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LINTERNA

Digan lo que digan, la gente cada vez cree menos en mí. Cuando alguien se cruza conmigo inevitablemente me trata con desconfianza. Voy a visitar a alguien a quien echo de menos y tengo ganas de ver y me recibe con una mirada hostil, como si no quisiese que fuese a verlo. Es una situación realmente dolorosa.

Ya no me apetece ir a ningún sitio. Aunque solamente sea para acercarme a los baños públicos que están al lado de casa, elijo momentos como el anochecer. No me apetece que nadie me mire a la cara. Incluso en pleno verano, siento como si el blanco de mi yukata[1] resaltase más de lo normal en la oscuridad del atardecer, como si llamase demasiado la atención. Me paso el día muerta de la vergüenza. Últimamente ha estado haciendo mucho más fresco, y ya va siendo época de abrigarse, así que sacaré el kimono de otoño, hecho de tela oscura. Pronto llegará el otoño, luego vendrá el invierno, la primavera y de nuevo estaremos en verano, y entonces tendré que volver a ponerme el yukata de color blanco, el mismo que llevo encima ahora. Si mi situación no ha cambiado para entonces, no sé si seré capaz de seguir adelante. Al menos, el verano que viene espero poder permitirme el lujo de salir a la calle con este yukata de flores de campanilla moradas sin tener que pasar vergüenza. Me gustaría poder pasear ligeramente maquillada entre la multitud que acude a los festivales de verano. Solo con imaginarme, con prever la alegría de esos momentos, se me llena el corazón de auténtica esperanza.

He de confesar algo. He cometido un robo. Soy consciente de que está mal y de que me he equivocado. Pero…, no, mejor lo contaré desde el principio. Le suplico a Dios que me escuche. No necesito a nadie que me ayude en estos momentos. Los que quieran creerme, que me crean.

Soy hija única de una familia que se dedica a la fabricación de geta[2]. Ayer por la tarde, mientras cortaba cebolletas sentada en la cocina, escuché como un niño llamaba a su hermana llorando desde la parcela que hay detrás de casa. Me quedé quieta y pensé que si yo también hubiese tenido un hermanito o una hermanita pequeña como aquel niño, que me siguiese y me llamase llorando, puede que no me hubiese visto envuelta en una situación tan miserable. Pensando en ello, me brotó una lágrima tibia debido al escozor que me producían las cebolletas. Cuando me las quise quitar con el dorso de la mano, fue peor, y los ojos me empezaron a escocer todavía más; no podía parar de llorar, y no supe qué hacer.

Fue justo este año, en la época en la que salían las hojas verdes entre las flores de cerezo y se empezaban a vender claveles y lirios en los puestos de las ferias nocturnas, cuando empezó a circular el rumor entre las mujeres que iban a la peluquería de que había una joven caprichosa que había perdido la cabeza por un chico. Recuerdo con nostalgia aquellos días. Cada noche, cuando caía el sol, Mizuno venía a buscarme. Solía prepararme con antelación y, antes de que se pusiese el sol, ya estaba toda vestida y maquillada. Recuerdo que salía y entraba de casa sin parar para ver si había venido. Al cabo de un tiempo me enteré de que los vecinos murmuraban sobre mí, riéndose, y me señalaban intentando disimular: «Mira, Sakiko, la hija del fabricante de geta, se está volviendo loca». Mis padres también se dieron cuenta de ello, pero no me dijeron nada.

Este año cumplo veinticuatro años, pero aún sigo soltera. La principal razón es que somos una familia pobre, pero también influye el hecho de que mi madre fuese en tiempos la amante de un terrateniente famoso en la ciudad, al que abandonó tras enamorarse de mi padre, a pesar de todo lo que él había hecho por ella. Poco después nací yo y, como mi rostro no se parecía ni al del terrateniente ni al de mi padre, el estatus social de mi familia disminuyó todavía más, incluso hubo una época en la que a mis padres se les trató como a auténticos marginados. Viniendo de una familia así, es normal que tenga problemas para encontrar pareja. De todos modos, aunque hubiese nacido en el seno de una familia adinerada y noble, al ser así de fea tampoco habría tenido mucha suerte que se diga con los hombres. Aun así, no guardo rencor a mis padres. A pesar de lo que digan, sé que soy hija de mi padre. Ellos me quieren y yo les trato con todo el cariño que puedo. Ambos son personas débiles. Incluso a mí, que soy su hija, me ocultan ciertas cosas, supongo que por vergüenza. Creo que entre todos deberíamos empezar a tratar con ternura y delicadeza a las personas débiles e inseguras como mis padres. Estaba convencida de que sería capaz de aguantar cualquier tipo de sufrimiento o soledad por su bien. Pero cuando conocí a Mizuno, dejé a mi familia de lado.

Me da vergüenza incluso referirme a ello. Mizuno tiene cinco años menos que yo, lo cual es bastante. Es alumno de secundaria en una escuela de comercio. Me recrimino cada día haberme enamorado de alguien tan joven. Nos conocimos esta primavera. Cogí una infección en el ojo izquierdo y tuve que ir al oftalmólogo. Lo vi en la sala de espera de la clínica. Soy de las que se enamoran a primera vista. Mizuno tenía un parche blanco en el ojo izquierdo, igualito que yo. Arrugaba el entrecejo mientras consultaba un pequeño diccionario; vi que pasaba páginas, una tras otra, y parecía muy concentrado pero también muy triste. Verlo así, tan maltrecho, me dio mucha lástima. Yo también me deprimía por tener que llevar el parche. Mientras contemplaba las hojas frescas de los árboles por la ventana de la sala de espera, me parecía como si esas hojas estuviesen ardiendo entre llamas azules. Todo se veía como si perteneciese a otro mundo, como si fuese un paisaje del país de las hadas. Quizá fuese a causa de la magia de aquel parche que el rostro de Mizuno me pareció tan hermoso, como si tampoco él perteneciese a este mundo.

Pronto supe que Mizuno era huérfano. No tenía a nadie que lo tratase con cariño. Provenía de una familia de mayoristas de medicamentos a los que el negocio les iba bastante bien, pero su madre falleció cuando él todavía era un bebé y más tarde, cuando tenía doce años, su padre también murió. El negocio empezó a ir mal y sus hermanos mayores, dos chicos y una chica, tuvieron que irse a vivir fuera, cada uno por su lado, a casas de familiares lejanos, y dejaron a Mizuno al cargo del gerente de la tienda. Cuando lo conocí, le ayudaba para que pudiese asistir a la escuela de comercio, pero parecía que se sentía bastante incómodo con la situación y vivía casi en soledad, recluido en sí mismo. Una vez me comentó en tono muy serio que los únicos momentos en los que se sentía verdaderamente alegre era cuando salíamos a pasear juntos. Me dio la impresión de que tampoco disfrutaba de ciertos elementos que los demás consideramos básicos para la vida cotidiana. Una tarde me contó que había quedado con sus amigos para ir a la playa en verano, pero no estaba contento, es más, parecía hasta deprimido por la situación. Fue aquella tarde cuando cometí el robo. Robé un bañador de hombre.

Fue en los grandes almacenes Daimaru. Entré y comencé a fingir que inspeccionaba un vestido. Entonces, cuando nadie me veía, tiré disimuladamente de un bañador negro que estaba por detrás del vestido y me lo metí con fuerza bajo el brazo. Salí de la tienda intentando no levantar sospechas, pero, no llevaría ni cinco metros andados cuando a mi espalda escuché que alguien empezaba a gritarme desde la tienda. «¡Oiga, oiga usted!». Me entró el pánico. Salí corriendo como una loca, parecía como si hubiese perdido la cabeza. «¡Ladrona!», escuché que gritaban a mi espalda. Finalmente me golpearon en el hombro, perdí el equilibrio y, cuando me di la vuelta, alguien me pegó un bofetón.

Me llevaron a un puesto de policía. A mi alrededor empezó a congregarse mucha gente. Todos los que vinieron eran vecinos y conocidos de mis padres. Con el ajetreo, me había despeinado totalmente y el yukata se me había abierto hasta la altura de las rodillas. Supongo que debía de tener un aspecto de lo más miserable.

El policía me sentó en un pequeño cuarto con tatami que se encontraba al fondo del edificio y entonces empezó a interrogarme. Era un tipo de aspecto desagradable, calculo que tendría unos veintisiete o veintiocho años. Llevaba unas gafas con la montura dorada y tenía un rostro pálido, de facciones afiladas. Comenzó con preguntas generales, mi nombre, mi dirección, mi edad, esas cosas. De pronto sonrió con picardía y me preguntó:

—¿Es tu primera vez?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No se me ocurría qué contestar. Si no me daba prisa en convencer a aquel tipo me meterían en la cárcel sin duda. Y me caería una buena condena, seguro. Busqué desesperadamente una buena excusa que pudiera servirme para librarme de aquella. Pero ¿qué podría decirle para demostrar mi inocencia? De pronto supe que estaba totalmente perdida. Jamás en mi vida había estado metida en un lío semejante. Finalmente, y a pesar de todos mis esfuerzos, lo que le conté fue humillante y ridículo. Pero una vez que empecé ya no pude parar. Como si estuviese poseída por un zorro[3]. Creo que fue en ese momento cuando perdí del todo la cabeza.

—¡No me puede meter en la cárcel, señor! ¡Yo no tengo la culpa de eso que dice! Tengo veinticuatro años y desde que nací hasta el día de hoy he sido una hija ejemplar. He obedecido a mis padres todos y cada uno de los días de mi vida sin protestar. ¿Qué tengo de malo, dígame? ¡Nunca hasta hoy he hecho nada que me hiciera merecedora de la reprobación de la gente! Mizuno es un gran hombre. Sé que va a tener un gran futuro. ¡De eso estoy segura! Lo último que querría es que pasase vergüenza. Quedó para ir a la playa con sus amigos y yo solo intentaba que pudiera ir sin tener que preocuparse de nada. ¿Qué tiene eso de malo? Qué tonta he sido… Él proviene de una buena familia. Es distinto a todos los demás chicos que conozco. No me importa lo que me ocurra a mí, señor. Me conformo con que él consiga labrarse un buen futuro, y para que eso ocurra todavía me queda mucho por hacer. ¡No me puede meter usted en la cárcel! No he hecho nada malo en veinticuatro años. Solamente ayudar a mis pobres padres durante toda mi vida. ¡No, no! ¡No me puede meter en la cárcel! No puede hacerlo. No puede hacerme esto solamente por haber movido la mano de manera incorrecta una sola vez en veinticuatro años. No puede arruinarme el resto de mi vida solo por esto. Eso no está bien. No consigo entenderlo… ¿Acaso el hecho de haber movido la mano derecha unos treinta centímetros sin querer demuestra que sea una ladrona compulsiva? ¡No, señor! ¡No puede ser! ¡Solo ha sido una vez! Ni siquiera ha durado más de un par de minutos. Todavía soy una mujer joven. Mi vida acaba de empezar. Seguiré viviendo en la pobreza como he venido haciendo hasta ahora. Eso es todo. Dentro de mí no ha cambiado nada. Sigo siendo Sakiko, sigo siendo la misma chica que era ayer. ¿Qué tipo de molestia puede causarle a una tienda tan grande como Daimaru la pérdida de un mísero bañador? Hay gente que engaña a los demás, gente que se dedica a robar a otras personas, que roba mil o dos mil yenes, o incluso que te saca por la fuerza todo lo que llevas encima, y a pesar de ello los admiramos. ¿Para quién demonios está pensada la cárcel? Solamente encierran a los que no tienen dinero, eso que le quede claro. Seguramente las cárceles estén llenas de personas débiles y sinceras cuyo único delito sea que son incapaces de engañar a los demás. Y como no pueden vivir a costa de engañar a la gente, su situación va empeorando cada vez más, y acaban cometiendo robos ridículos, de dos o tres yenes, y es por eso que los obligan a pasar cinco o diez años en la cárcel. ¡Ja, ja, ja, ja!, qué cosas ocurren hoy en día. ¡Ay, qué ironía!

Como digo, me entró un ataque de locura. El policía me miraba fijamente mientras su rostro empalidecía. De pronto, sin saber cómo, empecé a sentirme irremediablemente atraída por él. A pesar de estar llorando a lágrima viva, esbocé una sonrisa torcida. Creo que se debió de pensar que tenía algún tipo de trastorno mental. Empezó a tratarme con algo más de cautela y me obligó a incorporarme con sumo cuidado. Aquella noche dormí en una de las celdas de la comisaría y, a la mañana siguiente, mi padre vino a buscarme y me soltaron. De camino a casa, me preguntó preocupado si me habían pegado. Luego, no volvimos a hablar sobre el tema.

Cuando leí el periódico de aquella tarde se me subieron los colores a la cara de la vergüenza. Me dedicaban un artículo entero. El titular decía así: «¿Un robo razonable? Bello discurso de una chica degenerada». Pero eso no fue lo peor. Los vecinos empezaron a merodear alrededor de casa. Al principio no sabía por qué, pero cuando descubrí que venían para cotillear, noté que me desbordaba la ira. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de las auténticas consecuencias de lo que había hecho. Si en aquel momento hubiese tenido un frasco de veneno a mi alcance, me lo habría tragado entero sin dudarlo ni un instante. Si hubiese habido algún bosque de bambú cerca de casa, me habría adentrado en él para ahorcarme. Incluso tuvimos que cerrar la tienda durante un par de días.

Pocos días después, recibí una carta de Mizuno.

«Sakiko. Sabes que soy la persona que más cree en ti en este mundo. Aun así, creo que te falta cierta educación. Eres una buena persona, pero me temo que vives en un entorno que no me termina de convencer. Durante todo este tiempo he estado intentando corregir esos aspectos en ti, pero hay cosas que me temo que no se pueden cambiar. Es importante recibir una buena educación. El otro día fui a la playa con mis amigos y estuvimos hablando largo y tendido sobre la inquietud del ser humano por superarse a sí mismo. Estoy convencido de que seremos gente importante en el futuro. Querida Sakiko, pórtate bien a partir de ahora. Intenta purgar tu culpa, aunque sea poco a poco. Discúlpate ante la sociedad Y recuerda: la gente odia el delito, pero no al que lo comete[4].

Firmado: Saburo Mizuno

(Y por favor, quema esta carta después de leerla. Quema el sobre también. Te ruego que lo hagas)».

Por un momento me había olvidado de que Mizuno había crecido en el seno de una familia con dinero. Así que eso fue lo que me escribió.

Han sido días muy duros. Ayer empezó a hacer fresco. Esta noche mi padre ha venido y al ver cómo estaba ha puesto cara de preocupación: «Esta luz tan débil no te hará ningún bien. Es muy deprimente», y ha cambiado la bombilla del salón de seis tatamis[5] por una más luminosa de cincuenta vatios. Hemos cenado los tres juntos, mi padre, mi madre y yo, bajo la luz de la nueva bombilla. Mi madre se ha reído poniéndose la mano con la que sujetaba los palillos en la frente y ha dicho: «Ay, tanta luz me va a dejar ciega». Yo también me he animado y le he servido sake a mi padre. Nuestra felicidad reside en las pequeñas cosas, como cambiar la bombilla de la habitación y cenar juntos. Lo cierto es que pensar en ello ha hecho que no me sintiera tan miserable; al contrario, vivir en una familia tan modesta es lo más parecido que conozco a vivir dentro de una maravillosa lámpara giratoria de papel. He sentido unas súbitas ganas de hacérselo saber a todo el mundo, de gritárselo a los insectos que cantaban en la oscuridad del jardín. «¡Los que quieran mirarnos que nos miren! ¡Nosotros somos gente de corazón noble!». Y así fue como, de repente, he empezado a sentir una serena alegría en lo más profundo de mi corazón.

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