Coloso

Coloso


Capítulo 15

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Capítulo 15

No hay raza en el mundo que beba como estos macedonios. Chapotean en la tienda de Alejandro metidos en vino hasta el tobillo. A Gajendra le recuerdan a los colmilludos, de pie en el río rociándose agua unos a otros, barritando y empujando a todos los demás a un lado.

Cuando está borracho, Alejandro no parece el conquistador del mundo. Salvo, piensa Gajendra, porque siempre hay una feroz astucia en aquella mirada mate que nunca descansa. Cuando ríe, su risa provoca un escalofrío en la habitación entera.

Mató a uno de sus amigos de la infancia, Clito el Negro, en una reunión como ésta. Decían que cogió una lanza de uno de los guardias, eh, ¿me la prestas?, e inmediatamente se la clavó en las tripas. Estaba desolado a la mañana siguiente. Pero, a pesar de todos sus lamentos, Clito el Negro no volvió a la vida.

A Gajendra le gusta el modo en que todos lo temen.

Sus compañeros se apiñan en torno a él, riendo demasiado fuerte, derramando vino, contando historias de guerra. Pero, a pesar de toda aquella animación, hay una sombra en la reunión de esta noche. Han llegado noticias de Grecia: Antípatro ha hecho un tratado con Atenas, ahora tiene a los griegos y a sus armadas combatiendo por él. Les ha ofrecido autonomía si lo ayudan a impedir que Crátero entre en Macedonia y a asegurarse el trono. Ahora también hablan de Corinto. Alejandro parece indiferente, incluso jovial. ¿Mis propios compatriotas se han rebelado contra mí? Ah, bueno, da igual, ya iré a invadirlos. Cuando tenga un momento libre.

Los soldados que en teoría Antípatro iba a mandar a Alejandro, ahora los ha reclutado para su propio ejército. Asimismo, está atrayendo con promesas de autonomía a los tiranos de las ciudades-estado griegas; si éstos deciden apoyar a Antípatro, los maces no tardarán en luchar en dos frentes.

Alejandro se recuesta en el centro de un semicírculo de divanes de patas plateadas. Extiende el brazo y un atemorizado copero le pasa otra copa. Luego se pone de pie y le declara a Nearco amistad de por vida y gratitud por su valentía en Cartago. Gajendra está furioso. ¿Qué hizo Nearco? Nos dijo cuándo atacar y cuándo retirarnos. Se pasó la batalla a horcajadas sobre el caballo, en algún lugar por detrás de nosotros.

Yo dirigí la carga.

Todo el mundo ríe y se da palmadas en la espalda, pero Gajendra ve las miradas cada vez que uno de los persas se acerca al rey. A los maces no les gusta cuando se prosternan y le hacen una reverencia. Imagina lo que piensan: si ya no es Rey de Macedonia, ¿para qué estamos combatiendo?

Los veteranos no quieren saber nada de aquello, siguen llamándolo Alejandro y ni se les ocurre adoptar ese echarse al suelo, sea rey de reyes o no. Alejandro lo soporta, pero se ve que empieza a agradarle toda esta adulación servil. Quiere discrepar de los viejos. Prudentemente, los caballeros de la guardia personal se han llevado la espada de Alejandro.

Gajendra se escabulle sin que nadie se dé cuenta. El vino lo hace tambalearse. Huele un rastro de perfume en el viento. Alejandro ha llevado consigo la gran tienda que antes perteneciera a Darío, y usa parte de ella para alojar a su harén. Zahara estará por allí.

Siluetas de soldados se recortan en los montones de basura que arden en la playa. El viento nocturno arrastra ráfagas de chispas.

Oye a dos guardias quejarse. Tienen frío y están cansados, y esperan que llegue el relevo. Custodian una jaula y al principio, por el olor, Gajendra cree que es algún animal salvaje lo que tienen allí. Está demasiado oscuro para verlo.

—¿Qué tenéis ahí dentro? —les pregunta.

—Más vale que no lo preguntes —gruñe uno de los hombres.

Es toda la respuesta que Gajendra necesita. Alejandro ha traído a Casandro desde la misma Babilonia en aquella jaula. No puede creer que aún esté vivo. ¿Cuántas torturas le hará sufrir hasta que sea suficiente?

Encuentra a Coloso, una gigantesca presencia en la oscuridad. Las heridas van curando bien. Una flecha logró introducirse por la acolchada armadura y se le alojó en la paletilla.

—¡Hasta vuestras heridas son iguales! —había gritado Ravi.

—¿Cómo estás, viejo amigo?

Coloso se mueve en la oscuridad, se oyen los habituales ronroneos y chirridos. Gajendra siente el dolor del brazo. En el campo de batalla no le había dolido mucho, pero cada noche, desde entonces, lo deja empapado en sudor. La articulación se le ha agarrotado y no puede levantar la mano por encima del hombro. No se lo ha contado a nadie por miedo a que no vuelvan a dejarlo luchar.

Más tarde encuentra a Ravi hecho un ovillo junto al fuego. Aún está despierto.

—¿Así que todavía duermes con nosotros, los simples mortales, general?

—No te burles de mí, Ravi. Nunca pensaste que llegaría a ser capitán, ¿verdad? A lo mejor que seré general algún día.

Ravi suelta una risilla.

—Esta noche no se ha hablado más que de Nearco y de que fue el héroe de Cartago. ¡Y yo fui quien dirigió la carga!

—No, fue Coloso. Tanto podrían nombrar nuevo elefantarca a Coloso como a ti. Mira, Gaji, Nearco es uno de ellos. Tú sólo eres un elefantero. ¿Qué te esperabas?

—Te diré lo que me espero. Espero ser tan bueno como cualquiera de ellos. Ojalá los dioses nos concedan buenas batallas para que pueda demostrarlo. Yo tal vez no tenga un hermoso garañón árabe, pero tengo a Coloso y tengo valor y voluntad. ¡Una buena batalla, y me pondré junto a Alejandro en el próximo banquete y él me elogiará!

—¿Una buena batalla? ¡Ya has tenido una buena batalla! Una buena batalla es una a la que sobrevives y de la que no sales sin un ojo o sin un brazo o sin las pelotas. Puedes ser valiente como un tigre, pero son los generales quienes se llevan el mérito. Así son las cosas.

—Yo no seré un don nadie toda la vida.

Ravi suspira y se da la vuelta. No tarda en estar roncando pero Gajendra sigue despierto, mirando fijamente las estrellas. Intenta no pensar en Zahara, intenta olvidar el perfume a pachulí y aquellos insondables ojos negros.

El templo ha sido ultrajado y a Alejandro todavía no se le ve desde las murallas. La suma sacerdotisa le dice:

—Tu padre es un bárbaro.

Mara está encendiendo olíbano a los pies de la diosa como parte de sus obligaciones matinales. No tiene ni idea de lo que habla.

—¿Mi padre?

—A los hombres no se les permite entrar aquí.

—¿Está aquí?

—Ha mandado a uno de sus villanos.

Mara se pone de pie y sale tras ella hasta el patio.

Enormes pilastras flanquean la entrada. El patio está dividido por un altar levantado sobre un poyo. Allí hay una pequeña estatua de Tanit, tallada en ónice negro. Sus ojos de zafiro son de un llamativo azul. Parpadean las lamparillas en pequeños nichos hechos en las paredes. En el techo hay enormes vigas de caoba, ennegrecidas por el incienso.

Cátaro se levanta de un salto al verla. Ha estado ganduleando. «Mi conseguidor», lo llama su padre, el que hace las cosas. Mara lo ha visto entrar y salir por la puerta trasera de su padre toda la vida, pero nunca ha hablado con él. Aunque muy escaso de estatura, parece el tipo de hombre que disfrutaría partiéndole el brazo a alguien, y no le falta fuerza para hacerlo.

—¿Cómo lo han dejado pasar los guardias?

—Son los hombres de tu padre —contesta la suma sacerdotisa, como si esto fuera cosa de Mara.

La joven mira al conseguidor.

—¿Qué haces aquí, Cátaro?

—¿Sabes quién soy?

—Te he visto. He oído hablar de ti.

Cátaro está con las piernas separadas, desafiando a que alguien lo mueva.

—A ningún hombre se le permite traspasar estas puertas.

—Cuéntaselo a Alejandro cuando llegue.

—Mi padre lo detendrá.

—Si lo hace, me marcharé.

Mara echa una rápida ojeada hacia las puertas del templo, al ágora que está justo más allá. Cartago realiza su comercio allí fuera. La plaza siempre está llena de vendedores de melones, infinidad de palomas, cambistas, prostitutas, hileras de sacerdotes camino del templo de Baal-Ammón entre un tintineo de campanillas. Hoy está vacía. El silencio la asusta.

—Tienes que irte.

Cátaro se sienta en el borde de la fuente.

—¿Por qué estás aquí?

—Tu padre se preocupa por ti, como han de hacer los padres, me figuro.

—Estás violando la santidad del templo.

—Preferible eso a que alguien viole la tuya.

—¿Crees que si mi padre no detiene a Alejandro con todo su ejército, tú me salvarás solo?

—Sí.

Se queda allí, firme, inamovible. Cátaro no es un hombre, es un hecho. Si está allí, no hay forma de moverlo; si va a por ti, no hay forma de pararlo. Eso es lo que dicen.

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