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OSAN

I

Al igual que una persona cuya alma ha huido de su cuerpo, mi marido salió por la puerta de casa sin hacer ningún ruido. Lo noté tras de mí, mientras recogía los platos de la cena. Me sentí tan triste que casi se me cayeron al suelo. Suspiré y me asomé por la ventana de la cocina. Allí estaba, alejándose por el callejón, junto al seto en el que se retuercen las enredaderas de las calabazas, dándome la espalda miserablemente. Llevaba puesto un yukata blanco sobre su cuerpo delgado, con un obi que rodeaba sus estrechas caderas. Parecía un ser ajeno a este mundo, un fantasma flotando en la oscuridad del verano.

—¿A dónde va padre? —me preguntó inocentemente nuestra hija mayor, que tiene siete años.

En aquel momento estaba jugando en el jardín, mientras se lavaba los pies en el cubo que hay junto a la puerta de la cocina. Siempre le ha preferido a él antes que a mí. Últimamente suelen dormir juntos bajo la misma mosquitera.

—Se ha ido al templo budista. —Dije lo primero que se me pasó por la cabeza, pero al instante lo interpreté como un signo de mal augurio[81]. Sentí un escalofrío.

—¿Al templo? ¿Para qué?

—Para rezar. Es la época del obon[82], por eso habrá ido.

Me sorprendió la fluidez con la que me venían las mentiras a la cabeza. Aunque la verdad era que estábamos a trece de agosto. Las hijas de los vecinos salían a la calle y jugaban alrededor de sus casas ondeando las largas mangas de sus kimonos con alegría, pero a mis hijos se les quemó toda la ropa durante la guerra, por lo que siempre vestían con harapos. Incluso en época de obon.

—Ah. ¿Y cuándo va a volver?

—Umm, no sé yo, Masako. Si te portas bien, volverá pronto —le contesté. Aunque viendo cómo había salido de casa, dudaba mucho de que volviese aquella noche.

Masako entró a la cocina, se metió en la habitación pequeña y se sentó junto a la ventana con cierto aire melancólico.

—Mira, mamá. Al haba que planté ya le han salido flores.

Me dio tanta pena verla allí, tan inocente, que casi se me saltaron las lágrimas.

—¿A ver, a ver? ¡Anda, es verdad! Dentro de poco tendrás muchas habas. ¿Estás contenta?

Junto a la puerta de casa tenemos un huerto de unos treinta metros cuadrados. Antes, solía plantar distintos tipos de verdura, pero desde que nació nuestro tercer hijo ya no podía dedicarle el tiempo suficiente y tuve que dejarlo. Mi marido me ayudaba a cuidarlo de vez en cuando, pero llegó un momento en el que empezó a perder el interés por las cosas de casa. Sin embargo, el vecino cuida su huerto a diario y tiene todo tipo de verduras. Comparado con el suyo, el nuestro es tan lamentable que hasta da vergüenza verlo. Masako sembró una de las legumbres que recibimos del racionamiento y la sembró en una zona cubierta de malas hierbas. La estuvo regando hasta que finalmente del suelo brotó una plantita. Para ella, que no tenía ningún juguete, era algo de lo que se sentía muy orgullosa. Era su único tesoro. Siempre que visitaba al vecino, elogiaba sin reparo nuestras habas.

La ruina. La pobreza. Ya no son ninguna novedad en Japón. Sobre todo para la gente de Tokio. Todos se mueven lentamente, como invadidos por la pereza. Cualquier persona con la que te cruzas por la calle está como ausente y todos tienen un aspecto lamentable. A nosotros también se nos quemó todo lo que teníamos, y nuestra existencia es mucho más miserable cada día que pasa. Pero no era eso lo que me preocupaba de verdad. Era algo todavía mucho peor. La cosa más terrible y horrorosa que le puede ocurrir a una mujer casada.

Mi marido estuvo diez años trabajando en una revista bastante famosa, en el barrio de Kanda. Nos casamos hace ocho años, tras un miai de lo más corriente. Por aquel entonces, ya empezaban a escasear las casas en alquiler en el centro de Tokio, así que nos costó lo nuestro encontrar esta pequeña casa a las afueras, en la línea Chūō. Llegamos aquí justo antes de que estallase la guerra.

Como mi marido estaba algo delicado de salud, se libró del llamamiento a filas y de ese modo pudo seguir trabajando en la revista. Había una fábrica de aviones situada en nuestra zona, así que cuando las cosas se pusieron verdaderamente feas, empezaron a bombardear nuestro barrio con bastante frecuencia. Finalmente, una noche cayó una bomba en el bosque de bambú que había detrás de nuestra casa. El impacto nos destrozó la cocina, el retrete y un cuarto pequeño. Por entonces ya habían nacido Masako y Gitarō, nuestro primer hijo varón. Decidieron evacuarnos a mí y a mis hijos a casa de mis padres, en Aomori. Mi marido se quedó en la casa medio en ruinas, durmiendo en un cuarto que se salvó milagrosamente. No quería dejar su trabajo en la revista.

Pero la mala suerte parecía perseguirnos. Menos de cuatro meses después de habernos mudado a Aomori, la ciudad fue bombardeada y ardió entera. Todas las cosas que conseguimos llevarnos con nosotros con tanto esfuerzo también se quemaron. No tuvimos más remedio que mudarnos de nuevo, apenas con la ropa que llevábamos puesta, a la casa de un conocido que se había salvado del incendio. Pasamos unos diez días allí, durante los cuales no dejé de sentirme literalmente en el infierno ni un solo minuto. Ya no sabía qué hacer, y entonces llegó el día en el que se anunció por radio la rendición incondicional de Japón. Yo echaba de menos a mi marido y a la ciudad de Tokio, así que volvimos sin equipaje alguno a casa. Al llegar parecíamos unos auténticos mendigos. Una vez de vuelta, no había ningún otro lugar al que pudiésemos ir a vivir salvo a nuestra antigua casa. Decidimos pedirle a un carpintero que nos arreglase la casa como pudiese y la habilitase para que por lo menos pudiésemos vivir bajo un techo. Y así, meses después, mi marido y yo volvimos a vivir juntos. Justo cuando creí que las cosas volverían a ser normales, la situación de mi marido dio un vuelco.

La editorial propietaria de la revista en la que trabajaba se había visto bastante afectada por los bombardeos. Además, hubo problemas de corrupción entre los propietarios y finalmente la empresa quebró. Mi marido se vio en la calle de la noche a la mañana. Pero gracias a que había conocido a mucha gente durante todos aquellos años, se juntó con varios compañeros y, a base de poner un poco de dinero cada uno, crearon una nueva editorial con la que lograron publicar dos o tres libros. Pero tuvieron un problema con la compra de papel, aquello generó pérdidas, así que finalmente mi marido acabó lleno de deudas. Tuvo que trabajar muchísimo para devolver lo que debía y para sacar adelante a la familia. Salía todas las mañanas de casa con aire distraído y volvía agotadísimo por las tardes. Nunca había sido una persona muy comunicativa, pero desde entonces se volvió todavía más callado si cabe. Finalmente consiguieron cubrir las deudas, pero tras todo aquello pareció como si mi marido hubiese perdido las ganas de trabajar.

A pesar de todo, no era de los que se quedaba en casa mucho tiempo. Cada vez que salía al engawa y se quedaba con aire pensativo, su actitud me preocupaba. Solía pasarse largos ratos allí de pie, contemplando el horizonte en silencio. Entonces suspiraba profundamente, tiraba el cigarrillo que estaba fumando al jardín, sacaba la cartera del cajón de su escritorio, se la metía en el bolsillo y salía de casa sin hacer ningún ruido. Esa manera de andar tan silenciosa que tenía me recordaba a las personas que han perdido su alma. Entonces sabía que esa noche no volvería a casa.

Siempre fue amable conmigo, y un gran marido. No solía tomar mucho alcohol. Si se trataba de sake, solamente tomaba un [83], y si era cerveza nunca tomaba más de una botella pequeña. También fumaba, pero con el tabaco que proporcionaba el Gobierno con el racionamiento le era más que suficiente. En diez años de casados jamás me había insultado ni una sola vez ni me había tratado con violencia. Hubo una vez en la que vino una amistad a visitarle y Masako, que por aquella época tendría unos tres años y todavía gateaba, se les acercó y volcó sin querer el té del invitado. Mi marido me llamó para que fuese a limpiarlo, pero como yo estaba en la cocina avivando el fuego del shichirin y estaba haciendo mucho ruido, no pude escucharle. Recuerdo que vino a la cocina enfadadísimo con Masako en brazos. La dejó en el suelo y me lanzó una mirada de ira que me dejó petrificada. Se quedó ahí de pie, por un momento, mirándome fijamente, para después girarse y volver con su visita sin decirme nada. Cerró el fusuma[84] de la habitación haciendo muchísimo ruido. Tanto que sentí que me temblaba hasta la médula. Me horroricé al contemplar la fuerza que pueden llegar a tener los hombres cuando pierden los estribos.

Aquella fue la única vez que se enfadó conmigo.

Por supuesto que sufrí durante la guerra, igual que todo el mundo. Pero tengo un marido tan amable, que puedo decir sin ningún pudor que durante los últimos ocho años fui una mujer feliz.

(Sin embargo, algo ha cambiado. Me pregunto, ¿cuándo empezó a estar así? Al volver de Aomori, tras cuatro meses sin vernos, noté algo extraño en su actitud. Cuando me sonreía, lo hacía de manera distinta a como solía. Parecía como si intentase evitar que nuestras miradas se cruzasen. Me sentía algo cohibida. Al principio supuse que era a causa de no haber estado allí para ayudarle durante los días más crudos de la guerra. Me dio mucha lástima que hubiese tenido que pasar por todo aquello él solo. Pero, quizás, quizás durante aquellos cuatro meses… No, no. Tengo que dejar de pensar en esas tonterías. Si no, terminaré hundiéndome en un pantano de sufrimiento).

Aun sabiendo que no iba a volver aquella noche, coloqué su futón junto al de Masako y puse la mosquitera. De pronto, noté que me invadía una profunda tristeza y sentí que me ahogaba.

II

Al día siguiente, poco antes del mediodía, mi marido volvió a casa. Traía un gesto como de delincuente. Como un ladrón al que sorprendes colándose a hurtadillas por una ventana. Yo me encontraba junto al pozo que hay a la entrada, lavando los pañales de Toshiko, nuestra segunda hija, que había nacido aquella primavera. Mi marido llegó, me miró y me saludó inclinando ligeramente la cabeza. Al entrar en casa se tropezó y se tambaleó un poco. Al verle saludarme incluso a mí, su mujer, de aquella manera, pensé que él también estaría sufriendo con la situación. Sentí muchísima lástima por él. Ya no podía seguir con la colada, así que entré en casa y le dije:

—Qué calor hace, ¿verdad? ¿No te quieres quitar la ropa? Nos acaban de traer un par de botellas de cerveza. Son de racionamiento especial por ser época de obon. ¿Quieres una? Las he enfriado.

Se rio débilmente y dijo:

—¡Vaya! Menudo lujo. —Tenía la voz tomada—. Venga, vamos a bebérnoslas.

Parecía como si estuviese intentando alegrarme. Aunque el intento resultó algo torpe.

—Vale, te acompaño.

Mi padre, que falleció hace ya un tiempo, siempre fue un gran bebedor. Quizá ese sea el motivo por el que yo aguante tan bien el alcohol, incluso más que mi marido. Cuando nos casamos, solíamos pasear por las calles del barrio de Shinjuku y bebíamos en los puestos de oden[85]. Recuerdo que mi marido acababa siempre borracho y con la cara toda roja, mientras que a mí beber no me afectaba lo más mínimo. Tan solo me pitaban un poco los oídos. Nada más.

Mientras los niños comían, mi marido se sentó en el cuarto pequeño y le dio un par de buenos tragos a la cerveza. Tenía el torso desnudo y se había colocado una toalla húmeda sobre los hombros. Yo lo acompañé solamente con un vaso, para que pudiésemos guardar el resto para otra ocasión. Tenía a Toshiko entre mis brazos, y le daba el pecho. A simple vista, parecíamos una familia feliz, pero se notaba que había cierta tensión en el ambiente. Mi marido intentaba no mirarme a la cara. Yo, mientras, procuraba elegir con mucho tacto los temas de conversación, para no decir nada inconveniente. En realidad, la situación era bastante incómoda. Parecía que nuestros hijos también debieron de notar la tensión. Masako y Gitarō comían en silencio sus mushipan[86] remojados en té con dulcin[87].

—¡Vaya! Cómo sube el alcohol por el día.

—Es verdad. Tienes todo el cuerpo rojo.

Fue en aquel momento cuando lo vi. Mi marido tenía una polilla morada justo bajo la mandíbula. No, no era una polilla… Recordé que yo también había tenido marcas así cuando nos casamos. Reconocí lo que era aquel moratón en forma de polilla a la altura del cuello. Mi marido se dio cuenta de que lo había visto. Enseguida se lo cubrió torpemente con la toalla húmeda que tenía sobre los hombros. Entonces advertí que se la había puesto precisamente para ocultarlo. Hice todo lo posible para fingir que no me había dado cuenta y dije:

—Masako, qué bien que hoy puedes comer con tu padre, ¿verdad?

Intenté decirlo a modo de broma cariñosa, pero sonó irónico, lo que intensificó todavía más la tensión del ambiente.

De pronto sentí que me ahogaba. Supe que ya no podía más y que iba a estallar. Entonces, de repente, comenzó a sonar el himno de Francia en la radio del vecino. Al escucharlo, mi marido dijo como para sí mismo:

—Ah, claro. ¡Hoy es el día nacional de Francia! —Esbozó una leve sonrisa y se dirigió a nosotros—. ¿Sabíais? El 14 de julio, durante la Revolución francesa…

De pronto dejó de hablar. Lo miré y vi que estaba intentando aguantarse el llanto. Tenía la boca torcida y los ojos vidriosos.

Prosiguió con voz lastimera:

—El pueblo… se levantó en armas… y atacó la Bastilla. Desde entonces se dejó de celebrar la fiesta de la primavera en lo alto del castillo[88]. Nunca jamás se volvió a celebrar. Era necesario. Había que destruir aquella utopía en la que se encontraba la burguesía francesa. Aunque eran conscientes de que jamás sería posible implantar un nuevo orden, al menos lo tenían que intentar, ¿no creéis? Dicen que Sun Yat-sen[89], dijo antes de morir: «La revolución aún no ha sido completada». Bien. Quizá sea algo imposible de realizar. Pero aun así, hay veces en las que es necesario intentar hacer las cosas. Esa es la esencia de la revolución: algo triste y hermoso. Aunque pueda parecer insignificante, esa tristeza y esa hermosura son fundamentales en una revolución. Además, el amor es… —El himno de Francia seguía sonando en la radio del vecino. Entonces mi marido comenzó a llorar a moco tendido hasta que, probablemente abrumado por la vergüenza, intentó fingir que estaba riéndose, aunque el gesto le salió muy forzado—. ¡Bueno, bueno…! Parece que vuestro padre es un borracho llorica. —Y se levantó para irse a la cocina a lavarse la cara—. Madre mía, ¿qué me habrá pasado? Creo que estoy tan borracho que hasta la Revolución francesa me pone triste. Me voy a tumbar un rato.

Se fue al cuarto grande y luego no se escuchó nada más. Probablemente estuvo llorando y retorciéndose en silencio un buen rato.

Sé que aquellas lágrimas no eran por la revolución. Aunque, en cierto modo, la Revolución francesa podría asemejarse de algún modo misterioso con el amor conyugal. El dolor que uno debe de sentir cuando ve quebrarse la dinastía real francesa, debe de ser similar al que uno siente cuando ve quebrarse la paz de su propia familia. Entendía su sufrimiento, pero y yo, ¿qué? Yo lo amaba. Me sentía como Osan, la mujer de Kamiji[90], cuando descubre que le están siendo infiel.

En el pecho de las mujeres casadas,

¿vive un ogro? Ay.

¿O vive una serpiente?

Y yo, mientras, me resigné a sufrir en soledad, fingiendo que el sentimiento de una mujer no es equiparable al de los que se lamentan por el estallido de una revolución. No podía parar de suspirar. ¿Cómo acabaría todo? Recé una y otra vez para que el amor de mi marido cambiase de destinatario. Había dejado todo en manos del destino, había evitado entrometerme en sus asuntos. Pero ¿podría haber hecho algo más? Seguramente sí. Teníamos tres hijos. Ya era demasiado tarde para separarme de él. Eso supondría separarme de los niños también.

Cuando aparecía por casa durante dos noches seguidas, al menos luego siempre venía una para dormir. Aquella vez hizo lo mismo. Después de cenar, se puso a jugar con los niños en el engawa. Estuvo tratándoles con mucho cariño, pero halagándoles de manera exagerada. Cogió torpemente a la más pequeña y le dijo:

—¡Pero qué guapita y qué redondita eres!

—Sí que lo es. Cuando estás con los niños te entran ganas de vivir una larga vida junto a ellos —dije sin pensar.

De pronto cambió su semblante.

—Ya —me contestó con amargura.

Me puse nerviosa y un sudor frío me recorrió la espalda. Siempre que duerme en casa, a eso de las ocho de la tarde coloca su futón en el cuarto grande junto al de Masako y cuelga la mosquitera. Masako quiere seguir jugando con él, pero él le pone el pijama, se acuesta junto a ella y apaga la luz. Eso es todo. Mientras, yo acuesto al niño y a la pequeña en la diminuta habitación de al lado. Me pongo a coser hasta las once y cuando estoy cansada me meto entre los dos bajo la mosquitera.

… Y no consigo dormirme. Parece que mi marido tampoco puede, porque desde el cuarto de al lado se le oye suspirar. Yo también suspiro sin querer.

En el pecho de las mujeres casadas,

¿vive un ogro? Ay.

¿O vive una serpiente?

Me acordé de la canción de Osan. De pronto mi marido se levantó y vino a mi habitación. Me puse nerviosa.

—Esto…, no tendrás pastillas para dormir.

—Quedaban algunas, pero me las tomé todas anoche. Lo cierto es que no me hicieron ningún efecto.

—Si tomas demasiadas no te hacen nada. Tienes que tomar la cantidad justa. Seis pastillas nada más.

Estaba de mal humor.

III

Vinieron entonces unos días muy calurosos. El calor y la preocupación hicieron que me desapareciera el apetito. Adelgacé tanto que los pómulos se me empezaron a marcar y cada vez producía menos leche para dar de mamar a la pequeña. Mi marido también estaba bastante nervioso. Tampoco tenía nada de hambre y sus ojos pasaron a ser dos bolas que brillaban de manera horrorosa, enmarcados por unas profundas ojeras. En una ocasión dijo riéndose de sí mismo:

—Quizá sería mejor que me volviese loco. Así no tendría que preocuparme de nada.

—A mí también me gustaría volverme loca para no tener que preocuparme de nada.

—Alguien que no ha hecho nada malo no se merece padecer este sufrimiento. Admiro a la gente seria como tú, que es capaz de saber vivir de modo correcto. Creo que hay dos tipos de personas en esta vida. Los que han nacido para llevar una vida ejemplar y los que no. Puede que sea algo que ya está decidido desde el nacimiento.

—No sé, no creo. Yo no soy nada de eso. Simplemente es que soy poco sensible. Solo que…

—Solo que, ¿qué?

Me miró de una forma extraña. Ahora sí que parecía un loco de verdad. Tuve que tragarme mis palabras. Me dio tanto miedo que no fui capaz de decir nada con claridad.

—Solo que… a mí también me duele verte sufrir.

—¡Anda, anda!, ¿solo eso? No será para tanto —dijo sonriendo con cara de alivio.

En aquel momento me sentí inmensamente dichosa. Vino a mí una sensación de frescura que hacía mucho que no sentía. (Eso es. Si le ayudo a aliviar su sufrimiento, yo también me sentiré mejor. Me da igual si no es lo correcto, solamente quiero que dejemos de sufrir. Nada más). Aquella noche me metí dentro de la mosquitera en la que estaba mi marido. Me tumbé junto a él y le dije:

—Tranquilo. No tienes por qué seguir preocupándote. A mí no me importa.

Excuse me[91] —dijo con la voz ronca. Se sentó de piernas cruzadas sobre el futón y prosiguió—. Don’t mind, don’t mind[92].

La luz de la luna llena se colaba entre las cuatro o cinco roturas del amado como derramando por la habitación sus minúsculos hilos de plata, y caía sobre la mosquitera, posándose sobre su pecho delgado y desnudo.

—Pero, has adelgazado —le contesté en tono alegre mientras me sentaba a su lado.

—Tú también estás más delgada. Eso te pasa por preocuparte tanto por tonterías.

—No, no. Lo que te acabo de decir es cierto. De verdad que no me importa lo que hagas. No te preocupes por mí, soy una mujer lista. Solo que, de vez en cuando, tenme más en cuenta, ¿vale? —dije riéndome. Mi marido también se rio, y sus dientes blancos brillaron a la luz de la luna.

Cuando era pequeña y mis abuelos discutían, al final, mi abuela siempre le decía lo mismo: «Tenme más en cuenta, anda». Como me pareció gracioso, se lo conté a mi marido y nos reímos mucho. Le repetí aquella frase y se rio, pero enseguida se puso serio y me dijo:

—De verdad que estoy intentando cuidarte lo mejor que puedo. Siempre intento no hacerte daño. Eres una buena persona, de verdad. No te preocupes por cosas que carecen de importancia. Quédate tranquila y no te preocupes. Tienes tu orgullo intacto. Deberías saber que no hago más que pensar en ti. De eso puedes estar segura. —Lo dijo con tanta seriedad que el tono cariñoso que habíamos estado utilizando desapareció. Aquello me hizo sentir muy incómoda.

—Pero, has cambiado… —le dije agachando la cabeza y en voz baja.

(Preferiría que no pensase en mí, incluso que me odiase. Así me sentiría menos agobiada. El hecho de que piense continuamente en mí y que al mismo tiempo tenga a otra mujer por ahí hace que me lleven los demonios. O lo mismo es que todos los hombres están equivocados y piensan que lo correcto es estar pensando en sus mujeres a todas horas. Que crean que, aunque se enamoren de otra, no sea algo malo mientras estén pensando en la mujer con la que se casaron. Y, cuando se encuentran en esa situación y están frente a su esposa, no hacen más que debatirse entre dilemas morales mientras suspiran melancólicamente. Ese ambiente tan nefasto se transmite a sus mujeres, lo que hace que también suspiren. Si el marido permanece alegre y sin preocupaciones, la mujer no tiene por qué sufrir tanto. Si se enamoran de otra, deberían amarla sin más y olvidar a su mujer).

Mi marido soltó una carcajada y dijo:

—Qué va, qué va. No he cambiado ni un ápice.

Es por este calor que hace últimamente. Es insoportable. El verano es muy de excuse me. —Y luego se rio.

Como no había manera de seguir con la conversación, yo también me reí y le dije:

—¡Te odio!

Le golpeé en broma y salí rápidamente de la mosquitera. Volví a mi cuarto y me acosté entre mis dos hijos pequeños.

Aunque aquello no fue para tirar cohetes, me alegré de haber podido mantener una conversación distendida con mi marido. Sentí que me quitaba un gran peso de encima y pude dormir hasta la mañana siguiente sin dificultad. Hacía mucho que no dormía tan bien.

A partir de aquella noche decidí cambiar mi manera de pensar. Intentaba bromear con él cariñosamente siempre que podía. Ignoré que en realidad fuese un tipo de autoengaño y dejé de pensar en si estaba haciendo lo correcto. Anhelaba vivir con la conciencia tranquila, aunque fuese por poco tiempo. Con pasar un par de horas alegres al día era más que suficiente. Poco a poco, las risas volvieron a nuestro hogar.

De pronto, un día por la mañana, me dijo que quería irse a un onsen.

—Hace tanto calor que no hago más que tener dolores de cabeza. Quiero ir a ese que está en Shinshū. Tengo un amigo que vive cerca de allí. Siempre me dice que vaya cuando quiera y que no hace falta que me preocupe por el arroz[93]. Me gustaría quedarme allí un par de semanas para poder descansar. Si me quedo aquí me acabaré volviendo loco. De todas formas, hacía ya tiempo que quería escapar de Tokio.

Pensé que quizá quería irse de viaje para huir de aquella mujer.

—¿Y si entra alguien en casa armado con una pistola cuando tú no estés? —le dije en broma. (Ay, la gente triste suele gastar muchas bromas).

—Entonces dile al señor atracador que tu marido está loco. Que aunque tenga una pistola no podrá hacer nada contra él, ¿no es así?

Como no tenía ningún motivo para oponerme a aquel viaje, empecé a buscar su ropa de verano. Debía de estar en el armario, pero por más que buscaba no era capaz de encontrarla. Me puse pálida y le dije:

—No encuentro tu ropa de lino ¿Dónde estará? No nos habrán robado, ¿verdad?

—La vendí —me dijo con una sonrisa que expresaba cierta tristeza.

Aquello me dejó helada, pero fingí que no me importaba y le contesté:

—Vaya, qué rápido fuiste.

—¿Ves? Yo sí que soy un atracador con todas las de la ley.

Pensé que quizá la había vendido en secreto porque necesitaba dinero para dárselo a aquella mujer.

—¿Entonces qué te vas a poner?

—Dame una camisa. Con eso voy bien.

Había planeado salir al mediodía. Parecía que quería irse de casa lo antes posible, pero aquel día, tras una temporada de muchísimo calor, empezó a llover. Mi marido, que ya se había puesto la mochila y los zapatos, se pasó toda la tarde esperando a que escampase sentado sobre el escalón de la entrada. Yo notaba que cada vez estaba de peor humor.

—Esta lila florece cada dos años, ¿no? —murmuró.

La flor de lila que teníamos frente a la entrada no había florecido aquel año.

—Supongo —le contesté sin darle mucha importancia.

Aquella fue la última conversación que tuve con él.

Cuando paró de llover, mi marido se fue, como si huyese de algo. Tres días después, apareció en el periódico un pequeño artículo que hablaba sobre un suicidio doble en el lago Suwa[94].

Más tarde recibí una carta que me había escrito desde el hostal del lago.

«El motivo por el que he muerto acompañado de esta mujer no es por amor. Soy periodista. Nuestro oficio es provocar a la gente para que cree una revolución que genere una gran destrucción. Después, huimos y nos escondemos lejos del peligro. Somos seres realmente extraños, los periodistas. Demonios de la actualidad. No puedo seguir soportando la repugnancia que siento por mí mismo, por eso he decidido cargar con la cruz de la revolución. Me gustaría que mi muerte sirviera para algo, para que los demás demonios se avergüencen y reflexionen, aunque sea solo un poco».

Era una carta absolutamente ridícula. ¿De verdad los hombres tienen que buscarle significado a todo? ¿De verdad tienen que estar siempre dándose tanta importancia y mintiendo para guardar las apariencias incluso hasta en el último momento de sus vidas?

Poco después, un antiguo amigo de mi marido me contó que aquella mujer con la que se había suicidado era periodista, como él. Tenía veintiocho años y trabajaba en la misma editorial en la que mi marido había trabajado años atrás, en Kanda. Solía venir a dormir a nuestra casa cuando yo estaba refugiada en Aomori. Por lo visto, él la dejó embarazada y ahí empezaron los problemas. Aquel fue el verdadero motivo de sus cambios de humor. Hablando continuamente de revoluciones y demás tonterías para después terminar suicidándose con ella. ¡Supe que me había casado con un imbécil!

La revolución se hace para mejorar la vida de las personas. Ya no me fío de esos revolucionarios con cara triste. ¿Por qué mi marido no pudo querer a aquella mujer abiertamente? Que lo hubiese afrontado con más alegría. Incluso podría habérmela transmitido a mí. El amor, si va acompañado de dolor, es insufrible. Y afecta a la gente que te rodea.

La verdadera revolución consiste en cambiar la manera de pensar de uno. Si hubiese sido valiente, sus problemas se habrían acabado. Él, que hablaba sobre cargar con la cruz de la revolución, ni siquiera fue capaz de cambiar sus sentimientos hacia su propia mujer.

Yendo hacia Suwa en tren para recoger el cadáver de mi marido junto a mis tres hijos, no sentí ni tristeza ni odio. Me atormentaba solamente de pensar lo absurdo que había sido todo.

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