Coma

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Lunes 23 de febrero » 13:35 horas

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13:35 horas

—Algunos días son como éste —comentó Bellows, manteniendo la puerta abierta para que pasara Susan al salir de la sala de Terapia Intensiva—. El almuerzo puede considerarse un lujo. Ni un sándwich de… —Bellows se interrumpió mientras caminaban por el corredor. Ambos miraron el suelo. Bellows buscaba una palabra. Luego modificó su frase incompleta—: A veces hasta es imposible darse un descanso.

—Iba a decir «ni un sándwich de mierda», ¿verdad? —Bellows miró a Susan. Ella le devolvió la mirada con una leve sonrisa.

—No tiene por qué cambiar su lenguaje conmigo —dijo.

Bellows continuó estudiando el rostro de Susan, que ella mantuvo lo más neutro posible. Pasaron en silencio por la sala de espera de Cirugía.

—Como le mencioné antes, sacar sangre arterial es lo mismo que sacar sangre de una vena —explicó Bellows, cambiando de tema. Sentía que Susan lo desarmaba, y no deseaba perder el control—. Usted aisla la arteria, ya sea braquial, radial o femoral, no importa cuál, entre sus dedos medio e índice, así… —Bellows levantó la mano izquierda e hizo ademán de palpar una arteria en el aire—. Una vez que tiene la arteria entre los dedos, puede palpar el pulso. Luego simplemente introduce la aguja al tacto. El mejor método es permitir que la presión arterial llene la jeringa. De esa manera se evitan burbujas de aire, que tienden a distorsionar los valores.

Bellows empujó la puerta de la sala de recuperación, sin dejar de gesticular para mostrar la técnica de sacar sangre arterial.

—Dos puntos importantes: debe usar una jeringa heparinizada para evitar que se coagule la sangre, y mantener la presión en la zona durante cinco minutos después del pinchazo. Si se olvida de este aspecto de la presión puede dejarle al paciente un impresionante hematoma.

A Susan la sala de recuperación le pareció similar a la de terapia intensiva, con la diferencia de que había más luz, más ruido y más gente. Había de quince a veinte espacios destinados a las camas. Cada espacio tenía un equipo complementario conectado en la pared, que incluía monitores, tubos de gas y tubos de succión. La mayoría de los espacios estaban ocupados por camas altas con las barandillas de los costados levantadas. En cada cama había un paciente con vendas recientemente colocadas en alguna parte de su cuerpo. Había frascos de líquido endovenoso en lo alto de los soportes, como frutos en los árboles.

Llegaban nuevos pacientes, otros salían, provocando pequeños embotellamientos de tránsito entre las camas. Los que trabajan allí y se sentían cómodos en ese ambiente hablaban libremente. Hasta se oía alguna risa de tanto en tanto. Pero se oían también algunos gemidos, y un bebé lloraba sin que nadie le prestara atención, cerca del puesto de las enfermeras. Alrededor de algunas de las camas había grupos de médicos y enfermeras muy ocupados en conectar válvulas y tubos. Algunos de los médicos llevaban sus arrugados guardapolvos del quirófano, manchados con toda clase de secreciones, entre las cuales prevalecía la sangre. Otros llevaban largos guardapolvos muy almidonados. Era un lugar activo: un cruce de carreteras lleno de pacientes, cartillas, movimiento y conversación.

Bellows tenía prisa por terminar el trabajo encomendado; se aproximó al escritorio principal, estratégicamente colocado en el centro de la espaciosa sala. En respuesta a su pedido le entregaron una bandeja con la jeringa heparinizada y lo condujeron a una de las camas de la sala, a la izquierda, frente a la puerta por la que él y Susan habían entrado.

—¿Qué le parece si yo hago éste, y usted hace el que sigue? —propuso Bellows. Susan asintió mientras se acercaban a la cama. No veían al paciente a causa de las personas paradas alrededor. Había varias enfermeras a la izquierda, dos médicos con guardapolvos esterilizados al pie, y un médico alto de raza negra, con largo guardapolvo blanco a la derecha. Cuando Susan y Bellows se aproximaron, advirtieron que esta última persona había estado hablando, aunque en ese momento se dedicaba a colocar el respirador. Susan percibió de inmediato el clima emocional. Los dos médicos con guardapolvo de quirófano estaban profundamente preocupados. El más bajo, el doctor Goodman, estaba temblando. El otro, el doctor Spallek, parecía furioso y apretaba los dientes; respiraba audiblemente por la nariz, como si estuviera a punto de atacar al primero que se cruzara en su camino.

—Tiene que haber alguna explicación —gritó el furioso Spallek. Se arrancó el barbijo que aún llevaba puesto, haciendo saltar la cinta. Lo tiró al suelo—. Es lo menos que se puede pedir —jadeó. Luego se dio vuelta bruscamente y se fue. Tropezó con Bellows, que por milagro consiguió mantener la bandeja en equilibrio y no volcar el contenido al suelo. El doctor Spallek no se detuvo a disculparse. Cruzó la sala y abrió de un golpe las puertas que daban al vestíbulo.

Bellows fue directamente a la izquierda de la cama y apoyó la bandeja. Susan avanzó con precaución, observando las expresiones de los que quedaban. El médico negro se enderezó y contempló la iracunda salida del doctor Spallek. A Susan la impactó de inmediato la figura imponente del hombre. Su tarjeta de identificación decía su nombre: doctor Robert Harris. Era alto, debía de medir bastante más que uno ochenta, su cabello oscuro tenía una cierta textura africana. Su piel oscura y perfecta brillaba, y su rostro reflejaba una curiosa combinación de cultura y violencia contenida. Sus movimientos eran tranquilos, casi hasta un extremo de lentitud deliberada. Al dejar de mirar a Spallek que salía, sus ojos pasaron por Susan para luego volver al aparato para hacer respirar artificialmente al paciente. Si había advertido a Susan, no dio ninguna señal de ello.

—¿Qué usó para el preoperatorio. Norman? —preguntó Harris, pronunciando cada palabra con gran cuidado. Tenía un acento culto de Texas… si eso es posible.

—Innovar —replicó Goodman. El tono de su voz era anormalmente alto y quebrado por la tensión.

Susan se acercó a la cama junto a la cual había estado Spallek. Estudió al hombre agotado que tenía a su lado, el doctor Goodman. Estaba pálido y con el cabello húmedo de transpiración hasta la frente. Susan veía el perfil de su nariz prominente. Sus ojos profundos estaban clavados en el paciente. No parpadeaba.

Susan miró al paciente, la muñeca que Bellows preparaba para sacar sangre arterial. En un impulso exagerado, su mirada voló al rostro del paciente, al producirse el reconocimiento. ¡Era Berman!

En contraste con el semblante bronceado que Susan recordaba cuando lo conoció en la habitación 503, ahora la cara de Berman era de color gris. Los pómulos resaltaban notablemente. Del lado izquierdo de su boca salía un tubo endotraqueal, y sobre el labio inferior se veía una secreción seca. Tenía los ojos cerrados, pero no por completo. Su pierna derecha estaba enyesada.

—¿Está bien? —logró articular Susan mirando de Harris a Goodman—. ¿Qué sucedió? —Susan hablaba impulsada por la emoción, sentía que algo andaba mal y reaccionaba impulsivamente. Bellows se sorprendió de las preguntas de Susan y levantó la mirada, sosteniendo la jeringa en la mano derecha. Harris se enderezó lentamente y miró a Susan. Los ojos de Goodman no se movieron.

—Todo está perfectamente bien —respondió Harris con un acento que sugería alguna estada en Oxford en algún momento del pasado—. Presión arterial, pulso, temperatura, todo normal. Sólo que parece que le gustó tanto su sueñito de la anestesia que no quiere despertarse.

—Por Dios, otro más —dijo Bellows, centrando su atención en Harris, y pensando que lo atarían a otro caso como el de Nancy Greenly—. ¿Y el electroencefalograma?

—Usted será el primero en enterarse. Acabamos de pedirlo.

La emoción demoró la comprensión de Susan, porque por un momento la esperanza fue más fuerte que la razón. Pero enseguida la invadió la realidad de lo que sucedía.

—¿Electroencéfalo? —preguntó—. ¿Entonces le pasa lo mismo que a la paciente de Terapia Intensiva? —Su mirada pasaba como un relámpago de Berman a Harris, y luego a Bellows.

—¿Qué paciente? —preguntó Harris tomando el registro de anestesia.

—El accidente de dilatación y curetaje —respondió Bellows—. ¿Recuerda, hace unos ocho días, la muchacha de veintitrés años?

—Bueno, espero que no —replicó Harris—. Pero hay indicios de que quizás…

—¿Qué anestesia le dieron? —preguntó Bellows mientras levantaba un párpado de Berman y veía la pupila enormemente dilatada.

—Anestesia neuroléptica con nitroso —respondió Harris—. La de la muchacha fue halotano. Si se trata del mismo problema químico, el anestésico no tuvo nada que ver. —Harris levantó la mirada del registro de anestesias para mirar a Goodman—. ¿Por qué le dio esta dosis extra de Innovar al final de la operación, Norman?

El doctor Goodman no respondió enseguida. El doctor Harris volvió a llamarlo por su nombre.

—El paciente parecía tener ya poco efecto de la anestesia —dijo Goodman, saliendo bruscamente de su trance.

—¿Pero por qué Innovar cuando el caso ya estaba tan avanzado? ¿No habría sido más prudente darle sólo Fentanil?

—Quizás. Debí haber usado Fentanil solamente. Tenía el Innovar a mano y sabía que sólo tendría que usar un centímetro cúbico adicional.

—¿Se puede hacer algo? —preguntó Susan en un acceso de desesperación. Volvía a tener imágenes de Nancy Greenly y de su reciente conversación con Berman. Recordaba claramente la vitalidad del hombre, en agudo contraste con esta figura de cera, aparentemente sin vida que tenía ante ella.

—Ya se ha hecho todo lo posible —replicó Harris con tono decidido, volviendo al registro de anestesia de Goodman—. Ahora todo lo que nos queda por hacer es observarlo y ver qué funciones cerebrales se recuperan, si es que se recupera alguna. Las pupilas están muy dilatadas y no responden a la luz. Ésa no es buena señal, en todo caso. Probablemente significa que ha habido una extensa destrucción de células cerebrales.

Susan experimentó un agudo y creciente malestar. Tuvo un estremecimiento y la sensación pasó, pero estaba mareada. Sobre todo tenía una profunda desesperación.

—Esto es demasiado —dijo de pronto Susan, con obvia emoción. Le temblaba la voz—. Un hombre sano y normal con un pequeño problema periférico termina así… como un vegetal. Dios mío, esto no puede continuar. Dos personas jóvenes en menos de dos semanas. Es un riesgo inadmisible. ¿Por qué el Jefe de Anestesia no interviene el departamento? Algo anda mal. Es absurdo permitir…

Los ojos de Robert Harris comenzaron a entrecerrarse al escuchar a Susan. Luego la interrumpió con la voz notoriamente alterada. Bellows se había quedado con la boca abierta, sin saber qué hacer.

—Yo soy el jefe de Anestesia, señorita. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

Susan comenzó a hablar, pero Bellows la interrumpió nerviosamente.

—Es Susan Wheeler, doctor Harris, una estudiante de medicina de tercer año que está haciendo su rotación en cirugía, y… este… queríamos sacar sangre arterial, y enseguida nos vamos. —Bellows recomenzó sus preparaciones en la muñeca derecha de Berman, frotándola rápidamente con una esponja con betadina.

—Señorita Wheeler —continuó Harris en tono condescendiente—. Su emotividad está fuera de lugar y no es constructiva. En estos casos lo que se necesita es establecer el factor causal. Acabo de mencionar al doctor Bellows que el agente anestésico fue diferente en estos dos casos. La atención anestésica fue impecable excepto un par de aspectos discutibles de importancia secundaria. En síntesis, ambos casos fueron obviamente reacciones idiosincráticas inevitables en la combinación de cirugía y anestesia. Hay que tratar de determinar, a través de estas personas, si hay alguna forma de prever este tipo de secuela desastrosa. Condenar sin más ni más a la anestesia y privar a la población de intervenciones quirúrgicas necesarias, sería mucho peor que aceptar que hay un mínimo de riesgo en aplicar anestesia. Qué…

—Dos casos en ocho días no son un mínimo riesgo —interrumpió Susan con tono iracundo.

Bellows trataba de encontrar la mirada de Susan para indicarle que terminara su discusión con Harris, pero Susan miraba con fijeza a Harris, convirtiendo su sentimentalismo en desafío.

—¿Cuántos casos hubo en el último año? —preguntó en seguida.

Los ojos de Harris examinaron el rostro de Susan antes de responder.

—Esta conversación me está pareciendo un interrogatorio, que encuentro intolerable e innecesario. —Sin esperar respuesta, Harris se dirigió a la puerta de la sala.

Susan se volvió a enfrentarlo. Bellows le tomó el brazo derecho para impedirle avanzar. Susan se liberó de él y llamó a Harris.

—No deseo ser impertinente, pero creo que es necesario interrogar a alguien, y hacer algo.

Harris se detuvo bruscamente a unos tres metros de Susan y giró lentamente sobre sí mismo. Bellows cerró fuertemente los ojos, como si esperara recibir una trompada en la cabeza.

—¡Y yo creo que hay gente que tiene que estudiar medicina! Para su información, por si piensa convertirse en colega nuestra, le diré que en los últimos años se han dado unos seis casos como éste. Y ahora, si me permite, volveré al trabajo.

Harris se volvió hacia la puerta.

—Supongo que su emotividad es muy constructiva —gritó Susan. Bellows tuvo que apoyarse en la cama. Harris se detuvo por segunda vez, pero no se dio vuelta. Luego siguió adelante, y abrió de un golpe la puerta que daba al vestíbulo.

Bellows se llevó la mano izquierda a la frente.

—Carajo, Susan, ¿qué quiere hacer? ¿Un suicidio médico? —Bellows obligó a Susan a darse vuelta y mirarlo—. Ese hombre era el doctor Robert Harris, jefe de Anestesia. ¡Mierda!

Bellows comenzó por tercera vez la preparación, con rapidez y nerviosismo.

—Estar aquí con usted mientras se porta de esa manera me perjudica, ¿sabe? Carajo, Susan, ¿para qué quiere enfurecerlo? —Bellows palpó la arteria radial y luego introdujo la aguja en la jeringa heparinizada en la muñeca de Berman, en el lado correspondiente al pulgar—. Tendré que decirle algo a Stark antes de que se entere por habladurías. De veras, Susan, ¿qué sentido tiene provocar su ira? Obviamente usted no tiene idea de lo que significa la política de hospital.

Susan observó el procedimiento que realizaba Bellows. Evitó conscientemente mirar el rostro enfermo de Berman. La jeringa comenzó a llenarse espontáneamente de sangre de un vivo color carmesí.

—Se enfureció porque quería enfurecerse. No creo haber sido impertinente hasta la última pregunta, y se la merecía.

Bellows no respondió.

—Pero yo no me proponía enfurecerlo… o tal vez sí, en cierto modo. —Susan se quedó pensando unos momentos—. Sabe, hace aproximadamente una hora hablé con este paciente. Me llamaron a Terapia Intensiva para que viniera a atenderlo. Es tan increíble… en ese momento era un ser humano normal, en funcionamiento. Y… yo… tuvimos una conversación que me dejó la impresión de saber algo de él. Hasta llegó a gustarme, en cierto modo. Por eso estoy furiosa, o triste, o las dos cosas… Y la actitud de Harris agravó todo.

Bellows no respondió de inmediato. Buscó en la bandeja una tapa para la jeringa.

—No me diga nada más —replicó después de una pausa—. No quiero oírlo. A ver, tenga esta jeringa. —Le entregó la jeringa a Susan mientras preparaba el hielo—. Susan, creo que aquí, usted va a ser un desastre para mí. No tiene idea de lo mal que Harris puede hacerlo sentirse a uno. A ver, haga presión en la zona donde se introdujo la aguja.

—Mark… —dijo Susan presionando la muñeca de Berman pero mirando directamente a Bellows—. No le molesta que lo llame Mark, ¿verdad?

Bellows tomó la jeringa y la colocó sobre el hielo.

—A decir verdad, no estoy seguro.

—Bueno, no importa, Mark, usted tiene que admitir que seis casos, o siete, si a Berman le sucede lo que a Greenly, representan muchos casos de muerte cerebral, .o de transformación en vegetales, como usted los llama.

—Pero aquí se hace mucha cirugía, Susan. A menudo más de cien casos por día, a veces veinticinco mil por año. Eso significa una incidencia de 0,02 por ciento. Y eso entra en el riesgo habitual de la anestesia.

—Eso puede ser cierto, pero los seis casos representan un solo tipo de las complicaciones posibles, y no el riesgo general de la anestesia quirúrgica. Mark, con seguridad es muy alto. Esta misma mañana en Terapia Intensiva usted dijo que el caso de Nancy Greenly se daba en una proporción de uno en cien mil. Ahora me dice que seis en veinticinco mil es normal. Mentira. Es demasiado alto aunque usted o Harris o cualquier otro médico del hospital lo acepten. ¿Usted querría que el día de mañana tuvieran que practicarle cualquier intervención quirúrgica menor con ese riesgo? Créame que todo esto me preocupa, y cada vez más a medida que lo pienso.

—Bien, entonces no lo piense. Vamos, tenemos que irnos.

—Espere un momento. ¿Sabe qué voy a hacer?

—No tengo la menor idea y me parece que prefiero no saberlo.

—Voy a estudiar este problema. Seis casos. Suficiente para llegar a algunas conclusiones válidas. En tercer año hay que hacer una monografía, y creo que se lo debo a Sean, a este hombre.

—Vamos, Susan, no seamos melodramáticos.

—No soy melodramática. Creo que respondo a un desafío. Hace un rato Sean me desafiaba con mi imagen como médica. No pude responder. No me comporté en forma objetiva ni profesional. Actúe como una colegiala. Ahora me desafían otra vez. Pero esta vez intelectualmente, con un problema, un problema serio. Tal vez pueda responder a este desafío de una manera más respetable. Quizás estos casos representen un nuevo complejo de síntomas o el proceso de una enfermedad. Quizás representen una nueva complicación de la anestesia por una susceptibilidad especial de estas personas adquirida por algún mal tratamiento en el pasado.

—Eso le dará más poder —replicó Bellows reuniendo los elementos usados para sacar sangre arterial—. Pero francamente, me parece una forma muy ardua de elaborar algún problema de adaptación emocional o psicológica que usted tiene. Además creo que perderá el tiempo. Ya le dije que el doctor Billing, el anestesiólogo residente en el caso Greenly, lo examinó con lente de aumento. Y tenga la seguridad de que es un hombre capaz. Dijo que no había absolutamente ninguna explicación de lo sucedido.

—Le agradezco su apoyo —respondió Susan—. Comenzaré con su paciente de Terapia Intensiva.

—Un minuto, mi querida Susan. Quiero aclararle muy bien una cosa. —Bellows levantó los dedos índice y mayor como en la señal de la victoria de Nixon—. Estando Harris en el asunto, yo no quiero verme implicado, de ninguna manera. ¿Entendido? Si usted está tan loca como para comprometerse, es cosa suya de punta a punta.

—Mark, parece usted un ser totalmente insensible.

—Lo que sucede es que estoy al tanto de las realidades del hospital y quiero ser cirujano.

Susan miró a Mark directamente a los ojos.

—Eso, en síntesis, es quizás tu falla trágica, Mark.

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