Coma

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Lunes 23 de febrero » 14:45 horas

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14:45 horas

Bellows dio unos golpecitos impacientes en el teléfono interno número 482, esperando que sonara en cualquier momento. Iba a atenderlo antes de que terminara de sonar por primera vez. Oía la voz arrastrada del anciano profesor emérito, doctor Alien Druery, que exaltaba las virtudes de Halstead. Los cuatro estudiantes parecían perdidos en el vacío del salón de conferencias de Cirugía. Al principio Bellows había pensado que la atmósfera de ese salón agregaría una nota positiva a las clases que programaba para los estudiantes. Pero ahora no estaba tan seguro. El ambiente era demasiado grande, demasiado frío para cuatro estudiantes, y el disertante resultaba algo ridículo parado en la plataforma frente a filas y filas de asientos vacíos.

Desde el lugar donde estaba sentado Bellows, sólo veía las espaldas de los cuatro estudiantes. Goldberg tomaba notas a toda velocidad, sin perderse una palabra. La clase del doctor Druery era relativamente interesante, pero no justificaba tomar notas. Sin embargo, Bellows conocía el síndrome. Lo había visto funcionar mil veces, y él también lo había sufrido en cierta medida. No bien se oscurecía el aula, y alguien comenzaba a hablar, muchos estudiantes de medicina respondían en estilo pavloviano, tomando notas, esforzándose locamente por trasladar todas las palabras al papel sin atender a su contenido. Estos estudiantes respondían en esa forma totalmente antiintelectual, porque a menudo se les pedía que vomitaran hasta la última estupidez que habían oído.

Bellows lamentó no haberle dicho a Susan que realmente le molestaría que no asistiera a la clase. En un grupo tan pequeño, su ausencia era penosamente notoria, más allá del hecho de que Susan era tan fácil de distinguir visualmente. Bellows temía que a Stark se le ocurriera entrar a saludar al grupo. Naturalmente preguntaría dónde estaba la quinta estudiante, y ¿qué respondería Bellows? Pensó que podía decir que estaba ayudando en un caso. Pero, tan pronto… no resultaba creíble.

La preocupación por Stark hizo que finalmente Bellows mandara llamar a Susan para retractarse de su silenciosa aceptación de que Susan no fuera a la clase. Era un mal precedente. De modo que pensaba informarle sinceramente que se había advertido su ausencia, y que debía presentarse lo más rápido posible en el salón de conferencias del décimo piso. Bellows decidió en forma específica usar la palabra «sinceramente», porque en el contexto en que la incluiría tendría varias connotaciones.

Bellows había decidido invitar a salir a Susan. Había muchas preguntas sin responder y muchos aspectos vinculados con esa decisión, pero valía la pena correr el riesgo. Susan era rápida e ingeniosa y Bellows estaba casi seguro de que tenía un cuerpo de dinamita. Quedaba por ver si podía ser femenina y cálida según Bellows interpretaba estas cualidades. El problema era que Bellows tenía algunas ideas anticipadas sobre la femineidad. Para él la cirugía y su programa de trabajo venían primero; por lo tanto un aspecto importante de la definición de la femineidad de Bellows estaba relacionada con sus posibilidades de tiempo libre. Esperaba que sus amigas respetaran sus horarios lo mismo que él, y acomodaran los suyos para que coincidieran con los de él. Un aspecto interesante de la situación de Susan, pensaba Bellows, era que durante más o menos un mes tendrían horarios similares. Eso era bueno. Si todo lo demás fallaba, Bellows se decía que Susan sería al menos alguien muy interesante para acostarse con ella.

Pero el teléfono permaneció silencioso bajo la mano nerviosa de Bellows. Con gesto impaciente volvió a discar el número para avisos internos, y pidió a la operadora que repitiera el de Susan Wheeler para el 482. Colgó el receptor y siguió esperando la respuesta mientras transcurrían los minutos. Bellows comenzó a pensar que quizás las cosas no serían fáciles con Susan. Tal vez ni siquiera aceptaría salir con él. ¿Si tuviera otro novio? Maldijo en voz baja a todas las mujeres en general, y decidió que sería mejor no seguir insistiendo. A la vez sabía que Susan desafiaba su agudo sentido de la competencia. También tuvo la imagen de las curvas de Susan desde la cintura para abajo. Y repitió el llamado.

Gerald Kelley era todo lo irlandés que alguien puede ser, viviendo en Boston y no en Dublin. A pesar de sus cincuenta y cuatro años tenía espesos cabellos rizados color rubio rojizo. Su rostro también tenía tono rojizo, acentuado en los pómulos como un maquillaje teatral. El rasgo más prominente de Kelley y sin duda el que dominaba su perfil era su enorme panza. Tres botellas de cerveza todas las noches contribuían a aumentar estas impresionantes dimensiones. En los últimos años se comentaba que cuando Kelley estaba vertical, la hebilla de su cinturón estaba horizontal.

Gerald Kelley trabajaba para el Memorial desde los quince años. Comenzó en el departamento de mantenimiento, la sala de calderas para ser más exactos, y ahora era jefe del sector. Por su larga experiencia y actitud mecánica conocía la planta de energía del hospital por dentro y por fuera. En realidad conocía de memoria casi todos los aspectos mecánicos del edificio. Por ese motivo era jefe y le pagaban trece mil setecientos dólares por año. La administración del hospital lo consideraba indispensable, y le habrían pagado más si Gerald Kelley lo hubiera exigido. Pero el hecho es que ambas partes estaban satisfechas.

Gerald Kelley estaba sentado ante su escritorio entre las máquinas del subsuelo, examinando pedidos de trabajo. Tenía un personal diurno de ocho hombres, y trataba de distribuir el trabajo de acuerdo con las necesidades y con la capacidad de cada uno de ellos. Pero cualquier trabajo que hubiera que realizar en la planta misma, lo hacía Kelley. Los pedidos de trabajos que tenía ante sí eran todos de rutina, incluido el destapamiento en la sala de enfermeras del piso catorce. Eso se hacía regularmente, una vez por semana. Kelley ordenó los pedidos en la secuencia que pensaba que debían seguir, y comenzó a asignarlos a los distintos miembros del personal.

Aunque el ruido general en el área de las máquinas tenía un nivel bastante alto, en particular para gente no acostumbrada a esa área, los oídos de Kelley eran sensibles al carácter de los sonidos mezclados. Por eso cuando oyó el sonido de un choque metálico cerca del panel de electricidad, volvió la cabeza. La mayoría de las personas, no hubieran oído el sonido entre todos los otros ruidos mecánicos. Sin embargo el ruido no se repitió y Kelley volvió al trabajo administrativo. No le gustaba manejar papeles como exigía su cargo; habría preferido ocuparse él mismo de reparar la pileta del piso catorce. Pero comprendía que la organización era necesaria para que funcionaran las cosas. No podía ocuparse personalmente de todos los arreglos.

El golpe metálico volvió a oírse, más fuerte que antes. Kelley se volvió y observó la zona cercana al panel eléctrico, detrás de las calderas principales. Volvió a los papeles pero se quedó absorto, mirando hacia adelante, tratando de entender qué podía haber causado el ruido. Tenía una aguda y breve resonancia metálica, ajena a los sonidos habituales del área. Finalmente la curiosidad pudo más que él y fue hacia la caldera mayor. Para acercarse al panel de electricidad situado junto al conjunto de cañerías que ascendían por todo el edificio, tenía que dar la vuelta a la caldera en cualquiera de las dos direcciones. Decidió ir por la derecha, para controlar a la vez los manómetros de la caldera. Era una medida innecesaria porque el sistema había sido completamente automatizado con dispositivos de seguridad e interruptores automáticos. Pero era un movimiento instintivo en Kelley, proveniente de los días en que había que vigilar la caldera minuto a minuto. De manera que mientras daba vuelta a la caldera sus ojos estaban fijos en el sistema, y su mente apreciaba esa maravillosa reducción de las dimensiones, comparadas con el sistema existente en la época de su ingreso en el Memorial. Cuando dirigió la mirada al panel eléctrico se quedó helado, con el brazo derecho involuntariamente levantado.

—Dios, qué susto me dio —dijo Kelley tratando de recuperar el aliento mientras bajaba el brazo.

—Yo podría decir lo mismo —respondió un hombre delgado, vestido con uniforme kaki. Llevaba el cuello de la camisa abierto, una remera blanca que le recordó a Kelley las de los jefes navales en su época de servicio durante la guerra. El bolsillo derecho de la camisa del hombre estaba abultado por lapiceras, pequeños destornilladores, y una regla. En el bolsillo se veía bordadas las palabras «Oxígeno líquido, Inc».

—No sabía que había alguien aquí.

—Yo tampoco —replicó el hombre de uniforme kaki.

Los dos hombres se miraron durante un momento. El hombre desconocido tenía en las manos un pequeño cilindro verde de gas comprimido, con un medidor fijado a la tapa. En el cilindro se leía claramente «Oxígeno».

—Me llamo Darell —dijo el hombre—. John Darell. Lamento haberlo asustado. Estuve controlando los tubos de oxígeno que salen del tanque central. Parece que todo anda bien. En realidad, ya me iba. ¿Cuál es el camino más corto para salir?

—Pase por esas puertas, y suba por la escalera al vestíbulo principal. Luego puede seguir por la calle Nashua, a la derecha, o por la Causeway, a la izquierda.

—Un millón de gracias —contestó Darell, dirigiéndose hacia la puerta.

Kelley lo vio marcharse, y luego miró a su alrededor con escepticismo. No se imaginaba cómo había logrado Darell llegar hasta donde había llegado sin que se advirtiera su presencia. ¿Sería posible que Kelley se absorbiera tanto en los papeles?

Kelley caminó hasta su escritorio y retomó el trabajo. Después de unos minutos pensó en otra cosa que lo preocupó. No había tubos de oxígeno en la sala de calderas. Kelley tomó nota de ello para luego preguntarle a Peter Barker, ayudante de administración, sobre los controles de los tubos de oxígeno. Lástima que Kelley tenía tan mala memoria para todo lo que no fueran detalles técnicos.

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