Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 12:34 horas

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12:34 horas

Para Susan Wheeler y los otros cuatro estudiantes de medicina, la carrera por el vestíbulo hasta el ascensor se encuadraba a la perfección en sus preconceptos sobre la excitación de la medicina clínica. Había algo horriblemente dramático en esa carrera. Los sobresaltados pacientes que esperaban a sus médicos hojeando distraídamente las revistas «New Yorker» reaccionaron acercando más sus piernas y sus pies a los asientos. Clavaban los ojos en esas figuras que corrían sosteniendo lapiceras, linternitas, estetoscopios y otros objetos para que no se les cayeran de los bolsillos.

Cada paciente que veía pasar al grupo daba vuelta bruscamente la cabeza para seguirlos por el corredor. Todos suponían que se había llamado a un grupo de médicos para una emergencia, y la rapidez con que respondían los médicos les transmitía una sensación de seguridad; el Memorial era un gran hospital.

Frente al ascensor hubo una momentánea confusión y demora. Bellows oprimió repetidas veces el botón correspondiente a «ABAJO» como si con eso fuera a conseguir que el ascensor llegara más rápido. Los indicadores que había sobre las puertas de los ascensores demostraban que éstos se tomaban su tiempo sin ninguna prisa, descargando y cargando pasajeros en cada piso con el ritmo habitual. Para estas emergencias había un teléfono junto a uno de los ascensores. Bellows arrancó el receptor de su lugar y discó un número. Pero la operadora no contestaba. Generalmente las operadoras necesitaban cinco minutos para contestar un llamado interno.

—Ascensores de mierda —dijo Bellows oprimiendo el botón por décima vez. Miró bruscamente hacia el descanso de la escalera, y luego nuevamente al tablero indicador del ascensor.

—Por la escalera —ordenó con decisión.

En rápida sucesión el grupo llegó a la escalera y comenzó un descenso en caracol desde el décimo piso hasta el segundo. El recorrido parecía interminable. Bajando de a dos o de a tres escalones, doblando siempre a la izquierda, el grupo comenzó a separarse un poco. Pasaron por el sexto piso, luego por el quinto. En el cuarto todo el grupo redujo la velocidad para hacer una cuidadosa marcha en la oscuridad a causa de la lamparita quemada. Luego retomaron el ritmo anterior.

Fairweather comenzó a andar más despacio y Susan pasó junto a él.

—No sé para qué corremos —jadeó Fairweather al pasar Susan.

Susan consiguió apartar sus cabellos de la cara, echándoselos detrás de las orejas.

—Mientras Bellows y los demás lleven la delantera no me importa correr. Quiero ver lo que sucede pero no quiero ser el primero en escena.

Fairweather siguió con paso tranquilo y pronto quedó atrás. Susan estaba llegando al tercer piso cuando oyó a Bellows golpear en la puerta cerrada con llave del piso dos. Gritó con todas sus fuerzas para que alguien le abriera la puerta, y su voz subió por el hueco de la escalera con una extraña reverberación, como un trino. Cuando Susan llegó al último descanso se abrió la puerta del dos. Niles la mantuvo abierta para que pasara Susan. Los constantes giros a la izquierda en la escalera le producían un cierto mareo a Susan, pero no se detuvo. Siguiendo a los demás, entró directamente en la Unidad de Terapia Intensiva.

En agudo contraste con su anterior penumbra, ahora la sala estaba brillantemente iluminada con una cruda luz fluorescente que daba un aura a todos los objetos. El suelo vinílico blanco contribuía a este efecto. En el rincón las tres enfermeras estaban ocupadas en practicarle un masaje cardíaco a Nancy Greenly. Bellows, Cartwright, Reid y los estudiantes se agruparon alrededor de la cama.

—Basta —dijo Bellows mirando el monitor cardíaco. La enfermera que realizaba el masaje se incorporó. Estaba arrodillada junto a la cama del lado derecho de Nancy Greenly. El trazado del monitor era muy confuso.

—Hace cuatro minutos que está fibrilando —informó Shergwood mirando el monitor—. Comenzamos el masaje diez segundos después.

Bellows se trasladó de inmediato a la derecha de Nancy Greenly, y mientras observaba el monitor dio un golpe de puño en el esternón de la paciente. Susan dio un respingo ante el sonido seco del golpe. El dibujo del monitor no cambió. Bellows comenzó un intenso masaje cardíaco.

—Cartwright, tome el pulso en la ingle —indicó sin quitar los ojos del monitor—. Carguen el desfibrilador a cuatrocientos joules. —Esta última orden no estaba dirigida a nadie en particular. La llevó a cabo una de las enfermeras de Terapia Intensiva.

Susan y los otros estudiantes retrocedieron hasta la pared, con una aguda conciencia de que eran meros observadores, y de que aunque lo desearan no podían participar de la frenética actividad que ocurría ante ellos.

—El pulso es bueno —anunció Cartwright, presionando con la mano la ingle, de Nancy Greenly.

—¿Hubo algún indicio de que esto iba a suceder o apareció como por arte de magia? —preguntó Bellows con cierta dificultad entre una y otra compresión del pecho, señalando el monitor con la cabeza.

—Muy pocos indicios —respondió Shergwood—. Comenzó a sugerir una mayor excitabilidad cardíaca con algunos latidos ventriculares prematuros y un leve defecto de conducción atrioventricular que recogimos en el grabador. —Shergwood mostró a Bellows una tira de papel del electrocardiograma—. Luego tuvo unas cuantas extrasístoles, y… fibrilación.

—¿Qué le han dado hasta ahora? —preguntó Bellows.

—Nada —replicó Shergwood.

—Bien —dijo Bellows—. Tome una ampolla de bicarbonato y coloque 10 centilitros de epinefrina al uno por mil en una jeringa con aguja cardíaca.

Una de las enfermeras inyectó el bicarbonato; otra preparó la epinefrina.

—Alguno de ustedes extraiga sangre para electrolitros estáticos y calcio —indicó Bellows, dejando a Reid que continuara con el masaje. Bellows tomó el pulso femoral bajo la mano de Cartwright y quedó satisfecho.

—Por lo que dijo Billings en la reunión en que se trató la complicación de este caso, le está sucediendo lo mismo que le sucedió en la sala de operaciones cuando empezaron las dificultades —comentó pensativamente Bellows. La enfermera le entregó la jeringa de 10 centilitros con la epinefrina, sosteniéndola hacia arriba para hacer salir todo el aire que quedaba.

—No exactamente —respondió Reid entre una y otra compresión—. Nunca fibriló en la sala de operaciones.

—No fibriló pero tuvo contracciones ventriculares prematuras. Seguramente su corazón estaba excitable entonces como ahora. ¡Bien, espere un momento! —Bellows se colocó del lado izquierdo de Nancy Greenly, sosteniendo la jeringa con la aguja cardíaca. Reid abandonó sus esfuerzos por resucitar a la paciente para que Bellows pudiera recorrer el esternón de Nancy buscando el llamado ángulo de Louis. Usando eso como guía, ubicó el cuarto espacio entre las costillas.

La aguja de acero inoxidable de la jeringa de Bellows tenía nueve centímetros de largo y lanzó un reflejo de luz. Bellows la introdujo con decisión y en toda su longitud en el pecho de la muchacha. Al hacer retroceder el émbolo apareció sangre color rojo oscuro mezclada con la solución de epinefrina.

—Perfecto —dijo Bellows, mientras inyectaba con rapidez la epinefrina, directamente en el corazón.

A Susan se le puso la piel de gallina al pensar en la larga aguja que desgarraba el pecho de Nancy e irrumpía en la temblorosa masa del músculo cardíaco. Susan sentía el frío de la aguja en su propio corazón.

—Adelante —ordenó Bellows a Reid, que se había apartado de la cama. Reid recomenzó el masaje cardíaco de inmediato. Cartwright asintió con la cabeza, indicando que había un fuerte pulso femoral—. Stark se va a poner furioso cuando se entere de esto —continuó Bellows, observando el monitor—. Especialmente después del discurso que dio sobre cómo deben vigilarse estos casos. Mierda, yo no me merezco estos dolores de cabeza. Si estira la pata, estoy liquidado.

A Susan le costó creer que Bellows había dicho lo que dijo. Una vez más se enfrentó con el hecho de que Bellows y el resto del equipo no pensaban en Nancy Greenly como persona. La paciente más bien parecía ser parte de un juego muy complicado, como la relación entre una pelota de fútbol y los equipos que jugaban. La pelota era importante sólo como objeto para que uno de los equipos lograra una ventaja. Nancy Greenly se había convertido en un desafío técnico, un juego en el que se participaba. El resultado final se había vuelto menos importante que los juegos, movimientos e intercambios de todos los días.

Susan sintió una fuerte oleada de ambivalencia con respecto a la medicina clínica. Sus incipientes sensibilidades femeninas parecían ser un obstáculo en esa atmósfera mecanicista y tácticamente orientada. Deseó en secreto volver al conocido salón de clases y a sus abstracciones. La realidad era demasiado fría, amarga y desensibilizada.

No obstante había algo fascinante y académicamente satisfactorio en ver la aplicación de los conocimientos científicos básicos que había adquirido. Por los experimentos de fisiología con corazones de animales, comprendía la desorganización que significaba el fibrilado en el corazón de Nancy Greenly. Si fuera posible despolarizar toda la masa para detener la actividad eléctrica, posiblemente podría comenzar otra vez el ritmo intrínseco.

Susan se esforzó por alcanzar a ver cómo Bellows colocaba los electrodos de desfibrilación sobre el pecho desnudo de Nancy Greenly. Uno de ellos estaba directamente colocado sobre el esternón, el otro sobre la parte izquierda del tórax, distorsionando levemente el pecho izquierdo y su pálido pezón.

—¡Aléjense todos de la cama! —ordenó Bellows. Su pulgar derecho accionó un contacto y el pecho de Nancy Greenly recibió una fuerte descarga eléctrica, que juntó ambos electrodos. El cuerpo de Nancy se arqueó hacia arriba; los brazos se le cruzaron sobre el pecho con las manos torcidas hacia adentro. El trazado electrónico desapareció de la pantalla; luego volvió a aparecer. El dibujo que trazó era relativamente normal.

—Tiene buen pulso —informó Cartwright.

Reid interrumpió el masaje externo. El ritmo se mantuvo constante durante unos minutos. Luego apareció una contracción ventricular prematura. Otra vez ritmo regular durante unos minutos, seguido de tres contracciones ventriculares prematuras.

—El corazón continúa muy excitable —indicó Shergwood con tono confiado—. Aquí tiene que haber algo muy básico que anda mal.

—Si sabe de qué se trata, no nos lo oculte —replicó Bellows—. Entre tanto administraremos lidocaína, cincuenta centilitros.

A pesar de la lidocaína, el ritmo volvió a deteriorarse hasta volver a un fibrilado sin sentido. Bellows soltó una palabrota, Reid recomenzó el masaje, y la enfermera cargó nuevamente el desfibrilador.

—¿Qué carajo pasa aquí? —exclamó Bellows, haciendo un gesto para que le dieran otra ampolla de bicarbonato. No esperaba respuesta; era una pregunta retórica.

Otra dosis de epinefrina por vía endovenosa; otro intento de desfribilación, y el ritmo volvió a algo parecido a lo normal. Pero se repitieron las contracciones prematuras, a pesar de la lidocaína.

—El mismo problema de la sala de operaciones —dijo Bellows, observando el aumento de frecuencia en las contracciones prematuras hasta que el ritmo se disolvió en la fibrilación—. Adelante, Reíd. Vamos, a trabajar.

A la una y quince Nancy Greenly había sido desfíbrilada veintiún veces. Después de cada shock volvía un ritmo relativamente normal, pero poco después se desintegraba en la fibrilación. A la una y dieciséis minutos sonó el teléfono en Terapia Intensiva. Lo atendió la empleada de la sala, que tomó el mensaje. Era un llamado del laboratorio para comunicar los valores del ionograma. Todo estaba bien excepto el nivel de potasio. Era muy bajo: sólo 2,8 miliequivalentes por litro.

La empleada entregó los resultados a una de las enfermeras, que se lo mostró a Bellows.

—¡Dios mío! 2,8. ¿Cómo diablos sucedió esto? Por lo menos tenemos una explicación. Bien, démosle un poco de potasio. Pongan ochenta miliequivalentes en ese frasco y acelérenlo a doscientos centilitros por hora.

Nancy Greenly respondió a esta orden volviendo al fibrilado, y era la vez número veintidós que eso sucedía. Reid comenzó la compresión mientras Bellows colocaba bien los electrodos. Se agregó potasio al goteo.

Susan estaba concentrada en todo el proceso de resucitación. En efecto, estaba tan absorta que no vio su nombre en la pantalla de llamados cerca del escritorio principal. El sistema había funcionado intermitentemente durante todo el paro cardíaco llamando a los médicos y presentando el número con el que debían comunicarse. Pero el sonido se mezclaba y se confundía con los ruidos del lugar, y Susan no lo percibía. Por lo menos hasta que su propio nombre se oyó en la sala junto con el número 381.

Sin demasiadas ganas Susan abandonó su lugar junto a la pared y fue a atender el teléfono en el escritorio principal para contestar el llamado.

381 resultó ser el número de la sala de convalecientes, y Susan se asombró de que la llamaran desde allí. Dijo que hablaba Susan Wheeler, y no «la doctora» Susan Wheeler, y que había recibido un llamado. El empleado le pidió que esperara un momento. Volvió enseguida.

—Hay que medir gases en sangre a un paciente.

—¿Gases en sangre?

—Sí. Niveles de oxígeno, dióxido de carbono y ácido. Y lo necesitamos estacionario.

—¿Quién le dio mi nombre? —preguntó Susan, retorciendo el cable del teléfono. Esperaba que la hubieran llamado por algún error.

—Yo sólo cumplo órdenes. Su nombre está en la cartilla. Recuerde que es estacionario. —Se cortó la comunicación. El empleado la había cortado antes de que Susan pudiera responder. En realidad ella no tenía mucho más que decir. Colgó el receptor y volvió junto a la cama de Nancy Greenly. Bellows estaba acomodando nuevamente los electrodos. El shock sacudió el cuerpo de la paciente, los brazos se cruzaron involuntariamente sobre el pecho. Era algo dramático y penoso a la vez. El monitor mostraba un ritmo normal.

—Tiene buen pulso —dijo Cartwright oprimiendo la ingle.

—Creo que ha mejorado el ritmo de la cavidad ahora que ha entrado potasio en el sistema —dijo Bellows sin quitar los ojos del monitor.

—Doctor Bellows —comenzó Susan en un intervalo de la actividad—, me llamaron para medir gases en sangre arterial a un paciente que está en la sala de recuperación.

—Que se divierta —respondió Bellows, totalmente abstraído. Se volvió hacia Shergwood—. ¿Dónde carajo están esos residentes? Dios mío, cuando se los necesita desaparecen. Pero en cuanto uno lleva un paciente a Cirugía revolotean alrededor como cuervos, abandonando todo por un caso.

Cartwright y Reid se rieron por razones políticas.

—Escuche, doctor Bellows —insistió Susan—. Yo nunca saqué sangre de una arteria. Ni siquiera he visto cómo se hace.

Bellows apartó los ojos del monitor y la miró.

—Dios del cielo, como si no tuviera suficiente de qué ocuparme. Es como sacar sangre de una vena, sólo que se saca de una arteria. ¿Qué carajo aprendió durante sus primeros dos años en Medicina?

Susan sintió ganas de defenderse; le subieron los colores.

—No me conteste —se apresuró a decir Bellows—. Cartwright, vaya con Susan y…

—Tengo que hacer esa tiroidectomía que usted me indicó, junto con el doctor Jacobs, dentro de cinco minutos —interrumpió Cartwright, mirando su reloj.

—Mierda —exclamó Bellows—. Bien, doctora Wheeler, iré con usted a enseñarle cómo se saca sangre de una arteria, pero sólo cuando las cosas estén relativamente tranquilas aquí. Parece que esto anda mejor, debo admitirlo —Bellows se volvió hacia Reid—. Envíe otra muestra de sangre para un análisis de potasio. Veremos cómo marcha. Tal vez hayamos pasado lo peor.

Mientras esperaba, Susan pensó en este último comentario de Bellows. Había dicho «quizás hayamos pasado lo peor», en lugar de decir «quizás Nancy Greenly haya pasado lo peor». Correspondía al esquema, y Susan meditó sobre la despersonalización. También le hizo recordar a Stark. A él tampoco le gustaban los pronombres de Bellows.

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