Coma

Coma


Miércoles 25 de febrero » 11:15 horas

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11:15 horas

Como el hospital le resultaba intolerablemente opresivo desde un punto de vista emocional, Susan se escapó. Se abrió camino entre el gentío y salió al crudo día lluvioso de febrero. Una vez afuera, sin ningún objetivo claro en la cabeza, comenzó a andar, perdida en sus pensamientos. Dobló en New Chardon Street y luego en Cambridge Street.

—Mierda —murmuró mientras daba un puntapié a una lata vacía y particularmente abollada de sopa Campbell. La ligera lluvia le achataba los cabellos contra la frente. Le caían gotitas de la punta de la nariz. Anduvo por Joy Street hasta la parte de atrás de Beacon Hill, preocupada por el fluir de sus ideas. Veía el hervidero de vida, perros, basura y otros deshechos de la decadente zona urbana, pero su mente no los registraba.

No recordaba haberse sentido jamás tan rechazada y aislada. Se sentía totalmente sola, y experimentaba repentinos temores de fracaso. La asaltaban olas de depresión alternadas con furia cuando repasaba las conversaciones con McLeary y Oren. Ansiaba hablar con alguien, con alguien en cuyos consejos pudiera confiar, y respetarlos. Stark, Bellows, Chapman; cada uno de ellos era una posibilidad, pero cada uno representaba una desventaja específica. No podía estar segura de la objetividad de Bellows; las lealtades de Stark y de Chapman estarían puestas en primer lugar en sus respectivas instituciones.

Susan pensó en lo peor: que la expulsaran de la facultad de Medicina como una degradación. No sólo sería un fracaso personal, sino un fracaso para todas las mujeres que estudiaban medicina. Susan deseó poder recurrir a alguna médica, pero no conocía a ninguna. Había muy pocas entre los profesores de la facultad, y ninguna en una posición tal que la hiciera accesible para pedir consejo.

En medio de sus pensamientos atormentados, Susan estuvo a punto de caerse, al resbalar con el pie derecho. Tuvo que tomarse de la pared de un edificio. Esperando lo peor, miró hacia abajo y comprobó que había pisado un montón humeante de excremento de perro.

—A la mierda con Beacon Hill. —Susan maldecía a Boston y a toda la mierda literal y figurada que toleraba el gobierno. Mientras raspaba el zapato por el cordón de la acera para desprender todo lo posible de la suciedad, Susan se asfixiaba con el olor. Tal vez había estado parada sobre un montón de mierda, y debía tratar de ignorarla como hacía con la verdadera mierda de la ciudad. Sencillamente tratar de no pisarla. Su responsabilidad era llegar a ser médica, eso tenía prioridad sobre todo lo demás. Los Berman y las Greenly no le concernían.

La lluvia continuaba y le corría por las mejillas. Empezó a caminar con más cuidado, fijándose en los innumerables excrementos de perro que caracterizaban a Beacon Hill tanto como las luces de mercurio o los ladrillos rojos. Miró dónde ponía los pies y la caminata se tornó más fácil. Pero no podía quitarse de encima con la misma facilidad la responsabilidad con los Berman y las Greenly. Pensó que Nancy y ella tenían la misma edad. Pensó en sus propios períodos y en las varias oportunidades en que habían sido más abundantes que lo normal; cómo se había asustado y qué desvalida y descontrolada se sentía. Ella misma podría haber tenido que recurrir a la dilatación y curetaje, tal vez en el mismo Memorial.

Pero ahora estaba fuera del Memorial, quizás fuera de la facultad de Medicina. Le quedaba poco por hacer en ese punto, ya quisiera continuar con el problema o no. Estaba concluido. Le dio un poco de vergüenza pensar en su actitud al comienzo del asunto. «¡Una nueva enfermedad!» Susan se rió de su propia vanidad y de su ilusoria sensación de capacidad.

Anduvo por Pinkney Street, cruzó Charles Street y se dirigió al río. Tan distraídamente como cuando vagaba por Beacon Hill, subió las escaleras del puente Longfellow. Había inscripciones en gruesas letras; Susan se demoraba leyendo las frases sin sentido, los nombres sin rostro. En el centro del puente se detuvo, y contempló el Charles River hacia Cambridge y Harvard y el puente B. U. El río formaba curiosos dibujos con las partes congeladas alternadas con el agua, como una gigantesca obra de arte abstracto. Una bandada de gaviotas inmóviles se había posado en uno de los bloques de hielo.

Sin que ella supiera por qué, algo atrajo la atención de Susan hacia la izquierda, que era de donde venía. Vio a un hombre con sobretodo oscuro y sombrero, que se detuvo cuando Susan miró en su dirección. Susan volvió a sus pensamientos sin rumbo y a la escena que tenía ante sí, sin preocuparse en absoluto por el hombre. Pero cinco o diez minutos después Susan advirtió que el desconocido no se había movido. Fumaba y miraba el río, aparentemente sin percibir la lluvia, como Susan. Susan pensó que era una coincidencia que dos personas estuvieran meditando frente al río en un día lluvioso de febrero, porque habitualmente el puente estaba desierto, aun con buen tiempo.

Susan cruzó el puente hacia el lado de Cambridge y caminó por la orilla hasta el amarradero de botes del MIT. Sintió un poco de frío por la humedad en el cuello de su abrigo. La leve incomodidad de algún modo resultó útil. Pero de inmediato Susan decidió que lo primero que debía hacer era volver a su habitación y darse un baño caliente. Se volvió bruscamente, con la intención de volver a cruzar el puente y tomar el MBTA hasta su casa. Pero se detuvo. A menos de cien metros estaba el mismo hombre del sobretodo oscuro, siempre contemplando el Charles River. Susan sintió una inquietud que no podía definir. Cambió de planes, para evitar pasar junto al hombre. Cruzaría por un extremo del terreno del MIT para tomar el MBTA en Kendall Station.

Al cruzar el Memorial Drive, advirtió que el hombre comenzaba a moverse hacia ella. Sin duda era estúpido, se dijo Susan, preocuparse por un desconocido. No podía explicarse por qué tenía semejante tendencia a la paranoia sin motivo. Tal vez estaría más afectada que lo que había imaginado. Para asegurarse dobló en otra esquina y caminó hasta el final de la cuadra, deteniéndose frente a la Biblioteca de Ciencia Política. Tratando de portarse con naturalidad, ajustó la cinta del paquete.

El hombre apareció enseguida pero no avanzó. En cambio cruzó la calle y desapareció de la vista. Pero Susan aún no estaba convencida de que no la seguía. Había dado ciertas señales de reaccionar ante la táctica de demoras de Susan. Susan subió la escalera y entró en la biblioteca. Fue al baño de mujeres y descansó unos momentos. Su cara, reflejada en el espejo, revelaba una evidente ansiedad. Pensó en llamar a alguien, pero enseguida decidió no hacerlo. ¿Qué podía decir que no resultara ridículo? Además se sentía mejor, y deseaba olvidar el episodio como algún fruto de su imaginación.

Al salir del baño ya se sentía lo bastante dueña de sí como para apreciar la arquitectura de la biblioteca. Era ultramoderna, con sentido de serenidad y espacio. No había nada del encierro asfixiante que suele asociarse con las bibliotecas universitarias. Las sillas eran de lona color naranja. Los estantes y los ficheros eran de roble muy pulido.

¡Entonces Susan vio al hombre otra vez! Ahora estaba muy cerca. Susan supo que era él aunque no levantó los ojos de la revista que estaba leyendo. Obviamente estaba fuera de lugar en la biblioteca, con su sobretodo oscuro, camisa blanca y corbata blanca. Su cabello aplastado tenía un aspecto brilloso que sugería muchas aplicaciones de Vitalis. En su rostro irregular había innumerables marcas de algún acné juvenil. Susan subió las escaleras al entrepiso, observando al hombre siempre que podía. En ningún momento lo vio levantar los ojos de lo que leía. Desde el exterior del edificio Susan había advertido una conexión entre la biblioteca y el edificio de al lado. Encontró el pasaje y cruzó por allí de inmediato. En el edificio adyacente había aulas y oficinas, y una cantidad de gente circulaba en su interior. Susan se sintió más tranquila al descender a la planta baja. Salió del edificio y se dirigió rápidamente a Kendall Square.

Como Susan no conocía bien la zona, le llevó varios minutos encontrar la entrada del subterráneo del MBTA. En el momento mismo de empezar a bajar vaciló y miró hacia atrás. Con asombro y consternación observó que el hombre del abrigo oscuro estaba a una cuadra de distancia, y que venía hacia ella. Susan sintió un vacío en el estómago y se le aceleraron las pulsaciones. No tenía una idea clara de lo que iba a hacer.

Una ligera brisa en la escalera y un ruido sordo la ayudaron a decidirse. Un tren se acercaba a la estación. Un tren lleno de gente.

Con pánico parcialmente controlado bajó las escaleras y entró en el oscuro mundo subterráneo. Buscó una moneda para poner en el molinete. Sabía que tenía varias en el bolsillo, pero con el mitón puesto era imposible sacarlas. Se arrancó el mitón y sacó las monedas. Algunas cayeron al suelo de hormigón y rodaron a distancia. Nadie bajó del tren. Algunos de los pasajeros observaron los vanos esfuerzos de Susan en el molinete. Una moneda entró en la ranura y Susan trató de empujar el molinete. Jadeando comprobó que había empujado demasiado pronto: el brazo del molinete quedó pegado a su estómago. Aflojó la presión y la moneda entró en el mecanismo. En su segundo intento el molinete se movió con tanta facilidad que Susan estuvo a punto de caerse. Mientras corría hacia el tren, se cerraron las puertas.

—¡Por favor! —gritó Susan, pero el tren comenzó a salir lentamente de la estación. Susan corrió unos metros junto a él. Luego, mientras el vagón de cola pasaba junto a ella, alcanzó a ver la cara del conductor contemplándola con aire inexpresivo a través de un vidrio. El tren entró rápidamente en el túnel mientras Susan jadeaba, siguiéndolo con la mirada.

La estación estaba totalmente desierta. Hasta la plataforma del lado opuesto estaba vacía. El sonido del tren que se alejaba se apagó casi de inmediato, para ser reemplazado por el del agua que caía. Kendall Station no era un lugar de mucho público y por eso no había sido renovada. Las paredes de azulejos que alguna vez habían estado de moda eran ahora un espectáculo de decadencia; el lugar recordaba ciertas ruinas arqueológicas. Todo estaba cubierto de hollín, y la plataforma llena de papeles sucios. Del techo colgaban estalactitas formadas por gotas de humedad, como en una cueva de cal del Yucatán.

Susan se inclinó todo lo que pudo sobre las vías y miró hacia Cambridge, con la esperanza de ver aparecer otro tren. Esforzando sus oídos, sólo llegó a percibir el ruido del agua. Luego el inconfundible sonido de pasos que se acercaban por la escalera del subterráneo. Susan corrió hacia la cabina de cambio, defendida por un grueso enrejado. Estaba vacía. Un cartel decía que sólo funcionaba en las horas pico, de tres a cinco de la tarde. Los pasos en la escalera se acercaban y Susan se alejó de la entrada. Se volvió y corrió por la estación hacia el extremo de Cambridge. Al llegar allí miró nuevamente en la oscuridad del túnel. Sólo el sonido de agua que caía. Y pasos.

Susan volvió a mirar hacia la entrada y vio al hombre que ponía una moneda en el molinete. El individuo se detuvo, encendió un fósforo y lo protegió con sus manos del viento para prender un cigarrillo; luego arrojó distraídamente el fósforo a las vías. Obviamente sin ninguna prisa, dio varias pitadas al cigarrillo antes de empezar a caminar en dirección a Susan. Parecía gozar del miedo que causaba. Sus zapatos producían un eco metálico cada vez más fuerte a medida que se acercaba.

Susan quería gritar, o correr, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. Se le ocurrió que quizás todo era una pesadilla. O una serie de coincidencias. Pero el aspecto y la expresión del hombre que se acercaba la convencieron de que esto no era sueño.

Susan comenzó a aterrorizarse. Estaba acorralada, a menos que se decidiera a entrar en el túnel. Descartó la idea a pesar del pánico. ¿La otra plataforma? Miró las vías de uno y otro lado. Entre las vías había una plancha de acero que permitiría escapar entre ellas. Pero a cada lado de esa plancha estaban las terceras vías, la fuente de energía de los trenes, con suficiente voltaje para dejar seca a una persona en un instante.

A unos metros desde el comienzo del túnel, terminaba la plancha de acero y las vías electrizadas doblaban hacia la parte exterior en sus respectivos rieles. Susan estimó que sería relativamente fácil correr por el túnel hasta donde terminaba la plancha de acero. De esa manera evitaría pisar las terceras vías. El hombre estaba a unos quince metros de Susan; y arrojó el cigarrillo sin terminar a las vías. Parecía estar sacando algo de su bolsillo. ¿Un revólver? No, no era un revólver. ¿Un cuchillo? Quizás.

Susan no necesitó más estímulos. Pasó el paquete con el guardapolvo de enfermera de la mano izquierda a la derecha y se puso en cuclillas en el extremo de la plataforma, con la palma de la mano izquierda en el borde. Luego saltó el metro veinte hasta las vías. Cayó de pie pero suavizó el choque doblando las rodillas. En un instante se incorporó y echó a correr por el túnel.

La invadió el pánico y tropezó con los tirantes de madera. Cayó de costado, hacia el tercer riel. Instintivamente soltó el envoltorio y se aferró a una de las vías, consiguiendo así apartarse del tercer riel por pocos centímetros. Al caer, su mano izquierda hizo saltar un trocito de madera que chocó contra el tercer riel, y con un chispazo de electricidad se convirtió inmediatamente en cenizas. El aire se llenó del olor acre del fuego producido por la electricidad.

Susan se incorporó a pesar de un fuerte dolor en el tobillo izquierdo, tomó el paquete y trató de seguir corriendo sobre los tirantes. En la entrada misma del túnel había una serie de desvíos de los rieles que creaban un verdadero laberinto de vías y tirantes. Sin tiempo para pensar en las dificultades del camino, Susan siguió adelante a los tropezones. Pero su bota izquierda quedó atrapada entre dos rieles. Volvió a caer.

Esperando que su perseguidor estuviera sobre ella en cualquier momento, Susan se apoyó en una rodilla. Su pie izquierdo estaba muy enganchado entre los rieles. Tiró hacia adelante para liberarlo, sin éxito. Todo lo que conseguía era agravar el dolor en el tobillo. Se agachó, tomó su pierna con ambas manos y tiró con desesperación. No se atrevía a mirar hacia atrás.

De pronto se oyó un chillido insoportable, que obligó a Susan a abandonar su pierna y respirar. Pensó que había ocurrido algo, pero que ella seguía viva. Luego volvió a suceder: un ruido tan fuerte en la caverna subterránea que instintivamente Susan se cubrió los oídos con las manos. Aún así el ruido le provocaba un agudo dolor en el oído medio. Entonces supo qué era. ¡El tren! Era el chillido del silbato del tren.

Susan miró en la negrura del túnel y vio una única luz penetrante. Comenzó a sentir el tronar de toneladas de acero que se dirigían hacia ella a gran velocidad. Luego hubo otro sonido, más profundo pero aún más penetrante que el silbato. Era el de las ruedas que hacían un desesperado y vano intento de detenerse. Pero era inútil. La velocidad era demasiado grande.

Susan no sabía en cuál de las vías tenía atrapado el pie, ni por cuál de ellas venía el tren. La luz parecía avanzar en forma directa hacia ella. Con un tirón enloquecido sacó el pie de la bota y se arrojó sobre las vías laterales.

Con los brazos y las manos extendidos amortiguó la caída sobre un riel. Por un acto reflejo se enroscó como una bola y se cubrió la cabeza con los brazos. La vibración y el áspero ruido de las ruedas llegaron al máximo y el tren pasó a un metro y medio de distancia del lugar en que se encontraba Susan.

Durante un momento Susan no se movió. No podía creer lo que había sucedido. El corazón le latía a gran velocidad y tenía las manos húmedas. Pero estaba viva, y sólo un poco magullada. Su abrigo estaba desgarrado y se le habían caído varios botones. Tenía una marca de grasa que continuaba en el guardapolvo blanco que llevaba debajo. Había perdido las lapiceras y la linternita en el túnel. Una parte del estetoscopio estaba doblada en ángulo recto.

Susan se levantó, se sacudió lo más grueso de la suciedad acumulada y recuperó su bota. Apretando un poco la parte del talón y la puntera la sacó de su trampa con una facilidad que hacía increíbles sus anteriores dificultades. Ya la tenía puesta cuando vio varios hombres con linternas que corrían hacia ella.

Cuando la ayudaron a subir a la plataforma, toda la experiencia parecía obra de su imaginación, como si hubiera perdido totalmente el control. No había hombre alguno con abrigo oscuro. Sólo una multitud de personas que se gritaban unas a otras lo que había sucedido y lo que podía haber sucedido. Alguien encontró su envoltorio en la vía y se lo trajo.

Susan dijo que estaba bien. Pensó en decir algo sobre el desconocido, pero nuevamente se sintió insegura de su propio juicio sobre lo que realmente había pasado y lo que ella sólo había imaginado. Había sido presa del pánico y todavía estaba agotada. No podía pensar, y quería irse a su cuarto más que ninguna otra cosa.

Tuvo que dedicar quince minutos a explicar a los empleados del tren que simplemente se había resbalado de la plataforma, que estaba perfectamente bien, y que podían estar seguros que no necesitaba una ambulancia. Susan insistía en que lo único que quería era ir a Park Street a tomar el Huntington. Finalmente Susan y los otros entraron en el tren, se cerraron las puertas, y el tren salió de la estación.

Susan inspeccionó sus ropas a la luz. Advirtió que el hombre sentado frente a ella la observaba. Y también la mujer sentada junto al hombre. Al echar una mirada a su alrededor vio que todos tenían los ojos puestos en ella, como si fuera una especie de loca. Los ojos y las caras eran intolerables. Trató de mirar hacia afuera mientras el tren cruzaba el puente Longfellow. Pero nadie hablaba. Todos la contemplaban fijamente.

El tren entró en Charles Street. Con gran alivio Susan salió del vagón y corrió por la plataforma. Frente a Philips Drugstore tomó un taxi. Sólo entonces comenzó a calmarse. Miró sus manos. Temblaban visiblemente.

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