Coma

Coma


Jueves 26 de febrero » 23:51 horas

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23:51 horas

La sala de los residentes de cirugía que estaban de guardia no era demasiado acogedora. Tenía una silla, una cama de hospital, que se podía colocar en posiciones muy interesantes, un pequeño escritorio; un televisor que captaba dos canales, siempre que a uno no le molestaran las imágenes con fantasma; y una colección de estropeadas revistas «Penthouse». Bellows estaba sentado ante su escritorio, tratando de leer un artículo del «American Journal of Surgery», pero no podía concentrarse. Su mente, en particular su conciencia, funcionaban en forma anormalmente irritante. Le recordaba constantemente la imagen de Susan unas horas antes. Bellows la había visto cuando entró al Memorial. Sabía que venía detrás de él, y esperaba que ella lo detuviera. Fue una sorpresa que no lo hiciese.

Bellows no había mirado directamente a Susan, pero sí lo suficiente para ver su cabello desgreñado, su ropa ensangrentada y desgarrada. Se preocupó inmediatamente, pero al mismo tiempo sintió una fuerte inclinación a no acercarse. Su trabajo en el Memorial estaba en peligro. Si Susan necesitaba ayuda médica, había venido al lugar apropiado. Si necesitaba apoyo psicológico, habría sido mejor que lo llamara y lo viera fuera del hospital. Pero Susan no lo detuvo ni lo llamó.

Ahora Bellows acababa de enterarse de que Susan había sido internada como paciente y que Stark mismo se ocupaba del caso. Como residente de guardia, Bellows sabía que a Susan le iban a practicar una apendicetomía. Parecía una coincidencia poco común, pero así era. Stark iba a operar. Al principio Bellows pensó que lo llamarían para la preparación. Luego la prudencia le dijo que él no podría desligarse emocionalmente de Susan y que eso sería una dificultad en la sala de operaciones. De manera que decidió enviar a un residente joven y ayudar afuera.

Bellows miró su reloj. Era casi medianoche. Sabía que la operación de Susan comenzaría en diez minutos. Trató de volver al artículo del «Journal», pero algo lo preocupaba. Entonces preguntó por teléfono en qué sala se realizaría la apendicetomía.

—En la 8, doctor Bellows —respondió la enfermera del piso de Cirugía.

Bellows colgó el teléfono. Qué extraño. Susan le había hablado de la válvula hallada en el tubo de oxígeno que iba a esa sala, la sala en que tantas cosas habían andado mal.

Bellows volvió a mirar su reloj. De pronto se puso de pie. Se había olvidado de tomar algo en la cafetería. Tenía hambre. Se puso los zapatos y salió para allá. Pero pensaba en la válvula. Subió al ascensor y oprimió el botón del primero para ir a la cafetería. En la mitad del descenso cambió de idea y oprimió el dos. Por qué no, podía echar un vistazo a ese tubo de oxígeno mientras Susan era operada. Era estúpido, pero decidió hacerlo de todas maneras. Por lo menos tranquilizaría su conciencia.

Una fantasmagoría de imágenes geométricas, color y movimiento surgió de las sombras, expandiéndose gradualmente. Las imágenes geométricas chocaban, se dividían y se recombinaban en formas y figuras sin significado. En la confusión aparecía la imagen de una mano atravesada por una tijera, seguida de una secuencia de huida. La sala de autopsias del Memorial aparecía con un realismo que incluía aspectos auditivos y olfatorios. Una escalera en espiral se impuso sobre las otras imágenes; luego un corredor lleno de caras de D’Ambrosio con muecas de placer sádico parecía acercarse cada vez más. Pero la cara de D’Ambrosio se desintegraba y rodaba a un abismo. El corredor se retorcía y daba vueltas como un caleidoscopio. Susan recuperó la conciencia por etapas fluctuantes. Por fin se dio cuenta de que estaba mirando un cielo raso, el cielo raso del corredor por donde avanzaba. No, Susan se movía. Trató de mover la cabeza, pero parecía pesar quinientos kilos. Quiso mover las manos. También las manos estaban increíblemente pesadas, y tuvo que concentrarse intensamente para alzarlas apoyándose en los codos. Susan estaba acostada de espaldas, avanzando por un corredor. Comenzó a oír sonidos. Voces… pero eran ininteligibles. Sintió que alguien le asía las manos y se las colocaba a los costados. Pero ella quería levantarse. Quería saber dónde estaba. Qué le estaba sucediendo. ¿Estaba dormida? No, la habían drogado. De pronto Susan lo supo. Luchaba contra los efectos de la droga, trataba de liberarse de ella. Comenzó a aclarársele la mente. Ahora entendía lo que decían las voces.

—Es una urgencia, apendicetomía. Y parece que aguda. Y es estudiante de medicina. Podría haber tenido el buen sentido de venir antes.

Otra voz, más profunda que la primera.

—Creo que esta mañana llamó al despacho del decano para avisar que estaba enferma, de modo que evidentemente sabía que algo andaba mal. A lo mejor temía estar embarazada.

—Puede ser. Pero la prueba dio negativo.

La boca de Susan trató de formar palabras, pero no salió ningún sonido de su laringe. Descubrió que podía mover la cabeza de un lado a otro. La droga comenzaba a eliminarse. Entonces se detuvo el movimiento. Susan reconoció el lugar. Estaba en la sala de preparación. Girando la cabeza a la derecha veía la pileta de lavado. Un cirujano se estaba lavando.

—¿Necesita uno o dos ayudantes, doctor? —preguntó una de las voces detrás de Susan.

El hombre que estaba junto a la pileta se volvió. Llevaba gorra y barbijo. Pero Susan lo reconoció. Era Stark.

—Con uno es suficiente para un apéndice. Terminaré en veinte minutos.

—No, no —gritó Susan, sin voz. Sólo salió un suspiro de sus labios. Luego comenzaron a trasladarla a la sala de operaciones. Veía la puerta abierta. Y veía el número sobre la puerta. Sala 8.

Se iba el efecto de la droga. Susan podía levantar la cabeza y el brazo izquierdo. Veía las enormes luces del quirófano. El resplandor la encegueció. Sabía que tenía que levantarse… correr.

Unos fuertes brazos la retuvieron por la cintura, los tobillos y la cabeza. Sintió unas manos que se deslizaban bajo su cuerpo, y la trasladaban sin esfuerzo a la mesa de operaciones. Susan levantó la mano izquierda para agarrarse de cualquier parte. Se aferró a un brazo.

—Por favor… no… yo… —Las palabras salían lentamente, casi inaudibles de la garganta de Susan. Estaba tratando de sentarse a pesar del peso en la cabeza.

Un fuerte brazo se apoyó en su frente. Le empujaron la cabeza hacia atrás.

—No se preocupe, todo andará bien. Respire hondo.

—No, no —dijo Susan, con un poco más de fuerza en la voz.

Pero una máscara de anestesia cayó sobre su cara. Sintió un repentino dolor en el brazo derecho… la venoclisis. El líquido comenzó a entrar en la vena. ¡El Pentotal!

—Todo andará bien. Relájese. Respire hondo. Todo andará bien. Aflójese. Respire hondo…

La atmósfera en el quirófano 8 a las 00:36 del 27 de febrero era sumamente tensa. El joven residente se había sentido muy torpe durante el caso; llegó a dejar caer instrumentos y a hacer mal las suturas. La presencia y la reputación de Stark eran demasiado para este polluelo de cirujano, especialmente una vez desaparecido el rapport inicial.

La letra del anestesiólogo salió más irregular que de costumbre al hacer las últimas anotaciones en el registro de anestesia. Quería que el caso terminara de una vez. Las repentinas irregularidades cardíacas de la paciente en la mitad de la operación lo habían dejado hecho trizas. Pero aún más grave había sido el súbito cierre de la válvula sin retorno en la pared del tubo de oxígeno. En sus ocho años como anestesiólogo, era la primera vez que fallaba el oxígeno central. Efectuó la transición a los cilindros verdes de emergencia sin problemas, y estaba bastante seguro de que no había cambiado la cantidad de oxígeno que estaba suministrando. Pero la experiencia lo había aterrado; sabía que podía haber perdido a la paciente.

—¿Cuánto falta? —preguntó el anestesiólogo por encima de la pantalla de éter, dejando su lapicera.

Los ojos de Stark saltaban salvajemente del reloj a la puerta, para volver luego al campo quirúrgico. Había reemplazado al torpe residente para colocar él mismo las suturas de la piel.

—A lo sumo cinco minutos —respondió Stark mientras hacía un nudo con sus hábiles dedos. Stark estaba demasiado nervioso. El residente lo advirtió, pensando que él mismo era la causa. Pero Stark estaba nervioso porque sabía que algo no andaba bien.

La válvula de oxígeno sin retorno no debía haber fallado. Eso significaba que la presión del oxígeno había bajado a cero en la cañería principal. Entre los miembros del equipo quirúrgico, sólo Stark sabía que las irregularidades cardíacas del paciente significaban que había recibido monóxido de carbono junto con el oxígeno del caño principal. Pero como esa fuente de oxígeno falló, no podía estar seguro de que Susan había recibido suficiente gas letal para sus propósitos.

Y luego esos gritos apagados que habían hecho que las enfermeras fueran a mirar en el corredor. Pero Stark sabía que los ruidos venían de arriba, del espacio sobre el cielo raso.

Pero eso no era todo. Mientras Stark comenzaba la siguiente sutura, sus ojos captaron un repentino movimiento en el corredor, por el vidrio de la puerta del quirófano. Mientras recogía los extremos para hacer el nudo, se abrió la puerta y Stark vio por lo menos a cuatro personas que entraban en la sala. Entre ellos estaba Mark Bellows.

Los inesperados visitantes llevaban guardapolvos quirúrgicos, y el pulso de Stark comenzó a acelerarse cuando advirtió que la mayoría de los hombres se lo habían puesto sobre un uniforme azul. Se hizo un silencio mortal en la sala. Pero cuando Stark se enderezó, supo que ahora algo andaba mal. Muy mal.

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