella en una noche nublada. En el estado hipersensibilizado y muy ansioso de Berman, la muchacha fue como una aparición que le ayudó a pasar el tiempo, a refrescarle la mente. Pero hizo más que eso. En los primeros momentos de la mañana Berman había podido pensar en algo más que su rodilla y el bisturí. Brindó toda su concentración a los comentarios de Susan y a su breve revelación. Ya fuera por el atractivo de Susan, o por la evidente inteligencia de la muchacha, o sólo por la vulnerabilidad emocional de Berman, quedó encantado y deleitado y se sintió muchísimo más cómodo en su viaje en el ascensor hacia la sala de operaciones. Consideró que la inyección que le había dado la Sterns también hacía su parte, porque sentía la cabeza más liviana y sus imágenes se tornaron ligeramente discontinuas.

—Supongo que usted ve mucha gente camino del quirófano —dijo Berman al ordenanza al acercarse al segundo piso. Berman estaba tendido de espaldas con las manos debajo de la cabeza.

—Ah, sí… —respondió el empleado con poco interés, limpiándose las uñas.

—¿A usted alguna vez lo operaron de algo aquí? —preguntó Berman, que ahora disfrutaba de una sensación de calma e indiferencia que se extendía por sus miembros.

—No, nunca me operaron de nada aquí —respondió el ordenanza, mirando el indicador del ascensor al acercarse a los distintos pisos.

—¿Por qué no? —preguntó Berman.

—Creo que he visto demasiado —replicó el ordenanza, empujando a Berman hacia el vestíbulo.

Cuando su camilla se detuvo en el área reservada para los pacientes, Berman se encontraba en un estado de feliz ebriedad. La inyección que le habían dado, por indicación del anestesista, un tal doctor Norman Goodman, era un centímetro cúbico de Innovar, una combinación relativamente nueva de poderosos agentes. Berman trató de hablar a la mujer que estaba a su lado, en el área para pacientes, pero su lengua no le respondió; se rió de sus propios esfuerzos inútiles. El tiempo ya no le preocupaba, y Berman dejó de registrar lo que sucedía.

En la sala de operaciones todo marchaba bien. Penny O’Reilly ya se había puesto el uniforme esterilizado y había traído la bandeja humeante con los instrumentos para colocar en la mesita. Mary Abruzzi, la enfermera circulante, encontró uno de los torniquetes neumáticos y lo llevó a la sala.

—Hay uno más, doctor Goodman —dijo Mary, haciendo funcionar el pedal para levantar la mesa de operaciones hasta la altura de la camilla.

—Así es —asintió el doctor Goodman con entusiasmo. Hizo salir líquido F. V. de la jeringa para eliminar las burbujas—. Este será un caso rápido. El doctor Spallek es uno de los cirujanos más rápidos y el paciente es un hombre joven y sano. Ya verá usted que terminamos antes de la una.

El doctor Norman Goodman pertenecía al cuerpo de médicos del Memorial desde hacía ocho años, y a la vez ocupaba un cargo en la facultad de Medicina. Tenía un laboratorio en el cuarto piso del edificio Hulman, con una gran población de monos. Se dedicaba a desarrollar nuevos conceptos de anestesia controlando selectivamente diversas áreas del cerebro. Esperaba que alguna vez habría drogas lo suficientemente específicas como para que sólo la formación reticular resultase alterada, reduciendo de este modo la cantidad de drogas necesarias para controlar la anestesia. Sólo unas semanas antes él y su asistente de laboratorio, el doctor Clark Nelson, habían encontrado un derivado de la butirofenona que disminuyó la actividad eléctrica sólo en la formación reticular de un mono. Con gran disciplina evitó entusiasmarse demasiado de inmediato, en especial porque los resultados se habían obtenido en un solo animal. Pero luego los resultados se tornaron reproducibles. Hasta el momento había experimentado en ocho monos y todos respondieron de la misma manera.

Al doctor Norman Goodman le habría gustado abandonar todas las otras actividades y dedicarse las veinticuatro horas del día a este nuevo descubrimiento. Estaba ansioso por efectuar pruebas más sofisticadas con esta droga, en particular con seres humanos. El doctor Nelson estaba aún más ansioso y optimista, si era posible. El doctor Goodman convenció con cierta dificultad al doctor Nelson de que probara una pequeña dosis subfarmacológica en sí mismo.

Pero el doctor Goodman sabía que la verdadera ciencia se apoya en una laboriosa metodología. Había que proceder con lentitud y objetividad. Las pruebas, las afirmaciones o las revelaciones prematuras podían ser desastrosas para todos los implicados. Por lo tanto el doctor Goodman debía contener su excitación y mantener su programa y sus compromisos normales a menos que quisiera divulgar su descubrimiento, y por el momento no deseaba hacerlo. De manera que el lunes por la mañana tenía que «dar gas», como lo llamaban en la jerga… dedicar tiempo a la anestesia clínica.

—Maldición —exclamó el doctor Goodman enderezándose—. Mary, me olvidé de traer un tubo endotraqueal. Por favor, vaya a la sala de anestesia y tráigame uno.

—Ya voy —respondió Mary, saliendo del quirófano. El doctor Goodman tomó las conexiones de gas y enchufó en la pared el óxido nitroso y las fuentes de oxígeno.

Sean Berman era el cuarto y último caso del doctor Goodman ese 23 de febrero de 1976. Ese día ya había aplicado anestesia a tres pacientes sin ningún problema. Una mujer de ciento treinta kilos con cálculos en la vesícula fue el único problema potencial. El doctor Goodman temía que la enorme masa de tejido adiposo hubiera absorbido cantidades tan grandes de gas anestésico como para dificultar la terminación del proceso de anestesia. Pero no fue así. A pesar de que el caso fue prolongado, la paciente se despertó con mucha rapidez y se efectuó la extubación apenas realizada la última sutura en la piel.

Los otros dos casos de esa mañana fueron muy rutinarios: un desgarramiento en una vena y unas hemorroides. El último caso para el doctor Goodman (Berman) era una menisectomía en la rodilla derecha; el doctor Goodman esperaba estar de regreso en su laboratorio a la una y cuarto a más tardar. Todos los lunes por la mañana el doctor Goodman agradecía a Dios haber tenido suficiente visión como para continuar con su vena investigadora. La anestesia clínica lo aburría soberanamente; era demasiado fácil, rutinaria y monótona.

La única forma de no volverse loco en esas mañanas de los lunes, le decía a su ayudante, era variar la técnica de manera de tener algo en que ocupar su cerebro, algo que lo forzara a pensar, más bien que a quedarse allí sentado, divagando. Si no había contraindicaciones, prefería la anestesia balanceada, o sea no dar al paciente una dosis pantagruélica de ninguno de los agentes, sino equilibrar las necesidades por medio de una serie de distintos agentes. La anestesia neuroléptica era su favorita porque en ciertos aspectos era una precursora del tipo de agentes anestésicos que él buscaba.

Mary Abruzzi regresó con el tubo endotraqueal.

—Mary, es usted un ángel —dijo el doctor Goodman, controlando sus preparaciones—. Creo que está todo listo. ¿Por qué no hace traer al paciente?

—Con mucho gusto. No podré almorzar antes de que terminemos en este caso. —Mary Abruzzi volvió a salir.

Como Berman no dio contraindicaciones, Goodman decidió usar la anestesia neuroléptica. Sabía que a Spallek no le importaría. A la mayoría de los ortopedistas no les importaba.

—Duérmalos lo suficiente como para que pueda poner el torniquete, eso es todo lo que me interesa —fue la respuesta ortopédica habitual a la pregunta sobre cuál anestésico emplear.

La anestesia neuroléptica era una técnica balanceada. Al paciente se le daba un poderoso neuroléptico (o sea un poderoso agente), y un poderoso analgésico (o sea un poderoso eliminador del dolor). Ambos agentes provocaban un sueño muy fácil de lograr como efecto lateral. Entre los agentes en uso el doctor Goodman prefería el droperidol y el fentanil. Una vez administrados se hacía dormir al paciente con pentotal y se lo mantenía dormido con ácido nitroso. Se utilizaba curare para paralizar los músculos esqueléticos durante el entubado y para la relajación quirúrgica. Durante la intervención se empleaban alícuotas de los agentes neurolépticos y analgésicos cada vez que era necesario para mantener la anestesia a nivel suficientemente profundo. Había que observar atentamente al paciente durante el proceso, y eso le gustaba al doctor Goodman. Él tiempo se le pasaba más rápido cuando estaba ocupado.

Uno de los ordenanzas abrió la puerta del quirófano para ayudar a entrar la camilla de Berman en el quirófano número ocho. Mary Abruzzi la empujaba.

Bajaron las barandillas de los costados.

—Bien, señor Berman. A la mesa —dijo Mary Abruzzi sacudiendo suavemente el brazo del paciente, quien entreabrió los ojos—. Ayúdenos, señor Berman.

Con cierta dificultad colocaron a Berman en la mesa. Berman chasqueó los labios, se puso sobre un costado y se cubrió con la sábana; daba la impresión de que creía estar en su propia cama.

—Bien, Rip Van Winkle, de espaldas. —Mary Abruzzi ayudó a Berman a ponerse de espaldas y le aseguró el brazo al costado de la mesa. Berman dormía, aparentemente sin la menor conciencia de lo que sucedía a su alrededor. El torniquete de goma fue colocado alrededor de su muslo derecho, y probado. El talón de su pie izquierdo fue puesto en un soporte y colgado de una varilla de acero inoxidable que había al pie de la mesa de operaciones, levantando toda la pierna derecha. Ted Colbert, el residente ayudante, comenzó la preparación frotando la rodilla con pHisoHex.

El doctor Goodman comenzó a trabajar de inmediato. Eran las doce y veinte. La presión sanguínea era de 110/75; pulso regular, de setenta y dos pulsaciones por minuto. Comenzó el goteo con una destreza que desmentía las dificultades de manejar un catéter endovenoso grueso. Todo el proceso desde el momento de pinchar la piel hasta colocar la tela adhesiva duró menos de sesenta segundos.

Mary Abruzzi colocó los tubos del monitor cardíaco y la sala se llenó de pips agudos pero de baja amplitud.

Con el aparato de anestesia preparado, el doctor Goodman conectó una jeringa con el tubo de goteo.

—Bien, señor Berman, ahora relájese —bromeó el doctor Goodman, sonriendo a Mary Abruzzi.

—Si se relaja un poco más se va a derramar de la mesa —comentó Mary, riéndose.

El doctor Goodman inyectó por vía endovenosa una ampolla de seis centímetros cúbicos de Innovar, la misma mezcla de droperidol y fentanil que había usado como medicación preoperatoria. Luego probó el reflejo de los párpados y observó que Berman había llegado a un nivel de sueño profundo. En consecuencia Goodman decidió que no se necesitaba Pentotal. En cambio comenzó la mezcla de ácido nitroso / oxígeno colocando la máscara de goma sobre la cara de Berman. La presión era de 105/75; sesenta y dos pulsaciones por minuto, y pulso regular. El doctor Goodman inyectó 0,40 miligramos de… de tubocurarina, la droga que representa la deuda de la sociedad moderna con los pueblos del Amazonas. Hubo algunas contracciones musculares en el cuerpo de Berman; luego vino la relajación; la respiración se detuvo. El entubado fue rápido y el doctor Goodman infló los pulmones de Berman con la cámara respiratoria mientras auscultaba ambos lados del pecho con el estetoscopio. Ambos lados se airearon en forma pareja y total.

Una vez que el torniquete neumático fue puesto en funcionamiento, el doctor Spallek entró en la sala, y el caso se efectuó con rapidez. Con un solo corte teatral el doctor Spallek llegó a la articulación.

—Voilá —dijo, levantando el bisturí en el aire para admirar su obra—. Y ahora, el toque de Miguel Ángel.

Penny O’Reilly puso los ojos en blanco en respuesta a la actitud teatral del doctor Spallek. Le entregó el bisturí para meniscos con un dejo de sonrisa en los labios.

—Humedezca la hoja —indicó el doctor Spallek al residente, para que le colocara el líquido de irrigación.

Entonces el bisturí fue insertado en la articulación y durante unos momentos el doctor Spallek escarbó a ciegas, con la cara levantada hacia el techo. Estaba cortando al tacto. Se oyó un leve ruido como de raspado, luego un chasquido.

—Muy bien —dijo el doctor Spallek apretando los dientes—. Ahora saldrá el culpable.

Y salió el cartílago dañado.

—Quiero que todos vean esto. El desgarrón en el borde interno es lo que le provocaba problemas a este tipo.

El doctor Colbert miró el espécimen y luego a Penny O’Reilly. Ambos asintieron con la cabeza mientras se preguntaban secretamente si no habría sido el corte a ciegas del doctor Spallek el que había producido el desgarrón.

El doctor Spallek se alejó de la mesa, satisfecho consigo mismo. Se quitó los guantes de un tirón.

—Doctor Colbert, ¿por qué no se acerca? 4-O cromática, 5-O simple y 6-O seda para la piel. Voy a la sala de médicos. —Y se retiró.

El doctor Colbert trabajó un poco más en la herida.

—¿Cuánto tiempo más estima usted? —preguntó el doctor Goodman por sobre la pantalla de éter.

El doctor Colbert levantó la mirada.

—Quince o veinte minutos, creo. —Recibió una pinza en la palma de la mano y Penny O’Reilly le entregó la primera sutura. Comenzó a coser y Berman se movió. A la vez el doctor Goodman sintió la tensión en la cámara de respiración cuando trató de hacer respirar a Berman. Sentía que Berman trataba de respirar por su cuenta. Al mismo tiempo la presión se elevó a 110/80.

—Creo que está un poco flojo —dijo el doctor Colbert, tratando de separar las capas de tejidos en la herida.

—Voy a darle un poco más de este afrodisíaco —replicó el doctor Goodman. Volvió a inyectar una ampolla entera de Innovar, ya que la jeringa aún estaba conectada con el tubo de goteo. Más tarde admitió que quizás esto fue un error. Debió haber usado únicamente el analgésico, el fentanil. La presión sanguínea respondió de inmediato y descendió a medida que se profundizaba la anestesia de Berman. La presión quedó estacionaria en 90/60. El pulso subió a 80 pulsaciones por minuto, y luego bajó a un cómodo ritmo de 72.

—Ahora está bien —informó Goodman.

—Bien. Penny, alcánceme esas suturas cromáticas y cerraré la articulación.

El residente procedió sin tropiezos, cerrando la cápsula de la articulación y luego los tejidos subcutáneos. Todos guardaban silencio. Mary Abruzzi se sentó en un rincón y encendió una pequeña radio a transistores. La sala se llenó de música rock en tono muy bajo. El doctor Goodman comenzó las últimas anotaciones en su registro de anestesia.

—Suturas para la piel —pidió el doctor Colbert, enderezándose de la posición inclinada que tenía sobre la rodilla del paciente.

Se oyó el chasquido familiar cuando le colocaron la jeringa en la palma de la mano. Los ojos del doctor Goodman miraron el monitor. El residente pedía más sutura. El doctor Goodman aumentó el oxígeno para lavar el óxido nitroso. Luego hubo otros dos latidos ectópicos anormales y el ritmo cardíaco aumentó a unas noventa pulsaciones por minuto. El cambio en el ritmo audible le llamó la atención a la enfermera, que miró al doctor Goodman. Al ver que el doctor Goodman lo había percibido, volvió a entregarle suturas al residente; cada vez que éste extendía la mano le colocaba en la palma una jeringa cargada.

El doctor Goodman suspendió el oxígeno, pensando que quizás el miocardio o músculo del corazón era particularmente sensible a los altos niveles de oxígeno que sin duda había en sangre. Más tarde admitió que tal vez esto también fue un error. Comenzó a usar aire comprimido para airear los pulmones de Berman. Berman aún no respiraba espontáneamente.

Hubo una rápida sucesión de los extraños latidos cardíacos de tipo prematuro. Al propio doctor Goodman le dio un salto el corazón. Sabía muy bien que esas series de contracciones ventriculares prematuras suelen ser los inmediatos precursores del paro cardíaco. Al doctor Goodman le temblaban visiblemente las manos al inflar el aparato de tomar la presión. La presión estaba en 80/55; había bajado sin ninguna razón aparente. El doctor Goodman miró el monitor y vio que los latidos prematuros comenzaban a aumentar su frecuencia. El sonido cada vez más rápido, vociferando su urgente información al cerebro del doctor Goodman. Sus ojos recorrieron el aparato de anestesia, la cánula del dióxido de carbono. Se devanó los sesos en busca de una respuesta. Sintió que se le aflojaban los intestinos y contrajo voluntariamente los músculos en el ano. Lo invadió el terror. Algo andaba mal. Los latidos prematuros aumentaban hasta el punto de que los latidos normales quedaban afuera, mientras el trabajo electrónico del monitor comenzaba un dibujo sin sentido.

—¿Qué carajo pasa? —preguntó el doctor Colbert levantando la mirada de la sutura.

El doctor Goodman no respondió. Buscaba una jeringa con manos que temblaban terriblemente.

—Lidocaína —le gritó a la enfermera. Trató de quitar la tapa plástica de la punta de la aguja, pero no salía.

—¡Dios! —exclamó, y arrojó la jeringa contra la pared en respuesta a su frustración. Quitó el envoltorio de celofán a otra jeringa y consiguió sacarle la tapa. Mary Abruzzi trató de sostenerle el frasco de lidocaína, pero el temblor de las manos de Goodman lo hacía imposible.

Le arrancó el frasco a la enfermera y conectó la aguja.

—Mierda, mierda, este tipo va a tener un paro —declaró el doctor Colbert sin poder creerlo. Tenía los ojos clavados en el monitor. Aún tenía el porta-agujas en la mano derecha; unas pinzas delgadas en la izquierda.

El doctor Goodman llenó la jeringa con lidocaína, y en el proceso dejó caer el frasco que se estrelló contra el suelo. Luchó con su temblor para lograr insertar la aguja en el goteo y lo único que consiguió fue pincharse el dedo índice; le salió una gota de sangre. Por la radio a transistores se oían los gemidos de Glen Campbell.

Antes de que el doctor Goodman pudiera hacer pasar lidocaína por el goteo, el monitor volvió bruscamente a su ritmo constante anterior a la crisis. El doctor Goodman contempló estupefacto el trazado electrónico que dibujaba su ritmo familiar y normal. Luego tomó la cámara de respiración e infló los pulmones de Berman. La presión era de 100/60 y el pulso descendió a unas setenta pulsaciones por minuto, regulares. La transpiración corría por la frente del doctor Goodman, y algunas gotas rodaron sobre el puente de su nariz hasta el registro de anestesia. Su propio ritmo cardíaco era de cien pulsaciones por minuto. El doctor Goodman pensó que la anestesia clínica no era siempre tan aburrida.

—¿Qué diablos pasó? —preguntó el doctor Colbert.

—No tengo la menor idea —replicó el doctor Goodman—. Pero termine de una vez. Quiero despertarlo.

—Quizás lo que anda mal es el monitor —sugirió Mary Abruzzi tratando de mostrarse optimista.

El residente concluyó las suturas de la piel.

Durante unos minutos el doctor Goodman los hizo interrumpir la deflación del torniquete. Al hacerlo el ritmo cardíaco aumentaba ligeramente y luego volvía a lo normal.

El residente comenzó a enyesar la pierna de Berman. El doctor Goodman siguió aireándole los pulmones sin separar la mirada del monitor. El ritmo continuaba normal. El doctor Goodman trató de anotar los acontecimientos en el registro de anestesia entre una y otra compresión de la cámara de respiración. Una vez completado el yeso, Goodman esperó para ver si Berman respiraba por sí solo. No hubo el menor esfuerzo respiratorio, de manera que el doctor Goodman accionó la cámara otra vez. Miró el reloj: eran las doce y cuarenta y cinco. Pensó administrar un antagonista del fentanil para contrarrestar el efecto depresivo sobre la respiración que aparentemente causaba. Al mismo tiempo deseaba mantener en un mínimo la medicación que daba a Berman. Su propia piel pegajosa le recordaba que Berman no era un caso de rutina.

El doctor Goodman se preguntó si Berman estaría menos anestesiado a pesar de que no respiraba. Decidió probar el reflejo del párpado. No hubo respuesta. En lugar de masajear el párpado, el doctor Goodman lo levantó y notó algo muy raro. Generalmente el fentanil, como otros narcóticos fuertes, achicaba mucho la pupila. Las pupilas de Berman estaban enormes. El área oscura cubría casi toda la córnea clara. El doctor Goodman tomó una linterna de bolsillo y dirigió el haz de luz a los ojos de Berman. Brilló un reflejo rojo como un rubí, pero la pupila no se movió.

Atónito, el doctor Goodman repitió la prueba una y otra vez. Lo hizo nuevamente hasta que sus propios ojos ya no vieron nada. El doctor Goodman dijo dos palabras en voz alta:

—¡Dios mío!

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