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1. Allá por 1970: El hombre de la casa » Carl Ewart

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CARL EWART

EL TALLER

Las partículas de acero limado inundaban el ambiente y formaban una espesa polvareda. Duncan Ewart las notaba en los pulmones y en las fosas nasales. Se acostumbraba uno al olor; sólo se era consciente de él cuando competía con otros. Ahora pugnaba con el olor, mejor recibido, del bizcocho con crema que el aire transportaba desde la cantina hasta el taller. Cada vez que se abrían las puertas giratorias de la cocina, Duncan recordaba que la hora del almuerzo se aproximaba y que el fin de semana estaba más cerca.

Manejaba el torno con destreza, trampeando un poco, levantando ligeramente el protector para obtener mejor ángulo en relación con la pieza de metal que estaba torneando. Resultaba perverso, pensó, pero en su papel de shop steward[3] le habría echado una bronca de cuidado a cualquiera que intentase atajar a base de incumplir las normas de seguridad de aquella forma. ¿Arriesgarse a perder unos dedos por culpa de una prima a cuenta de un montón de accionistas ricos que vivían en Surrey o algún lugar así? A la mierda, eso era de locos. Pero así era el trabajo, así era el proceso real de su ejecución. Era tu propio mundo y vivías en él de forma casi exclusiva desde las nueve hasta las cinco y media. Procurabas hacerlo más llevadero por todos los medios posibles.

Una forma borrosa situada en el perímetro de su campo visual empezó a hacerse más nítida cuando pasó por delante de él Tony Radden, sin gafas ni guantes. Duncan le echó un vistazo a su nuevo reloj de la era espacial. Las 12.47. ¿Qué cojones? Eran casi menos diez. Casi hora de comer. Duncan volvió a plantearse el dilema al que se enfrentaba y con el que se había encontrado muchos viernes por la mañana.

El nuevo single de Elvis, The Wonder of You, salía a la venta hoy. Lo habían estado pinchando durante toda la semana en Radio One. Sí, el Rey había vuelto a lo grande. In the Ghetto y Suspicious Minds eran mejores, pero las dos se quedaron en el número dos. Ésta era: más comercial, una balada que animaba a corearla, y a Duncan le parecía que llegaría hasta el primer puesto de las listas. En su cabeza oía a la gente, borracha, acompañándola con la voz y bailando lentas a su son. Si conseguías que la gente cantara y bailara, es que ibas a triunfar. La hora de la comida duraba sesenta míseros minutos y el autobús número Uno hasta la tienda de discos Leith and Ards tardaba quince minutos de ida y otros tantos de vuelta. Tiempo suficiente para comprar el disco y hacerse con un bollo relleno y una taza de té en el Canasta. Se trataba de una disyuntiva clara entre adquirir el single y disfrutar pausadamente de una empanada y una pinta en el Speirs’s Bar, el pub más cercano a la fábrica. Pero ahora los provocativos aromas de la cantina proclamaban que era viernes, y la perspectiva del gran papeo empezaba a materializarse. Siempre hacían un esfuerzo extra los viernes, porque era entonces cuando uno se sentía más tentado de irse a comer al pub, lo cual convertía al rendimiento elevado y la última tarde de la semana en un matrimonio muy mal avenido.

Duncan apagó la máquina. Elvis Aaron Presley. El Rey. No había color. El disco había de ser. Volvió a mirar el reloj y decidió salir directamente sin quitarse el mono, fichando apresuradamente y esprintando para coger el autobús junto a la puerta de la fábrica. Duncan había negociado con la dirección para que pusieran taquillas, de modo que los trabajadores pudieran viajar «de paisano» y ponerse luego la ropa de trabajo. En la práctica, pocos, incluido él, se molestaban en hacerlo, salvo si iban a ir directamente al centro los viernes después de trabajar. Sentándose en la planta superior al fondo y recobrando el aliento, Duncan encendió un Regal, pensando que si se hacía con una copia de The Wonder of You la pincharía aquella noche en el Tartan Club con María. El ronroneo del motor del vehículo parecía hacerse eco de su satisfacción mientras tomaba el sol entre el aire viciado.

Sí, el fin de semana que se avecinaba tenía cada vez mejor pinta. El Kilmarnock jugaba en Dunfermline por la mañana y Tommy McLean estaba en forma otra vez. El Hombrecito suministraría los pases con los que se pondrían las botas Eddie Morrison y el nuevo fichaje, Mathie. Mathie y el otro jovenzuelo, McSherry se llamaba, parecían ambos buenas promesas. A Duncan siempre le había gustado ir a Dumfermline, pues los consideraba como una versión costa este del Kilmarnock; ambos eran equipos de pequeñas ciudades de los distritos mineros que habían tocado la auténtica gloria en los diez últimos años y que habían batallado contra algunos de los mejores equipos de Europa.

«Estos puñeteros autobuses no valen para nada», dijo a voz en grito un tipo mayor que llevaba gorra de visera y fumaba Capstan, interrumpiendo su reflexión. «Veinticinco minutos llevo esperando. Nunca debieron quitar los tranvías.»

«Desde luego», sonrió Duncan, retornando lentamente a sus previsiones acerca del fin de semana.

«Nunca debieron quitar los tranvías», repitió el vejete para sus adentros.

Desde que se exilió en Edimburgo, por lo general Duncan dividía su tarde del sábado entre Easter Road y Tynecastle. Siempre había preferido este último, no porque le quedara más a mano sino porque siempre le traía recuerdos de aquel gran día de 1964 cuando, durante el último partido de la temporada, los Hearts sólo tenían que empatar en casa con el Kilmarnock para ganar el campeonato. Incluso podían permitirse perder uno-cero. El Kilmarnock necesitaba ganar por dos goles para alzarse con la victoria por primera vez en su historia. Nadie fuera de Ayrshire pensaba que tuvieran gran cosa que hacer, pero cuando Bobby Ferguson efectuó aquella gran parada ante Alan Gordon, Duncan sabía que aquél iba a ser su día. Y cuando se quedó por ahí bebiendo durante tres días, Maria no se quejó.

Acababan de comprometerse, así que era pasarse mucho, pero ella se lo tomó bien. Eso era lo que le maravillaba de ella, que lo entendía; sabía lo que significaba para él y sin que él tuviera que decirlo, sabía que él no era un aprovechado.

The Wonder of You. Duncan pensó en Maria, en la magia que le transmitía, en lo afortunado que había sido al encontrarla. En cómo le pondría la canción aquella noche, a ella y al peque. Bajándose en Junction Street, Duncan pensó en cómo la música siempre había sido el eje de su vida, en cómo siempre palpitaba de emoción infantil cuando se trataba de comprar un disco. Todas las semanas era el día de Navidad. Aquella sensación de expectación: no se sabía si tendrían lo que uno quería, si se habría agotado o qué. Incluso podía tener que irse a encargarlo a Bandparts el sábado por la mañana. A medida que iba acercándose a Ards, empezaba a sentir un nudo en la garganta y un palpitar en el corazón. Tirando del pomo de la puerta, entró y se dirigió al mostrador. Allí estaba Big Liz, con una gruesa capa de maquillaje y los cabellos tiesos y enlacados, se le iluminó la cara al reconocerle. Le mostró una copia de The Wonder of You. «Pensé que quizá estuvieras buscándolo, Duncan», dijo, cuchicheando a continuación: «Lo guardé para ti.»

«Ay, estupendo Liz, eres genial», sonrió él, desprendiéndose con impaciencia de su billete de diez chelines.

«Me debes una copa, eh», dijo ella enarcando las cejas, subrayando seriamente su palique coquetón.

Duncan forzó una sonrisa evasiva. «Si llega al número uno», contestó, tratando de no sonar tan desconcertado como se sentía. Dicen que siempre te tiran más los tejos cuando te casas, y era cierto, meditó. O quizá sólo fuera que te fijabas más.

Liz se rió con excesivo entusiasmo ante aquella respuesta forzada, haciendo que Duncan sintiese aún más ganas de abandonar la tienda. Mientras salía por la puerta la oyó decir: «¡Te recordaré lo de esa copa!»

Duncan se sintió algo incómodo durante otro par de minutos. Pensó en Liz, pero incluso aquí, en la calle que daba a la tienda de discos, era incapaz de recordar el aspecto que tenía. Ahora sólo veía a Maria.

Pero había conseguido el disco. Era un buen augurio. Seguro que el Kilmarnock ganaría, aunque con los cortes del suministro eléctrico no se sabía cuánto duraría el fútbol, pues pronto empezaría a anochecer temprano. Sin embargo, era un pequeño precio a pagar por librarse de aquel hijoputa de Heath y de los tories. Era cojonudo que aquellos mamones ya no pudieran seguir vacilándoles a los trabajadores.[4]

Sus padres, decididos a que no siguiera los pasos de su padre y tuviera que bajar a la mina, habían hecho muchos sacrificios. Insistieron en que cursara un aprendizaje y aprendiera un oficio. Así que enviaron a Duncan a vivir con una tía suya en Glasgow mientras cumplía el período estipulado en un taller de Kinning Park.

Glasgow era grande y tosca, y para su sensibilidad pueblerina resultaba emocionante y violenta, pero él caía bien y era popular en la fábrica. Su mejor amigo en el trabajo era un tío llamado Matt Muir, de Govan, que era un seguidor fanático de los Rangers y un comunista de los de carné. En su fábrica todo el mundo apoyaba a los Rangers, y en tanto que socialista, sabía, cosa que le avergonzaba, que tanto él como sus compañeros de trabajo habían accedido al aprendizaje gracias a los contactos de su familia con la masonería. Su propio padre no veía contradicción alguna entre el socialismo y la masonería, y muchos de los parroquianos de Ibrox de la fábrica eran socialistas en activo, e incluso en algunos casos, como el de Matt, comunistas de carné. «Los primeros hijos de puta en llevarse lo suyo serán esos cabrones del Vaticano», explicaba con entusiasmo, «esos cabrones van a ir derechitos al paredón.»

Matt mantenía a Duncan al tanto de las cosas que contaban: cómo vestir, a qué salas de fiestas ir, quiénes eran los navajeros y, cosa importante, quiénes eran sus novias y con quién, por consiguiente, debía evitar bailar. Hicieron un viaje a Edimburgo una noche con unos compañeros, fueron a aquella sala de fiestas en Tollcross y vio a la chica del vestido azul. Cada vez que la miraba, se sentía como si le arrancaran hasta el último aliento.

Aunque Edimburgo parecía más relajado que Glasgow, y según Matt las cuchillas y las navajas eran algo excepcional, hubo un alboroto. Un tío fornido le dio un puñetazo a otro tipo y quiso repetir. Duncan y Matt intervinieron y lograron ayudar a calmar las cosas. Afortunadamente, uno de los agradecidos beneficiarios de su intervención fue un tío que iba con la misma cuadrilla que la chica que había hipnotizado a Duncan durante toda la noche, cuya timidez le había impedido sacarla a bailar. Entonces pudo ver a Maria, a quien el trazo de sus pómulos y la costumbre de bajar la vista le proporcionaba una apariencia de arrogancia que la conversación con ella disipaba rápidamente.

Aún mejor, el tío del que se había hecho amigo se llamaba Lenny, y era el hermano de Maria.

Oficialmente Maria era católica, aunque su padre había dejado de asistir a misa y profesaba a los curas un resentimiento cuyos orígenes eran desconocidos. Con el tiempo su mujer y sus hijos acabaron haciendo otro tanto. Con todo, a Duncan le preocupaba la reacción de su familia ante la boda y se sintió impelido a bajar a Ayrshire a discutirlo con ellos.

El padre de Duncan era un hombre tranquilo y reflexivo. A menudo la gente confundía su timidez con brusquedad, una impresión acentuada por su tamaño (medía más de dos metros), que Duncan había heredado junto con su cabello rubio pajizo. Su padre escuchó su declaración en silencio, asintiendo de vez en cuando con la cabeza para expresar su acuerdo. Cuando por fin habló, su tono era el de un nombre que sentía que había sido groseramente malinterpretado. «Yo no odio a los católicos, hijo», insistió su padre. «No tengo nada en contra de la religión de nadie. A quienes odio es a esos cerdos del Vaticano, a esa escoria que mantiene a la gente oprimida y en la ignorancia para poder seguir llenando sus cofres.»

Tranquilizado sobre este aspecto, Duncan decidió ocultarle al padre de Maria su condición de masón, pues parecía detestar a los masones con la misma intensidad que a los curas. Se casaron en la Oficina de Registros de los edificios Victoria de Edimburgo y celebraron una recepción en las habitaciones del piso superior de un pub de la zona de Cowgate. A Duncan le inquietaba la posibilidad de un discurso anaranjado[5] o incluso rojo por parte de Matt Muir, de modo que le pidió a Ronnie Lambie, su mejor amigo del colegio cuando vivía en Ayrshire, que hiciera los honores. Por desgracia, Ronnie se había emborrachado bastante, y pronunció un discurso anti-Edimburgo que molestó a algunos de los invitados y más tarde, según iba corriendo la bebida, precipitó un pugilato. Duncan y Maria tomaron aquello como la señal esperada para marcharse con destino a la habitación que habían reservado en una casa de huéspedes de Portobello.

De vuelta en la fábrica y de nuevo ante la máquina, Duncan cantaba The Wonder of You, cuya melodía daba vueltas en su cabeza mientras el metal cedía ante el filo cortante del torno. Entonces la luz de las enormes ventanas de arriba se convirtió en sombra. Había alguien de pie junto a él. Apagó la máquina y levantó la vista.

Duncan no le conocía demasiado bien. Le había visto en la cantina y en el autobús; era evidente que no fumaba, pues siempre se sentaba en la parte de abajo. Duncan tenía la impresión de que vivían en la misma barriada, ya que aquel hombre bajaba en la parada anterior a la suya. Mediría alrededor de un metro ochenta, tenía el pelo castaño corto y unos ojos inquietos. Por lo que Duncan recordaba, hacía gala habitual de una conducta alegre y tosca que no casaba con su aspecto: era lo suficientemente apuesto —en términos convencionales— como para tener un comportamiento narcisista. Ahora, sin embargo, aquel hombre se encontraba ante él en un estado de extrema agitación. Perturbado y ansioso, le dijo impulsivamente: «¿Duncan Ewart? ¿Shop steward?»

Ambos reconocieron lo boba que sonaba aquella rima y sonrieron.

Pero al cabo de un momento el hombre ya no se reía. Jadeando y sin aliento, le dijo: «Wullie Birrell. Mi mujer…, Sandra…, está de parto… Abercrombie… no me deja subir al hospital…, hay gente con la baja…, el pedido de Crofton…, dice que si me largo del puesto, me largo para siempre…»

En un par de latidos, la indignación consiguió alojarse en el pecho de Duncan como una afección bronquial. Hizo rechinar un segundo los dientes, y a continuación habló con sosiego y autoridad. «Tú ve a ese hospital ahora mismo, Wullie. Sólo hay uno que se va a largar de aquí para siempre, y ése es Abercrombie. ¡Puedes tener la certeza de que recibirás una disculpa en toda regla por esto!»

«¿Debería fichar o no?», preguntó Wullie Birrell con un estremecimiento del párpado que hizo que su expresión se crispase.

«No te preocupes por eso, Wullie, tú vete. Coge un taxi y pídele al conductor una factura, que yo se la pasaré al sindicato.»

Wullie Birrell asintió con un gesto de agradecimiento y se marchó apresuradamente. Ya había salido de la fábrica cuando Duncan dejó sus herramientas y caminó lentamente hacia el teléfono de la cantina, llamando primero al presidente de los shop stewards y luego al secretario local del sindicato, mientras en sus oídos resonaba el repicar metálico de las ollas y los cubiertos. Después fue directamente a ver al señor Catter, el gerente de la fábrica, y presentó una queja formal.

Catter escuchó con calma pero con creciente preocupación la queja de Duncan Ewart. Había que terminar el pedido de Crofton, era fundamental. Y Ewart, bueno, podía conseguir que todos los hombres que había en el taller abandonaran el trabajo en apoyo del tal Birrell. ¿En qué demonios andaría pensando ese payaso de Abercrombie? Sin duda, Catter le había dicho que se asegurase por todos los medios necesarios de terminar aquel pedido, y sí, ésos eran los términos que había usado, pero evidentemente el muy idiota había perdido todo vestigio de sentido común y de perspectiva.

Catter estudió al hombre alto y de aspecto franco que tenía enfrente. Se había topado muchas veces con tipos duros con una agenda oculta en el papel de shop steward. Le odiaban a él; detestaban a la compañía y todo lo que representaba. Ewart no era de ésos. Sus ojos poseían un brillo cálido, una especie de tranquila rectitud que, cuando uno se enfrentaba a ella durante un rato, parecía tener más que ver con la travesura y el buen humor que con la ira. «Parece ser que ha habido un malentendido, señor Ewart», dijo lentamente Catter, desplegando una sonrisa que esperaba fuera contagiosa. «Le explicare la situación al señor Abercrombie.»

«Muy bien», asintió Duncan, añadiendo tras una pausa: «Se agradece.»

Por su parte, a Duncan le caía bastante bien Catter, que siempre le había parecido un hombre de talante fundamentalmente justo y equitativo. Cuando le tocaba imponer los dictados más estrafalarios procedentes de las altas esferas, se notaba que no lo hacía con mucho entusiasmo. Y no debía de ser muy grato tratar de mantener a raya a los chalados como Abercrombie.

Abercrombie. Vaya majaron.

Durante el camino de vuelta al taller, Duncan Ewart no pudo resistir la tentación de asomar la cabeza por la cabina —aislada del taller— que Abercrombie llamaba su oficina. «¡Gracias, Tam!»

Abercrombie levantó la vista de las hojas de trabajo extendidas sobre su mesa y le miró. «¿Gracias por qué?», preguntó, intentando fingir sorpresa, pero con la cara colorada. Le habían acosado, le estaban presionando y no había pensado con lucidez cuando lo de Birrell. Y le había hecho el juego a ese bolchevique cabrón de Ewart.

Duncan Ewart sonrió con gesto grave. «Por tratar de retener a Wullie Birrell un viernes por la tarde, cuando los muchachos se mueren de ganas de dejar las herramientas. Muy buena gestión. Ya lo he arreglado, acabo de decirle que se marchara», añadió con presunción.

En el pecho de Abercrombie estalló una bola de odio que llegó hasta las puntas de los dedos de sus extremidades. Empezó a ruborizarse y a estremecerse. No podía remediarlo. Aquel hijoputa de Ewart: ¿quién cojones creía que era? «¡En este puto taller mando yo! ¡Más vale que no lo olvides!»

Duncan sonrió burlonamente ante el pronto de Abercrombie. «Disculpa, Tam, ahí llega la caballería.»

En aquel momento Abercrombie se arrugó, no ante las palabras de Duncan sino ante la visión de un Catter de expresión pétrea a sus espaldas, como si todo hubiera estado dispuesto de antemano. Peor aún, entró en la cabina con el presidente de los shop stewards Bobby Affleck. Affleck era un toro humano con un porte ferozmente intimidatorio hasta cuando se hallaba levemente irritado. Pero en aquel momento —Abercrombie lo notó de inmediato— el presidente se hallaba en un estado de furor incandescente.

Duncan le sonrió a Abercrombie y le guiñó el ojo a Affleck antes de marcharse y cerrar la puerta a sus espaldas. La delgada puerta de contrachapado resultó ser una barrera muy pobre frente al sonido de la furia de Affleck.

Milagrosamente, todos los tornos y taladros del taller se apagaron, uno detrás de otro, dando paso al sonido de la risa, que inundó el taller de hormigón pintado de gris como un torrente de colores primaverales.

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