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PIEL Y CORAZÓN

Me he encontrado un grano que parecía una judía roja bajo el pecho izquierdo. Al fijarme, me di cuenta de que estaba rodeado de pequeños granitos rojos, como si me los hubiesen echado con un pulverizador. No me picaban ni sentía nada. Solamente me producía cierta incomodidad tenerlos. Al ir a los baños públicos, me froté con una toalla con tanta fuerza que casi me quedo sin piel. Creo que aquello solo hizo que la cosa empeorase. Cuando volví a casa, me senté frente al espejo para mirarme el pecho y me encontré con algo terrible. Desde los baños públicos hasta mi casa no se tardan más de cinco minutos andando, pero en ese corto periodo de tiempo los granos se habían extendido al menos dos palmos hasta mi barriga. Estaba tan roja que parecía una fresa. Me sentía como si acabase de contemplar una estampa infernal y se me nubló la vista. Desde aquel momento mi vida cambió para siempre. Sentí que ya no era humana. ¿Cómo podía expresar lo que sentía? Casi me desmayé. Me quedé sentada con la mirada ausente durante un rato. Todo a mi alrededor se volvió de un intenso gris, alejándome del mundo tal y como lo había conocido. Fue como si me adentrase en un infierno desde el que todo se escuchaba muy lejano. Contemplando mi cuerpo desnudo frente al espejo, podía ver cómo me iban apareciendo más y más puntitos rojos como si fuesen pequeñas gotas de lluvia. Por el cuello, el pecho, la tripa y hasta por detrás de mi cuerpo. Saqué otro espejo para poder mirar mi espalda blanca y contemplé cómo esta se me había llenado también de granos, tantos que parecía que me hubiese caído un granizo rojo encima. Me eché las manos a la cara.

—Mira qué asco lo que me ha salido… —le dije.

Fue a principios de junio. Él llevaba una camisa de manga corta y unos pantalones cortos. Acababa de terminar de trabajar y estaba fumando tranquilamente sentado frente a su escritorio. Se levantó y vino hacia mí. Me dijo que me girase para poder examinarme todo el cuerpo. Frunció el ceño y volvió a mirarme, presionando algunas zonas con su dedo.

—¿Te pica? —me preguntó.

Le respondí que no. Lo cierto es que no sentía nada en absoluto. Se extrañó y me sacó a una zona del engawa donde daba mucho el sol. Siguió mirándome bajo la luz del atardecer, haciendo girar mi cuerpo desnudo una y otra vez. Siempre me ha tratado con mucha delicadeza, a veces incluso de manera exagerada. Nunca ha sido muy hablador, pero siempre me ha tratado con respeto. Y es por eso que, a pesar de sacarme desnuda al engawa y tocarme una y otra vez haciéndome girar hacia el este y el oeste, en lugar de tener vergüenza, me sentí muy tranquila y segura. Noté incluso la misma serenidad que cuando le rezo a Dios. Me entraron ganas de permanecer con los ojos cerrados en esa postura para el resto de mi vida.

—¿Qué podrá ser? No lo entiendo. Si fuese urticaria te picaría, pero tampoco creo que sea sarampión.

Sonreí con tristeza. Mientras me ponía el kimono le dije:

—Quizá haya sido por el salvado de arroz[31].

Últimamente me frotaba muy fuerte por el cuello y el pecho cada vez que iba a los baños. Finalmente, llegamos a la conclusión de que esa habría sido la causa. Se fue enseguida a la farmacia y trajo una pomada blanca y pegajosa que venía en un tubo. Me la aplicó en silencio por todo el cuerpo. Sentí frescor y recuperé el ánimo.

—¿Y si te lo pego?

—Qué va, no te preocupes.

Su respuesta me transmitió cierta tristeza; que se preocupara por mí me ponía triste. Podía sentirla a través de sus dedos, resonando fuertemente en mi pecho podrido. Deseé de todo corazón poder curarme cuanto antes. Siempre ha defendido mi aspecto y jamás le ha sacado defectos a mi físico, ni siquiera bromeando. Jamás, jamás se ha reído de mi cara. Incluso a veces, sin venir a cuento, me dice, con la misma serenidad que se siente ante el cielo azul en un día soleado:

—Pues a mí me parece que tu cara es bonita. Me gusta.

En esos momentos me quedo sin palabras y no sé qué hacer. Nos casamos hace poco, en marzo de este año. Éramos tan pobres que resultó muy vergonzoso. Incluso una palabra tan común como «matrimonio» me resultaba muy extravagante, tanto que no era capaz de pronunciarla con tranquilidad. Tengo ya veintiocho años. Al ser tan fea nunca tuve muchos pretendientes. A los veinticuatro o veinticinco años me llegaron dos o tres propuestas de matrimonio, pero cada vez que decidía tomarlas en serio, la cosa se torcía y se acababan rompiendo.

Mi familia está compuesta únicamente por mujeres. Mi madre, mi hermana pequeña y yo. Nunca hemos tenido mucho dinero y siempre hemos sido algo débiles. Por eso nunca esperé una propuesta de matrimonio de ningún tipo de hombre maravilloso. Habría sido pedir demasiado. Cuando cumplí veinticinco años di por hecho que jamás me casaría. Decidí dedicarme exclusivamente a ayudar a mi madre y a cuidar de mi hermana. Ella tiene siete años menos que yo. Cumplirá veintiuno dentro de poco. Es guapa y está madurando, por lo que cada vez es menos caprichosa. Esperábamos que se casase con un buen hombre y que este viniese a vivir con nosotras. Entonces, yo me buscaría alguna manera de mantenerme a mí misma. Hasta que llegara ese momento, seguiría en casa y cuidaría de mi familia, administrando el dinero y cuidando las relaciones con los conocidos. Una vez que tomé esta decisión, todas mis preocupaciones y penas que tanto me hacían sufrir desaparecieron al instante. Mejoré mis labores de costura y empecé a encargarme de los pedidos que nos hacían los vecinos de ropa de estilo occidental para niño.

Cuando ya tenía mi futuro más o menos decidido, me llegó una propuesta de matrimonio. La persona que nos la trajo había ayudado mucho a mi padre cuando todavía estaba vivo, por lo que nos fue casi imposible rechazarla. Me contaron que aquel pretendiente había terminado solamente la primaria y que no tenía padres ni hermanos. Fue precisamente aquella persona que había ayudado tanto a mi padre en el pasado quien lo había cuidado desde pequeño. Tenía treinta y cinco años y era un buen diseñador, pero, al no tener familia, nunca contó con ningún tipo de herencia. Había veces en las que podía llegar a cobrar más de doscientos yenes al mes, pero había otras en las que no ganaba nada. Su salario medio serían unos setenta u ochenta yenes mensuales. Además, ya había estado casado una vez. Había vivido seis años junto a otra mujer, de la que, por algún motivo, se había separado hace dos. Tras aquello, estuvo viviendo solo y ya había perdido la esperanza de volver a contraer matrimonio cuando se le presentó la oportunidad de casarse conmigo. Como no había recibido una buena educación y ya era mayor, decidió que lo mejor sería seguir soltero para el resto de su vida. Pero aquel amigo de mi padre le insistió para que volviese a casarse. De esta forma, la gente a su alrededor dejaría de considerarle un bicho raro. Le contó que tenía algunas posibles candidatas y vino a consultarnos qué nos parecía. En aquel momento, mi madre y yo nos miramos a la cara sin saber qué decir. Era una propuesta de matrimonio que no tenía muy buena pinta, la verdad. Era consciente de que yo no era más que una soltera fea, pero, salvo por eso, no tenía ningún otro defecto reseñable. Jamás había cometido un delito ni nada por el estilo. Aun así, ¿por qué recibía una propuesta tan mala? Al principio me enfadé, pero luego ese enfado se convirtió en simple tristeza. En un principio pensamos en rechazarle, pero mi padre había tenido una muy buena relación con aquella persona que nos vino con la propuesta, por lo que intentamos buscar una manera adecuada de decírselo sin que se rompiese la relación.

Durante todo el tiempo que estuvimos pensando qué contestarle, empecé a sentir lástima por aquel hombre soltero. «Debe de ser una buena persona. Tampoco es que yo haya recibido una buena educación. Solamente he terminado el colegio femenino y mi familia no es que pueda dejarme mucho dinero. Mi padre falleció hace años y eso nos convierte en una familia débil. Además, soy bastante fea y, por si fuera poco, mayor. Soy yo la que en todo caso no tendría ningún atractivo para él. Así que cabe la posibilidad de que formemos una buena pareja. De todas maneras, tampoco es que sea muy feliz con la vida que llevo. Creo que será mejor aceptarla antes que crear una situación incómoda con este señor». Poco a poco, empecé a tomármelo mejor. A decir verdad, y aunque me de vergüenza admitirlo, lo cierto es que me sonrojaba ante la idea de ir a casarme con alguien. Mi madre estuvo muy preocupada, preguntándome continuamente si de verdad estaba de acuerdo con el arreglo. Decidí entonces ir a hablar directamente con el antiguo amigo de mi padre, y dejarlo todo zanjado.

Al final he acabado teniendo una buena vida de casada. No. Bueno, sí. Sí que he sido feliz. Si dijese lo contrario, algún tipo de castigo divino caería sobre mí, sin duda. Él siempre me ha tratado con mucho respeto. Es una persona de poco carácter, quizá porque su antigua mujer lo abandonó. Se cohíbe mucho con cualquier cosa. Su falta de confianza en sí mismo me irrita, y además es un hombre delgado y pequeño, con una cara poco atractiva. Pero es muy bueno en su trabajo.

Recuerdo que me sorprendí muchísimo al ver por primera vez uno de sus diseños. Era algo que me resultaba familiar. ¡Qué curioso es el destino! Le pregunté para asegurarme y entonces el corazón me dio un vuelco. Por primera vez sentí algo por él. Resulta que era el autor del logotipo de la rosa enredada en un tallo de una famosa tienda de cosmética de Ginza[32] que a mí me encantaba. Es más, también había diseñado todas las etiquetas de los productos de la tienda. Perfumes, jabones, polvos de maquillaje, todo. Se había encargado incluso de diseñar la publicidad que aparecía en los periódicos. Le habían contratado como diseñador diez años atrás y fue él quien ideó esas rosas tan originales y las colocó en todas las etiquetas, carteles y letreros que llenaban la tienda. Hoy en día, su dibujo de la rosa es famoso incluso en el extranjero y, aunque uno no sepa el nombre de la marca, cualquiera puede reconocer ese diseño tan elegante y particular en cualquier sitio. Seguro que todo el mundo lo tiene grabado en su mente. Yo ya la conocía cuando iba al colegio. El dibujo me atraía tanto que, en cuanto tuve edad, todos los cosméticos que compraba eran de aquella marca. Podría decirse que llegué a estar obsesionada con ellos. Aun así, jamás pensé en quién habría sido la persona que había diseñado su logotipo. Puede que decir esto me haga parecer algo despistada, pero estoy segura de que no soy la única que piensa así. Imagino que, cuando alguien ve algún anuncio que le atrae, lo último que se le ocurre es pensar en el diseñador. Es un trabajo que, aunque resulte imprescindible, no suele llamar mucho la atención. Incluso yo, que soy su mujer, tardé bastante tiempo en darme cuenta de esa circunstancia. Recuerdo que cuando lo descubrí, me puse tan contenta que le dije:

—¿Sabes que me gusta este diseño desde que iba al colegio? ¡Jamás me habría imaginado que era obra tuya! ¡No sabes lo feliz que me siento! Hace diez años, sin saberlo, ya estábamos unidos. Era cosa del destino que nos casásemos, ¿no crees?

A lo que me contestó, sonrojado:

—No digas tonterías, no fue más que un simple encargo. —Lo dijo muy avergonzado, pestañeando mucho y sonriendo con modestia.

Siempre se muestra humilde y le da una enorme importancia a no haber recibido una buena educación o al hecho de que el nuestro sea su segundo matrimonio. También suele decir que es feo, pero a mí esas cosas no me importan. Si él es feo, ¿qué seré yo entonces? Yo sí que soy fea de verdad. Me temo que los dos tenemos la autoestima muy baja, así que cuando no estamos preocupados por una cosa estamos preocupados por otra. Parece que él quiere que le muestre más cariño de vez en cuando, pero siendo yo tan fea y teniendo ya veintiocho años, no soy capaz de que me salga de manera natural. El ver cómo se humilla tanto me hace actuar de manera extraña. En el fondo le quiero mucho, pero tiendo a comportarme con él de manera fría y a contestarle muy bruscamente, así que él también suele ponerse brusco cuando me ve así. Entiendo cómo se siente, pero eso hace que a veces nos comportemos como desconocidos. Parece que él nota que yo también tengo la autoestima muy baja. Quizás por eso, de vez en cuando, me dice lo guapa que soy o qué bonito es el kimono que llevo puesto, lo que no me hace nada de gracia porque sé que lo dice por lástima. Aunque a veces, cuando me lo dice, me emociono tanto que me entran hasta ganas de llorar. Es muy buena persona y jamás se le ocurre hacer referencia a su antiguo matrimonio. Gracias a eso, a veces se me olvida que soy su segunda mujer.

Cuando nos casamos, alquilamos esta casa dispuestos a empezar una nueva vida. Él antes vivía en un apartamento en Akasaka, pero cuando nos comprometimos, él vendió todos sus muebles y se vino a vivir aquí conmigo, en Tsukiji. Lo único que se trajo fueron sus instrumentos de trabajo. Imagino que lo hizo para huir de su pasado y también por respeto a su nueva mujer, o sea, yo. Con la ayuda del poco dinero que nos pudo dar mi madre, fuimos comprando poco a poco los muebles y el resto de las cosas que hacen de una casa un verdadero hogar. El futón y la cómoda, eso sí, me los tuve que traer de casa. Al ser casi todo nuevo, no había nada que me pudiese recordar a su primera mujer, hasta el punto de que a veces me cuesta imaginar que haya vivido antes con otra persona. Lo cierto es que si se dejase de humillar innecesariamente y me tratase con más naturalidad, mostrando menos cariño e incluso gritándome de vez en cuando, yo me sentiría mucho más a gusto y podría pasar los días cantando, y mostrándole así mi cariño, pero de verdad. De esta forma podríamos ser un matrimonio feliz. Pero en el fondo, los dos sabemos que somos feos y algo tercos… En realidad, él no tendría por qué humillarse tanto, creo yo. Es cierto que solamente terminó la primaria, pero no logro encontrar ninguna diferencia entre él y un licenciado universitario. Es dueño de una colección de vinilos de muy buen gusto y lee bastante en su tiempo libre. Novelas nuevas y extranjeras de autores de los que yo jamás había oído hablar. Y, por encima de todo, es autor de aquel maravilloso diseño de la rosa de la tienda de cosmética de Ginza.

Muchas veces bromea sobre lo pobre que es, pero últimamente recibe muchos encargos y esos los cobra muy bien, como a unos cien o doscientos yenes cada uno. El otro día, sin ir más lejos, me llevó de viaje a los baños termales de Izu. Aun así, sé que le obsesiona el hecho de que mi madre nos diese dinero tras la boda y de que tuviese que traerme el futón y la cómoda de casa cuando nos casamos. El acomplejarse tanto por algo tan estúpido hace que me sienta como si hubiese hecho algo malo. Cuando lo pienso me pongo muy triste y me entran unas ganas tremendas de llorar. Incluso hubo alguna noche en la que llegué a dudar de si había hecho bien casándome con él. Quizás, y el pensamiento era terrible, habría sido mejor no haber aceptado empezar una vida juntos. De hecho, varias veces he estado tentada a buscar sensaciones más fuertes fuera del matrimonio. ¡Sin duda soy una mala persona!

Fue al casarme cuando me di cuenta por vez primera de la belleza inherente a la juventud. Me dolió mucho el no haberla disfrutado cuando me tocaba. Me dio tanta rabia que hasta me entraron deseos de morderme la lengua y morir. Tenía tantas ganas de recuperar aquellos años perdidos que hubo una vez, recuerdo que estábamos cenando en silencio los dos solos, en que no pude aguantar más la congoja y me eché a llorar. Quizá es que tenía demasiada ansiedad acumulada. Una chica tan fea como yo no puede pretender haber tenido una juventud maravillosa y llena de aventuras. Sería algo ridículo. Con lo que tengo ahora soy más que feliz, y eso que ni siquiera me lo merezco. Debería de empezar a pensar así todo el rato. Seguro que estos granos tan feos me han salido por quejarme tanto.

Tras untarme la pomada, los granos dejaron de extenderse. Aquella noche me acosté pronto. Recé a Dios para que a la mañana siguiente hubiesen desaparecido. Pero estuve dándole vueltas en la cama. ¿Por qué a mí precisamente? ¿Por qué? Desde pequeña no me importaba caer enferma, siempre y cuando no me afectase a la piel. Me dan mucho miedo las enfermedades que dañan la piel. Podría aguantar una vida de privaciones, e incluso una vida de auténtica pobreza, pero no sería capaz de vivir si tuviese algo así como dermatosis. Preferiría perder una pierna o un brazo en un horrible accidente que tener una enfermedad que me afeara el cutis. Incluso recuerdo una vez en el colegio en que hablamos sobre los distintos tipos de microbios que pueden generar dermatosis en clase de biología, lo que hizo que me tirase varios días sufriendo unos terribles picores por todo el cuerpo. Tan fuerte era el prurito que me entraron ganas de arrancar y romper todas las páginas del libro en las que aparecían imágenes de aquellos microbios y quemarlas. Me pareció horrible la poca delicadeza con la que la profesora trató aquel tema. Pensé que seguramente lo explicaba de aquella manera, con ese desapego, fingiendo que no le afectaba lo más mínimo, porque al fin y al cabo era su trabajo, pero aquello hizo que todavía me pareciese mucho más vil y despreciable. Cuando terminó la clase, me puse a hablar con mis amigas sobre qué sensación sería la más dura de soportar en el mundo. Había tres opciones: el dolor, las cosquillas o el picor. Discutimos sobre ese tema y yo insistí en que, definitivamente, el picor sería el tormento más horroroso. ¿No crees? Pienso que el dolor y las cosquillas te pueden afectar, pero solo hasta cierto punto. Si te golpean, te cortan o te hacen cosquillas llega un momento en el que alcanzas el límite del sufrimiento y el cuerpo hace que pierdas el conocimiento. Y una vez te desmayas, ya estás en el otro mundo. Asciendes al cielo y escapas de todos tus problemas. ¿Entonces, qué más da si te mueres? Pero con el picor es distinto. Aumenta y desciende como las mareas. Serpentea en silencio y se agita constantemente. Además, nadie se ha muerto nunca de picor ni se ha desmayado a causa de él, por lo que lo tienes que aguantar eternamente, por mucho que sufras. ¿Ves como no hay nada peor que el picor? Si me torturasen, me mutilasen, me golpeasen o me hiciesen cosquillas para que confesase algo, no diría nada porque sé que llegaría el momento en el que me desmayaría, e incluso podría llegar a morir si repitiesen el tratamiento unas cuantas veces seguidas. ¡Por nada del mundo abriría la boca! Me callaría el lugar secreto donde se esconden mis compañeros, aunque tuviese que dar la vida por ellos. Sin embargo, si me trajesen troncos de bambú llenos de pulgas, piojos, ácaros de los que producen sarna o cualquier otro parásito y me dijesen que me los tirarían por la espalda si no confieso, dejaría de hacerme la heroína y les diría todo lo que quisiesen saber, temblando y suplicándoles de rodillas para que no lo hiciesen. Jamás abriría la boca. Es algo tan desagradable que doy un brinco solo de pensar en ello. Cuando les conté aquello a mis amigas durante el recreo, todas estuvieron de acuerdo conmigo.

Recuerdo una vez incluso en que un profesor nos llevó a toda la clase de visita al Museo Nacional de Ciencias Naturales de Ueno. Cuando llegamos a la sala de especímenes de la segunda planta y nos mostraron los modelos, del tamaño de un cangrejo, que tenían colocados en una estantería representando a los distintos parásitos que habitan en la piel, casi me da un ataque. Me entraron ganas de empezar a insultar a todas aquellas malditas reproducciones y de agarrar un palo y destrozarlas. Pasé los tres días siguientes sin poder dormir bien, aquejada de violentos picores. Incluso la comida me sabía rara.

También odio los crisantemos. Con todos esos pétalos tan finos ahí concentrados… Solo de verlos me da algo. La corteza de los árboles también me da escalofríos y hace que me pique todo el cuerpo. Tampoco entiendo a los que son capaces de comer huevas de salmón como si nada. Las conchas de las ostras, la piel de la calabaza, los caminos de gravilla, las hojas picadas por los bichos, las crestas de los gallos, el sésamo, los tintes, los tentáculos de los pulpos, las hojas de té usadas, las gambas, los panales de las abejas, las fresas, las hormigas, los frutos del loto, las moscas y las escamas. Todo eso lo odio. Lo detesto con toda mi alma. También odio los furigana[33]. ¡Esas letras tan pequeñitas son clavadas a los piojos! Tampoco me gustan mucho que se diga las bayas, ni las moras, ni ciertos bordados, aunque eso depende del dibujo que representen. Incluso hay veces en las que casi vomito cuando veo fotografías de la luna llena.

Odio tanto las enfermedades cutáneas que, hasta ahora, he sido siempre muy cuidadosa con todo lo relacionado con la piel. Por eso casi nunca he tenido granos. Quizá aquello me pasó por haberme frotado todo el cuerpo con salvado de arroz a diario en los baños públicos desde que me casé. Me dio mucha rabia pensar que podría haber sido la causa de que me saliesen tantos granos. ¿Qué demonios había hecho yo para merecer aquel castigo? ¡Qué cruel es Dios! Con la cantidad de enfermedades que hay en el mundo, justo me tenía que tocar a mí la que más odiaba. Es como si hubiese acertado en el blanco de una minúscula diana. Me sentía indefensa, arrojada a un agujero muy profundo y sin posibilidad de salvarme.

Al día siguiente, me levanté por la mañana cuando todavía había poca luz. Me miré en el espejo y no pude evitar soltar un gemido. Lo que vi en el espejo era un fantasma. Aquello no era yo. Todo mi cuerpo parecía un tomate aplastado. Me habían salido unos enormes granos feísimos por todo el cuello, el pecho y la barriga. Tenía minúsculos cuernos, como setas, por todas partes. Me entraron ganas de echarme a reír, pero no tenía siquiera fuerzas para hacerlo. Los granos se habían extendido incluso hasta las piernas. Me había transformado en un ogro, en un diablo. Ya no pertenecía al género humano.

«Me quiero morir. Pero no debo llorar. Si lloro con este aspecto tan horrible, perderé el poco atractivo que pueda quedar en mí. Parecería un caqui aplastado y sería todavía más ridícula y lamentable. Sería terrible. No debo llorar. Todavía no me ha visto, así que no se lo voy a decir. No quiero que lo sepa nunca. Siempre he sido feísima y ahora, encima, se me ha podrido la piel. Ya no creo que haya nada que le pueda atraer de mí. Soy un desperdicio, eso es lo que soy. Seguro que no encuentra palabras para consolarme. De hecho, ni siquiera quiero que me consuele. Si todavía me quiere seguir cuidando en este estado, entonces lo odiaré, porque entonces sí que estaré segura de que finge. No, no quiero que me cuide. Prefiero que lo dejemos. Que no me cuide. Que no me mire siquiera. No quiero ni que se me acerque. ¡Ay, si nuestra casa fuese más grande! Ojalá pudiera pasar el resto de mi vida metida en una habitación remota, en un ático. No tendría que haberme casado. No tendría ni que haber alcanzado los veintiocho años de vida. Tendría que haberme muerto a los diecinueve, cuando cogí aquella pulmonía en invierno. Si me hubiese muerto entonces, no tendría que estar pasando por todo este infierno ahora».

Pasé un rato allí sentada, sin moverme. Había cerrado los ojos con todas mis fuerzas. Respiraba con dificultad y sentía que también mi corazón iba a dejar de ser humano en cualquier momento. Todo permanecía en silencio. Ya no era la misma persona que se había ido a la cama el día anterior. Me incorporé lentamente como un animal herido y me vestí. Di gracias al kimono por no sentir reparo en seguir cubriéndome el cuerpo, a pesar de que este ahora tuviese un aspecto tan lamentable. Me sentí un poco mejor, salí al balcón, miré al sol fijamente y emití un leve suspiro. A lo lejos, se oía una radio que retransmitía los ejercicios matutinos[34]. «Un, dos…». Repetí en voz baja los ejercicios mientras los hacía para ver si así me animaba un poco, pero no conseguí otra cosa que darme más pena si cabe a mí misma. No pude soportarlo y me entraron unas ganas horribles de echarme a sollozar. Tuve que parar. Además, me empezaron a doler los vasos linfáticos del cuello y de las axilas por haber movido todo el cuerpo sin calentamiento previo. Al tocarlos y notarlos duros e hinchados, me derrumbé. No pude mantenerme en pie ni un segundo más y me dejé caer al suelo de rodillas.

Sé que soy una mujer fea, por eso siempre he llevado una vida modesta y he aguantado sin quejarme todo tipo de sufrimientos. ¡¿Por qué?! ¿Por qué a mí? Sentía una rabia tan grande dentro de mí que literalmente me quemaba. Justo en ese momento apareció él:

—Anda, estabas aquí… ¡Venga, alegra esa cara, no estés tan triste! —murmuró con ternura—. ¿Qué tal? ¿Algo mejor?

Iba a decirle que sí, pero decidí apartar lentamente su mano derecha, que había posado sobre mi hombro. Me levanté y le dije:

—Me voy a casa de mi madre.

Dije aquello sin saber muy bien por qué. No me sentía capaz de poder controlar lo que iba a decir o hacer a partir de entonces. Ya no creía en el universo, ni siquiera creía en mí misma.

—Ven, déjame echarle un ojo a eso —dijo sorprendido. Sentí como si su voz proviniera de algún lugar lejano.

—¡No! —le grité apartándome—. Lo que me ha salido por todo el cuerpo es muy feo.

Me cubrí las axilas y empecé a llorar entre gemidos. Sabía que no conseguiría nada bueno llorando como una niña pequeña. Era fea, estaba asquerosa, tenía veintiocho años y no podía parar de llorar. Incluso se me cayó la baba. Debía de tener un aspecto vomitivo.

—¡Venga, venga! No llores. ¡Vamos al médico! —me dijo con un tono de voz fuerte y directo. Nunca le había visto así de serio.

Se tomó el día libre y buscó clínicas en la sección de anuncios del periódico. Decidimos ir a un dermatólogo bastante famoso, tanto que hasta yo había oído hablar de él. Mientras me ponía el kimono de salir a la calle, le pregunté:

—Voy a tener que mostrarle todo mi cuerpo a ese hombre, ¿verdad?

—Claro —me contestó sonriendo—. Pero no debes ver a los médicos como hombres de la calle, sino como médicos.

Me sonrojé. Aquello me alegró un poco. La luz del sol me deslumbró al salir a la calle. Me sentía como un gusano asqueroso. Quería que siempre fuese medianoche, al menos hasta que me curase.

—¡No quiero ir en tren!

Aquel fue mi primer capricho desde que nos casamos.

Los granos ya se me habían extendido hasta los dorsos de las manos. Me acordé de que una vez vi a una mujer con las manos así en el tren. Desde entonces, siempre me ha dado asco agarrarme de las correas por si se me pegaba algo. ¡Ahora era yo la que tenía las manos como aquella mujer! Fue en ese fatídico momento cuando pude comprender en toda su amplitud el significado de la palabra «desgracia».

—Lo sé, lo sé. No te preocupes —me dijo con cara despreocupada mientras llamaba a un taxi.

Tardamos muy poco desde Tsukiji hasta la clínica, que estaba detrás de los grandes almacenes Takashimaya, en Nihonbashi, pero durante todo el trayecto sentí como si viajásemos en la parte trasera de un coche fúnebre. Sentía como si solamente mis ojos tuviesen vida. El resto estaba muerto y podrido. Contemplando las calles de principios de verano, me resultó muy extraño que yo fuese la única persona con granos que veía paseando por ahí.

Cuando llegamos a la clínica y entramos a la sala de espera, me fijé en que el aspecto de aquel lugar era totalmente opuesto a lo que había visto en el mundo exterior. Me recordó al escenario de Los bajos fondos, de Gorki, cuya representación había visto en un pequeño teatro de Tsukiji hacía poco. Afuera todo era luminoso y lleno de árboles y de vegetación, pero allí dentro, y a pesar de que entrase la luz del sol, todo era oscuro, frío y húmedo, como impregnado de un fuerte olor a agrio. Había algunos pacientes ciegos repartidos por la sala, que murmuraban cabizbajos. Bueno, quizá no fuesen ciegos, pero desde luego todos parecían paralíticos como poco. Me sorprendió que la mayoría pareciesen muy ancianos. Me senté en el extremo de un banco cercano a la entrada y bajé la cabeza con los ojos cerrados. Entonces noté que me moría. Él se quedó de pie a mi lado. De repente, me di cuenta de que quizá yo era la que tenía la enfermedad cutánea más grave de todos los allí presentes. Quizás era letal. Abrí los ojos sorprendida. Alcé la mirada y empecé a fijarme discretamente en los rostros de cada paciente, pero ninguno de ellos tenía granos. Al entrar a la clínica, observé en el letrero de la entrada que aquel médico tenía dos especialidades. Era dermatólogo y especialista en otra enfermedad muy desagradable que no quiero pronunciar. Me fijé en el chico que estaba sentado al otro lado del banco. Era muy guapo, tanto que parecía un actor de cine, pero no tenía granos por ningún lado, por lo que imaginé que quizá tuviese esa otra enfermedad que no quiero nombrar. Entonces pensé que todos los muertos vivientes que estaban allí sentados la tendrían. ¡Así que yo era la única con granos!

Él seguía de pie a mi lado, sin saber muy bien qué hacer para pasar el rato.

—Salte a dar un paseo, anda. El ambiente aquí dentro está muy cargado —le dije alzando la mirada.

—Parece que va a tardar, ¿verdad?

—Eso parece. Imagino que me tocará para el mediodía. Mejor que te vayas, este sitio es asqueroso —le contesté con un tono tan severo que me sorprendí a mí misma.

Afirmó con la cabeza y me preguntó:

—¿No quieres venirte conmigo?

—No, no te preocupes —le dije sonriendo—, aquí estoy bien.

Tras insistirle para que saliese, me sentí algo aliviada. Volví a sentarme en el banco y cerré los ojos de nuevo, haciendo una mueca como si estuviese chupando algo ácido. Puede que pareciese una vieja idiota ensimismada, allí, encogida, pero me sentía mucho más cómoda así. Se me ocurrió hacerme la muerta y me pareció gracioso. Hasta que de repente empecé a preocuparme por algo. Sentí como si alguien me estuviese susurrando al oído que todo el mundo tiene sus propios secretos. Me puse nerviosa.

«Y si estos granos me han salido porque él…». No fui más allá. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Empecé a dudar. «Con lo tierno que es y con todo lo que se humilla, ¿podría ser que se estuviese…?». Fue algo extraño. En ese momento recordé que yo no había sido la primera mujer con la que él se había acostado. Aquello era una realidad. Me sentí incómoda. ¡Aquello era un timo! ¡Qué estafa de matrimonio! De pronto me vinieron a la mente todos aquellos pensamientos horribles y me entraron ganas de salir a pegarle. Qué tonta había sido. Ya era consciente de ello cuando me casé con él, pero en aquel momento, el hecho de que yo no fuese su primera esposa, me llenó de rabia. Sentí rencor y luego me arrepentí de sentir ese rencor. Jamás me había parado a pensar en su antigua mujer, pero en ese momento empecé a imaginármela con todo lujo de detalles y sentí un gran odio hacia ella. Empecé a llorar de lo tonta que había sido. «¡Qué horror! ¿Será esto eso que llaman celos?». Los celos conducen a la locura. Son algo monstruoso que te afecta a todo el cuerpo. No hay nada bueno en los celos. Son lo más asqueroso que pueda haber. Me di cuenta de que existía otro tipo de infierno en el mundo. Se me quitaron todas las ganas de vivir. Me sentí asqueada. Abrí rápidamente el furoshiki que tenía sobre mi regazo y saqué la novela que estaba leyendo. Abrí una página al azar y empecé a leer sin pensar. Se trataba de Madame Bovary.

Leer sobre la dura vida de Emma Bovary siempre solía ayudarme a sentirme mejor. Su vida y sus errores me parecen de lo más femeninos y lógicos. De lo más naturales. Como el agua que corre hacia abajo a causa de la gravedad. Es lógico que se deslice ladera abajo. Las mujeres somos así. Tenemos secretos que no podemos confesar a nadie. Somos así por naturaleza. Estoy segura de que todas tenemos nuestro propio pantano oscuro dentro del cuerpo. Le damos extrema importancia a cada momento del día. En eso somos distintas a los hombres. No pensamos en la vida después de la muerte. No somos dadas a reflexionar demasiado. Todo a lo que aspiramos es a disfrutar de la belleza de cada momento. Idolatramos la vida. El tacto de la vida. ¿Sabes por qué nos gustan tanto los cuencos lacados o los kimonos bonitos? Porque esos son los verdaderos placeres de la vida. Aprovechar cada momento, ese es nuestro objetivo. ¿Qué más necesitamos aparte de eso? Nada. Si la realidad nos sofocase y nos delatase sin piedad, nos sentiríamos más firmes, más a gusto. Pero nadie osa tocar esa maldad sin límites oculta en nosotras y todo el mundo finge como si no reparase en ella, lo que genera ciertos problemas, claro está. Lo único que nos puede salvar de la verdad es la realidad. Las mujeres, y lo digo de corazón, somos tan malas que incluso somos capaces de pensar en otros hombres al día siguiente de casarnos. Nunca te puedes fiar de los sentimientos de una mujer. De pronto me acordé de aquel dicho antiguo. «Los hombres y las mujeres no deben sentarse juntos cuando tienen más de siete años»[35]. El que dijo aquello tenía toda la razón del mundo. No supe cómo reaccionar ante esa idea. Me sorprendió que la ética japonesa tradicional fuese tan certera. Tanto que incluso me resultó violenta. Nuestros antepasados ya eran conscientes de esa verdad tan crucial. Lo sabían, sencillamente. Me sentí algo mejor y me tranquilicé un poco. A pesar de que me quede así para siempre, pensé, con todo el cuerpo infestado de horribles granos, al fin y al cabo soy una anciana muy femenina. Me entraron ganas de reírme de mí misma y seguí leyendo.

Iba por la parte en la que Rodolphe se acerca a Emma y le susurra palabras románticas al oído. De pronto se me ocurrió algo completamente distinto y solté una pequeña sonrisa. ¿Y si Emma hubiese tenido granos? ¿Qué habría pasado? La idea ahora podría sonar extraña, pero entonces me pareció algo muy serio. Seguro que habría rechazado los halagos de Rodolphe y su vida habría cambiado totalmente. No hay duda de que le habría rechazado. Con un cuerpo así, ¿qué otra cosa podría hacer sino recharzarle? No es algo de lo que una pueda reírse. La vida de las mujeres puede cambiar drásticamente dependiendo de su peinado, del diseño de su kimono, de cuánto sueño tenga y de un millar de pequeños detalles concernientes a su salud. Hubo una vez en la que una niñera mató al niño que tenía a su cuidado porque ella tenía mucho sueño y no podía dormir a causa del llanto. ¡A saber de lo que podría llegar a ser capaz una mujer con el cuerpo lleno de granos! Es algo que puede hacer cambiar el destino de una y llegar incluso a romper relaciones amorosas y matrimoniales. ¿Qué pasaría si a una mujer que está a punto de casarse le empezasen a salir granos por el pecho y después se le extendiesen por todo el cuerpo? Es algo que podría ocurrirle a cualquiera. Los granos son algo que no se puede evitar aunque se tenga cuidado. Es algo que depende de la mismísima voluntad de Dios. De la mala voluntad de Dios. También puede ocurrir que a una mujer que vaya al puerto de Yokohama a buscar a su marido, después de cinco años sin verlo, le salga un bulto morado en la cara mientras le espera, llena de ilusión, y que el bulto se le vaya extendiendo más y más conforme lo toca, convirtiéndola en un abrir y cerrar de ojos en un monstruo. Parece que muchos hombres no le dan importancia a los granos, pero las mujeres dependemos de una piel bonita. Y si hay alguna que niega esto, es que es una mentirosa. No sé mucho de Flaubert, pero me parece que escribía de manera muy realista, con muchos detalles. Por ejemplo, hay una escena en la que Charles intenta besar el hombro de Emma y esta se aparta diciéndole que se le va a arrugar la ropa. Si Flaubert era una persona tan sensible, ¿por qué nunca escribió sobre el sufrimiento de las mujeres que padecen enfermedades cutáneas? ¿Es que acaso es algo imposible de entender para los hombres? Quizá Flaubert lo comprendía, pero también comprendió que era demasiado asqueroso como para meterlo en una novela de amor. ¿Habría eludido quizás el tema haciendo como que no se daba cuenta? ¡Pero eso no vale! Si me hubiesen salido estos granos la noche anterior a mi boda o justo antes de ver a alguien a quien amo después de cinco años sin haberle visto, me habría muerto literalmente. Me habría escapado de casa y me habría suicidado. Las mujeres vivimos solamente por disfrutar de la belleza de cada momento. Pase lo que pase en el futuro…

De pronto se abrió la puerta, él se asomó con su pequeña cara de ardilla y me preguntó con la mirada si todavía quedaba mucho. Le hice un gesto coloquial con la mano para que se acercase.

—Mira, verás —dije en voz alta y con un tono muy vulgar. Encogí los hombros y seguí en voz baja—. Esto…, cuando una mujer renuncia a todo, es cuando más femenina está, ¿no crees?

—¿Qué dices? —respondió atónito. Empecé a reírme.

—Nada, nada. Déjalo. No sé explicarlo. En todo este rato que llevo aquí sentada me he vuelto a sentir como si fuese otra persona. Creo que ha sido por estar tanto tiempo en un sitio tan decadente. Como soy tan frágil, este tipo de ambientes me afectan mucho. Me he convertido en una mujer vulgar. Mi corazón se ha corrompido de una manera ridícula, me siento como si fuese una…

En ese momento apreté los labios y dejé de hablar. Casi digo la palabra «prostituta». Es una palabra que una mujer nunca, jamás, por nada del mundo, debe pronunciar, pero, sin embargo, pensamos en ella al menos una vez en la vida. Cuando una mujer pierde todo su orgullo, siempre acaba pensando en esa palabra. Poco a poco empecé a ser consciente de que me había convertido en un ogro a causa de los granos. Nunca he dejado de decirme a mí misma que soy fea y siempre he fingido que no confiaba en mí misma, pero de lo que sí que me di cuenta era de que, aun así, tenía una piel suavísima. Era de lo único de lo que me sentía orgullosa. Al mismo tiempo, también me percaté de que, al igual que el resto de mujeres, había sido una persona triste y había vivido cegada, fluctuando emocionalmente por cualquier cosa. Modestia, humildad y resignación. Todos aquellos valores que creía haber tenido no eran más que mentiras, vulgares patrañas. Aunque tuviese una percepción sensible y pudiese captar numerosas sensaciones con facilidad, estas no son más que capacidades instintivas que no tienen nada que ver con la verdadera inteligencia. Reconocí abiertamente que durante toda mi vida había sido una persona totalmente torpe e idiota.

Había vivido en la equivocación. Hasta aquel día, había creído que el tener una percepción delicada era algo noble. Algo que siempre había asociado con la inteligencia. Pero en realidad no había sido más que una estúpida.

—He pensado muchas cosas desagradables mientras tú no estabas. ¡Qué tonta he sido! He llegado a perder la cabeza por completo.

—Es normal, no te preocupes —me contestó él con una sonrisa que destilaba sabiduría. Por un momento pareció como si de verdad hubiese entendido a la perfección todo lo que le había dicho.

—Mira, ya nos toca.

Seguimos a la enfermera hasta la consulta. Me desaté el obi y me quité el kimono sin reparo alguno. En lugar de pechos vi que tenía un par de granadas. Me dolió más que me viese la enfermera que estaba detrás de nosotros que el propio médico. Sentí como si aquel doctor no fuese un ser humano, como si simplemente fuese una máquina carente de emociones. Lo cierto es que ni siquiera recuerdo su cara. Él, por su parte, me trató de la misma manera, como si yo fuese un objeto. Me tocó por varias partes del cuerpo y dijo tranquilamente:

—Es una intoxicación. Habrás comido algo en mal estado.

—¿Se curará? —preguntó él.

—Se curará.

Mientras tanto, yo escuchaba la conversación como si estuviese en otra habitación.

—Pobrecita. Como no dejaba de lloriquear decidí traerla.

—No se preocupe, se curará enseguida. Voy a ponerle una inyección y listo —dijo mientras se levantaba.

—No es nada de lo que haya que preocuparse, ¿no? —preguntó él.

—Para nada.

Me pusieron la inyección y salimos de la clínica.

—Ya tengo las manos mucho mejor —dije mientras las contemplaba a la luz del sol.

—¿Te sientes mejor? —me preguntó él.

Qué vergüenza…

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