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OCHO DE DICIEMBRE

Voy a intentar ser lo más cuidadosa posible en relatar el día de hoy. Me dispongo a dar testimonio escrito de cómo una ama de casa de una familia pobre de Japón pasó el día ocho de diciembre del año 16 de la era Shōwa[65]. Quizá, dentro de cientos de años, cuando se esté celebrando con hermosas fiestas la llegada del siglo veintiocho, alguien encuentre este diario escondido en un rincón de algún almacén perdido y mi testimonio ayude al estudio de la historia, para que la gente de esa época sepa cómo vivieron las mujeres de Japón una fecha tan importante y trascendental como esta. Por eso, aunque se me de muy mal escribir, voy a tener mucho cuidado en relatar todo tal y como lo viví. Es una gran labor y hay que llevarla a cabo pensando en que será leída en el año 2700 por lo menos. Aun así, tampoco voy a intentar ser demasiado puntillosa. Mi marido suele decir que las cartas que escribo (y también mi diario) son demasiado serias y que no le harían gracia a nadie. Que carecen de sensibilidad y que el estilo no es nada hermoso. Lo cierto es que, desde pequeña, siempre he sido muy estricta con el tema de la educación. Aunque por dentro no sea una persona tan seria como aparento, suelo sentirme incómoda mostrándome alegre y divirtiéndome ante los demás. Siempre he tenido alguna que otra desventaja, ya les digo. Quizá sea por ser demasiado vanidosa. Ya reflexionaré sobre ello en otro momento.

Hay algo de lo que siempre me acuerdo últimamente cuando hablo del año 2700, aunque en realidad sea una tontería sin la mayor importancia. El otro día vino a casa el señor Ima, un amigo de mi marido. Llevaban mucho tiempo sin verse. Me escabullí en la habitación de al lado y me dediqué a escuchar la conversación que mantenían. Todavía me entra la risa de recordarlo:

—Verás —decía el señor Ima—, hay algo que me preocupa mucho. Cuando se celebre el año dos mil seticientos… ¿cómo se dirá? ¿Dos mil setecientos o dos mil seticientos? Qué agobio. Me preocupa encontrar la solución a este dilema, ¿a ti no?

Umm… —murmuró mi marido con seriedad—. Ahora que lo dices, lo cierto es que también a mí me parece preocupante.

—¿A que sí? —contestó el señor Ima, también muy serio—. Parece ser que al final, la pronunciación oficial será setecientos. Pero, si me dejasen opinar, preferiría que fuese seticientos. No sé, setecientos no me termina de convencer. ¿A ti no te parece raro? No se trata de un número de teléfono o de algo que haya que pronunciar correctamente. Ojalá terminen diciendo seticientos —dijo el señor Ima muy afectado.

—Pero, a ver… —le interrumpió mi marido con tono solemne—, también puede ocurrir que, dentro de cien años, exista una manera totalmente distinta de pronunciarlo. Por ejemplo, algo como siticientos.

No me podía parar de reír. Qué conversación más ridícula. Mi marido siempre suele hablar de cosas sin importancia con los invitados, pero suele adoptar un tono muy serio para hacerlo. ¡Menuda diferencia cuando alguien mete sentimiento en lo que cuenta! Mi marido se gana la vida escribiendo novelas. Así que, como es un vago, gana muy poco dinero. Desde hace años tenemos que vivir con lo básico. Yo sus novelas ni las leo. No tengo ni idea de qué tipo de cosas escribe, pero, por lo que compruebo diariamente, parece que no se le da muy bien razonar.

¡Vaya! Ya me he desviado del tema. No puedo seguir hablando de este tipo de cosas si pretendo que esto sea un documento histórico bien escrito. Voy a empezar de nuevo.

Ocho de diciembre. Ha ocurrido a primera hora de la mañana, mientras estaba metida en el futón dando de mamar a mi hija Sonoko (que nació en junio). Quería que terminase lo antes posible para poder realizar todas mis tareas del hogar, cuando he escuchado el sonido lejano de una radio:

«Cuartel General Imperial informa. Hoy, día ocho de diciembre, al alba, el ejército de tierra y la marina imperial han entrado en guerra con el ejército de Estados Unidos y de Inglaterra al oeste del océano Pacífico».

El mensaje se escuchaba vivamente y con fuerza mientras se filtraba entre los resquicios de los amado[66] cerrados, como si se tratase de un rayo de luz que entra en una habitación oscura. El mensaje se repitió dos veces, con un tono de voz cada vez más potente. Mientras lo escuchaba en silencio, sentí como si hubiese nacido de nuevo; como si, iluminada por un fuerte rayo de luz, mi cuerpo se hubiese hecho transparente. O como si hubiese recibido un soplo de aire fresco en el alma y un pétalo de flor brotase de mi corazón. Sentí que Japón, como yo, también había vuelto a nacer esta mañana.

Quise avisar a mi marido, que se encontraba durmiendo en la habitación de al lado, así que le desperté para contárselo. Antes de terminar, me contestó firmemente a través de la puerta corrediza de papel:

—Lo sé, lo sé… Ya me he enterado.

Se notaba que estaba algo nervioso e irritable. Fue una casualidad que, justo hoy, alguien tan perezoso como él estuviese despierto tan temprano. Dicen que los artistas tienen un sexto sentido, así que puede que notase alguna señal y se despertase. No sé. En aquel momento sentí cierta admiración por él, pero lo que dijo a continuación hizo que aquella admiración mía se desvaneciese.

—Pero ¿por dónde cae exactamente el oeste del océano Pacífico? Por San Francisco, ¿no?

Aquella salida suya me defraudó muchísimo. No sé qué le pasará a mi marido con el tema de la geografía, pero es que no se entera de nada. Hay veces en las que dudo de si de verdad sabe dónde está el este y dónde el oeste. Hasta hace poco, creía que el lugar más caluroso del mundo era el Polo Sur y el más frío era el Polo Norte. Cuando me lo dijo, llegué incluso a dudar de que tuviera coeficiente intelectual. El año pasado me contó que, cuando fue de viaje a la isla de Sado y pudo divisarla desde el barco de vapor a lo lejos, se pensó que se trataba de Manchuria. ¡El muy necio se creía que estaba en China! Para mí que es absolutamente estúpido. No sé cómo alguien tan tonto logró entrar en la universidad. No pasa un día en que no me lleve una decepción con él.

—El oeste del océano Pacífico será la parte más cercana a Japón —le contesté.

—Pues vale —dijo de mal humor. Se puso a pensar y prosiguió—. Espera, no lo entiendo. ¿Cómo puede ser que los Estados Unidos se encuentren al este y Japón al oeste? Japón es «el país del Sol naciente», porque el sol sale por el este, ¿no? Y yo que siempre había creído que el sol salía por Japón, ¡qué decepción! Y ahora vas y me dices que Japón no está en el este asiático. ¡¿No hay ninguna manera de demostrar que Japón esté al este y que los Estados Unidos estén al oeste?!

¡Pero qué estúpido es, qué estúpido! Aparte, tiene una idea muy rara y extremada del patriotismo. ¿No va el otro día y me comenta, muy orgulloso de sí mismo, que esos bárbaros occidentales llenos de pelo jamás serían capaces de comerse un plato entero de shiokara[67] de atún, pero que él, sin embargo, podría comerse cualquier tipo de plato occidental sin problemas?

Así que dejé de escuchar sus tonterías y me fui a abrir los amado. Era un día soleado, pero hacía muchísimo frío. Los pañales que había puesto a secar la noche anterior estaban congelados y el jardín estaba cubierto de escarcha, pero las camelias florecían con cierta gracia. Todo estaba en silencio, a pesar de que en aquel mismo instante la guerra acababa de comenzar en el océano Pacífico. Tuve una extraña sensación y di gracias de todo corazón por vivir en Japón, mi país.

Fui al pozo a lavarme la cara. Mientras limpiaba los pañales de Sonoko, la vecina de la casa de al lado salió al jardín. La saludé y le comenté:

—Vaya. Supongo que a partir de ahora las cosas se complicarán un poco, ¿verdad?

Estaba hablándole sobre la guerra, pero ella se pensó que me refería a su nombramiento como presidenta de la asociación de vecinos.

—Bueno, haré lo que pueda —me contestó con timidez. A partir de ahí la conversación se tornó algo incómoda.

No es que ella no tuviese la guerra en mente, pero seguro que estaba muy nerviosa por toda la responsabilidad que conllevaba su nombramiento. Sentí lástima por ella. Lo cierto es que ser presidenta de la asociación de vecinos debe de ser un trabajo de lo más importante. Y más ahora. Ya no se trata de un simulacro. Cuando nos ataquen de verdad, ella tendrá la enorme responsabilidad de organizar al resto de los vecinos de la calle.

Puede que si las cosas se ponen peligrosas, no me quede más remedio que ir a refugiarme a casa de mis padres, y además con Sonoko a cuestas. En ese caso, mi marido tendría que quedarse aquí, pero ya tengo comprobado que es una persona que no sabe manejarse sola. Me preocupa. Seguramente lo deje todo hecho un desastre. Llevo ya mucho tiempo diciéndole que tiene que prepararse para cuando comience la guerra, pero ni siquiera se ha hecho con un uniforme de ciudadano[68]. Me da miedo que se meta en problemas cuando pase algo. No es más que un vago, no hago más que decirlo, y sé que si se lo coso y se lo fabrico, aunque se queje, en el fondo se sentirá mejor. Pero es que es muy grande y me imagino que no será fácil encontrar materiales para hacer uno de su talla. ¡Qué complicado!

Esta mañana se levantó a las siete, aunque fuese muy pronto para él. Desayunó rápidamente y se puso a trabajar. Parece que este mes le han salido varios trabajillos. Durante el desayuno me entró miedo y le pregunté:

—Japón va a ganar la guerra, ¿verdad?

—Si se han metido en ella es porque la vamos a ganar. Tú no te preocupes —me dijo muy serio.

Todo lo que suele decir mi marido son patrañas y tonterías, pero aquello lo dijo con tanta seriedad que no pude evitar creérmelo. La cabeza me daba vueltas mientras recogía la cocina. Me parecía extraño que se generase tanta hostilidad por el simple hecho de tener un color de ojos o de pelo diferentes. Me gustaría inflarles a todos esos americanos a tortas. Lo que siento hacia nuestros nuevos enemigos es totalmente distinto a lo que sentía cuando luchábamos contra China. No puedo soportar la idea de todos esos brutos estadounidenses pisoteando como animales nuestra preciosa patria. ¡Si ponéis un solo pie en nuestra tierra sagrada, aunque solo sea para dar un paso, os enteraréis! ¡Ojalá se os pudran las piernas! No sois dignos de pisar nuestro país. ¡Por favor, espléndidos soldados de Japón, destrozadles, hacedles pedazos! A partir de ahora puede que pasemos por momentos difíciles a causa de la escasez de alimentos y de materias primas, pero no hay de qué preocuparse. ¡Podremos con ellos! No lamento haber nacido en tiempos revueltos. Al contrario, me siento contentísima por haber nacido ahora y ser capaz de presenciar in situ lo que está ocurriendo. Me siento una mujer de lo más afortunada. ¡Ay, me gustaría ser capaz de mantener una larga conversación con alguien sobre la guerra! Podría decir «¿Has visto? ¡Al final ha estallado la guerra!», y cosas por el estilo.

Durante toda la mañana estuvieron retransmitiendo canciones militares por la radio. Se ve que hasta los que trabajan en la radio están dando lo mejor de sí mismos. Al rato de estar emitiendo canciones militares, parece ser que se quedaron sin más y empezaron a retransmitir canciones muy antiguas, como la de Aunque mil millones de enemigos vengan[69]. Me ha encantado comprobar lo concentrados que han trabajado los chicos de la radio. Se han dejado la piel en la misión. Su comportamiento me ha parecido de una pureza increíble.

Como mi marido odia la radio, nunca hemos tenido una en casa. Lo cierto es que yo tampoco le había prestado nunca mucha atención, pero ahora, con lo que está ocurriendo, no nos vendría mal tener una. ¡Cuántas ganas tengo de escuchar noticias, noticias y más noticias! Se lo consultaré. Quizá ahora me diga que sí.

A mediodía empezaron a retransmitir noticias importantes, una detrás de otra. Me sentí muy inquieta. Cogí a Sonoko en brazos y salí al jardín a ver si lograba escuchar la radio del vecino, bajo las ramas del arce que tiene plantado en su jardín. Los ataques sorpresa en Malasia y Hong Kong y las gloriosas palabras de nuestro Emperador en la declaración de guerra han hecho que brotasen lágrimas de mis ojos. Como tenía a Sonoko en brazos, no sabía qué hacer. Entré a casa y le conté a mi marido, que seguía trabajando, todo lo que acababa de oír. Tras escucharme hasta el final, dijo sonriendo:

—Pues muy bien.

Se levantó y un segundo después volvió a sentarse. Parecía algo nervioso. Poco después del mediodía, terminó uno de sus trabajos y salió de casa corriendo. Llevaba una carpetita con lo que había escrito. Debió de dirigirse a la imprenta para entregarlo, supongo. Todo indicaba que iba a volver tarde a casa. Cuando sale con tanta prisa que parece que esté huyendo de algo, casi siempre vuelve tarde. Aunque a mí me da igual, siempre y cuando duerma en casa.

Después de que se fuese, me hice una comida simple a base de sardinas secas asadas. Luego cogí a Sonoko y salí de compras. De camino, pasé por casa de los Kamei para darles algunas manzanas que nos había mandado la familia de mi marido. Quería dárselas a Yuno (una niña muy guapa que tienen, de cinco años). Me encontré con ella frente a la puerta.

—¡Mamá! ¡Ha venido Sonoko! —Y se fue corriendo a avisar a su madre. Parecía muy entusiasmada de vernos.

Mi hija les sonrió desde mi espalda y la mujer del señor Kamei no paraba de repetir lo guapa que era. Su marido salió a la entrada con una cazadora puesta. Tenía aspecto de rudo hombre trabajador. Me contó que estaba colocando esteras de paja bajo la casa.

—¡Siento que tenga que verme con un aspecto tan sucio! ¡Gatear bajo la casa es tan duro como adentrarse en territorio enemigo!

¿Para qué estaría metiendo esteras de paja ahí abajo? ¿Para refugiarse allí cuando comiencen los bombardeos? Qué raro.

Pero el señor Kamei, al contrario que mi marido, cuida mucho de su familia. ¡Qué envidia! Me comentaron que antes les dedicaba mucho más tiempo, pero que desde que nos vinimos a vivir aquí, empezó a salir a beber con mi marido y que se ha ido relajando poco a poco. Me imagino que su mujer debe de odiar bastante a mi marido. Lo siento mucho por ella.

Frente a la puerta de su casa, tenían colocadas distintas herramientas antiincendios, como varios hitataki y kumade[70]. En mi casa no tenemos nada preparado. Normal, con un marido tan vago.

—¡Anda! Lo tenéis todo muy bien preparado.

—Sí. Siendo el presidente de la asociación de vecinos es lo menos que puedo hacer —contestó el señor Kamei muy animado.

Su mujer me dijo en voz baja que en realidad era vicepresidente, pero que el presidente era una persona muy mayor y le encargaba la mayoría de los trabajos a su marido. El señor Kamei es un hombre muy trabajador. Comparado con el mío, son como el día y la noche.

Me ofrecieron algunos dulces, así que tomé un par en la entrada y me despedí de ellos.

Luego me dirigí a la oficina de correos para cobrar lo que le habían pagado a mi marido por un artículo que ha escrito en la revista Shinchō. Cogí los sesenta y cinco yenes y fui al mercado para echar un ojo. Sigue sin haber mucho donde elegir, no hay más que calamares y sardinas secas. Compré un par de calamares que me costaron cuarenta céntimos y una bandeja de sardinas secas por veinte. De nuevo volvía a escucharse la radio en el mercado dando noticias. Me tiré un buen rato frente a ella para ver si me enteraba de alguna novedad.

Seguían anunciando noticias de la máxima trascendencia, una tras otra. Ataques aéreos en Filipinas y Guam, y un bombardeo en Hawái. Aniquilación de todas las tropas estadounidenses de la zona y la declaración de guerra por parte del Gobierno imperial. Me empezó a temblar todo el cuerpo y sentí mucha vergüenza de que la gente me viera. Me entraron ganas de darle las gracias a todo el mundo por su patriotismo. Al rato, dos o tres señoras se acercaron para escuchar la radio también. Al principio éramos pocas, pero luego empezaron a venir más y más, y acabamos siendo unas diez.

Tras salir del mercado, fui al quiosco de la estación para comprarle cigarrillos a mi marido. El ambiente en las calles estaba igual que siempre, salvo por un papel que habían pegado frente al puesto de verduras donde habían ido escribiendo todo lo que se iba anunciando en la radio. Tampoco vi mucha diferencia en las tiendas ni en las conversaciones de la gente respecto a ayer. Aquella serenidad me hizo sentir muy segura.

Como hoy me ha sobrado algo de dinero, me he dado el capricho de comprarme unos zapatos. Aunque no tenía ni idea de que a partir de este mes tendríamos que pagar un dos por ciento de impuesto por cada tres yenes que gastáramos. Si lo hubiese sabido antes, los habría comprado el mes pasado. Aunque tampoco soy de las que va por ahí como una loca a comprar de todo antes de que suban los precios. Me parece una actitud deplorable. El par de zapatos me costó seis yenes con sesenta. También me he comprado un tubo de crema de manos por treinta y cinco céntimos y un paquete de sobres por treinta y uno.

Poco después de volver a casa, apareció Sato para despedirse, ya que acaba de terminar sus estudios en la Universidad de Waseda y le han llamado a filas. Por desgracia, mi marido no se encontraba en casa, lo que me dio mucha lástima. Le dije que tuviese cuidado y le despedí con una profunda reverencia. Me salió de lo más profundo del corazón. Justo después de haberse ido, apareció Tsutsumi, de la Universidad Imperial. Tsutsumi también acaba de terminar sus estudios, pero tras el reconocimiento médico militar le han puesto en tercera categoría[71]. Me comentó que era una lástima. Sato y Tsutsumi habían llevado el pelo largo hasta hacía poco, pero ahora se lo han rapado al cero. Me emocionó profundamente comprobar que hasta los estudiantes daban lo mejor de sí por la patria.

Por la tarde, nos visitó el señor Kon apoyado en su bastón. Hacía mucho que no lo veíamos, por lo que también sentí tener que decirle que mi marido no se encontraba en casa. Había venido hasta Mitaka exclusivamente para verlo, pero como no estaba, no tuvo más remedio que volver a recorrer andando todo el largo camino de vuelta. Oh, me imagino lo disgustado que habrá tenido que sentirse al tener que volverse de ese modo a casa. Solo de hacerme a la idea me sentí muy mal.

Cuando me disponía a preparar la cena, apareció la vecina de al lado. Vino a preguntar qué podíamos hacer con las cartillas de racionamiento de sake, ya que solamente habían repartido seis para nueve familias. Pensé que sería una buena idea turnarnos cada mes, pero como todas las familias queríamos recibir nuestro racionamiento cuanto antes, quedamos en compartirlo entre todos. Las señoras reunieron seis botellas vacías y fueron a llenarlas a la destilería de Isemoto. A mí me dijeron que me quedase en casa, ya que acababa de poner el arroz a cocer. En cuanto pude, salí con Sonoko a cuestas y vi cómo volvían con un par de botellas en la mano. Me dieron una de ellas y así regresamos al barrio. Frente a la entrada de la casa de mi vecina, colocamos nueve botellas de un shō en fila y fuimos llenándolas con mucho cuidado para que todas tuviesen la misma cantidad. Lo cierto es que fue bastante complicado.

Más tarde, recibí el periódico de la tarde. Aparte de lo de siempre, había cuatro páginas fuera de lo común. «EL IMPERIO DECLARA LA GUERRA A ESTADOS UNIDOS E INGLATERRA», decían estas páginas en grandes titulares. Y luego volvían a contar lo que ya habíamos escuchado por la radio. A pesar de ello, volví a leérmelo todo de cabo a rabo. Me entró la emoción un par de veces.

Cené sola y fui a los baños públicos con Sonoko cargada a la espalda. ¡No hay momento más divertido que cuando la tengo que bañar! Le gusta mucho meterse en el agua caliente, parece que la calma. Mientras la baño sosteniéndola entre mis brazos, me mira con las piernas y los brazos encogidos. Supongo que incluso ella se sentirá algo inquieta con todo lo que está pasando. También parece que el resto de mujeres que bañan a sus bebés sienten mucho, mucho cariño por ellos. Todas suelen juntar sus mejillas con las de sus hijos. La barriga de Sonoko es redondita, como si la hubiesen dibujado con un compás. Es blanquita y blandita como una pelota de goma. Se me hace extraño pensar que allí dentro pueda haber un pequeño estómago con sus intestinitos y todo. Un poco más abajo del centro de esa tripita, tiene un ombligo que parece la flor de un ciruelo. Sus piernas y sus brazos son tan bonitos que me hacen volverme loca. No importa el tipo de ropa que le ponga, jamás será tan mona como cuando está desnuda. Me da mucha pena tener que vestirla después del baño. Me gustaría tenerla desnuda entre mis brazos toda la vida.

Cuando íbamos de camino a los baños, las calles todavía estaban iluminadas, pero al volver a casa ya estaba todo oscuro. Es para evitar el gasto innecesario de energía. De pronto, me sentí algo tensa. Ya no se trata de ningún simulacro. Pero ¿no estaba todo demasiado en penumbra? Nunca había caminado por una calle tan oscura. Di un par de pasos con mucho cuidado, pero todavía me quedaba mucho camino por delante. La senda que llevaba al bosque de cedros por el huerto de aralias estaba tremendamente oscura. De pronto, me acordé del pánico que sentí cuando estaba en el cuarto año del colegio y tuve que atravesar esquiando una tormenta de nieve para ir desde el onsen[72] de Nozawa hasta Kijima. Ahora, en lugar de la mochila, tenía a Sonoko dormida conmigo. Ella, por supuesto, no se enteraba de nada.

De pronto escuché detrás de mí los pasos de alguien. Era un hombre. Caminaba muy torpemente mientras cantaba desafinando horriblemente:

¡Nuestro emperador nos necesita…![73] Ejem, ejem. —Tosió de tal manera que enseguida lo reconocí.

—A Sonoko le da miedo cruzar por aquí —le dije.

—¡Ya veo, ya! —exclamó muy alto—. Creo que vuestra falta de fe hace que os de miedo la oscuridad. Yo tengo tanta fe que este camino me resulta igual que cuando es de día. ¡Venga, seguidme!

Nos adelantó y siguió andando a paso ligero.

Me quedé atónita. Todavía no soy capaz de distinguir cuando bromea y cuando habla en serio.

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