Coma

Coma


Lunes 23 de febrero » 15:36 horas

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15:36 horas

Con el cielo cubierto, Boston tuvo poca luz ese día, y alrededor de las 15:30, la ciudad se cubrió de penumbras. Se necesitaba mucha imaginación para admitir que por encima de las nubes brillaba la misma estrella de fuego de seis mil grados de temperatura que en verano derretía el asfalto de Bolyston Street. La temperatura respondió al sol que se ocultaba descendiendo a quince grados bajo cero. Otra vez miles de diminutos cuerpos cristalinos volaron sobre la ciudad. Ya hacía media hora que se habían encendido las luces externas en los senderos del hospital.

Desde el interior de la biblioteca iluminada, afuera todo parecía negro. La alta ventana en el extremo del salón respondió al descenso de temperatura comenzando una activa corriente de convección de aire frío en toda su superficie. Ese aire frío llegó al suelo y atravesó todo el largo del salón hacia los ruidosos radiadores del fondo. Esa corriente fría fue lo primero que sacó a Susan de las profundidades de su intensa concentración.

Como sucede con tantos temas de estudio, Susan sentía que cuanto más leía sobre el coma, menos sabía sobre él. Para su sorpresa, era un tema vastísimo, que abarcaba muchas disciplinas de especialización médica. Y quizás lo más frustrante de todo es que Susan no sabía qué era lo que definía la conciencia, excepto decir que el individuo no estaba inconsciente. La definición de uno de estos estados consistía en oponerlo al otro. Semejante círculo tautológico era una farsa de la lógica, hasta que Susan aceptó el hecho de que la ciencia médica no había avanzado lo suficiente como para definir con precisión la conciencia. En efecto: estar totalmente consciente o totalmente inconsciente parecían representar extremos opuestos de un espectro continuo que incluía estados intermedios tales como la confusión y el estupor. Por lo tanto esos términos inexactos y no científicos eran más bien una demostración de ignorancia que definiciones mal concebidas.

A pesar de la semántica, Susan entendía con toda claridad la diferencia entre la conciencia normal y el coma. Ese mismo día había observado los dos estados en un paciente… Berman. Y a pesar de la falta de precisión en tal definición, no había falta de información con respecto al coma. Bajo el rótulo de «coma agudo», Susan comenzó a llenar una página de su cuaderno con su característica caligrafía pequeña.

Su interés principal estaba en las causas. Ya que la ciencia no había decidido qué aspecto de la función cerebral debía ser interrumpido, Susan tuvo que conformarse con los factores precipitantes. Su interés especial en el coma agudo, o coma repentino, también la ayudó a reducir el campo, pero la lista era, de todos modos, impresionante y creciente. Susan releyó la lista de causas que había anotado hasta el momento:

Trauma = concusión, contusión, o cualquier tipo de ataque.

Hipoxia = falta de oxígeno

(1) mecánica

estrangulación

bloqueo en el pasaje de aire

ventilación insuficiente

(2) anormalidad pulmonar

bloqueo alveolar

(3) bloqueo vascular

la sangre no puede llegar al cerebro

(4) bloqueo celular del uso del oxígeno

Dióxido de carbono alto

Hiper (hipo) glucemia = azúcar en sangre alta (baja)

Acidosis= ácido alto en sangre

Uremia = falla del riñón con ácido úrico alto en sangre

Hiper (hipo) kalenia = potasio alto (bajo)

Hiper (hipo) natremia = sodio alto (bajo)

Falla hepática = aumento de toxinas que normalmente serían desintoxicadas por el hígado

Enfermedad de Addison = Anormalidad endocrina o glandular grave

Productos químicos o drogas…

Susan ocupó un par de páginas aparte con los productos químicos y las drogas por orden alfabético, cada uno en otro renglón para luego agregar información a medida que la obtenía:

Alcohol

Anfetaminas

Anestésicos

Anticonvulsivos

Antihistamínicos

Hidrocarbonos aromáticos

Arsénico

Barbitúricos

Bromuros

Cannabis

Disulfuro de carbono

Monóxido de carbono

Tetracloruro de carbono

Hidrato de cloral

Cianuro

Glutetimida

Herbicidas

Hidrocarbonos

Insulina

lodina

Diuréticos mercuriales

Metaldehído

Metilbromuro

Metilcloruro

Nafazaline

Naftalina

Derivados del opio

Pentaclorofenol

Fenol

Salicilatos

Sulfanilamida

Sulfures

Tetrahidrozalina

Vitamina D

Agentes hipnóticos

Susan sabía que la lista estaba incompleta, pero de todas maneras le proporcionaba un punto de partida, algo para tener in mente durante sus posteriores investigaciones, y que podía ampliarse en cualquier momento.

Luego acudió a los textos de medicina general interna. Abrió el voluminoso Principios de medicina interna y leyó las secciones que se referían al coma. Los artículos de Cecil y de Loeb eran más o menos iguales. Ambos libros presentaban una visión general bastante buena, aunque no agregaban conceptos nuevos. Se citaban varias referencias que Susan copió debidamente en la lista cada vez más larga de lecturas necesarias.

Le hizo bien levantarse de la silla y estirarse un poco. Se permitió un profundo bostezo reconfortante. Movió los dedos de los pies para activar la circulación. La corriente fría en el piso de la habitación la había hecho moverse antes de lo que pensaba. Pero una vez repuesta se puso a mirar el «Index Medicus», la lista exhaustiva de todos los artículos aparecidos en las publicaciones médicas.

Comenzando con los volúmenes más recientes y avanzando hacia atrás, Susan buscó y extrajo todos los artículos correspondientes a «Complicaciones de la anestesia: demora en la recuperación de la conciencia». Al llegar al año 1972, Susan tenía una lista de treinta y siete trabajos que valía la pena leer.

Un título le llamó especialmente la atención: «Coma agudo en el Boston City Hospital: estudio estadístico retrospectivo de las causas», en el «Journal of the American Association of Emergency Room Physicians», volumen 21, agosto de 1974, p. 401-3. Encontró el volumen encuadernado que contenía el artículo y pronto se sumergió en él, tomando notas a medida que leía.

Bellows tuvo que llamarla por su nombre para que advirtiera su presencia. Había entrado en la biblioteca, y luego de ubicar a Susan se sentó frente a ella. Pero la muchacha no levantó los ojos de la lectura. Bellows carraspeó, sin ningún resultado. Era como si Susan estuviese en trance.

—La doctora Susan Wheeler, supongo —dijo Bellows inclinándose hacia adelante, de manera que su sombra se proyectó sobre la página que leía Susan.

Por fin Susan respondió y levantó los ojos.

—El doctor Bellows, ¿verdad? —replicó con una sonrisa.

—El doctor Bellows, correcto. Por Dios, qué alivio. Por un momento pensé que estaba en coma. —Bellows hizo movimientos afirmativos con la cabeza, como para transmitir que estaba de acuerdo consigo mismo.

Ninguno de los dos agregó nada por unos momentos. Bellows había preparado un pequeño discurso como para corregir la impresión que tal vez se había llevado Susan de que era libre de no concurrir a las clases. Estaba decidido a decirle con toda claridad que debió bajar la cerviz. Pero cuando la enfrentó se le fue toda la firmeza, y quedó como un barco a la deriva. Susan guardaba silencio porque intuía que Bellows tenía algo que decirle. El silencio pronto se tornó un poco incómodo. Susan lo rompió.

—Mark, he hecho lecturas muy interesantes aquí. Mira estas cifras.

Se puso de pie y se inclinó sobre la mesa, extendiendo el volumen para que Bellows viera la página. Al hacerlo se le abrió el escote y Bellows se encontró contemplando sus espléndidos pechos, apenas contenidos en la tela transparente del corpiño; Bellows imaginó que esa piel debía ser tan suave como el terciopelo. Trato de concentrarse en la página que le mostraba Susan, pero su visión periférica siguió registrando el espléndido busto de la muchacha. Bellows echó una mirada a su alrededor, con temor de que alguien descubriera lo que sentía.

Susan era ajena al desastre mental que estaba produciendo.

—Este cuadro muestra el orden de incidencia de los diversos casos de coma fatal que aparecen en la sala de guardia del Boston City Hospital —dijo Susan, señalando los renglones con el dedo—. Uno de los hechos más sorprendentes es que sólo el cincuenta por ciento de los casos llegan a diagnosticarse. Extraordinario, ¿no crees? Eso significa que el cincuenta por ciento de los casos no se diagnostican nunca. Sencillamente entran en la sala de guardia en coma y se mueren. Eso es todo.

—Sí, es extraordinario —respondió Bellows poniéndose una mano en la sien, para tratar de evitar ver lo que veía.

—Y fíjate, Mark, en las causas de los casos que sí diagnostican: el sesenta por ciento se deben al alcohol, el trece por ciento a traumas, el diez por ciento a ataques, el tres por ciento a drogas o a envenenamientos, y el resto se divide entre epilepsia, diabetes, meningitis y neumonía. Entonces, obviamente… —Susan se sentó, aliviando de este modo el stress en el hipotálamo de Bellows.

Bellows volvió a mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie había advertido el episodio.

—… podemos eliminar el alcohol y los traumas como causas de coma agudo en el quirófano. De manera que nos quedan… ataque, drogas o venenos, y los demás, con posibilidades cada vez menores de ser los culpables.

—Un momento, Susan —interrumpió Bellows, ya recobrado. Puso los codos sobre la mesa, los antebrazos levantados, las manos flojas pero enlazadas. En un primer momento tenía la cabeza baja; la levantó y miró a Susan. Y agregó—: Todo eso es muy interesante. Un poco rebuscado, pero muy interesante.

—¿Rebuscado?

—Claro. No puedes extrapolar datos de la sala de guardia a la sala de operaciones. Pero de todos modos, no vine a buscarte aquí para que discutamos eso. Vine porque no contestaste a los llamados. Lo sé porque yo era quien te llamaba. Mira, voy a tener problemas si no asistes a clase. Tú también vas a tener problemas, y el hecho es que mientras estés en mi servicio tus problemas son los míos. No puedo estar siempre disculpándote. Decir que estabas lavando a un paciente o extrayendo sangre. Stark comenzará a hacer preguntas. Es terrible. Sabe todo lo que sucede aquí. Además empezarás a tener reputación de fantasma entre tus compañeros mismos. Susan, creo que vas a tener que limitar tus inclinaciones por la investigación a tus horas libres.

—¿Terminaste? —preguntó Susan, lista para defenderse.

—Sí, terminé.

—Bien, respóndeme esta pregunta. ¿Berman o Greenly ya se han despertado?

—Por supuesto que no…

—Entonces, francamente, creo que mis actividades actuales importan más que unas cuantas clases aburridas sobre cirugía.

—¡Ay, Dios mío! Susan, vuelve a la cordura. No vas a salvar a la humanidad durante tu primera semana en Cirugía. Yo mismo me pongo en peligro de esta manera.

—Me doy cuenta, Mark. De veras me doy cuenta. Pero, escucha. Las pocas horas que pasé aquí en la biblioteca me han proporcionado información muy interesante. La complicación del coma prolongado fue cien veces más frecuente aquí, en el Memorial, que en todos los otros hospitales del país, durante el año pasado. Mark, creo que estoy en la pista de algo. Cuando comencé, esperaba resolver algo más que un asunto emocional pasando un par de días aquí, en la biblioteca. Pero ¡cien veces! Dios mío, tal vez yo esté en la pista de algo grande, por ejemplo de una nueva enfermedad, o una combinación letal de drogas que separadamente no son peligrosas. ¿Y si esto fuera una clase de encefalitis virósica, o aun el resultado de una infección previa que hace al cerebro más susceptible a ciertas drogas o a una moderada falta de oxígeno?

Sólo hacía dos años que Susan había entrado en el mundo médico, pero ya estaba enterada de los beneficios potenciales que obtiene el que descubre una nueva enfermedad o un nuevo síndrome. Pensaba que éste podría llegar a llamarse «síndrome Wheeler», «Free Wheeler syndrome» = síndrome de la corredora libre; y el éxito de Susan en la comunidad médica quedaría garantizado. A menudo sucedía que el descubridor de una nueva enfermedad adquiría más fama que el que descubría los medios para curarla. En medicina abundan los epónimos como la tetralogía de Fallot, la enfermedad de Cogan, el síndrome de Tolpin o la degeneración de Depperman. Mientras que nombres como «vacuna Salk» son una excepción. La penicilina se llama penicilina, y no agente de Fleming.

—Podríamos llamarlo «síndrome de Wheeler» —sugirió Susan, permitiéndose reír de su propio entusiasmo.

—¡Madre mía! —exclamó Bellows tomándose la cabeza con las dos manos—. ¡Qué imaginación! Pero está bien. Hay que ser condescendiente con los ingenuos. Pero, Susan, tú estás en una situación real y concreta, con ciertas responsabilidades específicas. Todavía eres estudiante de medicina, alguien que está abajo en la escala totémica. Más vale que agaches la cabeza y cumplas con tus obligaciones en la rotación de cirugía, o te irás al diablo, créeme. Te daré un día más para este proyecto, siempre que cumplas con las visitas de la mañana. Luego te ocupas de esto en tu tiempo libre. Si te necesito llamaré a la doctora Wheels, en lugar de Wheeler, de manera que contesta. ¿Está claro?

—Comprendido —respondió Susan mirando de frente a Bellows—. Lo haré, si tú haces algo por mí.

—¿Qué?

—Retira estos artículos y manda hacer copias Xerox. Yo te las pagaré luego. —Susan le arrojó la lista de referencias a Bellows, saltó de su silla y salió como una tromba de la biblioteca antes de que Bellows pudiera replicar. Bellows se encontró ante una lista de treinta y siete volúmenes. Conocía la biblioteca como las palmas de su mano, ubicó fácilmente los libros y marcó cada artículo con un trocito de papel. Llevó el primer grupo al escritorio y le indicó a la empleada que copiara los artículos marcados y los pusiera en su cuenta de la biblioteca. Bellows se daba cuenta de que otra vez lo habían obligado a hacer lo que no deseaba, pero no le importaba. Sólo había perdido diez minutos. Los recuperaría, y con creces.

Y no se había equivocado al pensar que Susan tenía un cuerpo de dinamita.

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