Colegiala

Colegiala


Colegiala » Colegiala

Página 6 de 21

COLEGIALA

Es curioso lo que siento al despertarme cada mañana. Es una sensación similar a cuando juego al escondite, a cuando estoy quieta y me acurruco en la profunda oscuridad del armario y Deko abre la puerta de repente, la luz del sol entra súbitamente deslumbrándome y ella grita en voz alta: «¡Aquí estás!». Es un momento incómodo. Luego, con el corazón latiéndome desbocado, me arreglo el kimono por delante y salgo del armario. Siento repugnancia. No, eso no. No se parece a eso, es algo… es algo mucho más insoportable. Como abrir una caja y encontrarse dentro otra más pequeña, y que dentro de esta haya otra todavía más pequeña. Y la abres y te ocurre otra vez lo mismo, y luego otra vez, y otra y otra, y así vas abriendo una tras otra siete u ocho cajas cada vez más pequeñas, y al final del todo encuentras una cajita minúscula, del tamaño de un dado, y la abres y no hay nada dentro, está vacía. Así es como me siento. No me creo eso de que haya gente que se despierte al instante. Es algo turbio, muy turbio, como cuando el almidón se hunde en el agua, cada vez más al fondo, y poco a poco se va haciendo más nítida la parte superior; hasta que al final me despierto a causa del propio cansancio que me supone dormir. Las mañanas, son como… como una mentira transparente. Se me ocurren muchas, muchas cosas tristes por las mañanas y no las soporto. No me gustan, no. Por la mañana estoy más fea. Tengo las piernas agotadas y no quiero hacer nada. ¿Será porque no duermo profundamente? También debe de ser mentira eso que dicen de que por las mañanas te sientes más saludable. Las mañanas son grises. Siempre son lo mismo. Es lo más vacío que existe en el mundo. Siempre soy pesimista cuando me acabo de despertar y estoy en la cama. Me cansa estar en la cama. Me abruman pensamientos desagradables de los que me arrepiento, noto como me hacen presión en el pecho y me retuerzo.

Las mañanas son terribles.

—Papá —susurré en voz baja. Me dio un poco de vergüenza pero me sentí feliz, me incorporé y rápidamente deshice el futón[6].

Cuando lo levanté exclamé: «¡Aúpa!», sin darme cuenta. Aquello me llamó la atención. Hasta ahora no me creía capaz de pronunciar una palabra tan vulgar. «¡Aúpa!» es algo que suelen decir las ancianas. ¡Qué asco! ¿Por qué lo habré dicho? Me sentí rara, como si tuviese una anciana escondida dentro de mí. A partir de ahora tendré más cuidado. Es como cuando critico la vulgar forma de andar de algunos y me doy cuenta de que yo misma estoy andando igual. Mi actitud me parece bastante decepcionante.

Por las mañanas nunca me siento segura de mí misma. Me siento frente al tocador con el pijama puesto y me miro en el espejo. Cuando me miro sin las gafas me veo un poco borrosa, pero me resulta agradable. Las gafas son lo que más odio de mi cara, aunque llevar gafas tiene algunas cosas buenas que la gente no sabe. Me gusta mirar a lo lejos sin ellas. Se ve todo difuso y es maravilloso, como un sueño, o como cuando miras un diorama de papel. No se ve nada sucio. Solo se pueden ver las cosas grandes, los colores y las luces nítidas y fuertes. También me gusta quitármelas y mirar a la gente. Las caras me parecen todas dulces y bonitas. Es como si todo el mundo estuviese sonriendo a la vez. Además, cuando no llevo gafas no pienso en discutir ni me entran ganas de criticar a nadie. Simplemente me quedo callada, como distraída. En esos momentos los demás creerán seguro que soy una buena chica. Pensando en eso me entran ganas de quedarme así, abstraída, sin preocupaciones, como una tierna niña inocente. No me gustan las gafas. Me las pongo y entonces parece como si me quedara sin expresión. Las gafas me impiden mostrar emociones, cosas como romanticismo, belleza, pasión, debilidad, inocencia o tristeza. Además, me roban la capacidad de expresarme con la mirada. Me siento ridícula. Son como tener un fantasma encima de mi cara. Será por odiar tanto las gafas, pero pienso que tener unos ojos bonitos es lo más importante del mundo. Aunque no tuviese nariz o llevase la boca tapada, los ojos son lo que más resaltaría en mí. Sería maravilloso tener ese tipo de ojos que cuando alguien los mira le entran ganas de llevar una vida mejor. Mis ojos, en cambio, son grandes, nada más, por lo demás no tienen nada de especial. Me decepciona fijarme en ellos. Hasta mi madre dice que son aburridos. Serán de ese tipo de ojos que la gente conoce como «ojos sin luz». Son como el carbón, qué decepción. No hay nada que pueda hacer al respecto. ¡Qué horror! Cada vez que me miro en el espejo me entran unas ganas horribles de que mis ojos sean dulces y atractivos. Ojos como lagos azules, como mirar la inmensidad del cielo tumbada en la hierba y que en ellos se reflejen las nubes al pasar. Que incluso los pájaros puedan reflejarse en ellos claramente. Me gustaría poder conocer a mucha gente que tuviese unos ojos tan bonitos.

Hoy empieza el mes de mayo. ¡Qué contenta estoy! Cada vez queda menos para que llegue el verano. Salí al jardín y una flor de la fresera captó mi atención. Se me hace extraño que mi padre haya muerto. Murió y entonces desapareció, sin más. Es algo difícil de entender. Aún no termino de creérmelo. Echo de menos a mi hermana, a la gente de la que ya me había despedido o a la que hace mucho que no veo. Por las mañanas, me suelen venir a la cabeza anécdotas que ya pasaron o gente que ya no está. Es algo insípido pero, quizás por ello, insoportable, como el olor del nabo en salmuera.

Tengo dos perros, Chapy y Kaa. A Kaa le llamo así porque me da una pena horrible[7]. Los dos vinieron hacia mí corriendo muy juntos. Los coloqué frente a mí y acaricié a Chapy. Su pelo es totalmente blanco y brillante, es muy bonito. A Kaa no le acaricié, Kaa está siempre sucio. Soy consciente de que, cada vez que acaricio a Chapy, Kaa suele estar ahí a su lado, poniendo cara de pena. Siempre parece a punto de ponerse a llorar. Por si fuera poco, es cojo. Kaa me hace sentir muy triste, por eso no me gusta demasiado. Me da tanta lástima que a veces le hago daño a propósito. Kaa parece un perro vagabundo, tanto que en cualquier momento los mataperros vendrán y se lo llevarán a la perrera y lo sacrificarán. Como tiene la pata así, es demasiado lento y no podrá huir. Kaa, corre, vete al fondo de la montaña. Nadie te tiene cariño, así que mejor muérete pronto. Kaa no es el único al que maltrato, también hago daño a algunas personas, las suelo incordiar hasta que se irritan. De verdad que soy una chica bastante desagradable. Me senté en el engawa[8] mientras le acariciaba la cabeza a Chapy. El verde de las hojas de los árboles penetró por mis ojos e hizo que me sintiera miserable. Me entraron ganas de sentarme sobre la tierra y morirme.

Quise ver si era capaz de fingir que lloraba. Pensé que quizás me saldrían algunas lágrimas si contenía la respiración con fuerza y apretaba los ojos. Lo intenté, pero no lo conseguí. A lo mejor me he convertido en una mujer sin lágrimas.

Desistí y empecé a limpiar la habitación. Mientras, me puse a cantar Tōjin Okichi[9] sin darme cuenta. Miré a mi alrededor furtivamente. Me pareció curioso haber cantado algo tan vulgar como Tōjin Okichi sin querer, cuando normalmente solo me intereso por Mozart o Bach. Me sentí ridícula. Exclamar «¡aúpa!» por la mañana y cantar aquello mientras limpiaba: me da miedo imaginarme qué clase de tonterías puedo llegar a decir cuando hablo en sueños. Pero de pronto todo me pareció muy gracioso, dejé de barrer y empecé a reírme yo sola.

Me puse la ropa interior nueva que había terminado de coser ayer. Tiene una pequeña rosa blanca bordada en la zona del pecho. Si me pongo ropa encima, el bordado no se ve. Nadie sabrá que existe. Me siento muy orgullosa de mí misma.

Mamá está muy liada preparando la propuesta matrimonial de alguien. Esta mañana salió de casa muy temprano. Desde que era pequeña, mi madre siempre se ha entregado mucho a los demás, así que ya estoy acostumbrada. Sorprende que siempre tenga algo que hacer. Siento una enorme admiración por ella. Como mi padre se pasaba el día estudiando, mi madre lo tenía que hacer todo, incluso lo que le tocaba hacer a él. Mi padre nunca tuvo mucho interés por conocer gente, pero mi madre siempre se ha esforzado por crear grupos de amistades verdaderamente agradables. Los dos eran muy distintos, pero estoy convencida de que se admiraban mucho el uno al otro. Eran un matrimonio agradable y pacífico, sin cosas malas, diría yo. Ay, ¡pero qué indiscreta soy!

Mientras se calentaba la sopa, me senté en la puerta de la cocina mirando distraída el bosque que se alza enfrente de nuestra casa. Entonces sentí algo curioso, como si en algún momento del pasado o en el futuro, sentada de esta misma manera en la entrada de la cocina, al igual que ahora, hubiese estado o llegase a estar mirando el bosque de enfrente pensando exactamente en esto mismo. Era como sentir todo el pasado, el presente y el futuro a la vez. Es algo que me ocurre de vez en cuando. Estar sentada hablando con alguien en una habitación y quedarme mirando a la esquina de la mesa con la mirada fija y moviendo la boca sin darme cuenta. Cuando ocurre, me siento de lo más extraña.

No recuerdo cuándo, pero en una situación similar, hablando de esto mismo, me estaba fijando en la esquina de una mesa y sentí claramente que en el futuro me iba a ocurrir eso mismo justamente. Cuando camino por el campo, incluso si está muy lejos, a cada momento me asalta la sensación de que ya había paseado por ese mismo camino en el pasado. A veces voy andando y arranco una hoja de uno de los cultivos plantados a un lado del camino, y entonces tengo la sensación de que ya había arrancado esa misma hoja en ese mismo camino, justo en ese lugar, en algún momento indefinido en el pasado. Y, acto seguido, siento que en el futuro volveré a arrancar esa misma hoja de ese mismo cultivo, en ese mismo sitio, y que el proceso se repetirá una y otra y otra vez. Hay más ejemplos. Una vez, cuando me bañaba, me miré las manos. Entonces, sentí que, dentro de muchos años, cuando me estuviera bañando, me acordaría de ese mismo instante en el que me miré las manos involuntariamente y me vendrá a la mente lo que sentí al haberlo hecho con aquella inocencia. Me entra la melancolía siempre que pienso estas cosas. Incluso una tarde, cuando metía arroz cocido en un recipiente, sentí como que algo me recorría rápidamente el cuerpo; aunque suene exagerado, podría decirse que fue como una inspiración, como algún tipo de pensamiento filosófico. Aquello me afectó y sentí como si mi cabeza, mi pecho y todo mi cuerpo se hubiesen vuelto transparentes. ¿Cómo explicarlo? Sentí una suave tranquilidad que me hizo ver que, si yo quería, podía llevar una vida verdaderamente hermosa. En aquel momento era capaz de mantenerme flotando ligera y grácil, como a merced de las olas, sin decir ni una sola palabra, con una flexibilidad y un silencio similares a los de los tokoroten[10] cuando salen del molde al empujar la gelatina. En aquel momento no percibí aquello como una revelación filosófica. Más bien me pareció algo espantoso. Como el presentimiento de una vida silenciosa, como si fuera un gato al acecho. Aquello no podía acabar bien. Si una persona se mantiene en ese estado durante demasiado tiempo, bien podría llegar a perder la cabeza y convertirse en algo similar a un fanático religioso. Cristo. De todas formas, me resultaría de lo más extraño convertirme en una versión femenina de Cristo.

Al fin y al cabo, como tengo tanto tiempo libre y llevo una vida sin muchas dificultades, los cientos de miles de cosas que veo y escucho a diario, junto a todo lo que no consigo asimilar, dan como resultado que se me ocurran este tipo de ideas, una tras otra, como si fuesen fantasmas.

He desayunado sola en el comedor. Hoy he comido pepino por primera vez en todo el año. El color verde del pepino de mayo me hace sentir que el verano se acerca. Su frescor posee una tristeza que hace que sienta un vacío en el corazón, como un dolor sordo, o algo similar a las cosquillas. Cuando como sola en el comedor de mi casa, me entran unas ganas enormes de irme de viaje. Pienso en cosas como coger un tren y alejarme. Pero pronto aparté esas ideas de mi mente y me puse a leer el periódico. En la primera página aparecía una foto del señor Konoe[11]. No sabría decir si es un hombre atractivo, pero lo cierto es que no me gusta la cara que tiene. No me gusta su frente. Lo más divertido de los periódicos es la publicidad de los libros. Les cobran por cada letra o por cada línea que escriben, cien o doscientos yenes de tarifa en total, por lo que siempre se esfuerzan para que sean lo más cortas y claras posibles. Para conseguir un mayor efecto, cada frase tiene que estar muy bien pensada; se ve a la legua que para poner cada letra y cada palabra le han dado muchas vueltas a la cabeza. No debe de haber muchas frases que cuesten tanto en el mundo. De alguna manera encuentro muy agradables los anuncios por palabras del periódico, me gustan.

Justo cuando he terminado de desayunar, he cerrado con llave y me he ido al instituto. «No hay de qué preocuparse, no va a llover», he pensado. De todas formas, quería llevarme el bonito paraguas que mi madre me había regalado ayer, así que lo cogí.

Mi madre usaba este umbrella[12] de joven. Me siento especialmente orgullosa de haber encontrado un paraguas tan curioso como este. Cuando lo llevo, me imagino paseando por los barrios más antiguos de París con él. Quizá, cuando termine la guerra, este tipo de paraguas occidentales que parecen sacados de un cuento de hadas se pongan de moda. Creo que con este paraguas iría bien un gorro estilo bonnet. Me pondría un vestido largo de color rosa con el escote muy abierto, unos guantes largos de color negro que sean de encaje y estén hechos de seda, y un sombrero de ala ancha adornado con una violeta grande y hermosa. Así vestida, iría a comer a un restaurante de París en su época de mayor esplendor. Me quedaría mirando a la gente que circula por la calle, con la mejilla ligeramente apoyada en mi mano, con aire melancólico, y entonces, quizás, alguien rozaría mi hombro con delicadeza. Entonces comenzaría la música. El Vals de la Rosa. ¡Ay! ¡Qué ridículo, qué ridículo! En realidad no se trata más que de un antiguo paraguas peculiar con el mango alargado. ¡Qué miserable! Pobre de mí. Soy como La niña de los fósforos del cuento de Andersen.

Al salir de casa, arranqué algunos de los hierbajos que crecen frente a la puerta para quitarle trabajo a mi madre. Quizás hoy me ocurra algo bueno. ¿Por qué hay algunas hierbas que al verlas me entran ganas de arrancarlas y, sin embargo, hay otras que dejo si al fin y al cabo son todas iguales? Unas hierbas por las que siento cariño y otras por las que no siento nada. Parecen idénticas, pero algunas son conmovedoras y otras detestables. ¿Por qué será que puedo diferenciarlas tan claramente? No tiene mucho sentido. Creo que a veces el gusto de las mujeres puede llegar a ser un disparate.

Tras diez minutos arrancando hierbas, me encaminé rápidamente hacia la estación de tren. Cuando pasé al lado de los cultivos que hay junto al camino, me entraron muchas ganas de sentarme a dibujarlos. Pero no podía retrasarme. Por el camino, atajé por la senda del bosque que atraviesa el recinto del templo sintoísta. Es un atajo que descubrí yo misma hace algún tiempo. Allí me percaté de que por doquier habían crecido pequeños montones de cebada de unos seis centímetros de alto. Se nota que este año también habían pasado los soldados. El año pasado vinieron muchos con caballos y se quedaron en el bosque del templo para descansar. Unas semanas después, en algunas zonas habían crecido pequeñas matas de cebada, al igual que ahora. Este año ocurrirá igual, seguro. Supongo que los granos de cebada debieron de caerse de los paquetes que los soldados llevaban para alimentar a sus caballos mientras iban de un lado a otro, y luego germinaron y comenzaron a crecer a la vera del camino. Pero como este bosque es tan profundo y no deja pasar la luz del sol, los pobrecitos no crecerán más y morirán, seguro.

Al salir de la senda del bosque del templo sintoísta, cerca de la estación, me crucé con cuatro o cinco obreros. Son los mismos obreros que cada mañana me vomitan las mismas palabras desagradables cuando paso. Me abstengo de repetirlas aquí, las palabras que me dicen. Ante tales alusiones no sé nunca cómo reaccionar, así que intenté adelantarles y dejarles atrás lo más rápido posible, pero para eso tenía que pasar por delante y deslizarme entre ellos. Esos obreros tan maleducados me aterran. Pero, para quedarme ahí quieta sin decir nada y dejarles que se vayan hasta que haya mucha distancia entre nosotros, hay que tener aún más valor. Supe que si los ignoraba se enfadarían conmigo. Las mejillas me empezaron a arder y me entraron unas ganas horribles de llorar. Pero no quería pasar por la vergüenza de que me viesen hacerlo, así que les sonreí abiertamente y pasé lentamente por detrás de ellos. Al final no ocurrió nada, pero la rabia aún me duraba después de haberme subido al tren. Quiero hacerme fuerte, noble y dura lo antes posible, para que este tipo de tonterías no me afecten.

Como quedaba un asiento libre junto a la puerta del tren, dejé mis cosas encima mientras me arreglaba los pliegues de la falda. Justo cuando iba a sentarme, un señor con gafas apartó lo que había dejado y se sentó.

—Verá… —le musité yo, medio tartamudeando—. Resulta que yo… iba a sentarme ahí.

Pero el hombre me ignoró, sonrió amargamente y empezó a leer el periódico sin hacerme caso. Pensándolo bien, no sé quién de los dos tendría más morro. Yo por haber dejado ahí mis cosas cuando no había nadie, o él por suponer que yo era una simple mocosa y que no me quejaría.

Como no había más remedio, dejé el umbrella y el resto de mis cosas en el portaequipajes del vagón y me puse a leer una revista, como suelo hacer siempre. Mientras la ojeaba, me vino algo extraño a la mente. Si me quitasen la lectura, al no haber tenido muchas experiencias reales, lloraría. Dependo mucho de lo que aparece en los libros. Cuando leo uno, tiendo a entusiasmarme y a simpatizar automáticamente con la historia y suelo adaptar su contenido a mi vida cotidiana, y luego, cuando leo otro libro, cambio totalmente mi mentalidad y me adapto a ese segundo libro sin ningún tipo de problema. Creo que este talento o, mejor dicho, esta astucia para robar cosas de otra gente y rehacerlas para que se adapten a mí, es mi única especialidad verdadera. Aunque lo cierto es que estoy harta de toda esta falsedad. Puede que si pasase más vergüenza a causa de mis fracasos diarios, mi personalidad acabaría fortaleciéndose definitivamente. Pero seguro que conseguiría disimular esos fracasos e inventaría cualquier excusa para evitar esas críticas. Fingiría que todo está bien y las ignoraría.

(Hasta estas frases las he sacado de un libro que he leído hace poco).

De verdad que a veces no sé cuál es mi verdadero yo. Cuando me quede sin libros para leer y no pueda fijarme en nada que pueda imitar, ¿qué haré? Me quedaré sin recursos, y quizás comience a dejar que pase el tiempo sin hacer absolutamente nada en la vida.

Pero también es cierto que no es bueno pensar a diario tantas cosas que no tienen nada que ver entre sí mientras voy en el tren. Noto una especie de molesto calor en el cuerpo que con el tiempo se vuelve inaguantable. Hay que hacer algo, tengo que hacer algo para solucionarlo, pero ¿qué podría hacer para conseguir encontrar la esencia de mí misma? Todas las autocríticas que me he hecho hasta ahora no han tenido ningún valor. Cuando intento sacarme defectos, me doy cuenta de todo lo desagradable y débil que hay en mí y entonces me vuelvo condescendiente conmigo misma, empiezo a mimarme y a tratarme con cariño y entonces llego a la conclusión de que, al final, el remedio es peor que la enfermedad. Es preferible no empezar a criticarme desde el principio. Sería una persona mucho más sincera si no pensase en nada, si tuviera la cabeza totalmente vacía.

En la revista que estoy leyendo hay un artículo titulado «Defectos de las mujeres jóvenes». Está firmado por varias personas, al parecer expertos en comportamiento juvenil. Cuando lo leí, sentí como si estuviesen hablando sobre mí y me entró mucha vergüenza. Dependiendo de la persona que escriba, las opiniones varían un poco, eso sí. La gente que siempre me ha parecido estúpida coincide con que es la que siempre dice las mayores estupideces. Luego sigo leyendo y miro las fotos de toda esa gente tan bien vestida y me río leyendo sus opiniones. Fingen que también hablan de manera elegante. En sus artículos, los religiosos siempre sacan el tema de las creencias de los jóvenes y sus orígenes, los pedagogos, desde el principio hasta el final, repiten sin cesar el valor de los favores recibidos en la infancia, y los políticos siempre acaban incluyendo al final de sus textos unos cuantos antiguos poemas chinos. Los novelistas escriben con afecto, usando palabras con estilo. Se nota que son presumidos. Aun así, reconozco que al final todos acaban exponiendo cosas bastante coherentes. Eso sí, todos suelen coincidir en que las mujeres jóvenes no tenemos ni una pizca de personalidad. Que estamos vacías. Que no sabemos lo que es la ambición sana y mucho menos la esperanza. Es decir, que no tenemos ideales. Criticamos a los demás, pero no somos conscientes de que podríamos aplicarnos nosotras el cuento. Las jóvenes nunca reflexionamos, no somos prudentes y no tenemos conciencia ni amor propio. Aunque en ocasiones podamos ser valientes, es extraño que alguna vez asumamos la responsabilidad de nuestros actos. Nos adaptamos con facilidad al estilo de vida que nos rodea, pero no nos apreciamos a nosotras mismas lo suficiente ni respetamos lo que tenemos a nuestro alrededor. No sentimos verdadera modestia. Carecemos de originalidad. Siempre estamos imitando algo. No conocemos lo que es el amor «verdadero» que un ser humano debe sentir para ser considerado miembro de la especie. Nos damos aires de elegancia, pero en realidad no tenemos ni una pizca de distinción. Y muchas otras cosas más. Podría seguir hasta el infinito.

Al leer todo esto, lo cierto es que algunas cosas de las que dicen ese tipo de publicaciones le dan a una que pensar. No puedo decir que esas opiniones no sean ciertas. Pero me da la impresión de que todo lo que aparece en estos artículos es algo superficial que ha sido escrito porque sí, sin tener nada que ver con lo que la gente de verdad, la gente como yo siente. Aparecen muchas expresiones como «lo cierto es que» o «esencialmente», pero luego no te explican qué es exactamente el amor «verdadero» o la conciencia «esencial». Puede que ellos sí que sepan de qué se trata. En ese caso, no saben cuánto les agradecería que me dijesen, en una simple frase, si debo ir a la derecha o a la izquierda por la vida, indicándome con autoridad el camino que debo seguir. Al estar todas nosotras tan perdidas en temas como expresar el amor, en lugar de decirnos qué no debemos hacer, deberían mandarnos con firmeza a hacer esto o lo otro, y así todas obedeceríamos a lo que nos dijesen. Aunque también puede que en realidad ninguna de nosotras tenga confianza en sí misma. La gente que publica aquí sus opiniones puede que tampoco tenga las cosas tan claras siempre. Nos regañan diciendo que no tenemos ni la esperanza ni las ambiciones que se supone que deberíamos tener, pero si actuásemos de forma correcta en busca de ideales, ¿hasta qué punto nos apoyarían y nos ayudarían estas personas que tanto nos critican ahora?

Nosotras sabemos, aunque sea de un modo difuso, a donde debemos ir, a donde nos gustaría ir, a ese bonito lugar al que hemos de llegar para desarrollarnos y crecer. Ansiamos llevar una buena vida. Nadie logrará quitarnos la esperanza. Estamos impacientes por tener un ideal al que poder aferrarnos. Pero si intentamos realizarnos y además tenemos que mantener una buena relación con nuestra familia, ¿cuánto esfuerzo necesitaremos? Tenemos que tener en cuenta las opiniones de nuestros padres, de nuestros hermanos y hermanas mayores.

(A veces nos quejamos, diciendo cosas como que están anticuados, pero, en realidad, de ninguna manera estamos despreciando ni a la gente adulta que ha vivido más que nosotras, ni a los ancianos, ni a los que han sabido formar una familia. Al contrario, reconocemos su superioridad constantemente). Tenemos parientes cercanos con los que debemos mantener una buena relación. También tenemos conocidos y amigos. Y, finalmente, está «la sociedad», que nos arrastra con una fuerza enorme. Reflexionando, viendo y considerando todo esto, cualquiera piensa en desarrollar su propia personalidad. No puedo dejar de pensar en callarme y seguir mi camino como la mayoría de la gente, sin llamar la atención. Quizás esta sea la manera más inteligente de comportarse, creo yo. Me parece bastante cruel que se eduque a todo el mundo con los mismos valores e ideales cuando todos somos distintos. Con los años, me he ido dando cuenta de que la moral que nos inculcan en el instituto es muy distinta a la que rige en el mundo real. Si respetas estrictamente la moral del instituto, ten por seguro que estarás abocada a pasarte la vida haciendo el tonto. Te llamarán ridícula, nunca ascenderás socialmente y siempre serás una pobre de solemnidad. ¿Existirá alguien que nunca mienta? Si existe esa persona, será un perdedor toda su vida. En mi propia familia, sin ir más lejos, tenemos a una persona que vive de esta manera: se comporta de manera ejemplar y mantiene en todo momento la firme convicción de que existe un ideal que seguir. Sin embargo, todos mis familiares hablan mal de él. Le tratan como a un inútil. Yo no podría ser como él, eso sí que no, sabiendo que durante toda la vida me tratarán como a una tonta y que no me sentiría nunca realizada, y que me opondría a la forma de pensar de mi madre y a la de todos los demás miembros de mi familia. Me muero de miedo solo de pensarlo. Cuando era pequeña y veía que mi forma de pensar no coincidía con la de los demás, no paraba de preguntarle a mi madre por qué ocurría eso, y ella me contestaba invariablemente con alguna incoherencia. Me decía: «Pero qué niña más mala, qué desobediente eres», y hasta me parecía que se ponía triste.

A veces se lo preguntaba a mi padre, y él, al escuchar mi pregunta, simplemente sonreía, sin decir nada. Más tarde me enteré de que después iba y le comentaba a mi madre que yo era una niña muy despistada. Con los años, creo que me he ido convirtiendo en una cobarde. He llegado a tal punto que cuando me visto ya estoy pensando en la opinión de los demás. Lo cierto es que amo mi originalidad y me gustaría mostrarla, pero la mantengo oculta porque me da miedo expresarla claramente como algo propio. Me paso el día intentando hacerme pasar por la típica chica de la que todo el mundo pueda pensar que es buena persona. En las reuniones con el resto de la gente, me comporto de una manera de lo más servil. Charlo sobre cosas que en realidad no me interesan, o directamente miento, ocultando mis verdaderos sentimientos. De esta forma, me ahorro muchos problemas. Aun así, me parece algo desagradable. Espero que algún día la moral de la gente cambie. Entonces, toda esta vida aburrida y repleta de servilismo desaparecerá y no tendré que volver a vivir preocupada continuamente por la opinión de los demás.

¡Ah!, allí hay un asiento libre. Rápidamente bajé el paraguas y mis cosas del portaequipajes y me senté. A mi derecha, había un estudiante de secundaria y a mi izquierda una mujer que llevaba su bebé a espaldas con una chaqueta gruesa que les cubría a los dos. A pesar de ser bastante mayor, la mujer iba muy maquillada y llevaba un peinado muy a la moda. Tenía un rostro bonito, pero en su cuello se podían adivinar algunas arrugas bastante profundas. Me dio la sensación de que era una persona miserable, tan desagradable que hasta me entraron ganas de abofetearla. Supongo que la forma de pensar del ser humano cambia totalmente dependiendo de si uno está de pie o sentado. No sé si tendrá relación, pero cuando estoy sentada, suelo pensar en cosas superficiales y sin ninguna importancia. Frente a mí había cuatro o cinco hombres de negocios sentados. Tendrían la misma edad todos ellos, alrededor de unos treinta años. No había ninguno que me gustara. Tenían los ojos turbios y miraban al suelo, apáticos. Supongo que si les hubiese sonreído en ese momento, puede que me hubiese visto arrastrada a casarme con alguno de ellos. Solo por esa razón. Para las mujeres, una sonrisa es suficiente para sellar su destino. Qué miedo. Tendré cuidado con sonreír a la gente.

Luego me dio por pensar en cosas muy raras. Llevo un par de días obsesionada con el rostro del jardinero que viene a cuidar el jardín de casa. Es un jardinero como cualquier otro, está vestido de jardinero y tiene apariencia de jardinero de los pies a la cabeza. Pero en su cara falla algo. Tiene una cara que hace difícil que una se trague así como así que se dedica a lo que se dedica. Exagerando un poco, podría decirse que tiene cara de filósofo. Además, al ser moreno, resulta bastante atractivo. Pero lo mejor de él son sus ojos. También tiene las cejas bonitas. Su nariz es respingona, pero al tener ese tono de piel, no le queda mal y da toda la impresión de que es una persona resuelta. Sus labios también están bastante bien, aunque las orejas las tiene un poco sucias. Fijándose en las manos, uno sí que le reconocería como un jardinero, pero su cara, velada por ese sombrero elegante que suele llevar, me hace sentir lástima por él. Le comenté a mi madre en varias ocasiones que dudaba de si ese hombre había sido jardinero toda su vida y, al final, acabó regañándome. El furoshiki[13] que cogí hoy para guardar mis cosas fue un regalo de mi madre. Me lo dio justo el día en el que el jardinero nos vino a visitar por primera vez. Aquel día estuvimos limpiando la casa a fondo. También estaban el carpintero que nos arregló la cocina y unos tipos que vinieron a cambiar el suelo de tatami. Mi madre estuvo ordenando el interior de las cómodas, y dentro de un cajón encontró este furoshiki y entonces me lo regaló. Es un furoshiki precioso y muy femenino. Es tan bonito que me da pena tener que hacerle un nudo para guardar las cosas dentro.

Allí sentada, lo posé sobre mi regazo y me dediqué a mirarlo de vez en cuando y a acariciarlo, como ausente. Me hubiese gustado que todos los que viajaban conmigo en el tren se hubiesen fijado en él, pero nadie lo miró. Pensé que si algún hombre se fijase en este furoshiki, aunque fuera solo por un instante, podría llegar incluso a casarme con él. La palabra instinto hace que me entren unas ganas irreprimibles de llorar. La grandeza del instinto, cuya fuerza no podemos manipular. Pensar en ello a raíz del tipo de cosas que me ocurren hace que enloquezca automáticamente. Pienso en qué debo hacer y me distraigo. No me permite negar ni afirmar, es como algo enorme que de repente me envuelve y me arrastra a su voluntad. Por una parte, estoy conforme con dejarme llevar, pero por otro lado lo observo y me entra una enorme tristeza. ¿Por qué no nos satisface pasar toda la vida amándonos solamente a nosotros mismos? Es lamentable ver cómo la razón va desapareciendo poco a poco. Me decepciona cuando el instinto aniquila mis sentimientos y hace que me olvide de mí misma, de quién soy, aunque solo sea por un instante. Casi me entran ganas de llorar solo de pensar que mi yo racional y mi yo pasional se guían claramente por un instinto que no sé si está equivocado. Me entran unas ganas tremendas de llamar a mis padres, de gritar su nombre a los cuatro vientos. Sin embargo, puede que la verdad que busco se encuentre oculta en algún lugar desagradable. Lo cual, naturalmente, también me parece lamentable.

En estos pensamientos estaba cuando finalmente llegamos a la estación de Ochanomizu. En el andén noté que todo lo que había pensado hasta ese momento se me había olvidado ya, pero me dio lo mismo. Intenté acordarme de lo que había estado pensando, pero no lo conseguí. Me puse nerviosa intentando retomar el hilo de mis pensamientos, pero no me vino nada a la mente. Nada. Mi mente estaba vacía. De vez en cuando me da la impresión de que he tenido ideas que me han impresionado, otras que me han hecho sufrir y otras que me han hecho sentir mucha vergüenza, pero que al final es como si no hubiese pasado nada. El instante, el ahora, eso sí que es interesante. Ahora, ahora, ahora. Cada «ahora» que señalo con el dedo se va volando lejos para dejar paso a un nuevo «ahora». «Vaya, ¿¡esto qué es!?», pensé mientras bajaba las escaleras del puente. Menuda idiotez. A lo mejor es que soy demasiado feliz.

Esta mañana, la profesora Kosugi estaba muy guapa. Es tan bonita como mi furoshiki. Le sienta muy bien el color azul. El clavel carmesí que llevaba en el pecho también llamaba la atención. Aunque me gustaría mucho más si no actuase tanto. Creo que finge demasiado. Adopta una pose forzada. Seguro que debe de acabar agotada de hacer de sí misma todo el día. Su carácter también es algo complicado. A lo largo del tiempo, he descubierto que tiene muchos aspectos difíciles de entender. Se puede intuir en ella un carácter sombrío que oculta con dificultad bajo esa alegre forma de actuar que tiene. A pesar de ello, es una mujer muy atractiva. Me da pena que no haya llegado a ser nada más que una simple profesora de instituto. Y aunque ya no tenga tanto éxito entre mis compañeras, a mí me sigue gustando igual que el primer día. Da la impresión de ser una de esas damas que viven en un antiguo castillo junto a un lago situado en medio de una montaña. Vaya, creo que la he elogiado demasiado. ¿Por qué las clases de la profesora Kosugi son siempre tan serias? ¿Acaso será un poco tonta? Me da lástima. Lleva ya un tiempo hablándonos sobre el patriotismo, y no se da cuenta de que es algo que ya teníamos claro desde antes de que nos lo empezase a explicar. Es natural que cualquiera sienta afecto por el lugar donde ha nacido. Me aburre.

Con la mejilla apoyada en la mano, acodada sobre el pupitre, me dediqué a mirar por la ventana. Las nubes estaban muy bonitas, quizá porque el viento soplaba fuerte en el cielo. Habían florecido cuatro rosas en un rincón del patio. Una amarilla, dos blancas y una rosa. Contemplando embobada las flores, llegué a la conclusión de que en verdad existe algo bueno y hermoso en el corazón de los seres humanos. Los que han sabido apreciar la belleza de las flores son humanos, y los que aman las flores también lo son.

Durante el almuerzo, estuvimos contando historias de miedo. Nos pusimos a gritar y a armar jaleo cuando Yasubē contó la historia de «La puerta que no se abre», que es una de las siete historias paranormales de nuestro instituto[14]. La historia tenía un toque bastante psicológico, no era la típica historia de fantasmas. Como nos inquietó tanto, y a pesar de que acabábamos de comer, nos entró un hambre atroz. Enseguida, la Señora Bollo me dio un caramelo de dulce de leche. Tras eso retomamos de nuevo las historias de miedo. Parece que a todo el mundo le interesan este tipo de historias. ¿Constituirá algún tipo de estímulo? Luego dejamos el tema de los fantasmas y alguien contó un cotilleo sobre Fusanosuke Kuhara[15]. ¡Qué bueno! Me reí a carcajadas cuando me lo contaron.

Por la tarde, en clase de dibujo, salimos al patio para dibujar el paisaje. ¿Por qué el profesor Itō será tan aficionado a ponerme en apuros siempre que se le presenta la ocasión? De nuevo he tenido que hacer de modelo para su dibujo. Como mi paraguas causó sensación entre las chicas de clase, se armó tanto jaleo que el profesor Itō se enteró y me hizo posar sujetándolo del mango al lado de las rosas del rincón del patio. El profesor dijo que me iba a hacer un retrato y que lo iba a presentar a un concurso. Acepté posar para él, pero solo durante media hora. Es agradable ayudar a la gente, aunque sea solo un poco. Pero la verdad es que también me cansa mucho estar a solas con él. Es muy insistente en todo lo que dice, y se pasa el rato soltando teorías y más teorías. Además, mientras me dibuja no hace más que hablar sobre mí. ¿Será porque le impongo respeto? Casi nunca le respondo, me da pereza. Se nota a la legua que es una persona insegura. Se ríe de forma extraña y, aun siendo profesor, hay veces en las que hasta se sonroja. Cuando le veo comportarse así, me entran ganas de vomitar. ¡Puaj! No soporto cuando me dice que le recuerdo a su hermana pequeña fallecida. Imagino que será una buena persona en el fondo, pero detesto su comportamiento, repleto de gestos superficiales.

Hablando de gestos de ese tipo, reconozco que yo también tengo muchos, quizás todavía más que él. Además, en mi caso puede que incluso yo actúe con más astucia si cabe. La verdad es que soy bastante presumida. A veces suelo pensar que finjo demasiado y luego me veo arrastrada por esa pose que me he creado yo misma. Me estoy transformando en una auténtica mentirosa. Aunque esto también lo finjo. No sé qué hacer.

«Quiero ser natural, quiero ser sincera», recuerdo que pensaba con todas mis fuerzas mientras posaba en silencio para el profesor. ¡Basta ya de leer tantos libros! Mi vida se está llenando de ideas sin sentido, me he convertido poco a poco en una persona pedante y orgullosa. Qué humillación. Te pones a pensar en las cosas que te atormentan, en que no tienes objetivos, en que deberías tomar una parte más activa en tu propia vida o en que te contradices a ti misma, hasta que descubres que no se trata más que de simples emociones. En realidad, con esto no haces más que engañarte consolándote a ti misma. Supongo que tengo demasiada autoestima.

Y ahí estaba yo, haciendo de modelo pero con un corazón tremendamente sucio en mi interior. Estoy segura de que el dibujo del profesor no recibirá ningún premio. No puede salir nada bueno de él con lo mala persona que soy yo. Sé que no debería decir esto, pero no puedo dejar de pensar que el profesor Itō es un poco tonto. Ni siquiera es consciente de que tengo una rosa bordada en mi ropa interior.

Mientras estaba allí de pie y en silencio, en la misma postura y aburrida, noté que me entraban unas ganas incontrolables de tener mucho dinero. Tan solo con diez yenes bastaría. Me encantaría leer a Madame Curie. Luego, de repente, sin venir a cuento, me vino un deseo feroz de que mi madre llegase a vivir muchos años más. En cierto modo, es durísimo posar para el profesor. Me quedé agotada tras la sesión.

Después de clase, fui a escondidas con Kinko, la hija del monje budista, a la peluquería Hollywood a que nos hiciesen un peinado bonito. Al terminar, como no me dejaron el pelo como les había pedido, me sentí algo chafada. De todas formas, hay que reconocer que no soy nada guapa. ¡Vaya decepción! Tras el episodio de la peluquería me quedé totalmente desanimada. Y más por el arrepentimiento que me entró por haber ido a escondidas a un lugar así para que me peinasen y me dejasen así de fea. Me sentía como una gallina sucia y desplumada, y peor aún, como si me hubiera tratado a mí misma con frivolidad. Kinko se emocionó y empezó a fantasear. «¿Y si fuese así a un miai[16]?». Empezó a decir montones de barbaridades por el estilo y me dio la sensación de que de verdad iba a asistir a uno. «¿Qué tipo de flores quedarían bien con este peinado?». «Si voy vestida con kimono, ¿qué tipo de obi[17] debería elegir?». Y así. Lo peor es que hablaba como si de verdad lo dijese en serio.

De verdad, Kinko es una chica encantadora pero no tiene nada en la cabeza.

Le pregunté riéndome que con quién sería la presentación, a lo que ella contestó tranquilamente: «Dicen que cada uno es bueno en su negocio». Le pregunté sorprendida qué significaba aquello y me contestó que las hijas de los monjes de un templo están predestinadas a casarse con los hijos de un monje de algún templo vecino. De esta forma, no tendrán que preocuparse nunca por el dinero. Me sorprendió su afirmación. Me da la impresión de que Kinko no tiene mucha personalidad. Debe de ser por eso que es tan femenina. Solo por el hecho de que nos hayan sentado juntas en clase, y a pesar de que yo no la esté tratando con especial cariño, ella va diciendo por ahí que soy su mejor amiga. ¡Qué chica tan encantadora! Estoy agradecida de que se preocupe tanto por mí y de que me escriba cada día, pero hoy ya se estaba entusiasmando demasiado y me estaba empezando a cansar.

Me despedí de ella y cogí el autobús. Siento algo que, no sé, algo como de lástima, en general. En el autobús había una mujer bastante desagradable. Llevaba puesto un kimono con la parte del cuello sucia y tenía el pelo rojizo y alborotado, sujeto en un moño con un palito. También tenía las manos y los pies sucios. Además, tenía una cara que hacía difícil distinguir si era hombre o mujer, como irritada, y de un color rojo negruzco. Y…, ah, me entran náuseas solo de pensarlo. Aquella mujer estaba embarazada y a veces se reía sola. Una gallina. Sentí que yo era igual, yo había ido a escondidas a la Hollywood a que me peinasen.

Me recordó vagamente a la señora de esta mañana, la que estaba sentada en el tren a mi lado e iba demasiado maquillada. Ay, pero qué sucias, ¡qué sucias somos las mujeres! Las mujeres somos desagradables. Siendo yo una de ellas, percibo perfectamente la suciedad que tenemos en nuestro interior y en nuestro exterior. Lo odio tanto que me chirrían los dientes solo de pensarlo. Es como ese olor tan insoportable a pescado que se te pega después de tocar los peces de colores: siento como si tuviese ese olor pegado por todo mi cuerpo. Aunque me lavara una y otra vez, no se me quitaría. Pensando en cómo día tras día mi cuerpo va emanando este olor corporal de hembra, cada vez más y más intenso, me entran ganas de morirme. De pronto, deseé tener alguna enfermedad. Si cayera gravemente enferma y adelgazara mucho a causa de haber sudado excesivamente, puede que llegara a alcanzar un estado total de pureza. Siento que poco a poco voy entendiendo mejor el significado de la religión.

Al bajar del autobús, me sentí algo mejor. No me gusta estar subida a los autobuses. Dentro, el aire es tibio e insoportable. Prefiero estar en tierra firme, pisar con los pies el suelo. Me gusto a mí misma cuando camino y voy pisando la tierra, aunque me da la impresión de que soy un poco despistada. Una persona descuidada.

Volviendo a casa, volviendo,

¿qué voy viendo mientras vuelvo?

Las cebollas de los huertos voy viendo.

Cantan las ranas, volviendo.

Y así fui cantando en voz baja hasta que me di cuenta de que mi comportamiento estaba siendo demasiado irritante. Qué infantil. Me odio a mí misma. Crezco físicamente pero no maduro. A partir de ahora me comportaré como una buena chica.

Como recorro todos los días el mismo camino para volver a casa, ya ha perdido para mí toda la belleza que pudo haber tenido en un principio. Solo hay árboles y más árboles, sendas para arriba, sendas para abajo, y huertos y nada más que huertos. Hoy, para variar, intenté hacer como si fuese una persona que viene de fuera y visitara la zona por primera vez. Veamos, soy la hija de un zapatero de Kanda que se adentra en las afueras por primera vez en su vida. Entonces, ¿qué impresión sacaría del sitio? ¡Qué idea tan buena! Qué idea tan patética. Me puse seria y miré a mi alrededor fingiendo una inseguridad exagerada.

Mientras bajaba por una pequeña alameda, me fijé en las ramas con hojas frescas que apuntaban hacia arriba. «¡Vaya!», exclamé en voz baja. Cuando pasé por el puente me asomé al arroyo y me quedé mirando mi reflejo un buen rato. «¡Guau, guau!», ladré imitando a un perro. Mientras miraba los huertos que había a lo lejos, entorné los ojos y me relajé. «Ay, me encanta», murmuré con un suspiro. Descansé un poco junto al templo sintoísta. El bosque que hay junto a él está muy oscuro, por lo que me levanté precipitadamente y exclamé: «¡Uy, qué miedo!». Me encogí de hombros, lo atravesé a toda prisa y al salir y ver la luz hice como si me sorprendiese.

Al cruzar por este camino rural, y tratar de verlo como si fuese algo nuevo para mí, totalmente nuevo, de repente empecé a sentirme muy sola. Al final, me senté con desgana en una pradera que había a un lado del camino. Allí sentada, desapareció aquel sentimiento que me había acompañado hasta hacía un momento; desapareció como haciendo ¡tin!

De pronto me puse muy seria y comencé a pensar en mi actitud de estos últimos días. ¿Por qué soy tan desagradable últimamente? ¿Por qué tengo tanta ansiedad? Siempre hay algo que me da miedo. El otro día me dijeron: «Cada vez te estás volviendo más vulgar, ¿no crees?». Puede que sea cierto. La verdad es que me estoy volviendo una chica bastante negativa. Me he convertido en una estúpida, vaya. ¡Qué mal, qué mal! ¡Qué débil soy! «¡Ah!», casi grité con todas mis fuerzas. Chasqueé con la lengua. Aunque intentes disimular lo cobarde que eres, con un grito así no conseguirás solucionar nada. Haz algo más. Quizá me haya enamorado de alguien. Me tumbé boca arriba.

«Papá», le llamé muy bajito. Papá… El cielo del atardecer está muy bonito y la niebla es de color rosa. Será porque la luz del sol poniente se perdió y se difuminó, por eso la niebla tenía ese ligero color rosado.

Aquella niebla rosa fluía lentamente por entre los árboles, pasaba por encima del camino, acariciaba la pradera y envolvía mi cuerpo suavemente. Hasta el último mechón de mi cabello quedó iluminado por ella. Pero lo que más me llamó la atención fue que el cielo estaba precioso. Por primera vez en mi vida, quise expresarle mis respetos a aquel cielo. Justo en ese momento supe que creía en Dios. Ese color, el color de aquel cielo, ¿cómo se llamará? El color de una rosa. El de un incendio. El del arcoíris. El de las alas de un ángel. El de un monasterio. No, no era ninguno de esos colores tan vulgares. Era algo todavía más divino.

Pensé con tanta fuerza: «Quiero amar a todo el mundo», que casi me entraron ganas de llorar. Contemplando el cielo fijamente, pude ver cómo iba cambiando poco a poco. Cada vez se tornaba más azul. Yo no hacía más que suspirar, y me entraron ganas de desnudarme allí mismo. Además, las hojas y la hierba nunca me habían parecido tan hermosas. Las toqué con cuidado.

Me gustaría poder llevar una vida hermosa.

Cuando llegué a casa vi que teníamos invitados. Mi madre también había vuelto. Se reían de algo, como siempre. Cuando mi madre está a solas conmigo y se ríe, aunque su cara exprese una gran alegría, lo hace en silencio. Sin embargo, cuando atiende a los invitados, su cara no expresa alegría en absoluto, pero se ríe con voz muy aguda. Les saludé e inmediatamente salí a la parte trasera de casa para lavarme las manos en el pozo. Cuando me quité los calcetines y comencé a lavarme los pies, vino el pescadero y nos dejó un gran pescado junto al pozo. «¡Aquí tienes, muchas gracias!», me dijo. No sé cómo se llamaría aquel pescado, pero por sus pequeñas escamas me dio la impresión de que debía de venir por lo menos del mar del norte.

Ir a la siguiente página

Report Page