Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Aeropuerto de Bangkok, Thailandia: 4.10 de la tarde

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AEROPUERTO DE BANGKOK, THAILANDIA
4.10 de la tarde

Bangkok. Lo peor está aún por llegar, idea que me aterra. Pero la locura ya ha remitido. Las muchachas del mostrador de regalos del aeropuerto tienen un aspecto fantástico, mejor que el de cualquiera de las putas del centro. Me pregunto lo que les pagarán por eso. Esa decencia escoscada. Esa forma que tienen de sonreír en todo momento. ¿Son felices o no es más que el estilo americano de atención pelotera al cliente en acción? Trabajo emocional: todo eso está a disposición de uno en el mundo de la industria de servicios en el que vivimos. Sonríe, aunque se te esté partiendo el corazón. Ahora todos somos como esclavos faenando en el campo, que llevan puesta esa fachada que dice «todo en perfecto estado, jefe» mientras nos preocupamos pensando en cómo llegar a fin de mes.

Sales de Australia, viajas hacia el noroeste y después hacia el oeste a secas, y todo se vuelve más feo. Conseguí que la chavala cantara el estribillo de esa canción de Bowie «draw the blinds on yesterday and it’s all so much scarier[62]» para el tema ese que quiero grabar. Pero es una mierda. Mi música es una mierda. Ya no la siento. Ésta es la reflexión más sensata que se me ha ocurrido en siglos, lo cual significa que empiezo a ponerme un poco las pilas. Somos los HM, los HMFC. Ganamos la puta copa y yo me lo perdí.

Pero Sydney es otro mundo. Que le den por culo a la copa escocesa; detuve el coche en medio de la plaza que separaba a unos de otros y puse el sistema de sonido a todo trapo. Mixmag —¿o quizá fue DJ?— sacó un artículo titulado ¿HA PERDIDO N-SIGN LOS PAPELES?

¿Perdido los papeles?

Nunca los tuve, como para poder perderlos.

Como si a alguien le importara. Ahí está lo bonito de ser disc-jockey, puede que tengas tus acólitos pero eres sumamente reemplazable. De hecho, sólo estás reteniendo a los que tienen más que decir, pero lo mismo pasa con los artistas, los escritores, los músicos, los famosos de la tele, los actores, los empresarios, los políticos…; uno se hace su pequeño hueco y se queda ahí sentado, atascando los conductos socioculturales.

N-SIGN se lo hace que te cagas en Ibiza. N-SIGN, castigador número uno. Una puta mierda. Toda la prensa dance es una puta mierda mitologizante. Y eso que en tiempos me encantaba, de verdad.

Helena lo ha dispuesto todo.

Helena; ahora, cuando ya es demasiado tarde, no puedo dejar de pensar en ella. Es la historia de mi vida. Me importa la gente cuando está lejos. Suspiro a distancia. Me juro a mí mismo todo lo que voy a decirle hasta que esté en la misma habitación que yo y sólo pueda decirle algo soso. Necesito decirle que la quiero. Necesito un puto teléfono. El rostro de ese demonio y de los tres ositos que bailan mientras tocan el acordeón sigue allí; intento explicarles que necesito mi teléfono móvil para llamar a mi novia y decirle que la quiero.

Una mujer que está sentada frente a mí con una criatura en brazos se estira y me despereza. «Estése callado, por favor…, lo está asustando…» Se vuelve hacia la azafata, que ya se aproxima.

Treinta y cinco años y ya soy persona non grata: jodido, historia, inexistente. Mis necesidades no significan nada. El crío ese; él es el futuro. ¿Y por qué no? «Lo siento», suplico. «Soy un cobarde, estoy huyendo del amor. Necesito llamar a mi novia, necesito decirle que la quiero…» Miro de uno en uno todos los rostros horrorizados, la O que esboza la boca de la azafata. Pienso que si esto fuera una película americana todos estarían vitoreando y chillando. En la vida real se limitan a pensar arrebato aéreo, un chalado a bordo que podría poner en peligro todas nuestras putas existencias a pesar de que quizá eso guarde alguna relación con el hecho de estar todos apretados como sardinas y que cada año los de segunda clase perdemos tres metros en relación con los de primera y con el hecho de que si yo precipitase un accidente, matando a algunas de las más selectas luminarias empresariales en la parte de delante, ¿se detendría el capitalismo en seco, se derrumbarían las multinacionales? Por supuesto que sí, del mismo modo que con la desaparición de N-SIGN Ewart se acabaría la música dance.

Una chica me habla. «Si no permanece en silencio y con el cinturón abrochado y en calma, nos veremos obligados a aplicarle restricciones físicas», creo que dice. Eso creo que ha dicho.

A lo mejor sólo me hago ilusiones porque la idea me pone.

Otra comida aérea de mierda, otro Bloody Mary para combatir el tembleque. Las voces dentro de mi cabeza siguen allí, pero resultan menos amenazadoras, como cuando unos amigos que van de tripi o de speed están cascando en la habitación de al lado y quizá sueltan uno o dos comentarios irreflexivos pero sin auténtica malicia. Este tipo de demencia no me molesta, puede resultar bastante reconfortante.

Estoy en el avión otra vez. Vuelvo a casa.

Todos esos cuerpos. No, otro funeral no. Tu madre parece temer lo peor.

Lo peor. No sé qué es lo peor. Sí lo sé.

Gally murió.

Entonces llegó la segunda conmoción; tendría que haber sido de poca entidad pero no fue así. La novedad era que el día antes de la muerte de Gally, Polmont había sido agredido salvajemente en su propia casa. Sobrevivió por los pelos. No lo supimos en el momento. Sí, tendría que haber sido una conmoción de escasa entidad, porque Polmont nos importaba un carajo, pero aquello parecía estar ligado de forma inextricable a la desaparición de Gally.

Circulaban muchos rumores. Los días que precedieron al funeral de Gally fueron de lo más extraño. Parecía que necesitáramos creer que Gally no había tenido nada que ver con la agresión contra Polmont y todo que ver al mismo tiempo. Era como si de algún modo ambos supuestos fueran necesarios para justificar a nuestros ojos su vida, o más bien su muerte. Por supuesto, las dos cosas no podían ser ciertas; sólo la verdad podía serlo.

Durante aquellos confusos días nadie parecía saber exactamente qué le había pasado a Polmont. Algunos decían que le habían disparado en el cuello, otros que le habían rebanado el pescuezo. Fuera lo que fuera, sobrevivió al ataque y pasó algún tiempo en el hospital. Desde luego, la herida fue en la garganta, porque le destrozó la laringe y para poder hablar se había hecho instalar uno de aquellos aparatos tan graciosos, esos que hay que pulsar. El Dalek,[63] le llamábamos.

Evidentemente, todas las sospechas se centraban en Gally, pero yo sabía que el chaval no era de esa pasta. Para mí que había sido alguien de la peña de Doyle. Eran cabrones de lo más volátil y no importa lo duro que te creas sólo por frecuentar esas compañías, en realidad eres una de las personas más vulnerables de la tierra cuando las cosas se tuercen. Cosa que siempre acaba sucediendo. Polmont podría haber mosqueado a uno de ellos por infinidad de motivos: choteo, darles el palo, achantarse, todos ellos motivos válidos según su código para los castigos más extremados.

Poco antes del funeral recibí una llamada telefónica de Gail. Me quedé estupefacto cuando dijo que quería verme. Suplicó, y no tuve ánimos para negarme. Yo había sido el testigo en su boda, me dijo. Después apeló a mi vanidad y mi sentido de la identidad diciendo que yo siempre era justo y no juzgaba a la gente. Aquello eran unas chorradas descaradas, pero siempre nos gusta escuchar lo que nos gusta escuchar. Gail era una manipuladora de primera, y lo hacía sin darse cuenta, que es siempre la mejor manera.

Me acuerdo de la boda. Yo estaba un poco verde para pronunciar el discurso del amigo del novio, pero los mayores quisieron darme ese gusto. El consenso feo y tácito —quizá no fuera más que mi paranoia— era que el más indicado para ese papel habría sido Terry. Con más confianza en sí mismo, más mundo, un pelín mayor, un hombre casado con un crío en camino. Quién coño sabe lo que dije, yo no me acuerdo.

Gail estaba bellísima, parecía toda una mujer. Gally, por el contrario, parecía encogerse cada vez más dentro de la chaqueta, ataviado con ese ridículo kilt. Parecía que tuviera unos doce años en lugar de dieciocho; no hacía tanto que había salido del reformatorio. Las fotos de la boda lo decían todo: una pareja dispareja que te cagas. Durante la recepción, había alguna gente de lo más dudoso entre los invitados de ella, una hermana de los Doyle y un par de tipos a los que no conocía pero que andaban con Dozo. Aún tengo alguna de esas fotos. La hermana de los Doyle y Maggie Orr fueron las damas de honor. Yo aparentaba unos catorce años en relación con los doce de Gally; chavalines acompañados por sus mamás o en todo caso por sus hermanas mayores.

Yo estaba contento porque fui allí con Amy, del cole. Había deseado a aquella chavala durante dos años y entonces, cuando salí con ella —creo que la boda fue nuestra segunda cita—, lo único que pude hacer fue sacarle defectos. En cuanto conseguí follármela, se acabó. Pero ahí me teníais, pavoneándome por ahí con la arrogancia chillona del chaval-que-acaba-de meterla, como si el sexo lo hubiera inventado yo.

Gail acaparó toda la atención. Era sexy. Envidié a Gally. Acababa de salir del talego y se iba todas las noches a la cama con una chavala que tenía dieciocho pero que aparentaba más. Aunque era evidente que se casaban de penalti, a Gail no se le notaba. La mujer de Terry, Lucy, se quedó embarazada al mismo tiempo. Recuerdo que Terry y ella tuvieron una discusión tremenda y que ella volvió a casa en taxi. Creo que luego Terry se fue con la hermana de los Doyle.

Yo quería quedar con Gail en un bar, pero ella dijo que tenía verdadera necesidad de hablar en privado, y vino a mi piso. Yo estaba preocupado. Me preocupaba que si pretendía que me la follara, no fuera capaz de negarme.

Llegado el caso, no me tenía que haber preocupado. Gail estaba hecha un asco. Tenía un aspecto horrible. Había perdido por completo toda su vivacidad y su agresiva sexualidad. Llevaba el pelo desgarbado y tenía círculos bajo los ojos. Tenía la cara hinchada, y su cuerpo parecía informe dentro de la ropa deportiva ancha, estirada y ordinaria que llevaba. Supongo que no tenía nada de sorprendente: había perdido al padre de su hija y acababan de pegarle un tiro en el cuello a su novio. «Sé que debes odiarme, Carl», dijo.

No dije nada. No habría tenido ningún sentido negarlo, incluso en el caso de que hubiera sentido la inclinación de intentarlo. Ella lo podía ver escrito con mayúsculas por toda mi cara. Lo único que yo veía era a mi mejor amigo tendido sobre el suelo, inerte.

«Andrew no fue ningún santo, Carl», suplicó. «Sé que eras su amigo, pero en las relaciones la gente saca a relucir otras facetas…»

«Ninguno somos santos», dije yo.

«Aquella vez hirió de gravedad a Jacqueline…, aquella noche se volvió loco», balbuceó.

La miré con frialdad. «¿Y quién tuvo la culpa de eso?»

Ella no me oyó, o si lo hizo, decidió hacer caso omiso de la pregunta. «Yo y McMurray… habíamos acabado. Ahí estaba lo más idiota. Se había acabado. Andrew no tenía que haber hecho eso…, dispararle en la garganta…»

Noté una sensación de sequedad y asfixia en mi garganta. «Andrew no hizo nada», bramé, «y aunque lo hubiera hecho, no te hagas la ilusión de que lo hizo por ti. ¡Lo hizo por él, por la manera en que ese capullo de McMurray le jodió la vida!»

Gail me mira; lleva la desilusión grabada en la cara. Era evidente que la había decepcionado, pero de entrada me molestaba que esperase otra cosa de mí. Aparentemente el Regal que encendió lo consumió en dos caladas y sacó otro. Me ofreció uno a mí y realmente me apetecía, pero dije que no, porque aceptar cualquier cosa de aquella puta guarra habría sido insultar a Gally. Me quedé allí sentado, incapaz de creer que había pensado que podría haber acabado en la cama con aquel ser monstruoso. Pensé en ella y en McMurray, el Dalek. «Así que a él también lo has dejado. Será que te estás follando a algún otro capullo lamentable, ¿eh? ¿Uno de los Doyle, quizá? ¿Le convenciste para que se cargara a Polmont?»

«No debí de haber venido…», dijo ella, poniéndose en pie.

«Sí, desde luego que no. Limítate a irte a tomar por culo de aquí, puta zorra asesina», le dije con sorna mientras se marchaba.

Oí el portazo de la entrada cuando salió; sentí un acceso de arrepentimiento y me puse en pie. Desde la barandilla de la escalera vi cómo la parte superior de su cabeza desaparecía por el recodo de la escalera. «Gail», grité, «discúlpame, vale.» Oí cómo sus tacones chocaban sobre los escalones de piedra. Después oí cómo se detenían durante un segundo, antes de reemprender la marcha.

Era todo cuanto iba a obtener de mí.

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