Colegiala

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Tras dejar el pescado en un plato y lavarme las manos de nuevo, me vino a la nariz un olor similar al del verano en Hokkaido. Me acordé de que hacía dos años, durante las vacaciones de verano, fui a visitar a mi hermana, que vive allí. En su casa, que está junto al puerto de Tomakomai, siempre huele a mar, imagino que por estar cerca de la playa. Recuerdo la escena: mi hermana preparaba a solas, hábilmente, un pescado en su inmensa cocina, por la tarde, con sus finas y blancas manos. En aquel momento, no sé por qué, me entraron unas ganas tremendas de que me hiciese caso y me tratase con algo más de cariño, pero por aquel entonces su hijo Toshi ya había nacido, por lo que mi hermana ya no me pertenecía solamente a mí. Notaba que corría un gélido viento entre nosotras y ya no me atrevía a abrazar sus finos hombros. Recuerdo también que, estando de pie en el rincón de aquella cocina ligeramente oscura, me fijaba atónita y desconsolada en la ternura con que sus pálidos dedos se movían. Pero todo eso forma ya parte del pasado, no son más que dulces recuerdos. Es curioso lo que me ocurre con los parientes. Si una persona ajena a la familia se va lejos, cada día su recuerdo se hace más y más débil, y me voy olvidando de esa persona, pero si es un pariente, entonces recuerdo sobre todo los buenos momentos.

Las bayas silvestres que crecen junto al pozo se están empezando a poner coloradas. Quizá dentro de dos semanas ya se puedan comer. El año pasado ocurrió algo curioso. Una tarde, mientras me comía las bayas que recogía, vi a Chapy que me miraba en silencio. Sentí lástima por él y le di una. Entonces se la comió. Le di un par más y también se las tragó. Me hizo tanta gracia que fui y sacudí el árbol para que cayesen más, entonces Chapy empezó a comérselas todas con ansia. ¡Qué tonto! Nunca había visto un perro que comiese bayas. Seguí comiéndomelas mientras las alcanzaba poniéndome de puntillas. Chapy también siguió comiendo las que estaban en el suelo. Fue gracioso. Al recordarlo, me entraron ganas de verle y le llamé: «¡Chapy!».

Chapy vino corriendo desde la puerta principal, con aire altivo. De pronto, me entraron tantas ganas de hacerle mimos que apreté los dientes con fuerza, le di un tirón del rabo y entonces él me mordió la mano. Casi se me salta una lágrima, así que le arreé un golpe en la cabeza; entonces se fue a beber agua del pozo, haciendo ruido con la lengua como si nada.

Entré en mi habitación. La luz estaba encendida. Todo estaba en silencio. Papá no estaba. Desde que él no está, a veces siento un gran vacío dentro de casa y me entran ganas de quedarme en la cama sola, toda encogida. Me cambié y me puse un kimono. Al quitarme la ropa interior, tuve buen cuidado en darle un besito cariñoso al bordado de la rosa. Cuando me senté frente al tocador, desde el salón se volvieron a escuchar las carcajadas de mi madre y los invitados. ¡Qué estúpidos! Mi madre, cuando estamos las dos solas, es de lo más agradable, pero cuando vienen invitados a casa se pone distante conmigo y me trata de forma fría e indiferente. Justo en esos momentos es cuando más extraño a mi padre y me pongo triste.

Al mirarme en el espejo me noté el rostro muy vivo.

Mi rostro tiene una personalidad aparte, como ajena a mí misma. Se trata de algo que no tiene nada que ver con mi tristeza ni con lo mal que lo paso habitualmente. Hoy ni siquiera me he puesto colorete y, aun así, tengo las mejillas de un tono encarnado. Además, los labios también los tengo rojos, pequeños y brillantes. Estoy guapa. Me quité las gafas y sonreí con dulzura. Mis ojos no están tan mal después de todo. En torno al iris tengo un ligero tono azul clarito. ¿Será por haber estado tanto tiempo fijándome en el hermoso cielo del atardecer? ¡Qué suerte!

Aquello me subió un poco el ánimo. Fui a la cocina a limpiar el arroz y entonces me volvió a invadir la tristeza. Echo de menos nuestra anterior casa, la que estaba en el barrio de Koganei. La echo tanto de menos que siento como si me ardiese el pecho cada vez que me acuerdo de ella. En aquella casa tan bonita, papá aún estaba con nosotras, y mi hermana también. Mi madre era joven, y se reía mucho. Cuando volvía de clase, mi madre y mi hermana solían estar en la cocina o en el salón charlando alegremente. Me preparaban la merienda y me mimaban, y yo me peleaba con mi hermana, y mis padres me regañaban, y yo salía corriendo y me iba muy, muy lejos en bicicleta. Por la tarde volvía y cenábamos como si nada hubiera pasado. La verdad es que lo pasaba de maravilla. No me preocupaba tanto de mí misma ni tenía que comportarme de manera extraña. Simplemente era una niña. ¡No me daba cuenta de lo privilegiada que era! No tenía preocupaciones, no me sentía sola, no sufría. Papá siempre fue un padre excelente. Mi hermana era muy cariñosa y yo iba siempre detrás de ella. Pero según fui creciendo, mi forma de ser fue empeorando. Sin darme cuenta, mis privilegios fueron desapareciendo y yo me quedé indefensa. ¡Qué mal! Ya no puedo hacer que los demás estén tan pendientes de mí como antes, y no hago más que abstraerme. Y eso, claro está, no ha hecho más que aumentar este sufrimiento que me atenaza constantemente.

Entonces mi hermana se casó y se fue de casa, y luego mi padre se murió. Mi madre y yo nos quedamos solas. Imagino que se siente muy triste. El otro día me dijo: «Ya no me quedan alegrías en esta vida. Para serte sincera, verte a ti tampoco es que me alegre mucho. Perdóname. ¿Qué sentido tiene la felicidad si no la voy a poder compartir con tu padre?». Dice que se acuerda de él cuando empieza a haber mosquitos y también cuando descose la ropa, e incluso cuando se corta las uñas. También se acuerda de él cuando el té está bueno. Aunque le trate con respeto y charle con ella, en el fondo es totalmente distinta a como era mi padre. El amor conyugal debe de ser una de las cosas más fuertes del mundo, incluso todavía más valioso que el amor de la familia.

Al verme reflexionando de una forma tan adulta para mi edad, me sonrojé y, con la mano mojada, me retiré el pelo hacia atrás. Lavando el arroz con buen ritmo, empecé a sentir mucho afecto hacia mi madre y pensé, de todo corazón, en que debería cuidarla más. Me voy a cambiar el peinado, voy a parar de ondulármelo y voy a dejármelo mucho más largo. Como a mi madre nunca le ha gustado que lleve el pelo corto, voy a dejármelo muy largo para poder así recogérmelo de alguna manera bonita y que a ella le guste. Lo cierto es que tampoco quiero llegar hasta ese punto solo para que esté contenta. No es agradable. Pensándolo bien, la irascibilidad que estoy teniendo últimamente tiene bastante que ver con mi madre. Me gustaría ser de esas hijas que comparten la manera de pensar de sus madres, pero tampoco quiero estar todo el día halagándola de manera exagerada. Me gustaría que me comprendiese sin que yo tuviese que darle explicaciones de ningún tipo y que me dejase vivir tranquila. Aunque yo pueda resultar bastante egoísta a veces, jamás haría nada que la perjudicase. Además, aunque sea duro y me pueda sentir sola, siempre respetaré lo más importante. Quiero mucho, mucho, muchísimo a mi madre y a esta familia, así que ella también debería creer plenamente en mí y no preocuparse tanto. Encontraré la mejor solución a nuestras diferencias, seguro. Me esforzaré al máximo. Para mí eso supondría un inmenso placer, pero mi madre no se fía nada y todavía me trata como si fuera una niña pequeña. Incluso se alegra en cierto modo cuando me comporto de manera infantil.

Para muestra, la tontería que hice el otro día. Cogí mi ukelele y empecé a tocarlo. Pompón, pompón… Me comporté como una niña pequeña adrede y entonces mi madre me dijo muy contenta: «¡Anda! ¿Está lloviendo? Se puede oír cómo caen las gotas de agua en el patio». Se hacía la tonta para gastarme una broma creyendo que yo de verdad estaba entusiasmada con el ukelele; me pareció realmente lamentable y me entraron ganas de llorar. ¡Mamá, yo ya soy adulta! Ya sé todo lo que una tiene que saber sobre el mundo. Cualquier duda que tengas, por favor, házmela saber. Si tuvieses la confianza de decirme que nuestra situación económica no es la que era, no te molestaría pidiéndote zapatos ni nada por el estilo. Sería una persona de confianza muy, muy modesta. De verdad te lo digo. Y sin embargo… Ay, sin embargo… De pronto me acordé de que había una canción así y se me escapó una carcajada. Pero fue muy silenciosa.

Me di cuenta de que estaba distraída pensando en una cosa tras otra con las manos metidas en la olla. Debía de parecer una tonta.

¡Mal, mal! Tuve que darme prisa en prepararle la cena a los invitados. ¿Qué podía hacer con el pescado grande que nos acababan de traer? Por si acaso, lo dejé fileteado y cubierto de miso. Pensé que así quedaría bastante bueno. En la cocina lo mejor es usar la intuición. Nos quedaba algo de pepino, así que lo empapé en vinagre, salsa de soja y mirin[18]. Y luego hice una tortilla, mi especialidad. Después, un plato más. «¡Ah, sí! Voy a hacer un plato rococó», pensé. Es un plato que me inventé. Jamón cocido, huevo, perejil, repollo, espinacas… todo lo que queda por la cocina suelo colocarlo de forma bonita y lo sirvo. No requiere de una gran preparación, es muy económico y, aunque no es muy sabroso, le da a la mesa un toque alegre y colorido, como si fuese una gran comida de lujo. Una hojita verde de perejil detrás del huevo, una loncha de jamón cocido asomando como si fuese un coral rojizo, las hojas de un repollo colocadas como si fuesen pétalos de peonía o un abanico hecho con plumas de ave y una hoja de espinaca de color verde intenso con forma de pasto o incluso de lago. Al servir dos o tres de estos platos, los invitados evocan de pronto la Francia borbónica del siglo XVII. Bueno, en realidad no es para tanto, pero como no sé cocinar platos tan deliciosos como los de los cocineros de verdad, al menos los intento dejar bonitos para sorprender a los invitados y así lo disimulo. Es lo que yo digo siempre: lo más importante de la cocina es la apariencia del plato. Sin embargo, para preparar este plato rococó es necesario tener cierta sensibilidad artística. Si no se presta particular atención a la combinación cromática, el plato puede resultar un desastre. Como mínimo se ha de tener la misma delicadeza que yo tengo para hacer las cosas. El otro día busqué en el diccionario la definición de la palabra «rococó» y me entró la risa porque ponía que era un estilo de decoración recargado e insustancial. Es una buena definición, aunque a mí no me interesa buscarle una explicación a la belleza. La belleza pura siempre carece de sentido y de moral. Eso está claro. Por eso me gusta tanto el rococó.

Siempre me pasa igual. Mientras cocino y voy degustando los sabores, me invade una terrible sensación de vacío. Me muero de cansancio y me pongo melancólica. Cualquier esfuerzo por mi parte me abruma. Todo empieza a darme igual, ya nada me importa. Al final, me abandono a la desesperación y me despreocupo totalmente por el sabor y la apariencia, lo termino todo de manera precipitada y desordenada y se lo sirvo a los invitados de mal humor.

Los invitados de hoy me deprimían especialmente. Era el matrimonio Imaida, de Ōmori, y su hijo Yoshio, que cumple siete este año. El señor Imaida tiene casi cuarenta años y aún así mantiene una piel blanquecina, como si todavía fuese un joven atractivo. ¡Qué asco! ¿Por qué fumará Shikishima[19]? Los cigarrillos con filtro transmiten una indudable sensación de suciedad. El tabaco debe fumarse sin filtro. Basta con que vea a alguien fumando Shikishima para que empiece incluso a dudar de su personalidad. El señor Imaida no hacía más que echar humo para arriba exclamando cosas como: «Ajá, ajajá, comprendo». Parece ser que ahora trabaja de profesor en una escuela nocturna. Su esposa es pequeña, cohibida y vulgar. Con cualquier comentario, aunque sea sobre algo aburrido, se retuerce de risa casi revolcándose por el suelo. A mí no me hacen nada de gracia esas cosas que tanto le divierten a ella. Lo mismo se piensa que reírse de esa manera tan exagerada por cualquier cosa es algo elegante. En el mundo en el que vivimos, esta clase de gente resulta ser la peor. La más sucia. ¿Cómo los llaman? ¿Petite bourgeoisie? Es ese tipo de gente que por cobrar un sueldo medianamente alto ya se creen superiores al resto. El hijo también es un pedante que no tiene ni pizca de coraje. Aun así, me contuve y sonreí, charlé con ellos y le dije a Yoshio lo mono que era mientras le acariciaba la coronilla. Les estuve mintiendo a todos descaradamente durante un buen rato, así que puede que después de todo resultaran ser bastante inocentes comparados conmigo. Todos comieron mis platos rococó y alabaron mi arte culinario. Me sentí desolada e irritada, tanto que me entraron ganas de echarme a llorar. No obstante, fingí estar alegre y me puse a comer junto a ellos, pero los continuos halagos necios de la señora Imaida me empezaron a molestar, por lo que me puse seria, decidí no mentir más y les dije:

—Estos platos no son nada deliciosos. Como no nos quedaba nada en la cocina improvisé esto como último recurso.

Mi intención fue decirles la verdad, pero ellos empezaron a reírse casi aplaudiéndome y repitiendo:

—Último recurso, dice. ¡Qué graciosa!

Tal era mi frustración que me entraron ganas de empezar a llorar a gritos y de tirarles a la cara los palillos y los cuencos. Empecé a sonreír aguantando toda mi rabia. Incluso mi madre se unió a ellos y dijo:

—La niña está resultando ser una gran ayuda en casa, ¿saben?

Mi madre, a pesar de haber intuido perfectamente mi tristeza, dijo esto sonriendo para agradar a los Imaida. Mamá, no tienes por qué seguirles de ese modo la corriente a los Imaida. Mi madre, cuando atiende a sus invitados, no es mi madre. Se convierte en una mujer débil. ¿Acaso se tiene que arrastrar tanto solamente por haber perdido a su marido? Me sentí miserable. Las palabras no acudían a mi boca. ¡Váyanse a su casa ya, por favor, váyanse ya, señores Imaida! Mi padre era un gran hombre. Además de amable, era una persona muy noble. Quieren burlarse de nosotras porque mi padre ya no está, váyanse ahora mismo, por favor. Me entraron muchas ganas de gritárselo al señor Imaida a la cara. Pero, al fin y al cabo, soy débil, así que le corté el jamón cocido a Yoshio y le pasé las verduras en conserva a su madre.

Tras terminar la cena, fui corriendo a la cocina y me puse a recoger. Quería quedarme sola lo antes posible. No es que sea una engreída, pero me parece un esfuerzo inútil atender a la conversación y reírme con esa gente. Ni siquiera consideré necesario tratarles con cortesía. No, no. No debería hacerlo y no lo hice. Ya había tenido bastante por esta noche. Yo ya había hecho todo lo que podía. Hasta mi madre parecía muy contenta de verme atendiéndoles amablemente mientras aguantaba sus estupideces. ¿Habrá sido suficiente todo aquello para agradarla? No sé qué sería lo correcto, si amoldarme a la situación separando mis sentimientos y emociones de las relaciones sociales y dar una buena imagen o, por el contrario, aunque pudieran llegar a hablar mal de mí, actuar sin ocultar mi verdadera personalidad con todo lo que eso conlleva. Envidio a las personas que tienen la suerte de poder llevar una vida tranquila junto a gente igual de débil, amable y tierna que ellos mismos. A pesar de que fuese posible llevar una vida sin sufrimiento, decidí que no me atormentaría con este tipo de cosas. Eso estaría mucho mejor. No dudo de que sería bueno ser algo más hospitalaria, aunque fuera a costa de ocultar mis sentimientos, pero si en un futuro me obligasen a escuchar con atención todos los días a gente como los Imaida y reírles las gracias, creo que me volvería loca.

Supe que no podría vivir en una prisión. Es más, no podría ni siquiera trabajar como sirvienta. Tampoco podría ser la esposa de nadie. Bueno, no, ser esposa, casarse, es algo distinto. Si alguna vez decidiese dedicar toda mi vida a una sola persona, por duro que fuese, haría todo lo que estuviese en mi mano para que funcionara. Lo haría lo mejor que pudiera porque justo ahí reside el placer de vivir, justo ahí reside la esperanza de un mundo mejor. Es algo natural. Trabajaría sin parar, desde por la mañana hasta que llegara la hora de acostarse. Haría la colada una y otra vez, sin descanso. Las veces que hiciera falta. Una de las cosas más desagradables del mundo es que se te acumule un montón de ropa sucia para lavar. Eso no ocurriría. Es algo que me pondría muy nerviosa. Siento como que no puedo morir tranquila si no lo he lavado todo primero. Cuando termino de lavar hasta la última prenda y la cuelgo en el tendedero, siento que ya puedo descansar en paz.

En esto, los Imaida se fueron. Dijeron que tenían algo que hacer y mi madre les acompañó a la puerta. Que mi madre les acompañe sin rechistar me molesta, pero el hecho de que el sinvergüenza de Imaida se aproveche de ella para cualquier cosa, que no es la primera vez que lo hace, me molesta mucho, muchísimo, tanto que me entran ganas de darle un bofetón. Sin embargo, los acompañé pacíficamente hasta la puerta y me quedé allí sola mientras la calle se iba oscureciendo; de nuevo me entraron unas ganas horribles de llorar.

En el buzón estaba el periódico de la tarde, además de dos cartas. Una era publicidad de las rebajas de verano de Matsuzakaya[20] para mi madre y la otra era para mí, de mi primo Junji. Era una carta sencilla en la que me anunciaba que dentro de poco le trasladarían al regimiento de Maebashi, en la prefectura de Gunma. También mandaba un saludo para mi madre.

Al ser un oficial del ejército, no creo que mi primo Junji lleve una vida muy agradable que se diga, pero envidio su disciplina y la formación que recibe. La suya es una vida estricta sin las trivialidades del día a día que a mí me amargan. Junji siempre tiene muy claro lo que debe hacer en cada momento, e imagino que debe de ser muy reconfortante para uno mismo que eso ocurra. En mi caso, si no quiero hacer algo no tengo a nadie que me obligue. Hago las travesuras que me da la gana, e, incluso, si me entran ganas de estudiar, sé que tengo casi todo el tiempo del mundo para ponerme a ello. Cualquier deseo que tenga, confío en que acabará haciéndose realidad. Es de imaginar lo que podría ayudar en mi formación el que me exigiesen al menos un poco de esfuerzo. Sin duda agradecería que me atasen con más firmeza.

Hace poco leí en un libro que el mayor deseo de los soldados que están luchando en el campo de batalla es poder dormir profundamente. Siento lástima por los soldados y por todo lo que tienen que sufrir, pero por otra parte les tengo bastante envidia. La idea de que lo único que anhelan esos chicos en el mundo es poder dormir un poco, dejando de lado todo pensamiento absurdo, desagradable y complicado, me parece verdaderamente impecable y simple. Solo de imaginar su situación siento un gran placer. Quizá me viniese bien pasar una temporada en el ejército para hacerme más fuerte y así poder convertirme en una chica decidida y noble.

Por otro lado, también hay gente que no ha participado en ninguna batalla. Gente sincera como Shin. Cuando constato este hecho, no puedo dejar de pensar que soy una auténtica inútil. Soy una chica mala. Shin es el hermano menor de Junji y tiene la misma edad que yo. ¿Cómo puede ser tan buena persona? De todos mis familiares, no, de toda la gente que conozco en el mundo, Shin es sin duda quien mejor me cae. Shin es ciego. ¡Qué tragedia perder la luz de los ojos a una edad tan temprana! En las noches serenas como hoy, estando solo en su habitación, ¿cómo se sentirá? En nuestro caso, aunque estemos tristes, siempre podemos distraernos leyendo un libro o contemplando el paisaje, pero Shin no puede hacer nada de eso. Tan solo puede aguantar su tristeza en silencio. Hasta hace poco, se esforzaba mucho en los estudios, era bueno jugando al tenis y nadaba bastante bien, pero ahora ¿cómo serán su soledad y su sufrimiento? Anoche, también pensando en Shin, me quedé cinco minutos con los ojos cerrados al acostarme. Aunque estuviese dentro de la cama, aquellos cinco minutos con los ojos cerrados se me hicieron eternos y sentí como si me estuviese ahogando. Shin ya no podrá ver nunca nada, ni por la mañana, ni por la tarde, ni por la noche. Nunca. Me gustaría que se sincerase conmigo y me contase qué le molesta. Me gustaría que se enfadase alguna vez o que se comportase de un modo más egoísta. Pero Shin nunca dice nada. Nunca lo he escuchado hablar mal de nadie ni quejarse. Además, siempre habla de forma muy pausada y utiliza un lenguaje muy positivo. Este tipo de cosas hacen que me estremezca.

Pensando en todo aquello, barrí las habitaciones y luego me puse a calentar el agua para el baño. Mientras vigilaba el fogón, me senté sobre una caja vacía de mandarinas y terminé los deberes de clase, con la ayuda de la luz que producían las llamas que salían del carbón incandescente. Como el agua tardaba mucho en calentarse, empecé a leer de nuevo mi ejemplar de Bokutō Kidan[21]. Nada de lo que hay escrito en esta novela me parece desagradable o sucio. Aun así, hay partes en las que se aprecia bien a las claras la arrogancia del escritor, algo que, bajo mi punto de vista, le resta algo de fuerza a la obra. Además, utiliza conceptos algo anticuados. ¿Será porque el escritor lo escribió ya anciano? De todas formas, a los escritores extranjeros, a pesar de ser muy mayores, no les ocurren este tipo de cosas y lo expresan todo de manera más dulce que nosotros. Ellos no tienen nuestras ataduras. Por eso sus obras son tan agradables. A pesar de todo, esta novela no está nada pero que nada mal. Es relativamente sincera y en el fondo se intuye un poso de serena resignación, lo que le dota de cierta frescura. Entre todas las obras de este escritor, esta es la que más me gusta, sin duda, por lo directa que es. Imagino que debe de tener un fuerte sentido de la responsabilidad. Es un escritor con un sentimiento japonés muy arraigado, pero que, sin embargo, transmite todo lo contrario en la mayoría de sus obras, lo que bajo mi punto de vista las hace muy pesadas. Supongo que le gustará parecer malvado en cierto modo. Suele ocurrirle a la gente que es demasiado amorosa. Aparenta ser un rebelde y eso le resta fuerza a su obra. Pero aquí, en Bokutō Kidan, se intuye una honestidad tremenda, que casa muy bien con la soledad de los personajes. A mí me gusta.

En esto el agua de la bañera se terminó de calentar. Encendí la luz del cuarto de baño, me quité toda la ropa, abrí la ventana todo lo que pude y me metí en el agua en silencio. Por la ventana, se veía el reflejo de la luz de la lámpara en las hojas verdes de los arbustos. Brillaban las estrellas. Cada vez que miraba, ahí estaban, con su brillo. Mirando a lo alto, embelesada, aunque no lo quisiese, se infiltraba vagamente en mi campo visual la blancura de mi cuerpo. En silencio, empecé a darme cuenta de que era una blancura distinta a la de cuando era pequeña. Sentí mucha lástima de mí misma. Me quedé perpleja al pensar que el cuerpo sigue creciendo y creciendo, independientemente de lo que uno pueda sentir al respecto. Es un sentimiento insoportable. Me invade la tristeza cuando me doy cuenta de que no puedo detener de ningún modo este crecimiento tan acelerado. ¿No me quedará otra que dejar las cosas como son y contemplar cómo voy envejeciendo sin remedio? Me gustaría quedarme con el cuerpo de una muñeca para siempre. Entonces salpiqué en el agua con fuerza e hice como si todavía fuese una niña, pero eso no hizo más que aumentar mi tristeza. Empecé a sentir que no era capaz de encontrar una razón para seguir viviendo. Noté que me empezaba a asfixiar.

«¡Hermana!». En la pradera que hay junto al jardín, un niño llamó a su hermana llorando. Aquella voz me llegó al corazón. No es que me estuviese llamando a mí, pero sentí envidia de esa hermana por la que todavía hay alguien que derrama lágrimas. Si tuviese un hermano pequeño como ese niño, que me siguiera y que me tratase con cariño, no viviría con esta vergüenza que me consume cada día. Tendría más objetivos en la vida y quizás decidiera dedicarme exclusivamente a cuidarle. A buen seguro aguantaría cualquier sufrimiento. Me puse a fantasear con tanta vehemencia que luego me di cuenta de que me estaba dando mucha lástima a mí misma.

Al salir del baño no pude evitar echarle un último vistazo a las estrellas. No sé por qué esta noche me están llamando tanto la atención. Decidí salir al jardín para poder contemplarlas mejor. Había tantas que parecían estar cayéndose todas sobre mi cabeza. Ah, ya se acerca el verano. Había ranas cantando por las charcas, y el trigo siseaba al mecerse con el viento. Cada vez que alzaba la mirada veía más y más estrellas brillando sobre mí. El año pasado, no, no fue el año pasado, fue hace ya dos años, le insistí a mi padre en que saliésemos a pasear, y él, aunque ya estaba muy enfermo, salió al jardín para acompañarme. Papá siempre mostró una actitud de lo más juvenil. Fue un padre magnífico. Me acompañó ayudándose de su bastón y me enseñó una canción alemana que decía algo así como: «Tu hasta los cien años y yo hasta los noventa y nueve». Me habló sobre las estrellas, improvisó un poema y de vez en cuando escupía al suelo y me guiñaba un ojo. Cada vez que miro fijamente a las estrellas me acuerdo de él. Veo su cara como si la tuviera delante. Pero han pasado dos años desde aquello y poco a poco me he ido convirtiendo en una inútil. Incluso he llegado al punto de tener muchos secretos que nadie conoce.

Finalmente he vuelto a mi habitación y me he sentado frente al escritorio. He apoyado la cara en una mano y he contemplado la flor de lirio que tengo puesta en un pequeño jarrón. Huele bien. Oliendo un lirio es imposible que se me ocurran malos pensamientos, aunque esté sola y aburrida. Fue ayer por la tarde, cuando venía de paseo desde la estación, cuando entré en una floristería y compré este lirio; fue colocarlo, y la habitación me pareció completamente distinta. Da sensación de limpieza y cuando abres la puerta silenciosamente ya sientes el olor a lirio y a tranquilidad. No es posible imaginarse cuánto me ayuda esto. Mirando a la flor me doy cuenta de que ciertamente su poder es mucho mayor que el de la sabiduría de Salomón[22]. De repente me acordé de aquella vez que visitamos Yamagata el verano pasado. Recuerdo que me entusiasmé al ver en la ladera de una montaña muchísimos lirios en flor. Como sabía que no podía escalar aquella pendiente tan empinada, no tuve más remedio que quedarme contemplándolos desde donde estábamos. Justo en aquel momento, un minero al que no conocía y que pasaba por la zona subió rápidamente la pendiente y, en tan solo unos segundos, sin decir nada volvió con tantos lirios que casi no pude cargar con ellos. Me los dio todos y se fue sin siquiera dedicarme una sonrisa ni nada. Eran montones de lirios. Supongo que no existe una persona en el mundo que haya recibido tantas flores en su vida, ni siquiera en su boda. Su aroma era embriagador. Nunca en mi vida me había sentido tan mareada. Sujetando con los brazos abiertos y con dificultad aquel ramo tan grande de color blanco, no podía ver nada. ¿Qué estará haciendo ahora aquel joven minero tan amable y atento? Trepó a un lugar peligroso y me trajo flores, eso es todo. Pero cada vez que veo un lirio me acuerdo de él.

Abrí el cajón del escritorio y, rebuscando en su interior, he encontrado un abanico que me regalaron el verano pasado. Sobre el papel blanco aparece dibujada una mujer de la era Genroku[23] sentada incorrectamente al lado dos physalis de color verde. Mirando este abanico, empecé a sentir que los recuerdos del verano pasado ascendían como humo ante mis ojos. La vida en Yamagata, los viajes en tren, los yukata, las sandías, el río, las cigarras, los fūrin[24]. De pronto me vi viajando en un tren, dándome aire con el abanico. La sensación que da cuando lo abres es realmente placentera. Se van abriendo las varas una a una y de repente el abanico se convierte en un objeto tremendamente ligero. Mi madre ha vuelto mientras jugaba dándole vueltas. Parecía de muy buen humor.

—Ay, ¡qué cansada estoy! —exclamó alegremente, sin mostrar en realidad ningún signo de cansancio.

Le gusta ayudar a la gente, qué le vamos a hacer.

—Cómo se complica todo —dijo mientras se quitaba el kimono y se metía en el baño.

Después de bañarse, mientras se tomaba el té conmigo, empezó a sonreír de manera enigmática. De pronto me soltó algo que no me esperaba:

—Últimamente decías que tenías muchas ganas de ir a ver La joven descalza[25], ¿verdad? Bien. Pues si todavía tienes tantas ganas te dejo que vayas. A cambio, quiero que me des un masaje en los hombros, hazme ese favor. Las cosas que se consiguen a base de esfuerzo se disfrutan más, ¿no crees?

Me volví loca de alegría. Es cierto que me moría por ver esa película, pero como últimamente no hacía más que vaguear, me daba reparo pedirle permiso a mi madre. Ella se enteró sin que le dijese nada y me ha hecho trabajar para que pueda ir a verla sin sentirme mal. Aquello sí que me dio una gran alegría. ¡Cuánto quiero a mi madre! Incluso le sonreí sin que ella me lo pidiera.

Como mi madre tiene muchas amistades, hacía mucho que no podíamos permitirnos el lujo de pasar un rato juntas por la noche. Imagino que estaría intentando esforzarse para que no nos menospreciasen. Mientras le daba aquel masaje, sentí claramente cómo su cansancio se transmitía poco a poco a mi cuerpo. Decidí, de nuevo, que a partir de ahora intentaría tratarla mejor. Me sentí muy mal al pensar que había sentido rencor hacia ella mientras estaba con los Imaida. Le pedí perdón en voz baja y sin abrir la boca. Creo que últimamente tiendo a pensar de manera egoísta en mí misma y al final adopto un comportamiento agresivo y acabo abusando de ella. No quiero pensar en cuánto le debe doler y en cuánto debe de sufrir cada vez que me comporto como lo hago.

Desde que mi padre no está, mi madre se ha vuelto muy frágil. Siempre me estoy quejando y contándole mis problemas, dependo mucho de ella, pero cuando ella busca apoyo en mí, aunque sea poco, me molesta y siento como si hubiese visto algo sucio en ella. Reconozco que es algo muy egoísta por mi parte, pero mi madre, al fin y al cabo, no es más que una mujer débil, al igual que yo. A partir de ahora intentaré complacerla más, intentaré entenderla mejor y hablaremos sobre lo que hemos vivido juntas, o sobre mi padre o sobre lo que sea. También me gustaría poder dedicarle más tiempo. Quiero sentir de esta manera para poder apreciar el placer de la vida. En el fondo, me preocupo mucho por ella e intento ser una buena hija, pero siempre acabo comportándome como una niña caprichosa. Incluso últimamente, he empezado a perder en cierto modo la inocencia. Estoy sucia por dentro y sé que no puede haber nada más vergonzoso en el mundo. ¿Qué es todo esto de lo que siempre me estoy quejando? Que si sufro, que si dudo, que si me siento sola o triste… Si lo dijese claramente, me moriría. Sabiendo perfectamente de qué se trata, no consigo encontrar ni una sola palabra o adjetivo que pueda describirlo en toda su amplitud. Simplemente me confunde y al final acabo perdiendo los nervios. Hay algo a lo que se le parece. Se dice que, antiguamente, las mujeres no eran más que esclavas y escoria que no tenían opinión propia, que eran muñecas a merced de los hombres. Pero comparándolas conmigo, tenían el sentimiento femenino más arraigado que yo. Eran tranquilas y tenían la suficiente sabiduría como para aceptar sin reparos una vida de sumisión. Reconocían la belleza de la pura abnegación y sabían apreciar el placer de prestar servicios sin recibir nada a cambio.

—Ay, ¡qué buena masajista eres! ¡Eres maravillosa!

Mi madre tiene una cierta tendencia a tomarme el pelo.

—¿A que sí? Es que lo hago de corazón. Pero dar masajes no es lo único que sé hacer bien. Si fuese solamente eso sería un poco triste, ¿no crees? Tengo otras muchas cualidades.

He dicho lo primero que se me ha venido a la cabeza, y eso me ha sentado bien. Llevaba dos o tres años sin poder hablar de corazón, con tanta sinceridad como esta noche. Pensé con alegría que quizá, cuando te aceptas a ti misma, es cuando realmente naces como una persona nueva y tranquila.

Esta noche, después de terminar el masaje, como agradecimiento por todo, le he leído en voz alta a mi madre unas cuantas páginas de Corazón, de Edmundo de Amicis. Mi madre, al ver que también leo este tipo de libros, ha puesto cara de alivio. El otro día me vio leyendo Belle de Jour, de Kessel y me quitó el libro para ver la portada, puso una cara muy triste y me lo devolvió sin decir nada. Aquello me hizo sentir mal y se me quitaron las ganas de seguir leyendo. Que yo sepa, mi madre nunca ha leído Belle de Jour. Supongo que debió de hacerse una idea de su argumento y eso le debió de sentar mal.

Mientras leía Corazón en voz alta, envuelta por el silencio de la noche, de vez en cuando me sentía tonta y me daba vergüenza de lo que pudiese pensar mi madre al escuchar lo estúpida que suena mi voz. Como todo estaba tan silencioso, la estupidez de mi voz resaltaba. Siempre que leo Corazón, me emociona tanto como cuando lo leía de pequeña. Siento como que limpia y purifica mi corazón y pienso que es una gran obra, pero leerla en voz alta es muy distinto a leerla en silencio, me sorprende y hace que me sienta incómoda. Aun así, mi madre baja la cabeza y se pone a llorar en las partes en las que aparecen Enrico y Garrone, los muchachos protagonistas de la novela. Mi madre es como la madre de Enrico, una madre grande y dulce.

Ya se ha acostado. Como esta mañana tuvo que salir muy pronto estará muy cansada. Le he ayudado a colocar bien el futón y le he sacudido ligeramente la planta de los pies. Siempre cierra los ojos nada más meterse en la cama.

Después he ido al baño para hacer la colada. Últimamente tengo la extraña costumbre de empezar a hacerla sobre las doce. Me parece una pérdida de tiempo tener que hacer la colada durante el día, aunque puede que por la noche también lo sea. Desde la ventana se podía ver la luna. Agachada, lavando la ropa con buen ritmo, le he sonreído. Ha fingido que me ignora. De repente, me ha venido a la mente la imagen de una pobre chica solitaria en algún otro lugar en el mundo, que, justo en ese mismo momento, mientras hace la colada al igual que yo, le ha sonreído a la luna. Sí, estoy segura de que hay alguien más en el mundo que lo ha hecho.

En una casa solitaria en la cima de una montaña de un campo lejano, justo ahora, en mitad de la noche, quizás haya una chica que sufre en silencio por algo mientras hace la colada en el patio trasero de su casa. En el pasillo de un sucio apartamento de los suburbios de París, también hay una chica de mi edad que, intentando no hacer ningún ruido, está sola haciendo la colada y ha sonreído a esta misma luna. Lo puedo ver claramente, incluso a todo color, como si lo estuviese viendo absolutamente todo con un telescopio inmenso.

En serio, nadie puede imaginarse nuestro sufrimiento. En un futuro próximo, cuando seamos adultas, el dolor y la pena que sentimos ahora puede que nos resulte algo gracioso, un simple recuerdo que carezca de la menor importancia, pero ahora mismo, no sé cómo sobrellevar este largo y desagradable periodo que nos toca vivir. Es algo que nadie te enseña a superar. ¿Será la juventud algún tipo de enfermedad como el sarampión, que nada más se cura pasándolo? Pero hay gente que muere a causa del sarampión, o que se queda ciega. No está bien dejar las cosas sin resolver. Nosotras nos pasamos los días deprimidas y enfadadas. A causa de esto, hay gente que pierde el rumbo y llega a un punto de no retorno, no se puede recuperar y su vida queda destrozada. Incluso hay gente que llega a suicidarse. Aunque los demás puedan sentir pena y digan cosas como: «Ay, ¡qué lástima!, si hubiese vivido un poco más se habría dado cuenta de que todo se soluciona con el paso de los años», el sufrimiento de esa persona habría sido inmenso. Pero, al final, todo el que quiere ayudarnos lo único que hace es repetir la misma lección evasiva de siempre. Reconozcamos que estamos abocadas a pasar vergüenza y a no obtener respuestas a nuestras plegarias. Eso no significa que simplemente nos interese vivir cada momento, pero es que no hacen más que señalarnos constantemente montañas que están demasiado lejos con la promesa de que si llegamos hasta allí podremos apreciar un paisaje maravilloso. Puede que los que dicen eso tengan razón, puede que eso sea totalmente cierto, pero no es menos cierto que ahora mismo estamos atenazadas por el dolor. Los demás lo ignoran, y nos dicen que aguantemos un poco, un poquito más, prometiéndonos que seremos capaces de llegar hasta la cima de aquella montaña y que una vez allí todo será mejor. Y la historia se repite una y otra vez. Seguro que debe de haber alguien que esté equivocado. Tú eres el malo.

He terminado la colada y he limpiado el baño. Después, al abrir la puerta de la habitación intentando no hacer ruido, me ha venido el olor a lirio. Por un momento noté una dulce frescura, como si mi cuerpo fuese totalmente transparente, hasta el corazón, como si me anegara una sublime ironía. De pronto, mientras me ponía el pijama, mi madre me ha hablado con los ojos cerrados. Como creía que ya estaba dormida, me he asustado. A veces me asusta haciendo este tipo de cosas.

—Como dijiste que querías zapatos de verano, aproveché para echar un ojo cuando estuve hoy en Shibuya[26], pero eran todos carísimos.

—No pasa nada, ya no me apetece tenerlos.

—Pero te hacen falta, ¿no?

—Sí.

Mañana volverá a ser un día exactamente igual que hoy. Sé que nunca en esta vida alcanzaré la felicidad. Lo sé certeramente. Pero será mejor irme a dormir creyendo que mañana la felicidad llegará, mañana seguro que llega. Me he dejado caer sobre el futón haciendo ruido aposta. ¡Ay, qué bien me siento! Como el futón está frío, siento un placentero frescor en la espalda. La felicidad llega una noche, cuando ya es tarde. Recuerdo vagamente una frase que decía así. Tras esperar mucho, mucho tiempo a que llegue la felicidad, al final no aguantas más y abandonas precipitadamente tu casa; pero al día siguiente, llega una noticia maravillosa a esa casa que acabas de dejar, pero ya es demasiado tarde. La felicidad llega una noche, cuando ya es tarde. La felicidad…

Se oyen las pisadas de Kaa que pasea por el jardín. Tap, tap, tap, tap. Los pasos de Kaa son de lo más peculiares. Aparte de tener la pata delantera derecha un poco más corta, tiene dos patas torcidas, por lo que tiene una manera triste y peculiar de caminar. Suele pasearse por el jardín a estas horas, ¿qué estará haciendo? Pobrecito Kaa. Esta mañana me he portado mal con él, mañana lo primero que haré será acariciarle.

Tengo una manía de lo más triste. No puedo dormir sin cubrirme la cara con las dos manos. Cuando lo hago, me quedo quieta. Ir a dormir me produce una sensación extraña. Es como si una fuerza, pesada como el plomo, tirase de mi cabeza con un hilo hacia abajo, como cuando una anguila o una carpa tiran del sedal. Cuando estoy a punto de quedarme dormida, siento como que la presión se afloja y entonces me despierto súbitamente. Otra vez, me tira fuertemente y casi me quedo dormida de nuevo, pero en ese momento el hilo vuelve a aflojarse un poquito. Se repite de la misma forma unas tres o cuatro veces y, por fin, tira con todas sus fuerzas, y así me quedo dormida hasta la mañana siguiente.

Buenas noches. Soy una Cenicienta sin príncipe. ¿Sabes en qué parte de Tokio vivo? Ya nunca más volveremos a vernos.

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